Trilogía de la nube blanca (Incluye En el país de la nube blanca, La canción de los maoríes y El grito de la tierra)

Ladybird Books

Fragmento

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1

La iglesia anglicana de Christchurch, Nueva Zelanda, busca mujeres jóvenes y respetables, versadas en las tareas domésticas y la educación infantil, que estén interesadas en contraer matrimonio cristiano con miembros de buena reputación y posición acomodada de nuestra comunidad.

 

La mirada de Helen se detuvo brevemente en el discreto anuncio de la última página de la hoja parroquial. La maestra había hojeado unos momentos el cuadernillo mientras sus alumnos se ocupaban en silencio de resolver un ejercicio de gramática. Helen hubiera preferido leer un libro, pero las constantes preguntas de William interrumpían incesantemente su concentración. También en ese momento volvió a levantarse de los deberes la pelambrera castaña del niño de once años.

—Miss Davenport, en el tercer párrafo, es «qué» o «que».

Helen dejó a un lado su lectura con un suspiro y por enésima vez en esa semana explicó al jovencito la diferencia entre el pronombre relativo y la conjunción. William, el hijo menor de Robert Greenwood, quien la había contratado, era un niño encantador, pero no precisamente de grandes dotes intelectuales. Necesitaba de ayuda en todas las tareas, olvidaba las explicaciones de Helen más rápido de lo que ella tardaba en dárselas y sólo sabía adoptar una conmovedora apariencia de desamparo y engatusar a los adultos con su vocecilla dulce e infantil de soprano. Lucinda, la madre de William, siempre mordía el anzuelo. Cuando el niño se le ponía zalamero y le proponía que hicieran cualquier cosa juntos, Lucinda suprimía de forma sistemática todas las clases que Helen había programado. Ésa era la causa de que William todavía fuera incapaz de leer con fluidez y de que hasta los más sencillos ejercicios de ortografía le exigieran un esfuerzo excesivo. De ahí que fuera impensable que el joven cursara estudios superiores en Eaton u Oxford, como soñaba su padre.

George, de dieciséis años de edad, el hermano mayor de William, ni siquiera se tomaba la molestia de fingir que entendía. Puso los ojos significativamente en blanco y mostró un pasaje en el libro de texto en el que se ponía como ejemplo exactamente la frase a la que William iba dando vueltas desde hacía ya media hora. George, un chico larguirucho y espigado, ya había terminado el ejercicio de traducción del latín. Siempre trabajaba deprisa, aunque no sin cometer errores. Las disciplinas clásicas le aburrían. George estaba impaciente por formar parte un día de la compañía de importación y exportación de su padre. Soñaba con viajar a países lejanos y realizar expediciones a los nuevos mercados de las colonias que, bajo la soberanía de la reina Victoria, se abrían casi cada hora. No cabía duda de que George había nacido para ser comerciante. Ya ahora demostraba ser diestro en la negociación y sabía sacar partido de su considerable encanto. Con él conseguía incluso embaucar a Helen y reducir las horas de clase. También ese día hizo un intento de ese tipo cuando, finalmente, William comprendió de qué trataba el ejercicio, o, al menos, dónde podía copiar la respuesta. Helen fue a coger el cuaderno de George para corregirlo, pero el muchacho lo retiró con un gesto provocador.

—Oooh, Miss Davenport, ¿de verdad quiere usted que lo discutamos ahora? ¡Hace un día demasiado bonito para estar en clase! Vayamos mejor a jugar un partido de cróquet... Debe mejorar su técnica. En caso contrario no podrá participar en las fiestas del jardín y ninguno de los jóvenes caballeros se fijará en usted. Así nunca hará fortuna casándose con un conde y tendrá que dar clases a casos perdidos como Willy hasta el fin de sus días.

Helen puso los ojos en blanco, dirigió la mirada fuera de la ventana y frunció el ceño a la vista de las nubes negras.

—No es mala idea, George, pero amenazan nubes de lluvia. Cuando nos hayamos ido de aquí y estemos en el jardín descargarán justo encima de nuestras cabezas y eso no me hará en absoluto más atractiva para los caballeros de la nobleza. ¿Pero cómo has llegado a pensar que yo tenga tales intenciones?

