Anfiteatro (Consolación de la pornografía)

Fragmento

Pulvis es, et in pulverem reverteris…

Que trata de la condición y ejercicio del atribulado Narrador

Hoy, después de pocos borrones y muchas cuentas nuevas, he decidido ponerle punto final a mi historia de adulterio con la pornografía. Aunque no lo hago con satisfacción ni mucho menos. Estoy obligado por las circunstancias. Cuando mi hijo crezca, voy a intentar explicárselo. Porque Dios, el furibundo, no castiga ni con palo ni con rejo. Castiga con el látigo de la verdad. Ahora que todas las horas vividas se me vinieron encima, he decidido romper el hielo y confesar cuáles fueron las razones para rasgarme las vestiduras. No sé si las tengo claras, pero creo que debo correr el riesgo de una vez por todas, protegido tras mi colección de pastillas tranquilizantes. He practicado el oficio de la escritura por muchos años, he coqueteado con las bellas artes y me he acostado con setenta y cuatro mujeres mal contadas, sin sumar argentinas. Pero nunca pensé (mucho menos, válgame Dios, lo imaginó mi numerosa familia) que terminaría ganándome la buena vida y la mala muerte condenado a confundir las alturas de la forma con los bajos fondos. Todas las páginas que siguen (ya sé cómo empiezo, no sé cuándo termine) se concentrarán en la narración sin censura de mi trasescena. Si todavía queda en el mundo alguna actriz que pueda sonrojarse con mis confesiones, le recomendaría que cerrara el libro. Ya no me alcanza el tiempo para las disculpas. Tenía las mejores intenciones con mis huellas por este valle de lágrimas, pero el demonio del mediodía decidió interponerse en mi camino y, lo que iba a ser dicha, terminó siendo desgracia, lo que comenzó con un futuro promisorio acabó en pequeña muerte, lo que se afinó como un blues concluyó en fatal música urbana. Así, mis estimados camaradas, les advierto que he escrito estas líneas para hacerlos felices y, al vivirlas, las padecí con creces. En la medida en que avancen, entenderán mi desgracia. Pero no perdamos el tiempo y pasemos a manteles.

La historia comienza de la manera más sencilla y, poco a poco, tiende a convertirse en pesada pesadilla. En primer término, debo decir que estudié en el Colegio Bergman de la ciudad de Lica, en Coolombia. Las palabras «Bergman», «Lica» y «Coolombia» ya tienen, de por sí, una trastienda de chistes flojos. Pero no creo que le hagan daño a nadie, así que el cobarde Narrador puede seguir sin arrepentimientos. Aclaro lo del colegio, porque allí empieza mi histeria. Empieza con una broma pesada de mis amigos. Los culpables de todos nuestros problemas futuros son los amigos del colegio. Y mis amigos del colegio me obligaron a la inmersión en la triste piscina de la pornografía, del balano a la banalidad. Nadie me había dicho que me mirara la entrepierna, hasta que me lo soplaron en segundo de bachillerato. Pero vamos por partes, porque no voy a echarles la culpa solo a mis amigos. La culpa, en realidad, es mía. Mía y de mi padre. Mía porque, con la información genética, no me quedaba más remedio que la izada de bandera y empezar a pensar en los cuerpos desnudos. Nunca lo quise. Hay otros temas, otras sombras. Pero, en materia de sexo, es el pene el que piensa. Penesamientos juveniles. En cuanto a mi padre, él es el directo responsable de la tragedia de mi biología, en primer lugar, y en segundo lugar, él fue el culpable de llevarme, por primera vez, a la mansión de Angelino. En esa época se llamaba a ese sitio sobrenatural una casa de citas. Nunca entendí el término, porque no era un lugar de rendez-vous, como dirían mis enemigos franceses, sino un antro lleno de luces de olores y colores, donde deambulaban mujeres para ser escogidas y cogidas. Yo tenía lo que en las novelas de iniciación llamaban «la edad de la pajita». Y mis recuerdos eróticos se remontaban a unas revistas que le comprábamos, con mi vecino Tavo, a oscuros personajes vendedores de dulces, dulces placeres en medio de una orgía de colombinas coolombianas. Todo el mundo tiene sus primeros recuerdos fantasmales de las imágenes de un coito y yo voy a reinventar la mía, ni más faltaba, ahora que intento hacer este recuerdo de mi agotadora experiencia escribiendo historias de cópulas. Me acuerdo de que mi vecino llamado Gustavo, Tavo, Viejo Tavo (en Lica, en esa época, todos los jóvenes eran, éramos viejos: viejo Tavo, viejo Juanca, viejo Sandro, viejo Pipe) me invitó, con infinito misterio, a que le ayudara con unas cuantas monedas para comprar una revista que, en realidad, se resumía en una sola foto. La tengo clara: era la imagen de una mujer, en blanco y negro, gordita ella, barbas en las axilas, riendo a carcajadas, encima de un hombre, cuyo rostro no se veía. La imagen se concentraba en el culo de la dama (de paso: odio todas las palabras que tienen que ver con el sexo: culo, teta, vagina, verga, chocha, senos, pinga, culear, garchar, arepa, chimba, todas esas palabras que Dios me prohibió sin necesidad de decirme que me las prohibía), el montículo de la dama, digo, en primer plano de mesetas y colinas sostenido por el tubo de un héroe anónimo, ella suspendida en el aire, los brazos abiertos, como alas, las piernas en desfogado desequilibrio, el pelo sin lavar, los extremos con pelos, los pelos enredados de su desconocida cuca, cuco cucarrón, ensartada en la esfinge de ese Egisto barbado, cumbre y abismo de mis aterradas curiosidades. Tavo me hizo darle la plata (esto, después caí en cuenta, lo acepté como un eufemismo coolombiano para hablar del dinero, otro eufemismo) y comprar esa simple foto, que, en su erecto momento, no era tan simple, sino una efigie, un estandarte, vera efigie, verga efigie. El señor de los dulces nos vendió la imagen y nos fuimos caminando, por la calle novena, la calle del pecado de Lica, escondiéndola entre las axilas de Tavo, entre mis axilas, hasta refugiarnos en una esquina donde podíamos mirar alelados, en silencio, la aparición de la culpa.

Debo recordarlo: yo estudiaba con sacerdotes, padres sin hijos, de la Compañía de Jesucristo Superestrella, que desde un principio fue, en mi caso, una mala compañía. Nunca pude acomodarme a la idea de aceptar sus contundentes reglas. Creo que mi conclusión, a posteriori, luego de haber visto la foto de la mujerzuela irrespetuosa, de la feliz empalada, fue la de un profundo respeto hacia la gimnasia del cuerpo, nadaísta sin saber nadar. Al mismo tiempo, experimenté un discreto asco. No he podido superar la sensación de considerar la cópula entre hombre y mujer, entre perro y perra, entre gato y avestruz, entre costeño y burro, entre ser y res, como un acto abyecto y violento. Le cogí miedo, con todas las connotaciones que el verbo coger tiene en el cono sur del continente suramericano: el coño sur, gracejo de cañería para los que vivimos en el norte de Suramérica. Por eso, cuando mi papá me invitó, a través de un amigo mío cómplice, a la casa de citas de Angelino en los recovecos secretos de la ciudad de Lica (luego conocida, en un juego tonto de palabras, como «la capital de la licantropía»), mi antigua ciudad de Lica, digo, solo tuve una reacción primaria: la del desacato. Sexo, ni por las putas. Traté de huir. Pe

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