CAPÍTULO 1
LA CRIPTA
Isla Crown notó un regusto a muerte.
Instantes atrás había desbloqueado la puerta de la cámara oculta en la Casa de Espejos. La energía vibraba en el interior, susurros en una lengua que Isla no comprendía, pero que despertaba ecos en lo más profundo de su ser. Era un mensaje urgente y obvio, algo así como la respuesta a una pregunta que hubiera olvidado.
El resto del palacio abandonado se encontraba en ruinas, pero esa puerta había permanecido cerrada durante toda la época de las maldiciones. Los antepasados de Isla habían hecho lo posible por mantenerla en secreto. Su corona era la única llave y ella pensó, mientras la puerta se abría con un chirrido estridente, que debían de tener buenos motivos para esforzarse tanto en ocultarla.
Se le aceleró el corazón cuando echó un vistazo al interior. Sin embargo, antes de que pudiera enfocar la vista, una intensa energía brotó de dentro, la golpeó en el pecho y la empujó con fuerza a la otra punta de la sala.
La puerta se cerró de golpe.
Durante un instante se hizo el silencio e Isla experimentó algo muy parecido a la paz, que para ella se había convertido en el lujo más escaso y codiciado. Era lo único que se atrevía a ansiar últimamente. Paz contra el dolor que le latía en el pecho, donde una flecha le había partido el corazón en dos. Paz contra los pensamientos que asolaban su cerebro como insectos que se atiborran de podredumbre. Había perdido y ganado infinidad de cosas esas últimas semanas, y no a partes iguales.
Sin embargo, durante ese único segundo, por fin fue capaz de dejar la mente en blanco.
Hasta que su cabeza golpeó el suelo de piedra y la visión de una matanza remplazó la paz.
Veía cuerpos. Calcinados y ensangrentados. No distinguía a qué reinos pertenecían; solo veía la piel y los huesos. La oscuridad se extendía en torno a los cadáveres como tinta de frascos volcados, pero no se asentaba, se encharcaba ni desaparecía.
No. Esa oscuridad devoraba.
La negrura apuró el resto de los cuerpos antes de desviar la atención hacia Isla. Sus tentáculos se acercaban, fríos y húmedos como extremidades sin vida. Antes de que Isla tuviera ocasión de moverse, las sombras le separaron los labios y la obligaron a bebérselas. Ella trató de tomar aire, pero tan solo notó el sabor de la muerte.
La negrura se apoderó de todo, como si las estrellas, la luna y el sol fueran velas y alguien las hubiera apagado una a una.
En ese instante la oscuridad habló.
«Isla. —Era su voz. La voz de Grim—. Vuelve conmigo. Vuelve…».
En un abrir y cerrar de ojos Isla había regresado a la Casa de Espejos, que era toda luz reflejada y esqueléticas ramas arañando los pocos cristales que quedaban intactos, como manos que trataran de alcanzarla.
Y al momento allí estaba Oro, acunándola en sus brazos. No era dado a reacciones exageradas, un hecho que tornaba su expresión horrorizada en algo aún más preocupante si eso era posible.
Isla se palpó la cara y descubrió que le corría la sangre por la nariz, los oídos, los ojos, por las mejillas. Se miró los dedos ensangrentados y únicamente atinó a pensar en lo que acababa de ver.
¿Qué había sido? ¿Una visión?
¿Una advertencia de lo que haría Grim si no volvía con él?
Isla no lo sabía, pero tenía una cosa clara: tan pronto como había abierto la puerta, esta se había vuelto a cerrar con fuerza. En la cámara había algo.
Y ese algo no quería que Isla lo encontrara.
CAPÍTULO 2
VERDADES Y MENTIRAS
—Me rechazó —dijo Isla. No tenía lógica. El poder la había llamado; ella lo había notado. ¿Por qué la puerta se había cerrado de nuevo?
La corona dorada del rey destelló cuando él echó la cabeza hacia atrás mientras la examinaba. Estaba tan alejado de la cama en la que descansaba Isla como le permitía la alcoba.
No importaba. Aun a varios metros de distancia, ella percibía el hilo que los unía. Algo parecido al amor.
Algo parecido al poder.
Oro habló por fin.
—No estás lista. No creo que la corona sea la única llave. Si no querían que se abriera fácilmente, es posible que la hechizaran de tal modo que solo admitiera a una gobernante wildling.
—Yo soy una gobernante…
—Una que dominara sus poderes.
Ah.
Isla soltó una carcajada. No pudo evitarlo. Pues claro que la isla había encontrado la manera, una vez más, de hacerla sentir desplazada. A esas alturas la gobernante wildling ya se lo tomaba como un juego.
—Si eso que dices es cierto, supongo que seguirá cerrada —respondió ella con la mirada clavada en un punto de la pared. Las únicas expertas en artes wildling que seguían vivas eran sus guardianas. Y si Isla volvía a posar la vista en ellas, las mataría por haber asesinado a sus padres. Y por todas las mentiras que le habían contado desde la infancia.
El silencio llegó al punto de ebullición y empezó a derramarse. Isla casi podía notar la preocupación de Oro en el ambiente, calor con un dejo de desasosiego. Contuvo el impulso de poner los ojos en blanco. Después de todas las cosas que le habían pasado, que la arrogante puerta de una cámara la empujase a la otra punta de una sala no era en absoluto lo peor.