Helen intentó adoptar una expresión marcadamente indiferente. Sabía hacerlo muy bien: cuando se trabajaba como institutriz en una familia londinense de la clase alta lo primero que se aprendía era a dominar las propias expresiones del rostro. La función que Helen desempeñaba en casa de los Greenwood no era ni la de un miembro de la familia ni tampoco la de una empleada corriente. Participaba en las comidas y, a menudo, también en las actividades que la familia realizaba en el tiempo libre, pero evitaba manifestar opiniones personales si no se las solicitaban o llamar la atención de otro modo. Ésta era la razón por la que no hiciera al caso que en las fiestas del jardín Helen se mezclara despreocupadamente con los invitados más jóvenes. En lugar de ello, se mantenía apartada, charlaba cordialmente con las señoras y vigilaba con discreción a sus alumnos. Como es natural, su mirada rozaba de vez en cuando los rostros de los invitados varones más jóvenes y, a veces, se abandonaba a un breve y romántico ensueño en el que paseaba con un apuesto vizconde o baronet por el jardín de la casa de sus señores. ¡Pero era imposible que George se hubiera percatado de ello!

George se encogió de hombros.

—¡Bueno, siempre está leyendo anuncios de matrimonio! —contestó con insolencia, señalando con una sonrisa conciliadora la hoja parroquial. Helen se enfadó consigo misma por haberla dejado abierta junto a su pupitre. Era innegable que George, aburrido, había echado un vistazo mientras ella ayudaba a William.

—Y sin embargo, es usted muy guapa —añadió George, adulador—. ¿Por qué no iba a casarse con un baronet?

Helen puso los ojos en blanco. Sabía que debería reprender a George, pero el chico más bien la divertía. Si seguía así, al menos con las damas, llegaría lejos, y también en el mundo de los negocios serían apreciadas sus hábiles alabanzas. No obstante, ¿le serían de algún provecho también en Eaton? Por lo demás, Helen se mantenía inmune a tan torpes cumplidos. Era consciente de no poseer una belleza clásica. Sus rasgos eran armoniosos, pero poco llamativos: la boca un poco pequeña, la nariz demasiado afilada y los ojos, grises y serenos, tenían una mirada demasiado escéptica y, sin lugar a dudas, demasiado experimentada para despertar el interés de un joven y rico vividor. El atributo más espléndido de Helen era su cabello sedoso, liso y largo hasta la cintura, cuyo color castaño intenso adquiría unos sutiles tonos rojizos por efecto de la luz. Tal vez pudiera causar sensación con él si lo dejara flotar al viento a menudo, como hacían algunas muchachas durante las comidas campestres o las fiestas en el exterior a las que asistía Helen acompañando a los Greenwood. Durante un paseo con sus admiradores, las más osadas entre las jóvenes ladies aprovechaban el pretexto de tener demasiado calor y se sacaban el sombrero o fingían que el viento les arrancaba el tocado cuando un joven las llevaba en bote de remos por el lago de Hydepark. Entonces agitaban sus cabellos, libres como por azar de cintas y horquillas, y dejaban que los hombres admirasen el esplendor de sus bucles.

Helen nunca se hubiera prestado a eso. Hija de un párroco, había recibido una estricta educación y desde que era una niña llevaba el cabello trenzado y recogido. Además, había tenido que crecer deprisa: su madre había muerto cuando ella tenía doce años, por lo que el padre había delegado sin más en su hija mayor la dirección de los asuntos domésticos y la educación de las tres hermanas más jóvenes. El reverendo Davenport no se interesaba por los problemas que surgían entre la cocina y el dormitorio infantil, lo único que le interesaba eran las tareas para con su comunidad y la traducción e interpretación de textos religiosos. A Helen le había dedicado atención únicamente cuando lo acompañaba en esas tareas, y sólo refugiándose en el estudio de su padre podía ella escapar a la intensa agitación de la casa familiar. De este modo se había dado casi de forma natural el hecho de que Helen leyera la Biblia en griego mientras sus hermanos justo empezaban a estudiar el abecedario. Con una bonita caligrafía escribía los sermones de su padre y copiaba los borradores de los artículos para los boletines de su gran comunidad de Liverpool. No le quedaba más tiempo para otras distracciones. Mientras que Susan, la hermana menor de Helen, aprovechaba los bazares benéficos y los picnics de la iglesia para conocer sobre todo a jóvenes notables de la comunidad, Helen colaboraba en la venta de artículos, preparaba tartas y servía el té.

Lo que sucedió era previsible: Susan se casó, ya a los diecisiete años, con el hijo de un reputado médico, mientras que tras la muerte de su padre Helen se vio obligada a ocupar un puesto de profesora particular. Con su salario contribuía también en los estudios de Derecho y Medicina de sus dos hermanos. La herencia paterna no alcanzaba para financiar una formación adecuada para los jóvenes, que, por añadidura, no hacían grandes esfuerzos por terminar pronto sus estudios. Con un asomo de rabia, Helen recordó que su hermano Simon había vuelto a suspender un examen la semana anterior.

