Feather girl

Tonya Hurley

Fragmento

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Una bruma salada se elevaba lentamente de la superficie del Larme, el lago de las Lágrimas, e invadía el aire espeso y húmedo, adhiriéndose con una pátina centelleante a los troncos podridos de los árboles, a la hiedra enmarañada, a las piedras musgosas y a la mujer que se encontraba arrodillada en la orilla. Dahlia, la sacerdotisa vudú a la que los lugareños solían referirse como la bruja de los pantanos, se incorporó en silencio; sus ojos hundidos brillaron con el mismo fulgor rojizo que los de los caimanes que se deslizaban sinuosos por las aguas cenagosas de los pantanos cercanos del bayou.

De forma gradual, como un eclipse lunar en miniatura, una sombra oscura barrió la superficie del lago y cubrió también a la sacerdotisa. Ella levantó la vista y divisó una criatura elegante y extrañamente grande, de amplia envergadura y plumas de un blanco puro, que la sobrevolaba formando círculos. A primera vista hubiera parecido un ave exótica de no ser por el torso y la cabeza, que resultaban inconfundiblemente humanos a la vista, aun hallándose a tan elevada altura. La especie no aparecía en ninguna guía de observadores de aves, pero el rostro expectante de Dahlia, lejos de expresar sorpresa, se mudó en un gesto de reconocimiento. Se quedó observando y aguardó a que se posara, cosa que hizo con gracilidad. El rápido batir de sus alas, que sonó como el restallar de unas toallas mojadas, aminoró la velocidad de la criatura, y sus patas se orientaron hacia el agua como un tren de aterrizaje. La hermosa cara y la larga cabellera de una mujer adquirieron una definición más clara.

—Hace tiempo que te esperaba —dijo la sacerdotisa Dahlia, extendiendo los brazos hacia ella—. Ahora eres mía, preciosa.

Se concentró para atraerla hacia sí, para alejarla de la brumosa superficie del lago, pero la testaruda criatura no se dejaba gobernar. La ignoró, transformándose por completo en un ave al mismo tiempo que introducía su boca mudada en pico en las aguas y empezaba a sumergirse.

—No —le advirtió Dahlia, con un susurro—. No, por favor. Oh no, te lo ruego. Ven a mí.

Entonces, de forma igual de repentina, el ave volvió a emerger, arrebatada, sacudiéndose y graznando. Enzarzada aparentemente en una lucha invisible, presa de las garras de alguna suerte de depredador implacable. El agua salpicaba con violencia en todas las direcciones, cubriendo al animal. La sacerdotisa contempló la escena horrorizada mientras la criatura se iba agarrotando, poco a poco. Primero fueron las alas, que trataba de batir, agitándolas con fiereza, en un denodado pero vano esfuerzo por alzar el vuelo y huir. Les siguieron el cuello y el cuerpo, que quedaron rígidos, como por efecto de una congelación instantánea, dejando al ave suspendida en pleno movimiento. Fue rápido. No como la muerte, pero sí algo muy parecido.

Dahlia se hincó de rodillas en el barro, apretando los puños. Aquello no debía de haber pasado. ¿Qué posibilidades tenía ahora ella?

Respiró hondo varias veces, llenando sus pulmones de aquel aire húmedo y, una vez recuperada la serenidad, se puso de pie, bien erguida.

Empezó a entonar un cántico en voz baja mientras extendía los brazos sobre las tranquilas y oscuras aguas hacia la majestuosa ave inmóvil, un cisne gris embadurnado de una resbaladiza y brillante pátina salada, que flotaba casi al alcance de su mano. Se deslizaba sin ton ni son, como un farolillo japonés de papel, arrastrada ora para un lado, ora para el otro por una brisa apenas perceptible.

La sacerdotisa se cubrió la cabeza con la capucha de su capa negra, sujetó en su mano un palo de salvia blanca envuelto en rosas y violetas secas, y lo agitó sobre las ondas hasta que estas se calmaron. Las puntas de su larga cabellera negra se esparcieron como tentáculos al entrar en contacto con el agua, que reflejó el remedo de su cara tensa e inexpresiva, haciéndola cimbrear sobre la leve corriente, mientras el humo del palo formaba un halo a su alrededor, confinándola en una suerte de gruta improvisada. Se inclinó hacia la criatura exánime, el reflejo oscuro e impreciso de su largo brazo y de sus dedos extendidos tan retorcido como las ramas de los árboles que se cernían sobre ella. Como si de un niño perdido se tratara, agarró al ave y tiró de ella hacia sí con suavidad, de una manera casi reverencial. Examinó el pájaro con atención, sosteniéndolo con firmeza, como si fuera una joya preciosa; la luz de la luna centelleó sobre su revestimiento cristalino, lanzando un millar de destellos.

Aplicó sobre el animal la presión justa para anclarlo con firmeza al lodo acuoso de la orilla del lago y suspiró acariciando sus plumas, ahora pétreas al tacto.

—Oh. Podrías haber sido tan hermosa...

Dahlia raspó la costra de sal gruesa que cubría el plumaje y recogió los cristales semejantes a escamas de caspa en un mortero de madera bastamente tallado. Extrajo varias sustancias del interior de una bolsa de arpillera que descansaba en el suelo, a su lado, y las fue juntando hasta obtener un puñado. Machacó los polvos, hierbas, muda de piel de serpiente y sal hasta obtener una pasta homogénea y la espolvoreó sobre las ascuas de una pequeña hoguera ceremonial que había encendido. Del fuego se elevó una única fumarada, que se dispersó en una nube perfumada mientras ella entraba en trance. Comenzó a golpear rítmicamente un pequeño altar de piedra que había erigido al mismo tiempo que se balanceaba siguiendo el compás.

Simbi,

loa de las aguas

guía de almas

guardiana de la puerta entre mundos,

soy yo, la sacerdotisa Dahlia, quien te conjura de las profundidades.

Escúchame y sal a la superficie.

Dahlia abrió de par en par sus brazos para dar la bienvenida al espíritu. Las mansas aguas empezaron a agitarse y, en el centro del lago, se apareció un espectro serpentino. La cabaña decrépita de la sacerdotisa, erigida sobre pilotes en el extremo más alejado del lago, con sus dos ventanas apenas iluminadas por sendos faroles de queroseno que parpadeaban en la noche como la llama de una vela en los ojos tallados de una calabaza de Halloween, fue testigo de su llegada. Se levantó un remolino de aire que disipó la bruma y la humedad como si fueran hojas de otoño. El aire tórrido y saturado se tornó frío de repente.

Un gruñido grave y altisonante, que pareció surgir del tremedal, se articuló en palabras.

—¿Qué deseas? —gorgoteó el espíritu.

—La he perdido —respondió Dahlia haciendo una reverencia—. Mi única posibilidad. Estoy desesperada. Ilumíname con tu sabiduría.

La ominosa voz volvió a tronar entre los árboles.

—El último híbrido vive aún.

A Dahlia le sorprendió la noticia.

—¿Es eso cierto?

—Sí. Es joven, tan solo una niña. Todavía no está formada del todo, así que se plegará con facilidad a tu voluntad. Vendrá. Vendrá por lo que has hecho. Deberás obrar con precaución.

La voz resonante se disipó, al igual que el espíritu, que se re

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