A Isla le molestaba la preocupación de Oro y también se odiaba a sí misma por esa rabia que se había cristalizado en su interior como una espada y que azotaba ante algo tan inocente como la inquietud. No obstante, últimamente se sentía incapaz de controlar ninguna de sus emociones. En ocasiones despertaba y carecía de energía para levantarse siquiera de la cama. Otras veces estaba tan enfadada que saltaba al portal de isla Agreste tan solo para poder gritar a sus anchas.
—Yo te enseñaré —se ofreció Oro.
—Tú no eres un maestro wildling.
—No —reconoció él—. Pero domino los poderes de cuatro de los reinos. Las habilidades requeridas son distintas, pero la ejecución no difiere demasiado. —Hablaba en un tono dulce, más amable de lo que Isla merecía—. Así me las ingenié para usar tu poder.
Así se las ingenió para salvarle la vida a Isla. El núcleo de la isla la habría achicharrado de no ser porque Oro había recurrido al vínculo que los unía para emplear los poderes de Isla en la Casa de Espejos. Fue en ese instante cuando ella cobró consciencia de los sentimientos que Oro le inspiraba. El hecho de que el rey solar tuviera acceso a la magia de ella significaba que Isla lo amaba.
Aunque ella no tuviera ni idea de lo que era eso, el amor.
Isla había amado a sus guardianas.
Había amado a Celeste.
En cierto momento, había amado a Grim.
La visión. Muerte, oscuridad y decadencia. ¿Fue una amenaza? ¿Un atisbo del futuro que les aguardaba?
El peso en torno a su cuello se le antojó aún más fastidioso. No podía librarse del collar que Grim le había regalado durante el Centenario y, sí, lo había intentado. El collar tenía un broche, pero de momento no había conseguido abrirlo. Por lo que parecía, no había manera de despojarse de él. Únicamente Isla podía percibir su presencia. Oro ni siquiera sabía que existía.
Se preguntó si tal vez Grim se parecía a ese collar, si era igual de insistente y se negaba a soltarla. ¿Sería capaz de matar tan solo por estar con ella?
—Tengo que decirte una cosa. —Isla se planteó si callárselo. De haberla involucrado únicamente a ella, lo habría hecho. Isla había roto las maldiciones. Merecía más tiempo para recuperarse. Los cortes y magulladuras del Centenario habían desaparecido, pero algunas heridas eran invisibles y tardaban mucho más en sanar que los rasguños y los huesos rotos—. En la Casa de Espejos… he tenido una visión.
Oro frunció el ceño.
—¿Qué has visto?
—Muerte —respondió Isla—. Él… —Descubrió su propia reticencia a pronunciar el nombre, como si el mero hecho de hacerlo pudiera materializarlo entre las sombras, invocarlo en un plano que no fuera el mental—. Él estaba rodeado de oscuridad. Había cadáveres por todas partes. Las sombras trataban de alcanzarme. —En el rostro de ella se dibujó un rictus de dolor—. Parecía… la batalla de una guerra.
Parecía el fin del mundo.
Un calor intenso barrió la habitación, la única señal de la ira que Oro estaba experimentando. Su delicado rostro permaneció impasible.
—No se detendrá hasta que seas suya.
Ella negó con la cabeza.
—Te escogí a ti. Se siente traicionado. Es posible que yo ya no le importe siquiera. —Oro no parecía convencido. Isla cerró los ojos—. Y aunque estuvieras en lo cierto, ¿piensas que sería capaz de declarar una guerra por mí? ¿Que sería capaz de poner en peligro a su pueblo?
—Pienso que es exactamente lo que haría —replicó Oro con la mirada perdida en el infinito como si estuviera absorto en sus pensamientos—. Isla, tienes que empezar a entrenar y no solo para poder entrar en esa cámara.
Entrenar. Era un esfuerzo excesivo, consideró ella, para una persona que bregaba consigo misma solo para salir de su habitación por las mañanas. Antes Isla no era así. Llevaba el entrenamiento tan incrustado en su ser como piedras preciosas en la empuñadura de una espada. Constituía parte de su misma esencia.
En este momento, en cambio, lo único que sentía era cansancio, más mental que físico. Tan solo ansiaba tiempo para recuperarse y ¿por qué el mero hecho de pensarlo hacía que se sintiera la persona más egoísta de todo Lightlark?
Por fortuna, Isla tenía otra excusa para explicar sus reticencias.
—Sabes que no puedo. —Como rey, Oro era el único original que quedaba capaz de esgrimir cada uno de los poderes todavía presentes en Lightlark: skyling, starling, moonling y sunling. En teoría, era imposible que nadie ajeno a su linaje naciera con más de una destreza. Según Aurora (a la que Isla considerase un día su mejor amiga, Celeste), sus poderes wildling y nightshade estaban entremezclados de un modo que los tornaba básicamente inútiles a menos que un nightshade los liberase—. Mis poderes…
—Tengo un plan para eso.
Cómo no. Isla apretó los dientes con obstinación.
—No tengo tiempo para entrenar. Debo regresar con las wildling.
—Necesitarán que estés en plenas facultades.
¿Por qué se empeñaba Oro en que comenzara el entrenamiento? ¿Y por qué razón, en verdad, a ella le desagradaba tanto la idea?
