La profecía oscura (Las pruebas de Apolo 2)

Rick Riordan

Fragmento

cap-1

1

Lester (Apolo).

Humano, aún; gracias por preguntar.

Dioses, odio mi vida

Cuando nuestro dragón declaró la guerra a Indiana, supe que no iba a ser un buen día.

Llevábamos seis semanas viajando hacia el oeste, y Festo no había mostrado tanta hostilidad hacia ningún estado. A New Jersey no le hizo caso. Pennsylvania pareció agradarle, a pesar de nuestra batalla contra los cíclopes de Pittsburgh. Ohio lo soportó, incluso después de nuestro encuentro con Potina, la diosa romana de la bebida de los niños, que nos persiguió en forma de gigantesca jarra roja con una cara sonriente estampada.

Sin embargo, por algún motivo, Festo decidió que no le gustaba Indiana. Se posó en la cúpula del capitolio de Indiana, batió sus alas metálicas y escupió un cono de fuego que incineró la bandera del estado colgada del asta.

—¡Para el carro, colega! —Leo Valdez tiró de las riendas del dragón—. Ya hemos hablado de esto. ¡Prohibido chamuscar monumentos públicos!

Montada detrás de él en el espinazo del dragón, Calipso se agarraba a las escamas de Festo para mantener el equilibrio.

—¿Podemos bajar a tierra, por favor? ¿Esta vez con cuidado?

Para ser una antigua hechicera inmortal que había controlado a los espíritus del aire, Calipso no era muy aficionada a volar. El viento frío empujaba su cabello castaño contra mi cara y me hacía parpadear y escupir.

Así es, querido lector.

Yo, el pasajero más importante, el joven que un día había sido el glorioso dios Apolo, me veía obligado a ir sentado a lomos de un dragón. ¡Oh, qué indignidades había sufrido desde que Zeus me despojó de mis poderes divinos! No me bastaba con ser un mortal de dieciséis años con el horrible seudónimo de Lester Papadopoulos. No me bastaba con tener que recorrer la Tierra cumpliendo (¡puf!) misiones heroicas hasta encontrar la forma de volver a congraciarme con mi padre, ni tener un acné que no respondía a los medicamentos para los granos. ¡Para colmo de males, a pesar de tener un carnet de conducir del estado de Nueva York, Leo Valdez no me dejaba pilotar su corcel aéreo de bronce!

Las garras de Festo buscaban un asidero en la cúpula de cobre verde, demasiado pequeña para un dragón de su tamaño. Me acordé de cuando instalé una estatua de Calíope de tamaño real en mi carro solar y el peso añadido me hizo caer en picado en China y crear el desierto de Gobi.

Leo miró atrás, con la cara manchada de hollín.

—¿Percibes algo, Apolo?

—¿Por qué siempre me toca a mí percibir cosas? Que antes fuera un dios de las profecías...

—Tú eres el que ha estado teniendo visiones —me recordó Calipso—. Dijiste que tu amiga Meg estaría aquí.

Solo con oír el nombre de Meg experimenté un dolor agudo.

—¡Eso no quiere decir que pueda localizarla con la mente! ¡Zeus me ha cancelado el acceso a la GPS!

—¿GPS? —preguntó Calipso.

—Guía de posicionamiento sobrenatural.

—¡Eso no existe!

—Calma, chicos. —Leo acarició el pescuezo del dragón—. Apolo, inténtalo, ¿quieres? ¿Se parece esta a la ciudad con la que soñaste?

Oteé el horizonte.

Indiana era un estado llano: carreteras que cruzaban llanuras marrones cubiertas de maleza y sombras de nubes invernales que flotaban sobre las extensiones urbanas. A nuestro alrededor se alzaba un pequeño grupo de rascacielos céntricos: columnas de piedra y cristal cual trozos de regaliz blanco y negro. (No del regaliz rico; más bien del asqueroso que se queda siglos en la bombonera de tu madrastra. Y, no, Hera, ¿por qué iba a referirme a ti?)

