Reckless (Saga Powerless 2)

Lauren Roberts

Fragmento

Reckless-1

Prólogo. Kai

Resulta escalofriante lo desiertos que están los pasillos a esta hora.

Igual que todos los años.

Los recorro sin prisas para robar este fragmento diminuto de tranquilidad y conservarlo. Pero la calma robada es poco más que un caos acallado.

Opto por hacer caso omiso de ese pensamiento al doblar la esquina y llegar a un pasillo oscuro. La alfombra color esmeralda amortigua el sonido de mis pisadas. El castillo duerme, y resulta reconfortante. La soledad es un bien preciado para la realeza.

La realeza.

Casi me entra la risa ante la palabra. Suelo olvidarme de quién era antes de convertirme en lo que soy. Un príncipe, antes de ser el ejecutor. Un niño, antes de ser el monstruo.

Pero hoy no soy nada de eso. Hoy puedo estar con quien debería haber estado.

La luz tenue se filtra por debajo de las puertas de la cocina. Esbozo una sonrisa al verlo.

Todos los años. Ella está aquí, como todos los años.

Abro con cuidado las puertas y entro en la estancia iluminada por velas titilantes. El olor dulce del pan y la canela impregna el aire y me acuna con la calidez de los recuerdos.

—Cada vez que te veo has madrugado más.

Esbozo una sonrisa como respuesta a la de Gail. Tiene el delantal lleno de especias, y la cara, de harina. Me doy impulso para sentarme en la misma encimera donde me he sentado desde que tengo edad para alcanzarla, con las palmas contra la madera marcada por mil cuchillos.

La normalidad de la situación tiene algo de reconfortante.

Sonrío a la mujer que prácticamente me ha criado, cuyas canas dejan constancia de los años que ha pasado soportando a los príncipes. Me encojo de hombros.

—Cada año duermo menos.

Pone las manos en jarras y sé que se está conteniendo para no regañarme.

—Me tienes preocupada, Kai.

—¿Y cuándo no? —respondo a la ligera.

—Lo digo en serio. —Agita un dedo para señalarme con un movimiento envolvente—. Eres demasiado joven para tener que enfrentarte a esto. Si parece que fue ayer cuando correteabas por la cocina con Kitt…

Deja la frase sin acabar tras mencionarlo, lo que me obliga a resucitar la conversación moribunda.

—Pues ahora mismo vengo del despacho de mi padre… —Hago una pausa que me da tiempo a resoplar por la nariz—. De Kitt.

Gail asiente con un gesto pausado.

—No ha salido de ahí desde la coronación, ¿verdad?

—No. Y tampoco he estado mucho tiempo con él. —Me paso la mano por el pelo alborotado—. Solo quería encargarme mi primera misión.

Se queda callada durante un momento que se me hace eterno.

—Ella, ¿verdad?

Asiento.

—Ella.

—¿Y vas a…?

—¿Que si voy a cumplir la misión? ¿Que si voy a hacer lo que me mandan? ¿Traer a Paedyn de vuelta? —termino su frase—. Por supuesto. Es mi deber.

Otra larga pausa.

—¿Se acordaba de qué día es hoy?

Alzo la mirada hacia ella y sacudo la cabeza.

—No tiene por qué acordarse.

—Claro. —Suspira—. Bueno, este año solo he hecho uno. Imaginé que no vendría. Vamos a darle tiempo. —Hace un ademán de asentimiento—. Es el primer año que se lo pierde.

Se aparta a un lado para permitirme ver el bollo de miel que hay junto al horno. Bajo de la encimera y sonrío al caminar hacia ella. Solo me entrega la bandeja cuando le doy un beso en la mejilla.

—Venga, venga. —Me echa—. Ve a pasar un rato con ella.

—Gracias, Gail —digo con voz cariñosa—. Por todos los años.

—Y los que quedan. —Me guiña un ojo y me empuja hacia la puerta.

Me vuelvo para mirarla, para mirar a la mujer que fue una madre para mí cuando la reina no podía serlo. Era todo abrazos y cariño, reprimendas merecidas y aprobación muy buscada.

Tiemblo al pensar en que llegue el día en que los hermanos Azer no cuenten con ella.

—Oye, Kai…

Estoy a mitad de camino hacia la puerta, pero me doy la vuelta hacia ella.

—Todos la queríamos —dice en voz baja.

—Lo sé —asiento—. Y ella también lo sabía.

Y luego salgo al pasillo envuelto en sombras.

El bollo de miel que llevo en la bandeja es tentador; huele a canela, a azúcar y a tiempos más sencillos. Me obligo a concentrarme en recorrer el camino bien conocido hasta los jardines. Ese mismo camino que recorro cada año a esta misma hora desde la cocina.

No tardo en encontrarme ante las grandes puertas que dan a los jardines. Apenas me fijo en los imperiales que montan guardia o en los que duermen a su lado. Los pocos que están despiertos fingen no ver el bollo de miel que llevo conmigo hacia la oscuridad.

Sigo el camino empedrado, entre las hileras de flores de colores que no distingo en la oscuridad. Hay estatuas cubiertas de hiedra por todo el jardín. Algunas están rotas y les faltan pedazos tras haber sufrido varias caídas en las que juro que no he tenido nada que ver. En el centro, el agua ondula en la fuente y me recuerda los días sofocantes y la comprensible estupidez que hacían que Kitt y yo saltáramos dentro.

Pero lo que me trae aquí es lo que se encuentra más allá del jardín.

Salgo al tramo de hierba fresca que estuvo cubierto de alfombras de colores durante el baile de la segunda Prueba. No me permito recordar nada de aquella noche, sino que sigo la luz de la luna que la acaricia a ella con sus dedos blancos.

El sauce parece llamarme, las hojas crujen con la suave brisa. Paseo los ojos por todas las ramas, por todas las raíces que sobresalen del suelo. Cada centímetro del árbol es hermoso, es fuerte.

Me abro paso a través de la cortina de hojas para llegar al pie del árbol que visito tan a menudo como me permite la vida…, pero siempre con un bollo de miel en esta fecha. Paso los dedos por la corteza basta, identifico las marcas que tan bien conozco.

No tardo en ocupar mi sitio habitual bajo el árbol imponente. Sentado, me rodeo la rodilla con el brazo y dejo la bandeja sobre una raíz más grande que las otras. Me saco del bolsillo una caja de cerillas.

—Este año no he encontrado ninguna vela, lo siento. —Rasco la cerilla para encenderla y contemplo la llamita que chisporrotea—. Tendrá que valer con esto.

Clavo la cerilla en el centro del bollo de miel y sonrío ante lo patético del espectáculo. Contemplo cómo se quema, veo cómo pinta el enorme árbol con su tenue luz.

Luego bajo la vista hacia el suelo, a un lado, y paso la mano por la hierba suave.

—Feliz cumpleaños, A.

Soplo la vela improvisada y la oscuridad nos engulle.

Capítulo 1. Paedyn

La sangre solo es útil si consigo mantenerla dentro de mi cuerpo.

La cabeza solo es útil si consigo no perderla.

El corazón solo es útil si consigo que no se me rompa.

«Pues, entonces, me he vuelto inútil por completo».

Vuelvo a recorrer con los ojos los tablones sobre los que piso, la madera gastada que es el suelo del hogar donde me crie. Solo con verlos, regresan los recuerdos como una ola, y lucho para quitarme de la cabeza las imágenes de unos pies pequeños, otros grandes calzados con botas, que se movían al compás de una melodía conocida. Sacudo la cabeza para desechar los recuerdos pese a lo mucho que me gustaría dejarme llevar por el pasado, ya que el presente no tiene nada de agradable.

«… dieciséis, diecisiete, dieciocho…».

Sonrío sin hacer caso del dolor que me taladra la piel.

«Te he encontrado».

Camino con pasos inseguros, rígidos, con los músculos agarrotados, hacia un punto que parece normal en el suelo de madera. Me arrodillo, aunque tengo que morderme la lengua para soportar el dolor, y meto entre los tablones los dedos manchados de una sangre que no quiero ver.

El suelo parece tan testarudo como yo y no cede. Su resiliencia me resultaría admirable si no fuera un puñetero trozo de madera.

«No tengo tiempo para esto. He de salir de aquí».

Un sonido desgarrado me brota del fondo de la garganta mientras miro la madera y parpadeo.

—Habría jurado que eras el compartimento secreto. ¿Me he confundido y no eres el tablón número diecinueve contando desde la puerta?

Clavo una mirada asesina en la madera y se me escapa una carcajada histérica. Echo la cabeza hacia atrás y miro al techo.

—Por la plaga, ahora estoy hablando con el suelo —murmuro, y es una prueba más de que estoy perdiendo la cabeza.

Aunque tampoco es que tenga otra persona con la que hablar.

Hace cuatro días que llegué como pude a la casa de mi infancia, acosada y medio muerta. Y estoy muy lejos de sanar, tanto mental como físicamente.

He esquivado la muerte que se cernió sobre mí con cada golpe de la espada del rey, pero aquel día, tras la última Prueba, consiguió matar una parte de mí. Sus palabras me hirieron más que cualquier filo, me hicieron sangrar con atisbos de la verdad mientras jugaba conmigo, mientras me provocaba, mientras me hablaba con una sonrisa en los labios sobre la muerte de mi padre.

«¿No quieres saber quién mató a tu padre?».

Un escalofrío me recorre la espalda cuando la voz gélida del rey me resuena en la cabeza.

«Digámoslo así: tu primer encuentro con un príncipe no fue cuando salvaste a Kai en la callejuela».

Si la traición fuera un arma, me la infligió aquel día, me clavó una hoja roma en el corazón destrozado. Dejo escapar un suspiro y aparto de mi mente el recuerdo del chico de los ojos grises tan penetrantes como la espada que le vi clavarle a mi padre en el corazón hace ya tantos años.

Me pongo de pie como puedo y voy pisando los tablones del suelo por si oigo algún crujido delator; mientras, distraída, hago girar en el pulgar el anillo de plata. Tengo todo el cuerpo dolorido y noto los huesos demasiado frágiles. Las heridas de la última Prueba y de la pelea con el rey están mal vendadas; me temblaban los dedos, tenía la vista borrosa por las lágrimas y los puntos son torpes.

Volví cojeando como pude desde la Arena a Saqueo, y entré en la casita blanca que había sido mi hogar y el cuartel general de la Resistencia. Pero no encontré nada. No había rostros conocidos que me esperasen en la habitación secreta del sótano. Estaba a solas con el dolor y la confusión.

A solas para poner orden en el desastre que era mi cuerpo, mi mente, mi corazón roto.

La madera cruje. Sonrío.

Vuelvo a colocarme de rodillas y levanto una tabla para dejar a la vista el compartimento que hay debajo. Sacudo la cabeza.

—Es el tablón número diecinueve contando desde la ventana, Pae, no desde la puerta… —murmuro.

Palpo en la oscuridad y doy con la forma desconocida de un puñal. El corazón me duele más que el cuerpo. Ojalá pudiera tocar el acero del arma de mi padre, sentir su peso en la mano.

Pero, cuando lancé mi puñal más querido contra el cuello del rey, elegí la sangre por encima de los sentimientos. Y lo único que lamento es que él lo encontró, y me prometió que solo me lo devolvería cuando me lo clavara en la espalda.

Los ojos azules sin vida me devuelven la mirada en el reflejo de la hoja brillante cuando la alzo hacia la luz y me sobresalto tanto que se me corta el hilo de negros pensamientos. Tengo la piel llena de cortes y heridas. Trago saliva al ver el tajo que me baja por un lado del cuello; me paso los dedos por la piel herida. Sacudo la cabeza y me guardo el puñal en la bota para dejar de ver mi alarmante reflejo.

En el compartimento encuentro también un arco y un carcaj de flechas, y la sombra de una sonrisa me asoma a los labios al recordar cómo mi padre me enseñaba a disparar contra el blanco, el árbol nudoso que crecía en la parte trasera de la casa.

Me echo al hombro el arco y el carcaj y examino el resto de las armas ocultas en el suelo. Meto en la bolsa unos cuantos cuchillos arrojadizos, donde hacen compañía a las raciones de comida, las cantimploras de agua y una camisa arrugada que he recogido a toda prisa, y me pongo de pie como puedo.

Nunca me había sentido tan delicada, tan débil. Solo de pensarlo me invade la rabia: me saco un cuchillo del cinturón y alzo el brazo, me muero por lanzarlo contra la madera gastada de la pared. Un dolor lacerante me recorre el brazo cuando el movimiento me tensa la piel marcada sobre el corazón.

Un recordatorio. La señal de lo que soy. O, mejor dicho, de lo que no soy.

Una «v», de vulgar.

Lanzo el cuchillo con los dientes apretados y veo cómo se clava en la pared. La herida cerrada escuece, se regodea ante su presencia permanente en mi cuerpo.

«… voy a dejarte mi marca en el corazón para que no se te olvide quién te lo ha roto».

Me dirijo hacia el arma para arrancarla de la pared cuando cruje otro tablón del suelo y me llama la atención. Sé de sobra que los suelos inestables son lo más común en las casas de los barrios bajos, pero la curiosidad hace que me agache para investigar.

«Si cada tablón que cruje fuera un compartimento secreto, los habría por todas partes…».

Levanto la madera y arqueo las cejas de la sorpresa. Sofoco una carcajada carente de humor al ver el compartimento cuya existencia desconocía.

«Seré idiota… La Resistencia no era el único secreto de mi padre».

Palpo con los dedos y al final saco un libro voluminoso lleno de papeles a punto de caerse.

Paso las páginas y reconozco la caligrafía apresurada de un curandero. Es el diario de mi padre.

Lo meto en la bolsa porque sé que ahora no dispongo de tiempo para estudiar su trabajo. Este lugar no es seguro, llevo aquí demasiados días, herida, débil, siempre con miedo de que me encuentren.

La vista que me vio matar al rey habrá mostrado la imagen a todo el reino. Tengo que salir de Ilya cuanto antes, y ya he desperdiciado la ventaja que tan generosamente me concedió él.

Me dirijo hacia la puerta para adentrarme en las calles y perderme en el caos de Saqueo. Luego intentaré cruzar las Brasas para llegar a la ciudad de Dor, donde no hay élites y todos son vulgares.

Voy a abrir la puerta para salir a la calle silenciosa…

Me detengo con la mano en alto.

Silenciosa.

Es casi mediodía, así que Saqueo y las calles circundantes deberían ser un hervidero de comerciantes que gritan y sueltan tacos, de niños que chillan en el bullicio de colores que son los barrios bajos.

Algo no va bien…

La puerta se estremece. Algo… No, alguien la está embistiendo desde fuera. Doy un salto hacia atrás y recorro la habitación con los ojos. Se me pasa por la cabeza la posibilidad de correr hacia la escalera secreta y bajar a la habitación del sótano donde se reunía la Resistencia, pero la sola idea de verme acorralada ahí abajo me pone los pelos de punta. Y, entonces, me fijo en la chimenea, y pese a lo angustioso de la situación se me escapa un suspiro de fastidio.

«¿Cómo es que siempre acabo metida en una chimenea?».

La puerta se abre con estrépito cuando apenas he conseguido subir por el sucio interior. Tengo los pies plantados en una pared y se me clavan los ladrillos en la espalda.

«Un fornido».

Solo un élite de fuerza extraordinaria habría podido derribar la barricada y la puerta atrancada tan deprisa. El sonido de unas botas pesadas me permite adivinar que cinco imperiales acaban de entrar en mi casa.

—No os quedéis ahí. Registradlo todo, convencedme de que servís para algo.

Un estremecimiento me recorre al oír esa voz fría que he oído unas veces acariciadora; otras, imperiosa. Me tenso y estoy a punto de resbalar por el hollín de la pared.

«Es él».

La voz grave que suena a continuación debe de ser de un imperial.

—Ya habéis oído al ejecutor. En marcha.

«El ejecutor».

Me muerdo la lengua, no sé si para no reírme o no gritar. La sangre me hierve en las venas al oír el título. Me recuerda todo lo que ha hecho, cada maldad que ha llevado a cabo a la sombra del rey. Primero a las órdenes de su padre; ahora, a las de su hermano… gracias a que yo acabé con el primero.

Pero no me dará las gracias. No, ha venido a matarme.

«Puede que recupere el valor cuando me libre de ti. Así que te doy ventaja».

Para lo que me ha servido…

No puedo correr el riesgo de que me oigan subir por la chimenea, así que espero, escucho las pisadas que recorren la casa buscándome. Me empiezan a temblar las piernas por el esfuerzo y las heridas me hacen apretar los dientes de dolor.

—Registrad las estanterías del estudio. Detrás de una hay un pasadizo secreto —ordena el ejecutor con voz seca y tono aburrido.

Me pongo rígida una vez más. Algún miembro de la Resistencia debe de haber confesado el secreto tras la tortura. Se me acelera el pulso al recordar la pelea tras la última Prueba en la Arena, cuando vulgares, fatales e imperiales se enzarzaron en una batalla sangrienta.

Una batalla sangrienta cuyo resultado no conozco.

Las pisadas de los imperiales se pierden a lo lejos y los sonidos de la búsqueda se amortiguan cuando bajan por las escaleras a la habitación del sótano.

Silencio.

Pero sé que él sigue ahí. Solo nos separan unos metros. Siento su presencia igual que he sentido el calor de su cuerpo contra el mío, el fuego de sus ojos grises cuando me recorren.

Se oye el crujido de un tablón del suelo. Está cerca. Tiemblo de rabia, la venganza me hierve en la sangre y daría cualquier cosa por derramar la suya. Menos mal que no le veo la cara, porque si en este momento tuviera ante mí esos ridículos hoyuelos se los arrancaría con las uñas.

Pero consigo controlar la respiración; sé muy bien que, si me enfrento ahora a él, la rabia no me bastará para derrotarlo. Y cuando por fin me enfrente al ejecutor tengo toda la intención de ganar.

—Me imagino que, cuando lanzaste el cuchillo, te imaginaste que era yo. —Tiene la voz sosegada, dubitativa. Como la del chico que conocí. Los recuerdos me invaden y hacen que se me acelere el corazón—. ¿A que sí, Paedyn? —Ah, ahí está de nuevo. La voz del ejecutor ha recuperado el tono imperioso. Kai ha de­saparecido, solo queda el comandante.

El corazón me late a toda velocidad.

«No es posible que sepa que estoy aquí. ¿Cómo va a…?».

El sonido de una hoja cuando la arranca de la madera astillada me dice que ha desclavado el cuchillo que he lanzado contra la pared. Oigo un sonido familiar y sé que le está dando vueltas en el aire, distraído.

—Dime, querida, ¿piensas mucho en mí?

Oigo la voz como un murmullo, como si tuviera sus labios pegados a la oreja. Me estremezco porque sé muy bien lo que se siente.

«Si sabe que estoy aquí, ¿por qué no ha…?».

—¿Estoy presente en todos tus sueños, en todos tus pensamientos, igual que tú en los míos?

Se me corta la respiración.

«Así que no sabe que estoy aquí. No está seguro».

Lo sé por lo que acaba de reconocer.

Como vulgar, mi padre me entrenó para hacerme pasar por mental, para recopilar información y observaciones en cuestión de segundos.

Y he tenido mucho más que unos segundos para leer a Kai Azer.

He visto lo que hay al otro lado de sus múltiples máscaras y fachadas. He visto al chico que hay debajo, lo he llegado a conocer, a querer. Y, con todas las traiciones que se han alzado entre nosotros, sé que no habría confesado que sueña conmigo si hubiera sabido que me estoy bebiendo cada una de sus palabras.

Suspira y detecto la nota de humor en su voz.

—¿Dónde te has metido, mi pequeña mental?

Es un apodo irónico, dado que ahora tanto él co­mo el resto del reino saben que no lo soy. Que no soy una élite.

Que soy una simple vulgar.

El hollín me hace cosquillas en la nariz y tengo que tapármela con la mano para no estornudar, lo que me recuerda las muchas veces que robé en las tiendas de Saqueo para luego escapar por las estrechas chimeneas.

Estrechas. Asfixiantes. Me siento atrapada.

Miro los ladrillos que me rodean en la oscuridad. El túnel es tan angosto, tan reducido, que me empieza a invadir el pánico.

«Cálmate».

La claustrofobia se presenta en los peores momentos, asoma a la superficie y me recuerda que estoy impotente.

«Respira».

Eso hago. Hondo. La mano que aún tengo sobre la nariz huele un poco a metal, con ese olor afilado y fuerte, penetrante.

Sangre.

Me aparto de la cara la mano temblorosa y, aunque no veo el rojo en los dedos, casi la siento pegada a la piel. Aún tengo sangre seca bajo las uñas rotas y no sé si es mía, del rey o de…

Respiro hondo para tratar de controlarme. El ejecutor sigue demasiado cerca de mí. Pasea por la habitación y los tablones gimen bajo su peso.

«No sé qué me da más vergüenza, que me atrapen porque me echo a llorar o que me atrapen porque empiezo a estornudar».

Me niego a que sea por ninguna de las dos cosas.

Los imperiales vuelven a la habitación.

—Ni rastro de la chica, alteza.

Se produce una larga pausa y su alteza suspira.

—Lo que me imaginaba. Sois unos inútiles. —Termina la frase con un tono más cortante que el cuchillo al que da vueltas en el aire—. Fuera.

Los imperiales no pierden un momento en correr hacia la puerta para alejarse de él. No me extraña.

Pero él se queda ahí mientras se hace el silencio entre nosotros. Vuelvo a tener la mano sobre la nariz, y el olor de la sangre, junto con la angustia de estar en la chimenea, provoca que la cabeza me dé vueltas.

Los recuerdos vuelven como una avalancha: mi cuerpo cubierto de sangre, mis gritos mientras trataba de limpiármela, con lo que solo conseguía mancharme toda la piel de rojo. La visión y el olor de tanta sangre me revolvieron el estómago, me hicieron pensar en mi padre cuando murió entre mis brazos; en Adena, cuando murió igual.

Adena. Los ojos se me llenan de lágrimas y tengo que parpadear para borrar la imagen de su cuerpo sin vida en el Pozo. El olor metálico de la sangre me llena las fosas nasales y no lo soporto, no lo soporto más…

«Respira».

Se oye un suspiro que interrumpe el hilo de mis pensamientos. Parece tan cansado como me siento yo.

—Me alegro de que no estés aquí —dice en un tono dulce que no pensé que volvería a oírle—, porque aún no he encontrado el valor.

Y, entonces, mi hogar empieza a arder.

Capítulo 2. Kai

Noto las llamas arder a mi espalda mientras voy sin prisa hacia la puerta.

El calor me llega en oleadas; los jirones de humo se me agarran a la ropa. Salgo a la tarde nublada, más oscura ahora por el humo que se alza hacia el cielo.

Casi sonrío al ver los rostros conmocionados de mis imperiales, las bocas abiertas que intentan cerrar mientras las llamas consumen la casa. Se vuelven para mirarme, pero solo llegan hasta el cuello de la camisa antes de cambiar de postura, incómodos.

Se quedan paralizados cuando voy hacia ellos.

«Creen que me he vuelto loco».

Una ventana estalla detrás de mí y vuelan por los aires trozos de cristal, que se dispersan por la calle. Los imperiales se encogen y se cubren la cara. Eso sí que me hace sonreír.

Puede que tengan razón, que me haya vuelto loco.

Loco de preocupación, de rabia, de traición.

La tensión que noto enroscada dentro del cuerpo es la única constante en mi vida, me pone rígidos los hombros, me hace apretar los dientes. Palpo con los dedos el puñal que llevo al costado y me entran ganas de de­saho­gar la frustración con uno de los muchos imperiales que no sirven para nada.

Recorro con los dedos las volutas de acero del puño, las formas familiares. Imposible olvidar el arma que he sentido tantas veces contra la piel del cuello.

«Imposible olvidar el puñal que arranqué del cuello destrozado de mi padre».

Han pasado cinco días desde que vi este mismo puñal en la garganta del rey. Cinco días de dolor, y no he derramado una sola lágrima. Cinco días que he tenido para prepararme, pero sigo sin un plan para librarme de ella de verdad.

Cinco días para ser solo Kitt y Kai, dos hermanos, antes de convertirnos en el rey y su ejecutor.

Y ahora se ha terminado la ventaja que le di.

Aunque parece que la ha empleado bien. Se ha aprovechado de mi debilidad, de mi cobardía, de lo que siento por ella, y ha huido. Me vuelvo para contemplar las llamas y veo el fuego que consume su casa en un caos de rojos, naranjas, espeso humo negro y…

«Plata».

Parpadeo y entorno los ojos para mirar a través del humo asfixiante mientras el tejado se derrumba. Pero no, no hay nada, ni rastro del fulgor que he visto hace un instante. Me paso la mano por el pelo y me aprieto la palma contra los ojos cansados.

«Sí, no cabe duda, me he vuelto loco».

—¡Señor!

Bajo la mano y me vuelvo muy despacio hacia el imperial que ha tenido valor para gritarme. Carraspea para aclararse la garganta. Seguro que ahora lo está lamentando.

—Eh… Ah… Me ha parecido ver algo, alteza.

Señala el tejado en llamas, el humo que asciende y envuelve una figura. Una figura de pelo plateado.

«Así que está aquí».

No sabría decir si siento alivio o no.

—Traédmela.

La orden es un latigazo y los imperiales no pierden un segundo. Ella, por lo visto, tampoco. Por un instante, casi no llego a verla antes de que salte del tejado que se derrumba hacia el contiguo, con las piernas flexionadas.

Los imperiales corren por la calle, bajo ella. Fornidos y escudos resultan igual de inútiles mientras ella salta de tejado en tejado. Me paso la mano por el pelo y luego me froto la cara. No me sorprende para nada lo incompetentes que son.

Doy vueltas en el aire al cuchillo que he arrancado de la pared y echo a andar calle abajo; no tardo en dar alcance a mis imperiales. Percibo sus poderes, que me zumban bajo la piel y me suplican que los tome. Pero no tienen ninguna habilidad que me sea útil a menos que consiga hacerla bajar, y ahora lamento no haber traído a un tele que la pudiera poner delante de mí con solo un pensamiento.

Podrá seguir en los tejados si es capaz de saltar de uno a otro. Y por eso, con un movimiento seco de la muñeca, le lanzo el cuchillo.

Veo cómo da en el blanco y se le clava en el muslo en mitad de un salto. El grito de dolor me hace encogerme, cosa que me resulta tan frustrante como novedosa.

Cae de bruces contra el tejado, rueda en un intento patético de amortiguar el impacto. La miro mientras se pone de pie como puede y la sangre le corre por la pierna. Apenas le distingo los rasgos en la distancia y casi puedo hacer como si fuera una persona cualquiera que cojea al borde de un tejado.

«No es idiota. Sabe que no puede saltar».

Miro a los imperiales que la observan boquiabiertos.

—¿Es que tengo que hacerlo yo todo? —Mi voz es gélida—. Id a por ella.

Pero, cuando vuelvo a mirar hacia el tejado, no hay nadie.

Qué tontería por mi parte pensar que me lo iba a poner fácil.

—¡Buscadla! —ordeno, y aprieto los dientes para no soltar un taco.

Los imperiales se separan y corren en direcciones opuestas por las calles que me aseguré de que estuvieran desiertas por este preciso motivo. La capacidad de una ladrona para fundirse con el entorno es alarmante. Sé que es capaz de perderse en el caos, entre la multitud. Y eso habría hecho si yo no hubiera despejado todo Saqueo.

Bajo a zancadas por la calle y busco en las callejuelas adyacentes. Oigo gritos ahogados que resuenan entre las casas y tiendas desvencijadas. Sigo buscando en silencio y me tiemblan las piernas cuando veo una figura acurrucada al final de una callejuela envuelta en sombras.

Me tenso. Me vuelvo hacia la silueta y el miedo me invade con cada paso. Pero pronto identifico lo que veo y acelero el paso. Me acuclillo junto al imperial y recorro con la mirada el uniforme que fue blanco y ahora está empapado en sangre. El rojo mana de un cuchillo arrojadizo que tiene clavado en el pecho, y se le derrama por los pliegues del uniforme almidonado.

«Es una pequeña salvaje».

Le coloco los dedos en el cuello para buscarle el pulso, aunque sé que no encontraré un latido. Suspiro y me pongo las manos en la cara. Tengo el cuerpo entero lastrado de agotamiento, cargado de preocupaciones.

Una vez enterré a una persona que había intentado matarla.

Solo porque sabía que es lo que ella habría querido. Llevé el cadáver de Sadie en la oscuridad por el bosque de los Susurros, durante la primera Prueba, porque sabía que Paedyn estaba a punto de derrumbarse. Solo tuve que ver cómo le daba vueltas al anillo que llevaba en el pulgar. De haber sido por mí, no se me habría ocurrido enterrar el cadáver de quien había intentado matarla. Pero, cuando lo hice, solo pensaba en ella.

La muerte es parte de mi vida, tanto la de amigos como la de enemigos, y la veo con demasiada frecuencia. Pero, para ella, la muerte, sea quien sea la víctima, solo es devastación.

Me la imagino dando vueltas al anillo en el pulgar en este mismo momento mientras se muerde la cara interior de la mejilla y se esfuerza por huir del hombre al que acaba de matar en lugar de cavarle una tumba, como sé que querría hacer.

—Si ella no tuviera que escapar de mí, te habría enterrado, de verdad —le susurro al cadáver, lo que confirma sin lugar a dudas que me he vuelto loco. Le quito la máscara para ver mejor los ojos castaños vidriosos y se los cierro—. Así que lo menos que puedo hacer es enterrarte. Por ella.

Nunca me había parado a pensar qué era de los cadáveres de mis soldados. Y aquí estoy, cargando con uno sobre el hombro por una chica que no soporta matar. Dejo escapar un gruñido por el peso del imperial. ¿Por qué demonios estoy haciendo esto?

«¿Qué me ha hecho esa chica?».

El cuerpo inerte se balancea sobre mi hombro con cada paso que doy.

«¿La próxima tumba que cave será para ella?».

Capítulo 3. Paedyn

Me sorprende que no oiga los latidos de mi corazón, que no sienta el fuego de mis ojos clavados en él.

Cambio de postura mientras me deslizo de bruces por el tejado para mirar por el borde. El dolor me recorre la pierna y me hace fijarme en el corte mal vendado que tengo en el muslo. Me muerdo la lengua y contengo un gemido junto con una ristra de tacos muy pintorescos. El trozo que he arrancado a toda prisa de la camisa de repuesto ya tiene un color rojo asqueroso sobre la herida, y no soporto mirarlo, así que vuelvo a concentrarme en la figura de abajo.

Tampoco soporto mirarlo a él.

Sé muy bien lo que me respondería si se lo dijera a la cara, si tuviera delante su sonrisa burlona: «Mientes fatal, Gray».

Pongo los ojos en blanco solo con pensarlo y vuelvo a clavarlos en él, me fijo en el pelo negro revuelto que le cae sin orden sobre la frente. Está acuclillado junto al imperial al que le he clavado un cuchillo en el pecho. Tiene el perfil sombrío y examina el rostro del hombre con esos ojos grises. Al final se lleva las manos a la cara en un gesto de frustración y cansancio a partes iguales.

Solo con ver al ejecutor me asalta la rabia, pero me obligo a concentrarme en él y no en la mancha de sangre que crece sobre el pecho del uniforme blanco del imperial.

Trago saliva. De pronto, es una visión que me produce náuseas. Las lágrimas se me agolparon en los ojos cuando le lancé el cuchillo, me nublaron la vista cuando se derrumbó.

«Lo siento, lo siento mucho».

No sé si oyó mi súplica de perdón, no sé si llegó a ver el pesar en mis ojos antes de arrastrarme hasta el tejado de una tienda cuando el sonido de los pasos resonó en las paredes.

Parpadeo para alejar el recuerdo, las lágrimas, y me centro en el ejecutor, que está a pocos metros.

«Podría matarlo. Aquí. Ahora».

De pronto vuelvo a tener un cuchillo arrojadizo entre los dedos manchados de sangre, en la mano temblorosa.

«Prométeme que seguirás con vida el tiempo suficiente para clavarme un cuchillo en la espalda».

Me resuena en la mente lo que me dijo tras el primer baile.

«Ahora podría cumplir esa promesa».

Está en la posición perfecta, le clavaría el cuchillo justo en la espalda. El puño del arma hace que me sude la mano, pero aprieto los dedos con más fuerza.

«Hazlo».

De pronto tengo un nudo en la garganta y soy incapaz de tragarlo. Ese chico que está abajo mató a mi padre, ha matado a docenas de vulgares en nombre del rey. Y yo soy su próximo objetivo.

No entiendo por qué dudo y no lo soporto.

«Hazlo. Hazlo ya».

Alzo el brazo y los dedos me tiemblan. El movimiento hace que me duela la marca, me tensa la piel y el recordatorio que llevo grabado.

V de vulgar.

De repente se mueve, le quita la máscara al imperial y le cierra los ojos muertos con una delicadeza que no es propia del ejecutor…, una delicadeza que desearía no haber presenciado.

—Si ella no tuviera que escapar de mí, te habría enterrado, de verdad.

Se me corta la respiración, se me acelera el corazón.

Es cierto. Si hubiera podido, habría arrastrado a ese hombre hasta la zona de tierra más cercana y le habría cavado una tumba. Como si eso rectificara el mal que le había hecho. Como si eso compensara no haber podido enterrar a mi mejor amiga, a mi padre.

La simetría de sus muertes fue espantosa. Los dos se desangraron entre mis brazos, antes de que yo huyera.

—Así que lo menos que puedo hacer es enterrarte. Por ella.

Esa simple frase, tan dulce, me atraviesa como un cuchillo y hace que esté a punto de soltar el que tengo en la mano. Observo boquiabierta cómo se carga el hombre a la espalda y se pone de pie.

«Kai».

Es a Kai a quien veo. No al ejecutor. No una de las muchas máscaras que se pone. Solo a él.

Y lo detesto.

Detesto haber visto otro atisbo de ese chico. Porque es mucho más fácil odiarlo cuando no es a él a quien odio, sino al ejecutor que lo han obligado a ser.

Lo miro mientras va por el callejón llevando a cuestas al hombre al que he matado. Kai no hace nada sin motivo, y esta muestra de bondad me desconcierta.

Y, cuando desaparece al doblar la esquina, me pregunto de repente por qué no lo he matado.

Las estrellas son coquetas, siempre te hacen guiños en la oscuridad.

Pero también son una buena compañía y me rodean con sus infinitas constelaciones. Llevo horas tumbada en el tejado de esta tienda casi en ruinas, contemplando cómo el día se fundía con el ocaso y el ocaso con la oscuridad.

El sol ya había desaparecido bajo el horizonte cuando se empezaron a apagar los ecos de los gritos de los imperiales. Al final el sonido de sus pisadas sobre los adoquines irregulares dejó de oírse mientras yo miraba el cielo e intentaba acelerar la llegada de la noche a golpe de voluntad.

Cuando las nubes se tiñen de púrpura con los últimos haces de luz y un manto negro cae sobre toda Ilya, me pongo por fin de pie y me estiro. Me duele todo el cuerpo. A eso ya estoy acostumbrada, pero la herida de hoy me resulta especialmente dolorosa. Lo repentino del movimiento hace que la sangre me vuelva a correr por el muslo y me dibuje un reguero rojo por la pierna. No soporto el tacto pegajoso, me recuerda a toda la sangre que nunca podré lavarme de las manos.

Bajar del tejado es un proceso tan lento que casi me da vergüenza, pero, en cuanto llego a la calle, me pierdo entre las sombras. Cojeo por los callejones silenciosos, esquivo a los sin techo que ya se han refugiado en sus rincones favoritos para pasar la noche.

Hay imperiales por todas partes. Patrullan en silencio por las calles y miran en todas direcciones, escudriñan la oscuridad para tratar de dar conmigo. Es una situación mucho más complicada y molesta. Los voy esquivando a la luz cada vez más escasa y hago lo que puedo por no dejar un rastro de sangre sobre los adoquines cuando voy de callejón en callejón.

Me meto por una calle oscura de empedrado irregular y…

Una mano firme me cae sobre el hombro, todo fuerza, nada delicadeza. Agacho la cabeza, veo con el rabillo del ojo unas botas negras y me llega el olor del almidón. Sin titubear engancho el tobillo del hombre con el pie y tiro, con lo que cae al suelo sobresaltado. No tardo ni un instante en lanzarme sobre él. Me saco el puñal de la bota y le doy un golpe con el puño en la sien para cortar en seco el grito estrangulado de sorpresa.

El imperial es flaco, poco más que un niño, y ahora yace inconsciente entre las sombras, sobre los adoquines. El corazón me late a toda velocidad y me obliga a respirar hondo antes de hacer un esfuerzo por arrastrarlo hacia el fondo del callejón, para ocultarlo entre las sombras.

Ha sido un trayecto lento y frustrante para llegar a los límites de las Brasas. Jamás había imaginado que sentiría alivio al ver ante mí esa extensión de arena, pero eso ha cambiado con las muchas horas de esconderme entre las sombras y evitar por poco que me atraparan. Pese al dolor, esbozo una sonrisa.

Hay pocos imperiales apostados en los límites de las Brasas porque los ciudadanos de Dor y Tando no son tan idiotas como para visitar Ilya y arriesgarse a que los confundan con vulgares. El aislamiento es la especialidad de Ilya, lo que hace que la sociedad de élites prospere sin ensuciarse por la presencia de los que no tienen habilidades.

Solo con pensarlo me pongo rabiosa. Siento náuseas.

La ira me da fuerzas para caminar y echo a andar por la arena. Siento cómo se hunde bajo mis botas, cómo al final se me mete dentro, con lo que el viaje es, aunque parezca imposible, aún más incómodo.

Pasan las horas mientras sigo adelante. Me concentro en rebuscar en mi cerebro agotado para recordar los mapas que mi padre me ponía delante cuando era niña. No sé bien cuánto se extiende el desierto, lo que me hace pensar que he sido una estúpida por creer que, aun herida, sobreviviría a la travesía.

«Como si tuviera muchas opciones».

Suspiro y acepto el hecho de que la muerte me tiene acorralada, me fuerza a ir a su encuentro. El recuerdo que tengo de los mapas es vago, pero creo que, a este paso, llegaré a Dor en unos cinco días. Si no me detengo apenas, claro, cosa que puede hacer que me derrumbe y que, por fin, la muerte se me lleve.

«Bueno, solo hay una manera de averiguarlo».

La noche es cada vez más fría. La temperatura baja en picado a medida que me adentro en el desierto. Mi chaleco sucio lleno de bolsillos es más útil para robar que para abrigarme. Así me lo hizo ella. Paso el dedo por la tela basta color aceituna y recuerdo las delicadas manos oscuras que lo cosieron.

«Prométeme que lo llevarás…».

La imagen de Adena agonizante en mi regazo, la última cosa que me pidió, me pasa por la mente como un relámpago y me hace acelerar el paso. Aunque tuviera tiempo, no podría dormir gran cosa durante este viaje…, ni nunca.

Porque, en los momentos de calma antes de sumergirme en el sueño, veo morir otra vez a Adena. Como si cerrar los ojos fuera una invitación a revivir ese horror. La rama que le atravesó el pecho, los dedos rotos y doblados, el cuerpo cubierto de sangre…

La sangre me empieza a hervir al recordar la sonrisa cruel de Blair cuando utilizó su poder mental para traspasar a Adena con la rama.

«La mataré».

No sé cómo, dónde ni cuándo, pero Adena no era la única que solo hacía promesas cuando sabía que podía cumplirlas.

Hurgo en la bolsa para sacar la chaqueta usada que fue de mi padre. Me queda muy grande, pero nada me ha sentado mejor en mi vida. Meto las manos en los bolsillos y sigo caminando sin parar de tiritar.

Las horas pasan, se llevan la oscuridad y dibujan franjas anaranjadas en el cielo con la promesa de un sol calcinante. Hago pausas breves, las justas para dar un descanso a las piernas cansadas, comer algo, beber agua tibia. Me inspecciono las heridas con frecuencia y vigilo sobre todo la nueva, la del muslo.

El último regalo de Kai.

El corte ensangrentado es obra suya, estoy segura. La precisión del lanzamiento lo delata, igual que la idea de herirme para hacerme bajar de los tejados. No esperaba otra cosa del frío ejecutor que tantas ganas tiene de atraparme.

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