—El entrenamiento sería una distracción —volvió a intentar Isla—. Ya aprenderé más adelante. Cuando me haya ocupado de ellas. Una vez que hayamos averiguado qué amenaza representan los nightshade, si acaso mi visión fue real.
—Ahora posees el poder de un gobernante starling, Isla —le recordó Oro con dulzura.
Cuando Isla acabó con la vida de Aurora, lo hizo empleando una antigua reliquia conocida como el vinculador para robar todos los poderes starling de la gobernante. El acto le había permitido cumplir la parte de la profecía que exigía la muerte de un regente como condición para romper las maldiciones. El poder de un gobernante constituía la fuerza vital de su pueblo. Todos los starling habrían perecido junto con Aurora, si Isla no le hubiese robado su poder.
Desde entonces era la responsable de dos reinos, aunque no se sentía preparada para gobernar uno siquiera.
—Es posible que tus poderes wildling y nightshade hayan permanecido latentes todo este tiempo —prosiguió Oro—, pero tu poder starling no lo hará. Las destrezas son demasiado importantes. Si no aprendes a controlarlas, te controlarán ellas a ti.
Isla lo dudaba. Durante los últimos dos días, había probado sus poderes starling solo para ver qué pasaba. Mover una pluma. Enviar una explosión de energía desde el balcón. Nada. Habría dudado que el vinculador hubiera funcionado siquiera de no ser porque los starling seguían vivos.
—Isla —dijo Oro, y la ternura que imprimió a su nombre limó las asperezas del dolor y la rabia con que Isla se defendía, solo una pizca.
—¿Sí?
El rey avanzó un paso, luego otro, hasta que ella se sintió envuelta en su calor. A pesar de todo, Oro seguía estando más lejos de lo que le habría gustado.
Él la miró desde los pies de la cama.
—Dime que entrenarás conmigo. Y dímelo en serio.
—Muy bien —respondió ella a toda prisa, tan solo porque sabía que era eso lo que él deseaba oír. Tan solo porque, últimamente, habría hecho cualquier cosa por detener los pensamientos relativos al Centenario y a todo lo sucedido—. Entrenaré contigo. En serio.
—Tu entusiasmo me abruma —observó él en tono monocorde.
—Estoy entusiasmada —replicó Isla apretando los dientes.
La mirada de Oro se afiló.
—Eres consciente de que sé que mientes, ¿no?
Pues claro que lo era. El rey tenía ese don, ese poder extra que los gobernantes poseían con frecuencia, heredado de antiguos linajes. Isla imaginó las carcajadas del destino ante la ironía de tal emparejamiento: un hombre capaz de percibir la verdad enamorado de una mentirosa.
En lugar de fulminar a Oro con la mirada, la joven wildling se mostró encantada de devolverle la atención. La curiosidad ofrecía la mejor distracción posible. ¿Acaso la vida no consistía en eso, momentos dolorosos unidos entre sí por distracciones?
—¿Qué se siente? —preguntó Isla al tiempo que se incorporaba en la cama.
La delgada manga del vestido le resbaló por el hombro. Oro siguió con los ojos la caída de la tela.
—¿A qué te refieres? —respondió él sin despegar los ojos del hombro desnudo.
Algo aleteó en el pecho de Isla. Pocas veces había pillado a Oro mirándola con atención. Hasta el instante en que Aurora confirmó que el rey la amaba, a Isla ni se le había pasado por la cabeza que ella le gustara siquiera.
La pierna desnuda de Isla recorrió la cama cuan larga era, despacio, hasta que los dedos del pie alcanzaron el suelo. El vestido se le deslizó muslo arriba y ella notó el calor de los ojos del rey en la piel. Hizo lo mismo con la otra pierna hasta posar los dos pies junto a la cama.
Él la observó de arriba abajo y de súbito la cripta quedó olvidada. Su sensación de no estar a la altura… pasó a la historia. ¿Las traiciones? Ya no se acordaba de ellas.
Una parte de Isla se preguntó si acaso Oro la contemplaba tan solo para saber si se encontraba bien, pero no, era mucho mejor pensar que la estaba observando por otras razones.
—Cuando alguien te miente, ¿qué sientes?
Avanzó hacia él, descalza, con la espalda todavía dolorida por su brusco aterrizaje. Notaba en la cabeza un dolor pulsante de la herida que acababa de tratarse con remedio wildling, pero hizo caso omiso.
Oro permaneció muy quieto cuando Isla se detuvo ante él.
—¿Te duele? —Ella ladeó la cabeza—. ¿Te duele algo en alguna ocasión?
La mirada que él le lanzó expresaba con claridad que no estaba dispuesto a responder a la segunda pregunta, de modo que volvió a probar con la primera.
—¿Te duelen las mentiras?
Oro era tan alto que tuvo que agachar la cabeza para mirarla a los ojos. Alargó la mano y le pasó el pulgar por los salientes de la corona.
—Depende de quién las diga.
La culpa hincó los dientes en el pecho de Isla. La idea de que sus mentiras le causaran daño provocó en ella un dolor inexplicable a su vez.
¿Era eso lo que sentías cuando amabas a alguien?