Después de caer en Nueva York, Indianápolis me parecía desierto y monótono, como si un auténtico barrio de Nueva York —Midtown, por ejemplo— hubiera sido ampliado hasta abarcar toda la zona de Manhattan y luego despojado de dos tercios de su población y lavado vigorosamente.

No se me ocurría por qué a un triunvirato malvado de antiguos emperadores romanos podía interesarle un sitio así. Ni me imaginaba por qué enviarían allí a Meg McCaffrey para capturarme. Sin embargo, mis visiones habían sido claras. Había visto el contorno de esa ciudad. Había oído a mi antiguo enemigo Nerón dar órdenes a Meg: «Ve al oeste. Atrapa a Apolo antes de que encuentre el siguiente Oráculo. Si no puedes traérmelo vivo, mátalo».

¿Lo más triste de todo? Que Meg era una de mis mejores amigas. Y gracias al retorcido sentido del humor de Zeus, daba la casualidad de que también era mi ama. Mientras yo siguiera siendo mortal, Meg podría mandarme cualquier cosa, incluso que me matase... No. Mejor no contemplar esas posibilidades.

Me moví en mi asiento metálico. Después de tantas semanas de viaje, estaba cansado y me dolían las posaderas de montar en el dragón. Quería encontrar un sitio seguro para descansar, pero esa ciudad no era la indicada. Había algo en el paisaje que me inquietaba tanto como a Festo.

Lamentablemente, estaba seguro de que ese era nuestro destino. A pesar del peligro, si tenía ocasión de volver a ver a Meg McCaffrey, de arrancarla de las perversas garras de su padrastro, tenía que intentarlo.

—Este es el lugar —dije—. Antes de que la cúpula se desplome, propongo que bajemos al suelo.

Calipso refunfuñó en minoico antiguo:

—Eso ya lo he dicho yo.

—¡Bueno, perdone usted, hechicera! —contesté en el mismo idioma—. ¡Tal vez si tú tuvieras visiones útiles, te haría caso más a menudo!

Calipso me llamó un par de cosas que me recordaron lo malsonante que era la lengua minoica antes de que se extinguiera.

—Eh, vosotros dos —dijo Leo—. Nada de dialectos antiguos. Hablad en nuestro idioma. O en el de las máquinas.

Festo asintió chirriando.

—Tranquilo, chico —dijo Leo—. Seguro que no querían marginarnos. Vamos a bajar a la calle, ¿vale?

Los ojos de rubíes de Festo brillaron. Sus dientes metálicos giraron como brocas. Me lo imaginé pensando: «Ahora mismo prefiero Illinois».

Pero batió las alas y saltó de la cúpula. Nos precipitamos y aterrizamos delante del capitolio con tanta fuerza como para agrietar la acera. Los ojos me temblaron como globos de agua.

Festo giró la cabeza de un lado a otro, echando volutas de humo por los agujeros del hocico.

No vi ningún peligro inmediato. Los coches recorrían despacio West Washington Street. Los peatones pasaban sin prisa: una mujer madura con un vestido de flores, un policía fornido con un vaso de cartón en el que ponía CAFÉ PATACHOU, un hombre acicalado con un traje de algodón azul.

El hombre de azul saludó educadamente al pasar:

—Buenos días.

—¿Qué pasa, colega? —gritó Leo.

Calipso ladeó la cabeza.

—¿Por qué ha sido tan simpático? ¿No ve que vamos montados en un dragón de metal de cinco toneladas?

Leo sonrió.

—Es la Niebla, nena: altera la vista de los mortales. Hace que los monstruos parezcan perros extraviados. Hace que las espadas parezcan paraguas. ¡Hace que yo parezca aún más guapo de lo normal!

Calipso clavó los pulgares a Leo en los riñones.

—¡Ay! —se quejó él.

—Ya sé lo que es la Niebla, Leónidas...

—Oye, te dije que no me llamaras así.

—...

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos