La casa de Hades (Los héroes del Olimpo 4)

Rick Riordan

Fragmento

cap-1

I

Hazel

Durante el tercer ataque, Hazel estuvo a punto de comerse un canto rodado. Estaba mirando la niebla con los ojos entornados, preguntándose cómo era posible que costase tanto volar a través de una ridícula cordillera, cuando las alarmas del barco sonaron.

—¡Todo a babor! —gritó Nico desde el trinquete del barco volador.

De nuevo al timón, Leo tiró de la rueda. El Argo II viró a la izquierda, y sus remos aéreos hendieron las nubes como hileras de cuchillos.

Hazel había cometido el error de mirar por encima de la barandilla. Una oscura figura esférica se lanzó hacia ella. «¿Por qué la luna viene a por nosotros?», pensó. A continuación lanzó un grito y cayó sobre la cubierta. La enorme roca pasó tan cerca por encima de ella que le apartó el pelo de la cara.

¡CRAC!

El trinquete se desplomó; la vela, los palos y Nico cayeron en la cubierta. El canto rodado, aproximadamente del tamaño de una ranchera, se alejó en la niebla como si tuviera asuntos importantes que atender en otra parte.

—¡Nico!

Hazel se acercó a él con dificultad mientras Leo estabilizaba el barco.

—Estoy bien —murmuró Nico, retirando los pliegues de lona de sus piernas.

Ella le ayudó a levantarse, y se dirigieron a popa tambaleándose. Esa vez Hazel se asomó con más cuidado. Las nubes se apartaron lo justo para dejar ver la cima de la montaña situada debajo de ellos: una punta de lanza de roca negra que sobresalía de unas verdes pendientes cubiertas de musgo. En la cima había un dios de la montaña: un numina montanum, como los había llamado Jason. O también conocido como ourae, en griego. Se llamaran como se llamasen, eran desagradables.

Como los otros con los que se habían encontrado, llevaba una sencilla túnica blanca sobre una piel áspera y oscura como el basalto. Medía unos seis metros de estatura y era muy musculoso, con la barba blanca suelta al viento, el cabello despeinado y una mirada de demente, como un ermitaño loco. Gritó algo que Hazel no entendió, pero estaba claro que no era un saludo. Levantó con las manos otro pedazo de roca de su montaña y empezó a darle forma de bola.

La escena desapareció entre la niebla, pero cuando el dios de la montaña volvió a gritar, otros numina le contestaron a lo lejos y sus voces resonaron a través de los valles.

—¡Estúpidos dioses de las rocas! —gritó Leo desde el timón—. ¡Es la tercera vez que tengo que reparar el mástil! ¿Os creéis que crecen en los árboles?

Nico frunció el entrecejo.

—Los mástiles vienen de los árboles.

—¡Esa no es la cuestión!

Leo levantó uno de los controles, confeccionado a partir de un mando de Nintendo Wii, y lo giró. Una trampilla se abrió en la cubierta a escasa distancia y de ella salió un cañón de bronce celestial. A Hazel le dio el tiempo justo a taparse los oídos antes de que disparara al cielo una docena de esferas metálicas seguidas de un reguero de fuego verde. A las esferas les salieron pinchos en el aire, como las hélices de un helicóptero, y se alejaron en la niebla dando vueltas.

Un momento más tarde, una serie de explosiones crepitaron a través de las montañas, seguidas del rugido de indignación de los dioses de las montañas.

—¡Ja! —gritó Leo.

Lamentablemente, dedujo Hazel a juzgar por sus dos últimos enfrentamientos, el arma más reciente de Leo no había hecho más que molestar a los numina.

Otro canto rodado pasó silbando por los aires por el costado de estribor.

—¡Sácanos de aquí! —gritó Nico.

Leo murmuró unos comentarios poco halagadores sobre los numina, pero giró el timón. Los motores zumbaron. Las jarcias mágicas se tensaron, chasqueando, y el barco viró a babor. El Argo II ganó velocidad y se retiró hacia el noroeste, como habían estado haciendo durante los últimos dos días.

Hazel no se tranquilizó hasta que se alejaron de las montañas. La niebla se despejó. Debajo de ellos, la luz del sol de la mañana iluminaba la campiña italiana: colinas verdes y onduladas y campos dorados que no se diferenciaban mucho de los del norte de California. Hazel casi podía imaginarse que estaba regresando a su hogar en el Campamento Júpiter.

La idea le produjo pesar. El Campamento Júpiter solo había sido su hogar durante nueve meses, desde que Nico la había sacado del inframundo. Y, sin embargo, añoraba el campamento más que Nueva Orleans, su lugar de nacimiento, y desde luego más que Alaska, donde había muerto en 1942.

Añoraba su litera en los barracones de la Quinta Cohorte. Añoraba las cenas en el comedor mientras los espíritus del viento se llevaban los platos con toda rapidez y los legionarios bromeaban sobre los juegos de guerra. Quería pasear por las calles de la Nueva Roma cogida de la mano de Frank Zhang. Quería experimentar por una vez lo que era ser una chica normal, con un novio dulce y cariñoso.

Pero sobre todo quería sentirse a salvo. Estaba cansada de tener miedo y estar inquieta a todas horas. Se quedó en el alcázar mientras Nico se sacaba las astillas del mástil de los brazos y Leo pulsaba botones en la consola del barco.

—Qué marrón —dijo Leo—. ¿Despierto a los demás?

Hazel estuvo tentada de contestarle que sí, pero los otros tripulantes habían cubierto el turno de noche y se habían ganado el descanso. Estaban agotados de defender el barco. Daba la impresión de que cada pocas horas un monstruo romano quisiera zamparse el Argo II.

Unas semanas antes, Hazel no habría creído que alguien pudiera dormir en pleno ataque de unos numina, pero en ese momento se imaginaba perfectamente a sus amigos roncando bajo la cubierta. Cada vez que ella tenía ocasión de echar un sueño, dormía como si estuviera en coma.

—Necesitan descansar —dijo—. Tendremos que encontrar otra solución nosotros solos.

—¿Eh?

Leo miraba ceñudo su monitor. Con su camisa de trabajo hecha jirones y sus vaqueros salpicados de grasa, parecía que hubiera perdido un combate de lucha contra una locomotora.

Desde que sus amigos Percy y Annabeth habían caído al Tártaro, Leo había estado trabajando prácticamente sin descanso. Y había estado más furioso y todavía más motivado que de costumbre.

A Hazel le preocupaba, pero una parte de ella se alegraba del cambio. Cada vez que Leo sonreía y bromeaba se parecía demasiado a Sammy, su bisabuelo: el primer novio de Hazel, en 1942.

Uf, ¿por qué su vida tenía que ser tan complicada?

—Otra solución —murmuró Leo—. ¿Ves alguna?

En su monitor brillaba un mapa de Italia. Los montes Apeninos recorrían el centro de ese país con forma de bota. Un punto verde que representaba el Argo II parpadeaba en el lado oeste de la cordillera, a varios cientos de kilómetros al norte de Roma. El viaje debería haber sido sencillo. Tenían que llegar a un lugar llamado Epiro, en Grecia, y encontrar un antiguo templo llamado la Casa de Hades (o Plutón, como lo llamaban los romanos; o, como a Hazel le gustaba pensar en él, el padre ausente más lamentable del mundo).

Para llegar a Epiro solo tenían que ir todo recto hacia el este, cruzar los Apeninos y atravesar el mar Adriático. Pero no había salido

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