Ella le había mentido a lo largo de todo el Centenario mientras que Oro no la había engañado ni una sola vez. El rey de Lightlark era la única persona del mundo entero en la que Isla confiaba, por muy consciente que fuera de que confiar en alguien después de todo lo sucedido era una necedad de proporciones astronómicas.
¿Era eso el amor?
Isla posó la mano en el pecho de Oro y notó que el cuerpo de él se tensaba. El rey irradiaba un calor reconfortante que le provocó deseos de notar su piel desnuda bajo los dedos. Oro no se movió ni un milímetro cuando Isla se acercó… y siguió acercándose.
Apenas habían hablado del vínculo que los unía, de ese lazo insoslayable. Oro había preferido concederle su tiempo. Ella quería tomarse las cosas con calma. No precipitarse, como había hecho con Grim.
Sin embargo, en ese momento, Isla no deseaba ni el más mínimo espacio entre los dos.
Se puso de puntillas con la intención de salvar de una vez por todas la distancia con sus labios, pero por más que estirase el cuello no conseguía alcanzarlo.
Oro la miró con desdén y frunció el ceño.
—¿Estás haciendo esto para distraerme?
«Desde luego que sí». Isla no quería aprender a dominar sus poderes. No tenía el más mínimo deseo de pensar en las destrezas cuya posesión acababa de descubrir. Una vez que empezase, tendría que pensar en cosas (y personas) que la habían dañado de un modo quizá irreparable.
—Sí. ¿Me dejas?
Oro agachó la cabeza. Su corona dorada titiló con el reflejo de la luz.
Instantes después rodeó con las manos la cintura de Isla. Ella notó los largos dedos en la espalda; arqueó el cuerpo bajo su contacto. Oro la aferró con tanta fuerza que Isla jadeó.
Sin embargo, antes de que ella pudiera rodearle la cintura con las piernas, el rey la empujó hacia la cama…
… y la dejó tendida sobre las sábanas.
Para cuando Isla emitió un ruidito de protesta, Oro ya estaba en la puerta.
—Descansa, Isla —le dijo—. Cenaremos dentro de unas horas. —Ella gimió. Era la primera vez que se reunían todos los representantes de los reinos para comentar las secuelas de las maldiciones—. Luego, comenzaremos el entrenamiento.
CAPÍTULO 3
BANQUETE FLOTANTE
«Quiero tener el aspecto de una espada —le había dicho Isla a Leto, el sastre starling—. Una con más sangre que acero». Una mezcla de wildling y starling. Ese era el vestido que lucía cuando entró con elegancia en el salón de los banquetes.
Los nobles sunling habían llegado temprano, acompañando a su gobernante. Ya estaban sentados cuando Isla cruzó las puertas y, en el instante en que los ojos de todos se posaron en ella —ávidos y afilados—, tuvo la inquietante sensación de ser precisamente lo que habían venido a buscar y consumir.
Puede que un tiempo atrás el escrutinio la hubiera acobardado, pero en esta ocasión caminó hacia la mesa con altivez, como si no reparase en las miradas. ¿Qué podía hacer o decir nadie en esa isla que no le hubieran dicho o hecho ya? Los nobles moonling habían tratado de asesinarla. Los demás la habían criticado a placer. En el mercado casi todo el mundo la evitaba; seguían odiando a las wildling por esa maldición que les provocaba sed de sangre, aunque ahora ya era cosa del pasado. Su nuevo vestido rojo entretejido con metal susurraba contra el suelo liso desafiando el silencio asfixiante de la sala. Se sentía casi como si llevara una cota de malla.
Memorizó a toda prisa a los nobles sunling según los iba dejando atrás. Un hombre con la cabellera larga y dorada recogida en una trenza y la piel oscura, que exhibía una expresión solemne. Una mujer alta cubierta de infinidad de pecas, con el cabello de color óxido. Otro hombre con aspecto de anciano (algo notable, teniendo en cuenta que incluso Oro parecía joven y eso que contaba más de cinco siglos de vida) con la columna curvada hacia la mesa como el signo que cierra una interrogación. El hombre sonrió a Isla y su piel clara se cubrió de arrugas, pero el gesto le pareció más jocoso que afable.
Oro, sentado a la cabecera de la mesa, también la estaba mirando. El rey habría tenido el mismo aspecto exacto que exhibía en los comienzos del Centenario, en aquella primera cena, de no ser por sus ojos. En aquel entonces, sus ojos parecían tan huecos como un panal de abejas.
Ahora perforaban a Isla con una intensidad capaz de nublar cualquier pensamiento previo. La siguió con la mirada de manera casi imperceptible. Los hombros desnudos y bronceados. El corsé de seda y acero. El corte de la falda, que revelaba las botas altas hasta la rodilla que Isla había encargado especialmente, porque eran más prácticas que las babuchas o los zapatos de tacón. Su larga cabellera de color castaño, con minúsculas flores rojas trenzadas en las puntas. Isla le devolvió la mirada, solo un instante. Atisbó los anchos hombros, el cabello dorado, los marcados rasgos de su delicado rostro. Antes, después de tantos años privado de luz solar, estaba más pálido, pero ahora resplandecía radiante. Era tan apuesto que casi dolía mirarlo.
Isla no recordaba haber reparado en su atractivo aquella primera noche.
¿Era eso el amor?
Oro apartó la vista a toda prisa.
Mientras se sentaba junto al rey, las puertas se abrieron y una brisa le empujó el cabello hacia atrás, un soplo de aire que transportaba consigo el reconfortante aroma de los pinos y el frío punzante de las montañas. Azul se deslizó majestuoso con la corriente sin que sus pies llegaran a rozar el suelo en ningún momento. Otros dos skyling se le unieron; no eran nobles, sino funcionarios electos. El sistema de gobierno skyling era tan democrático como permitía una sociedad en la cual los gobernantes nacían con el grueso del poder, una magia de la que dependía la supervivencia del pueblo.
Si bien el cabello de Azul era tan oscuro como su piel, la mujer que tenía detrás exhibía una cabellera del color del mismísimo cielo, rematado incluso con unas cuantas hebras blancas (señal de que era anciana, igual que el sunling encorvado). A diferencia del otro, sin embargo, esta exhibía una postura perfecta. Tenía la piel de un tono marrón oscuro y era de corta estatura.
El skyling que caminaba junto a la mujer poseía una complexión pétrea, tan sólido como si lo hubieran tallado de las mismas montañas Cantoras. Era pálido como los acantilados de Lightlark y tan alto que Isla no alcanzaba a distinguir el color de su cabello, oculto por el ángulo de su rostro según miraba derecho al frente. Era lo bastante corpulento para portar tres espadas en el cinto con comodidad, y los empequeñecía a todos. Por el pensamiento de Isla cruzó la inquietante idea de que su propia espada quedaría reducida al tamaño de una pluma de escritura en el puño del gigante.
Azul rodeó la mesa para saludar a Isla, si bien su asiento se encontraba al otro lado de Oro.
—Has cambiado de estilo —musitó.
El estilo de Azul, para alivio de Isla, seguía siendo el mismo. El gobernante de Skyling vestía una túnica con recortes adiamantados en los costados y abultados zafiros en lugar de botones. Llevaba un anillo en cada dedo.
Era la primera vez que lo veía desde la finalización del Centenario. «Deberías haberlo buscado para hablar con él», le susurró su mente. Un fallo más en su colección.
Quiso preguntarle cómo se sentía después de presenciar como el espectro de su marido, perdido largo tiempo atrás, desaparecía una vez que la tormenta se hubo despejado. Quiso disculparse por haber pensado tan solo por un instante que era su enemigo. Quiso preguntarle cómo afrontaban los skyling las secuelas de todo lo sucedido.
Antes de que pudiera pronunciar una sola palabra, Azul dijo:
—Podríamos buscar un rato para charlar, si te apetece.
—Me encantaría —respondió ella.
—Bien. —Azul hundió la barbilla y susurró—: Cuidado. Estás vigilada en todo momento.
Tenía razón. La conversación se había reanudado, pero Isla todavía notaba la atención puesta en su persona. Durante los días que había pasado en su alcoba tras el fin del Centenario, Oro les había contado a los nobles y representantes de la isla que la joven wildling había roto las maldiciones y obtenido los poderes de una gobernante starling. La noticia había corrido rauda entre los habitantes de Lightlark.
Los regentes que ahora la rodeaban la vieron en su día superar a duras penas la mayoría de las pruebas del Centenario. Debieron de preguntarse cómo era posible que ella, de entre todos los gobernantes, hubiera sido la que finalmente consiguió romper las maldiciones.
Mientras Azul tomaba asiento, las puertas se abrieron una vez más para ceder el paso a una única starling. Tenía la piel de un tono tostado, ojos oscuros y una brillante cabellera lacia y negra. Vestía ropajes de color plata desvaído, más nube de tormenta que acero recién afilado. Se quedó paralizada cuando todo el mundo se volvió para mirarla. Transcurrido menos de un segundo recuperó la compostura y siguió caminando con la cabeza alta. Isla sabía a ciencia cierta que, a causa de la maldición previa, la starling contaba menos de veintidós años, más o menos su misma edad.
Se miraron a los ojos y la chica frunció el ceño. Pese a todo, Isla percibió una corriente de entendimiento entre ambas. Las dos se sentían palpablemente desplazadas.
—Soy Maren —se presentó la starling con sencillez antes de sentarse y centrar toda su atención en el borde curvado de la sólida mesa de oro.
Solo una silla seguía vacía. La de Cleo.
No parecía que la moonling fuera a reunirse con ellos. Las campanadas de un reloj repicaron en la sala dorada para anunciar la hora. Oro se levantó.
—Tras quinientos años de sufrimiento, las maldiciones que asolaban nuestros reinos han desaparecido por fin, gracias a Isla Crown, regente de Wildling. —De nuevo, Isla notó los ojos de todos los presentes clavados en ella—. A lo largo de los últimos siglos, nuestra prioridad fue la supervivencia. Hoy nos reunimos para decidir cómo podemos pasar página. Veo oportunidades de crecimiento en todos los sentidos de la palabra. Para lograrlo, debemos lidiar con las secuelas de quinientos años de división entre nuestros pueblos y de restricción de nuestros poderes frente a nuevas amenazas. —Pasó la vista por los presentes—. Para comenzar, me gustaría celebrar el final de tanto sufrimiento compartiendo una comida con vosotros.
Oro se sentó y se iniciaron las conversaciones, pero Isla solo estaba pendiente de su alterada respiración. El nerviosismo le atenazaba el estómago. Ya era el centro de atención. Pronto empezarían las preguntas. ¿Y si no sabía responderlas?
Nadie conocía el pasado que compartía con Grim. Nadie estaba al corriente de que, en secreto, ella también era nightshade. De haberlo sabido, la habrían encarcelado allí mismo, en ese mismo instante. El reino de Nightshade era el gran enemigo de esas gentes desde hacía siglos. Estuvieron en guerra con él antes de las maldiciones. Si su visión era cierta, pronto tendrían que librar otra batalla contra ellos.
—Somos monstruos, Devoracorazones —le dijo alguien al oído—. Al menos, eso piensan ellos.
Grim. Estaba allí.
Isla tuvo un sobresalto. Se le aceleró el corazón. Su mirada voló por la mesa, pensando que lo vería allí cerca o notaría alguna reacción en los demás.
Pero el nightshade no estaba por ninguna parte. Quizá fuera invisible. Forzó la vista para percibir aun la más mínima ondulación en el aire que pudiera traicionarlo. Aguardó a verlo aparecer ante ellos. Acercó la mano hacia Oro para advertirle…
Nada.
Isla estaba segura de haberlo oído. ¿O no? Tal vez la mente le hubiera jugado una mala pasada. Grim le había dirigido esas mismas palabras hacía poco más de un mes, cuando todavía fingía no conocerla.
Lo cierto era que lo sabía todo sobre ella.
Compartían un año de recuerdos que él había borrado de su memoria, porque eso casaba mejor con sus planes en el Centenario. Le había arrebatado una parte de su vida con la misma facilidad con que Leto cortaba un exceso de tela.
Isla no sabía lo que haría si alguna vez volvía a cruzarse con él, pero no tenía que preocuparse por ello en ese momento.
Grim no estaba allí.
Así pues, se lo había imaginado. Tal vez su mente hubiera inventado también la visión de la Casa de Espejos. No podía ser real. Grim no asesinaría a personas inocentes por estar con ella.
A su mente asomaron de nuevo fogonazos de su visión. Muerte. Niños…
—Respira —se dijo antes de inspirar hondo, sabiendo hasta qué punto era absurdo que tuviera que recordarse, verbalmente, la necesidad de efectuar una función fisiológica básica. Se clavó las uñas en las palmas de las manos para permanecer en el momento presente, igual que si se aferrara a un ancla para no perderse de nuevo, a la deriva, en las cambiantes corrientes de su mente.
—No olvides soltar el aire.
Oro.
Por debajo de la mesa, el rey le posó la mano en la rodilla. El pulgar de Oro le acarició el interior del muslo. Isla sabía que pretendía ser un gesto reconfortante, pero todos sus sentidos se aguzaron de inmediato al percibir el contacto. Buscó los ojos de Oro. Él apartó la mano.
El banquete comenzó con una bebida exclusiva, una especialidad sunling: copas flameantes servidas en bandejas flotantes por asistentes starling, que eran capaces de mover objetos a distancia recurriendo a su dominio de la energía. Isla advirtió que sonreían a la representante de los starling, Maren, con expresión amistosa.
Oro bebió de la copa con naturalidad y las llamas se extinguieron sin afectarle lo más mínimo. La noble sunling de cabello rojizo vació la suya en un lapso pasmosamente breve.
¿El líquido le habría provocado quemaduras, de no ser sunling? No, claro que no. Oro jamás serviría a sus invitados nada que pudiera lastimarlos. Isla fue la siguiente en llevarse a los labios la copa ardiente.
La bebida sabía a miel y quemaba como el aguardiente. Las llamas que asomaban por el borde del recipiente le acariciaron las mejillas mientras bebía y luego se hundieron en los posos antes de extinguirse por completo.
El primer plato fue puro skyling. Se trataba de un festín flotante, servido en una maceta: hortalizas en miniatura, todavía prendidas a las raíces, que flotaban de acá para allá de tal modo que había que pincharlas con el tenedor para comerlas. Isla no era capaz de identificar todos los alimentos por el nombre, pero probó uno de color violeta que poseía la textura de las patatas y albergaba un sorprendente toque dulce. Unas cuantas hortalizas parecían tener vida propia y esquivaban juguetonas la captura volando hasta los límites de las raíces que las sujetaban. Con la risa bailando en las comisuras de los labios, Oro se quedó mirando a Isla, que trataba de capturar una remolacha particularmente activa.
El segundo plato era starling. Los delicados recipientes de plata contenían una única esfera. Una vez que los sirvieron, los starling hicieron chasquear los dedos al unísono y las esferas estallaron para revelar una porción de carne desconocida, trinchada con precisión. Grandes cristales que parecían de sal formaban un círculo alrededor de la vianda. Isla mordió uno y dio un respingo cuando le estalló en la boca como fuegos artificiales.
El plato moonling se sirvió en último lugar.
Los asistentes starling musitaron disculpas mientras repartían los platos, aunque estaba claro que se limitaban a seguir órdenes. Les presentaron bloques de hielo con peces todavía vivos nadando por el interior. Los animales abrían los ojos de par en par mientras trataban de superar esos confines que se derretían a toda prisa.
Isla notó el ardor de la ira del rey —casi suficiente para liberar a los peces—, si bien su expresión permanecía impertérrita.
Antes de que Oro pudiera pronunciar una sola palabra, se abrieron las puertas del salón. Isla pensó que estaba a punto de ver a Cleo efectuar una entrada dramática.
Un moonling se quedó parado en la puerta…, pero no era la regente. El hombre poseía una cabellera larga y blanca que le llegaba a media espalda, casi del mismo color que la piel, y portaba un báculo en la mano.
—Soren —dijo Oro—. Qué amable por tu parte reunirte con nosotros. Supongo que es tu idea de una broma.
El moonling —Soren— hizo un mohín.
—Es más bien una declaración de intenciones. Perdona por llegar tarde, pero resulta que no tengo apetito cuando me paro a pensar en el estado en que se encuentra la isla, no muy distinto a los bloques de hielo que tienes delante.
Según eso, ellos eran los peces.
—¿Cleo te ha enviado en su lugar? —quiso saber Azul.
Soren asintió. Ocupó el asiento vacío que habían reservado para la gobernante moonling.
Oro se levantó y el centro de la sólida mesa de oro se hundió para crear una pila. Los bloques de hielo se precipitaron al centro y llenaron el receptáculo al derretirse. Los peces nadaron en círculos con alivio.
Con una mirada acorde con la gelidez que Isla había atribuido al soberano antes del Centenario, miró a Soren y dijo:
—Ahora que la cena ha terminado, ¿por qué no empiezas por decirnos cuál es la postura de Moonling?
El largo dedo del lunar resbaló por la piedra preciosa que remataba el báculo.
—Supongo que te has percatado de que hemos cortado el puente que nos une a la isla principal…
—¿Otra declaración de intenciones?
El moonling encogió un solo hombro.
—Al igual que una medida de protección. Las maldiciones mantenían a la gente a raya… y somos conscientes de que tenemos enemigos en Lightlark.
Posó la mirada en Isla.
A ella le entraron ganas de echarse a reír. ¿Ese era el motivo que pensaba alegar? ¿Ella? Los nobles moonling habían tratado de asesinarla y Cleo, personalmente, había estado a punto de rematar la faena. Supuso que no era descabellado pensar que Isla, con sus nuevos poderes, tendría ansias de venganza.
A pesar de todo, se trataba de una excusa ridícula.
Oro lo miró con hastío.
—¿Y la flota de navíos?
El noble moonling bebió con calma un sorbo de la copa flameante que habían colocado ante él.
—Es para poder navegar a los nuevos territorios de Moonling, claro —respondió—. Para que nuestro pueblo esté unido de nuevo.
Tal vez fuera cierto en parte, pero no era la única razón e Isla no precisaba a Oro y su don para saberlo. Cleo había empezado a construir su armada en un momento en que navegar a un lugar lejano implicaba una sentencia de muerte para los moonling.
—¿Y cómo piensas unirlo? —preguntó Azul—. ¿Traerás a Lightlark a los moonling que habitan los nuevos territorios? ¿O llevarás allí a los que ahora están en Lightlark?
La sala guardó silencio, pero se cargó de energía. Aquella era la gran pregunta; Isla lo sabía por sus conversaciones con Oro. Después de que se lanzaran las maldiciones, la mayoría de los reinos había abandonado Lightlark para crear sus propias sociedades a cientos de kilómetros de distancia. Algunas personas se habían quedado en la isla. ¿Decidirían regresar los gobernantes, ahora que las maldiciones se habían roto? ¿O abandonarían Lightlark para siempre?
—Mi gobernante todavía no ha tomado una decisión —dijo Soren en tono quedo.
Dando el tema por cerrado, Oro apartó la vista del moonling para volverse hacia Azul.
—¿Y los skyling?
Azul señaló a los representantes de su pueblo.
—Te presento a los gobernantes electos: Sturm —el gigante asintió sin apartar los ojos de la pared de enfrente— y Bronte.
La mujer menuda esbozó una sombra de sonrisa.
—A todos los skyling se les permitirá elegir —informó Bronte—. Quedarse en los nuevos territorios skyling o reunirse con nosotros aquí en Lightlark.
La medida parecía acorde con las políticas del reino.
Sturm asintió.
—Ya hemos empezado a enseñar a las nuevas generaciones el arte del vuelo skyling, si bien el viaje a los nuevos territorios sigue siendo demasiado largo. Poseemos artilugios que facilitan el transporte mediante el aprovechamiento del viento.
Oro asintió. Se volvía a mirar a sus propios representantes cuando Azul dijo:
—Hay algo más. En la isla se está gestando una rebelión. Nuestros espías han oído los rumores, transportados por el viento.
Oro frunció el ceño.
—¿Y qué dicen esos rumores?
—La gente no está contenta con el largo tiempo que ha requerido la ruptura de las maldiciones ni con nuestras decisiones como gobernantes.
—¿De qué reino estamos hablando? —quiso saber Oro.
—De todos ellos. Los que están en Lightlark, cuando menos —respondió Azul. Su mirada se desplazó a Soren—. Sí, incluido Moonling.
Una rebelión. ¿Realmente las gentes de Lightlark tratarían de derrocar a Oro o a algún otro regente? Al carecer de herederos, cada reinado constituía una monarquía total. La rebelión no tenía sentido, por cuanto el asesinato de un regente implicaría la muerte de todos los súbditos de su reino.
Los presentes exhibían expresiones serias, pero nadie parecía demasiado sorprendido. Isla comprendió que la idea de una rebelión no era nueva en Lightlark.
—Tengo previsto visitar todas las islas y los nuevos territorios para dirigirme en persona a sus gentes —informó Oro. Sus ojos buscaron los de Soren—. Espero que eso les conceda a todos la oportunidad de expresar sus quejas.
Señaló a sus representantes con una inclinación de la cabeza.
—Enya, Urn y Helios me están ayudando —dijo. Los sunling no poseían un nuevo territorio; todos se habían quedado con Oro, que era tanto el gobernante de Sunling como el rey de Lightlark—. Como muchos ya sabéis, forman parte también de la corte de la isla principal. Estamos trabajando para que nuestras infraestructuras y rutinas recuperen la normalidad tras quinientos años de vida nocturna. —Sus ojos buscaron brevemente los de Isla antes de añadir—: También estamos preparando a nuestro ejército. Ahora que las maldiciones se han roto, damos por supuesto que Grimshaw aprovechará la ocasión para atacar.
La medida era una reacción a la visión de Isla, dedujo ella. Oro se la había tomado en serio.
Soren frunció el ceño.
—¿Crees que alberga las mismas ambiciones que su padre?
El padre de Grim declaró la guerra a Lightlark, como bien sabía Isla, décadas antes de la llegada de las maldiciones. El reino Nightshade deseaba el control de la isla.
—Es posible —asintió Oro—. Lo único que sabemos con seguridad es que Nightshade es más poderoso que nunca ahora que las maldiciones se han roto y nuestros reinos están divididos. Debemos trabajar juntos de nuevo para ofrecer un frente unido.
Hubo murmullos de asentimiento y susurros quedos que parecían de curiosidad ante la idea de un ataque Nightshade.
—Hablando de trabajar juntos… —dijo Soren. Centró la atención en Isla—. Todos los wildling abandonaron Lightlark. ¿Cómo evoluciona tu reino?
Después de las maldiciones, Isla había inyectado poder a los territorios wildling para salvar a su pueblo mientras ella se recuperaba. Había empleado su artefacto de transporte mágico para visitarlos en secreto a altas horas de la noche.
—Las wildling están cambiando de principal fuente de alimento. —Isla percibió un asco patente en el rostro de Soren, que guardaba relación, supuso, con el hecho de que su pueblo hubiera subsistido a base de corazones humanos—. Mi pueblo ya está fabricando sus propios productos, pero necesitaremos ayuda para conseguir una dieta variada y diversificar las cosechas ahora que dependemos de la agricultura. Yo…
—¿Cuántos wildling quedan? —la interrumpió Soren.
Isla frunció el ceño.
—No lo tengo claro. Como ya sabes…
—¿No lo tienes claro? —preguntó Soren con las cejas enarcadas.
Ella notó que se le encendían las mejillas. La pregunta tenía sentido. Era el tipo de dato que un buen gobernante conocería.
—¿Tu pueblo sabe utilizar sus poderes, en general?
—No lo sé.
—¿Cómo están sus viviendas? ¿Cuál ha sido la tasa de reproducción este último siglo?
—Tendré que averiguarlo —respondió ella entre dientes.
—¿Tú…?
—Ya basta —ordenó Oro. Se volvió para mirar al moonling—. Soren, si tanta curiosidad te inspiran los nuevos territorios wildling, estoy seguro de que a Isla le encantaría que los visitaras.
A juzgar por la expresión de Soren, antes muerto que emprender ese viaje, pero optó por guardar silencio.
La mirada de Isla no se despegaba de la mesa. Se le cerró la garganta. Le costaba respirar, como si los pulmones se le hubieran reducido a la mitad de su tamaño habitual.
No merecía ser gobernante. Hacía un tiempo que lo sabía, pero las preguntas de Soren habían dejado patente su falta de conocimientos. Poppy y Terra se habían encargado de gobernar el reino mientras Isla se preparaba para el Centenario y ellas ya no estaban. Las había desterrado.
Por primera vez Isla se preguntó si habría cometido un error.
La representante starling que se había presentado como Maren carraspeó para aclararse la garganta. Emanaba una especie de intensidad, una energía que recorrió la sala:
—Durante siglos se nos ha considerado un apéndice, un parpadeo en vuestras vetustas vidas. Muchos nos han considerado objetos de usar y tirar. Nos han capturado en mitad de la noche. Nos han sometido a trabajos forzados, tortura y en ocasiones cosas peores. —Miró al rey—. Tú ejecutaste a los que consideraste culpables, pero muchos más se colaron entre las grietas. —Hizo una mueca—. Isla Estrella está en ruinas. Dudo mucho que en los nuevos territorios las cosas vayan mucho mejor. —Miró a Isla—. Necesitamos un gobernante.
¿Cómo era posible que la starling recurriera a Isla en busca de ayuda, después de presenciar sus dificultades para comentar el estado de su propio reino?
Soren frunció el entrecejo.
—Lo que pides es imposible. Un mismo regente no se puede encargar de dos reinos.
—Isla recibió los plenos poderes de la gobernante starling —señaló Azul.
Soren soltó una carcajada.
—Esa chica ni siquiera es capaz de gobernar su propio reino. ¿Prete