—Los baronets suelen casarse con baronesas —respondió un poco disgustada con la observación de George—. Y en lo que aquí respecta... —señaló la hoja parroquial—, he leído el artículo, no el anuncio.

George se guardó la respuesta, pero sonrió de forma significativa. El artículo trataba de los beneficios de la aplicación del calor en casos de artritis. Algo seguramente de gran interés para los miembros de edad avanzada de la comunidad, pero era seguro que Miss Davenport todavía no sufría de dolores articulares.

De todos modos, su profesora consultaba ahora el reloj y decidió dar por concluida la clase de la tarde. En apenas una hora se serviría la cena. Y si bien George necesitaba como mucho cinco minutos para peinarse y cambiarse para la comida y Helen no mucho más, en el caso de William, quitarle la bata escolar manchada de tinta y ponerle un traje presentable siempre requería de más tiempo. Helen daba gracias al cielo de al menos no verse obligada a preocuparse del aspecto de William. De eso se encargaba una niñera.

La joven institutriz acabó la clase con unas observaciones generales sobre la importancia de la gramática, a las cuales los dos niños prestaron a medias atención. Justo después, William se levantó de golpe encantado, sin dedicar ni una mirada más a su cuaderno y sus libros de texto.

—¡Tengo que enseñarle corriendo a mamá lo que he pintado! —informó, con lo que consiguió dejar en manos de Helen la tarea de recoger sus cosas. Ella no podía arriesgarse a que William acudiera llorando a su madre y le notificara de cualquier atroz injusticia de su profesora. George lanzó una mirada al torpe dibujo de William, que su madre seguramente no tardaría en recibir entre exclamaciones de entusiasmo, y alzó los hombros resignado. A continuación recogió deprisa sus cosas antes de marcharse. Helen notó que, entretanto, le lanzaba una mirada compasiva. Se sorprendió pensando en la anterior observación de George: «Si no encuentra marido, tendrá que dar clases a casos perdidos como Willy hasta el fin de sus días.»

Helen tomó la hoja parroquial. En realidad quería tirarla, pero luego se lo pensó mejor. Casi con disimulo se la metió en un bolsillo y se la llevó a la habitación.

Robert Greenwood no disponía de mucho tiempo para su familia, sin embargo, la cena con la esposa y los hijos era para él sagrada. La presencia de la joven institutriz no le incomodaba. Al contrario, solía encontrar estimulante incluir a Miss Davenport en la conversación y conocer sus opiniones sobre los acontecimientos mundiales, la literatura y la música. Era obvio que Miss Davenport entendía más de esos asuntos que su esposa, cuya educación clásica dejaba que desear. Los intereses de Lucinda se limitaban al cuidado del hogar, idolatrar a su hijo menor y a colaborar con el comité femenino de diversas organizaciones benéficas.

También esa noche, Robert Greenwood sonrió amigablemente a Helen cuando entró y le acercó la silla una vez que hubo saludado respetuosamente a la joven profesora. Helen devolvió la sonrisa, pero se guardó de incluir en este gesto también a la señora Greenwood. En ningún caso debía despertar la sospecha de que flirteaba con su patrón, incluso si se trataba de un hombre sin duda atractivo. Era alto y delgado, tenía un rostro alargado e inteligente y unos ojos castaños y escrutadores. El traje marrón con la cadena de reloj de oro le sentaba soberbio y sus modales no iban a la zaga de aquellos propios de los caballeros de familias nobles con quienes los Greenwood mantenían tratos comerciales. No obstante, no eran del todo aceptados en esos círculos, donde se los consideraba unos advenedizos. El padre de Robert Greenwood había levantado su floreciente empresa prácticamente de la nada y su hijo había aumentado la fortuna y se esforzaba por conseguir el reconocimiento social. Para ello había contraído matrimonio con Lucinda Raiford, que procedía de una familia noble venida a menos; consecuencia ello de la afición del padre por los juegos de azar y las carreras de caballos, según se murmuraba en la alta sociedad. Lucinda se las apañaba con la burguesía a regañadientes y tendía a alardear como reacción al descenso de categoría social. Así pues, las reuniones y fiestas en el jardín de los Greenwood siempre resultaban un poco más opulentas que acontecimientos similares en las residencias de otros notables de la sociedad londinense. Las otras damas se beneficiaban de ello, aunque no dejaran de criticarlo.

También ese día Lucinda se había arreglado de un modo un poco demasiado solemne para la sencilla cena familiar. Llevaba un elegante vestido de seda color lila y su doncella había debido de pasar horas ocupada en el peinado. Lucinda charlaba sobre una reunión del comité femenino del orfanato local en la que había participado esa tarde; no obstante, no obtuvo una gran respuesta. Ni Helen ni el señor Greenwood estaban especialmente interesados.

—¿Y qué habéis hecho vosotros en este día tan bonito? —preguntó finalmente la señora Greenwood a su familia—. A ti no necesito preguntártelo, Robert, seguramente la jornada ha girado en torno a negocios, negocios y más negocios. —Dirigió a su marido una mirada que pretendía ser afectuosa.

La señora Greenwood opinaba que su marido les prestaba muy poca atención a ella y sus tareas sociales. Éste hizo una mueca involuntaria. Posiblemente estaba a punto de dar una respuesta desagradable, pues sus negocios no sólo alimentaban a la familia, sino que hacían también posible la colaboración de Lucinda en los diversos comités de damas. En cualquier caso, Helen dudaba de que la señora Greenwood hubiera sido elegida por sus notables cualidades organizativas antes que a causa de los generosos donativos de su esposo.

—He mantenido una interesante conversación con un productor de lana de Nueva Zelanda, y... —empezó Robert con la mirada puesta en su hijo mayor; pero Lucinda simplemente siguió hablando, mientras en esta ocasión dedicaba su mirada indulgente a William sobre todo.

—¿Y vosotros, queridos hijos? Seguro que habéis estado jugando en el jardín, ¿no es cierto? William, cariño, ¿has vuelto a ganar a George y a Miss Davenport en el cróquet?

Helen permanecía con la mirada clavada en su plato, pero percibió con el rabillo del ojo que George parpadeaba de una forma típica en él hacia el cielo, como si pidiera la ayuda de un ángel comprensivo. De hecho, William sólo había conseguido una única vez obtener más puntos que su hermano mayor y en una ocasión en que George estaba muy resfriado. Normalmente, hasta Helen lanzaba la bola a los aros con mayor destreza, si bien se daba peor maña que la que tenía para dejar ganar al más pequeño. La señora Greenwood apreciaba su gesto, mientras que el señor Greenwood se lo recriminaba cuando advertía el engaño.

—¡El chico debe acostumbrarse a que la vida está jalonada de duros fracasos! —afirmaba con severidad—. Debe aprender a perder, sólo entonces acabará ganando.

Helen dudaba de que William pudiera salir alguna vez airoso fuera cual fuese el ámbito en que se moviera, pero su tenue asomo de compasión hasta el desgraciado niño pronto se quedó en nada ante el siguiente comentario de éste.

—¡Ay, mamá, Miss Davenport no nos ha dejado jugar! —se lamentó William con una expresión llena de desolación—. Nos hemos quedado todo el día en casa estudiando, estudiando y estudiando.

Como era de esperar, la señora Greenwood lanzó de inmediato una mirada de desaprobación a Helen.

—¿Es eso cierto, Miss Davenport? Ya sabe usted que los niños necesitan aire fresco. A esta edad no pueden quedarse todo el día sentados leyendo libros.

Helen estaba furiosa, pero no debía acusar a William de mentiroso. Para su alivio, intervino George.

—No es verdad. William ha salido a pasear como cada día después de comer. Pero ha llovido un poco y no quería estar fuera. El aya, de todos modos, lo ha llevado al parque, pero ya no hemos tenido tiempo de jugar al cróquet antes de la clase.

—Por eso William ha estado pintando —añadió Helen intentando cambiar de tema. Tal vez la señora Greenwood se pusiera a hablar del dibujo, «digno de exhibirse en un museo», de su hijo y se olvidara del paseo. Sin embargo, la estrategia no funcionó.

—Aun así, Miss Davenport: si el tiempo no acompaña al mediodía, debe hacer un descanso por la tarde. Los círculos que un día frecuentará William conceden casi tanta importancia a la forma física como al estímulo de la mente.

William parecía disfrutar de que dieran una reprimenda a su maestra y Helen pensó de nuevo en el anuncio...

Pareció como si George leyera los pensamientos de su institutriz. Como si la conversación con William y su madre no hubiera existido, retomó la última observación de su padre. Helen ya se había percatado varias veces de este artificio en padre e hijo y solía admirar la elegante transición. En esta ocasión, sin embargo, el comentario de George la hizo enrojecer.

—Miss Davenport se interesa por Nueva Zelanda, padre.

Helen tragó saliva con esfuerzo, cuando todas las miradas se dirigieron a ella.

—¡En serio? —preguntó Robert Greenwood, con calma—. ¿Está pensando usted en emigrar? —Soltó una risa—. En tal caso, Nueva Zelanda constituye una buena elección. No hace un calor desmedido ni hay pantanos donde se dé la malaria como en la India. Nada de indígenas sanguinarios como en América. Nada de colonos descendientes de criminales como en Australia...

—¿De verdad? —preguntó Helen, alegrándose de reconducir la conversación a un terreno neutral—. ¿Nueva Zelanda no se colonizó con presidiarios?

El señor Greenwood movió la cabeza.

—Ni hablar. Las comunidades que hay allí fueron fundadas casi sin excepción por cristianos británicos de gran tenacidad y así sigue siendo todavía hoy. Es obvio que con ello no quiero decir que no se encuentren allí individuos dignos de desconfianza. Sobre todo en los campos de balleneros de la costa Oeste debieron de perderse algunos timadores y las colonias de esquiladores tampoco están formadas por muchos hombres honrados. Pero Nueva Zelanda no es, con toda seguridad, ningún depósito de escoria social. La colonia todavía es joven. Hace sólo unos pocos años que se independizó...

—¡Pero los nativos son peligrosos! —intervino George. Era evidente que también él quería ahora alardear de sus conocimientos y, Helen ya lo sabía por sus clases, tenía por los conflictos bélicos una debilidad y una memoria notables—. Hace algún tiempo todavía había altercados, ¿no es verdad, papá? ¿No contaste que a uno de tus socios comerciales le habían quemado toda la lana?

El señor Greenwood respondió complaciente con un gesto afirmativo a su hijo.

—Así es, George. Pero ya pasó..., pensándolo bien hace diez años de eso, incluso si todavía rebrotan escaramuzas de manera ocasional, no se deben, en principio, a la presencia de los colonos. A este respecto, los nativos siempre fueron dóciles. Más bien se cuestionó la venta de tierras..., y ¿quién niega que en tales casos nuestros compradores de tierras no perjudicaran a algún que otro jefe tribal de linaje? No obstante, desde que la reina envió allí a nuestro buen capitán Hobson como teniente gobernador, tales conflictos no existen. Ese hombre es un estratega genial. En 1840 hizo firmar a cuarenta y seis jefes de tribu un contrato por el cual se declaraban súbditos de la reina. La Corona tiene desde entonces derecho de retracto en todas las ventas de tierra.

»Desafortunadamente, no todos tomaron parte y no todos los colonos son pacíficos. Ésta es la razón de que a veces se produzcan pequeños tumultos. Pero, esencialmente, el país es seguro... Así que ¡no hay nada que temer, Miss Davenport! —El señor Greenwood le guiñó el ojo a Helen.

La señora Greenwood frunció el entrecejo.

—¿No estará considerando realmente la idea de abandonar Inglaterra, Miss Davenport? —preguntó molesta—. ¿No pensará en serio contestar a ese anuncio indescriptible que ha publicado el párroco en la hoja de la comunidad? Contra la recomendación expresa de nuestro comité de damas, debo subrayar.

Helen luchaba de nuevo contra el rubor.

—¿Qué anuncio? —Quiso saber Robert, y se dirigió directamente a Helen, que sólo respondía con evasivas.

—Yo..., yo no sé muy bien de qué se trata. Era sólo una nota...

—Una comunidad de Nueva Zelanda busca muchachas que deseen casarse —explicó George a su padre—. Al parecer en ese paraíso de los mares del Sur escasean las mujeres.

—¡George! —lo reprendió la señora Greenwood escandalizada.

El señor Greenwood se echó a reír.

—¿Paraíso de los mares del Sur? No, el clima es más bien comparable al de Inglaterra —corrigió a su hijo—. Pero no es ningún secreto que en ultramar hay más hombres que mujeres. Exceptuando tal vez Australia, donde ha caído la escoria femenina de la sociedad: estafadoras, ladronas, prost..., bueno, chicas de costumbres ligeras. Pero si se trata de una emigración voluntaria, nuestras damas son menos amantes de la aventura que los señores. O bien van allí con sus esposos o no van. Un rasgo típico del carácter del sexo débil.

—¡Ahí está! —dio la razón la señora Greenwood a su marido, mientras Helen se mordía la lengua. No estaba en absoluto tan convencida de la superioridad masculina. Le bastaba mirar a William o pensar en la carrera eternamente prolongada de su propio hermano. Bien escondido en su habitación, Helen guardaba incluso un libro de la feminista Mary Wollstonecraft, pero no iba a mencionar nada al respecto: la señora Greenwood la habría despedido de inmediato—. Sin la protección de un hombre, va contra la naturaleza femenina aventurarse en un sucio barco de emigrantes, alojarse en un país extraño y probablemente desempeñar tareas que Dios ha encomendado a los varones. ¡Y enviar a mujeres cristianas a ultramar para que se casen allí raya sin duda en la trata de mujeres!

—Bueno, pero no envían a las mujeres sin prepararlas —intervino Helen—. El anuncio prevé contactos epistolares previos. Y se hablaba expresamente de caballeros de buena reputación y bien situados.

—Pensaba que no había visto el anuncio —se mofó el señor Greenwood, pero la sonrisa indulgente quitó severidad a las palabras.

Helen volvió a ruborizarse.

—Yo..., bueno, tal vez le he echado una rápida ojeada...

George sonrió con ironía.

La señora Greenwood pareció no haber escuchado en absoluto la breve conversación. Ya hacía tiempo que se ocupaban de otro aspecto de la problemática neozelandesa.

—Mucho más engorroso que la falta de mujeres en las colonias me parece el problema con el servicio —declaró—. Hoy hemos discutido detalladamente al respecto en el comité del orfanato. Es manifiesto que las mejores familias de... ¿cómo era que se llamaba ese sitio? ¿Christchurch? En cualquier caso, no encuentran allí un personal como es debido. Escasean sobre todo las sirvientas.

—Lo cual podría interpretarse como un síntoma secundario de la falta de mujeres general —observó el señor Greenwood. Helen reprimió una sonrisa.

—Sea como fuere, el comité enviará a algunas de nuestras huérfanas —prosiguió Lucinda—. Tenemos cuatro o cinco criaturas aplicadas, de unos doce años, que ya son lo suficientemente mayores como para ganarse por sí mismas el sustento. En Inglaterra no encontramos ninguna colocación para ellas. Si bien la gente prefiere aquí muchachas mayores; allí estarán encantados con ellas...

—Esto me produce una impresión más clara de tráfico de mujeres que el arreglo de matrimonios —objetó el señor Greenwood a su esposa.

Lucinda le lanzó una mirada envenenada.

—¡Actuamos sólo en interés de las niñas! —protestó y dobló con amaneramiento su servilleta.

Helen tenía serias dudas acerca de ello. Probablemente nadie se había tomado la molestia de enseñar a esas niñas ni siquiera un mínimo de las habilidades que en las casas de buena posición se esperaba de una sirvienta. En este sentido podía emplearse a esas pobres criaturas como ayudantes de cocina, como mucho, y, en tales casos, las cocineras preferían, claro está, campesinas fuertes en lugar de niñas de doce años mal alimentadas procedentes de un hospicio.

—En Christchurch las niñas tendrán perspectivas de encontrar un buen empleo. Y, naturalmente, nosotras las enviamos sólo a familias de muy buena reputación.

—Naturalmente —observó Robert, burlón—. Estoy seguro de que mantendréis con los futuros señores de las niñas una correspondencia tan amplia al menos como la que mantendrán las jóvenes damas casaderas con sus futuros esposos.

La señora Greenwood frunció la frente indignada.

—¡Robert, tú no me tomas en serio! —reprendió a su marido.

—Claro que te tomo en serio, cariño mío —contestó sonriendo el señor Greenwood—. ¿Cómo podría atribuir al honorable comité del orfanato otra cosa que no fueran las mejores y más virtuosas intenciones? Además, no iréis a enviar a ultramar a vuestras pequeñas discípulas sin ninguna vigilancia. Tal vez entre las jóvenes damas que desean contraer matrimonio se encuentre una persona merecedora de confianza que, por una pequeña contribución del comité en el coste del viaje, pueda ocuparse de las niñas...

La señora Greenwood no se manifestó al respecto y Helen se quedó de nuevo con la mirada clavada en su plato. Apenas había tocado el sabroso asado en cuya preparación la cocinera con certeza había empleado medio día. No obstante, sí se había percatado de la mirada de reojo, divertida e inquisitiva, que el señor Greenwood le había lanzado durante esa última intervención. Todo ello planteaba preguntas totalmente nuevas. Por ejemplo, Helen no había tenido en cuenta que un viaje a Nueva Zelanda había, era evidente, que pagarlo. ¿Podría no dejarle remordimientos que lo pagara su futuro esposo? ¿O adquiriría éste con ello derechos sobre una mujer que en realidad sólo le corresponderían cuando cara a cara le diera el consentimiento?

No, toda esa historia de Nueva Zelanda era una locura. Helen tenía que sacársela de la cabeza. No estaba destinada a tener su propia familia. ¿O sí?

No, ¡no debía pensar más en ello!

Pero en realidad, Helen Davenport no hizo más que dar vueltas a este asunto durante los días que siguieron.

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2

—¿Desea ver ahora el rebaño o bebemos antes una copa?

Lord Terence Silkham saludó a su visitante estrechándole enérgicamente la mano, a lo que Gerald Warden respondió de forma no menos firme. Lord Silkham no sabía demasiado bien cómo debía imaginarse a un hombre al que la unión de ganaderos de Cardiff había anunciado como el «Barón de la Lana» de ultramar. Sin embargo, la persona que tenía frente a él no le desagradó. El hombre se había vestido para el clima de Gales de forma práctica pero, no obstante, a la moda. Los breeches tenían un corte elegante y eran de una tela de calidad, la gabardina de confección inglesa. Unos ojos azul claro lo miraban en el rostro amplio y algo anguloso, en parte oculto por el sombrero de alas anchas típico del lugar. Bajo aquél asomaba un cabello castaño y abundante, ni más corto ni más largo que el que era corriente en Inglaterra. Dicho en pocas palabras, nada en el aspecto de Gerald Warden recordaba ni de lejos a los cowboys de las novelitas que ocasionalmente leían algunos empleados de servicio, y para horror de su esposa ¡también su rebelde hija Gwyneira! El autor de tales porquerías de libros plasmaba las luchas sangrientas de los colonos americanos con indígenas furibundos, y las torpes ilustraciones mostraban a jóvenes audaces con largas y enredadas melenas, sombrero Stetson, pantalones de piel y botas de extraña forma, a las que estaban sujetas unas espuelas ostentosamente largas. Para más inri, los vaqueros no tardaban en recurrir a su arma, que llamaban «Colt» y guardaban en pistoleras que llevaban sujetas a un cinturón holgado.

El invitado de Lord Silkham no llevaba ninguna arma a la cintura, sino una petaca de whisky que sacó en ese momento y ofreció a su anfitrión.

—Diría que esto bastará al principio como refuerzo —respondió Gerald Warden con una voz profunda, agradable y acostumbrada a mandar—. Sirvámonos otras bebidas durante las negociaciones, cuando haya visto las ovejas. Y en lo que a esto respecta, mejor que nos pongamos pronto en camino antes de que llueva. Sírvase, por favor.

Silkham asintió y bebió un buen trago de la petaca. ¡Un scotch de primera categoría! Nada de matarratas de baratillo. El lord pelirrojo y de alta alcurnia consideró también ese detalle una virtud de su visitante. Hizo un gesto con la cabeza a Gerald, tomó su sombrero y su fusta y emitió un leve silbido. Como si hubieran estado aguardándolo, aparecieron volando tres vivaces perros guardianes negros y blancos y marrones y blancos procedentes del rincón del establo en el que se habían resguardado del tiempo inestable. Era evidente que ardían en ganas de reunirse con los jinetes.

—¿No está usted acostumbrado a la lluvia? —preguntó Lord Terence mientras montaba su caballo. Un sirviente le había llevado un sólido Hunter, mientras él saludaba a Gerald Warden. El caballo de Gerald parecía todavía fresco, si bien esa mañana ya había recorrido el largo trecho de Cardiff hasta Powys. Con seguridad se trataba de un caballo alquilado, pero procedía sin duda de uno de los mejores establos de la ciudad. Otro indicio más de por qué le adjudicaban el título de barón de la lana. Warden no era, con toda certeza, un aristócrata, pero sí parecía ser rico.

Éste sonreía ahora y se deslizó también sobre la silla de su elegante caballo zaino.

—Al contrario, Silkham, al contrario...

Lord Terence tragó saliva, pero decidió no tomarse a mal la falta de respeto con que le había hablado el otro. De donde fuera que procedía el hombre, los milord y milady eran, por lo visto, un género desconocido.

—Tenemos trescientos días de lluvia al año, aproximadamente. Para ser exactos, el tiempo en las llanuras de Canterbury es idéntico al de aquí, al menos en verano. Los inviernos son más suaves, pero basta para que la lana sea de primera calidad. Y la buena hierba engorda a las ovejas. ¡Tenemos hierba en abundancia, Silkham! ¡Hectáreas y hectáreas! Las llanuras son un paraíso para los ganaderos.

En esa época del año, tampoco se podían quejar en Gales de la falta de pastos. Un verdor exuberante cubría como una alfombra de terciopelo la colina y se extendía hasta las montañas lejanas. También los caballos salvajes disfrutaban ahora de él y no precisaban bajar a los valles para pacer en los pastizales de Silkham. Sus ovejas, todavía sin esquilar, estaban redondas como globos. Los hombres contemplaron con regocijo un rebaño de ovejas al que habían descendido a las proximidades de la casa señorial para parir.

—¡Hermosos animales! —los alabó Gerald Warden—. Más robustos que los Romney y Cheviot. Con ellos debe suministrar lana de una calidad, como mínimo, igual de buena.

Silkham afirmó.

—Ovejas Welsh Mountain. En invierno corren casi libres por las montañas. No es fácil que algo acabe con ellas. ¿Y dónde se encuentra su paraíso de rumiantes? Debe disculparme, pero Lord Bayliff sólo me habló de «ultramar».

Lord Bayliff era el presidente de la unión de criadores de ovejas y había puesto a Warden en contacto con Silkham. El barón de la lana, así había aparecido en la carta, tenía intención de adquirir unas ovejas con pedigrí para mejorar con ellas su propia cría en ultramar.

Warden soltó una carcajada.

—¡Y éste es un concepto muy amplio! Déjeme adivinar..., probablemente ya veía usted sus ovejas en algún sitio del Salvaje Oeste taladradas por las flechas de los indios. No debe preocuparse al respecto. Los animales permanecerán seguros en suelo del Imperio británico. Mi propiedad se encuentra en Nueva Zelanda, en las llanuras de Canterbury, en la isla Sur. ¡Hasta donde la vista alcanza, todo son pastos! Es muy similar a esto, pero más extenso, Silkham, mucho más extenso sin punto de comparación.

—Bueno, ésta no es precisamente una pequeña granja —protestó Lord Terence indignado. ¡Qué se figuraba este tipo, imaginar Silkham Farm como una granja de nada!—. Tengo unas treinta hectáreas de pastos.

Gerald Warden le sonrió con ironía.

—Kiward Station tiene alrededor de cuatrocientas —replicó con superioridad—. Aun así, no todo está desmontado, todavía queda mucho trabajo por hacer. Pero es una hermosa propiedad. Y si además llega un lote de cría de las mejores ovejas, un día se revelará como un filón. Romney y Cheviot cruzadas con Welsh Mountain: el futuro está ahí, hágame caso.

Silkham no lo contradijo. Era uno de los mejores ganaderos de Gales, cuando no de toda Gran Bretaña. No cabía duda de que los animales criados por él mejorarían cualquier tipo de población. Entretanto veía también los primeros ejemplares del rebaño que había previsto para Warden. Todas eran ovejas jóvenes que hasta el momento todavía no habían parido. Además de dos jóvenes carneros de la mejor casta.

Lord Terence silbó a los perros, que corrieron de inmediato a reunir las ovejas que pacían dispersas por el enorme prado. Para ello rodearon los animales a una distancia relativamente grande y se ocuparon de que de forma casi inadvertida las ovejas quedasen orientadas en línea directa respecto a los hombres. Durante la tarea no permitieron en ningún momento que el rebaño echara a correr. En cuanto éste se puso en movimiento en la dirección deseada, los perros se sentaron en el suelo y quedaron al acecho por si alguno de los animales se separaba del grupo. Si esto sucedía, el perro pertinente intervenía al instante.

Gerald Warden contemplaba fascinado la autonomía con que procedían los perros.

—Increíble. ¿De qué raza son? ¿Sheepdogs?

Silkham movió la cabeza afirmativamente.

—Border collies. Llevan en la sangre la guía del ganado y apenas necesitan adiestramiento. Y éstos no son casi nada. Debería ver a Cleo: una perra sagaz que gana un concurso tras otro. —Silkham se puso a buscarla—. ¿Dónde se habrá metido? De hecho quería traerla con nosotros. En cualquier caso se lo he prometido a mi señora. Para que Gwyneira no volviera... ¡Oh, no! —El lord había estado mirando alrededor en busca de la perra, pero en ese momento su mirada se posó en un caballo y su jinete que, procedentes de la vivienda, se acercaban velozmente. Para ello no se tomaban la molestia de utilizar los senderos entre los grupos de ovejas o de abrir las puertas y pasar por ellas. En lugar de eso, el fuerte caballo zaino saltaba sin vacilar por encima de las vallas y los muros que limitaban los rebaños de Silkham. Cuando estuvo más cerca, Warden divisó también una pequeña sombra negra que se esforzaba por mantener el paso de caballo y jinete. El perro unas veces saltaba sobre los obstáculos, otras escalaba por los muros como si fueran escaleras o bien se limitaba a deslizarse por debajo de los listones inferiores de las vallas. Sea como fuere, ese algo diligente y que movía la cola estaba al final delante del jinete junto al rebaño y tomó la dirección del trío. Las ovejas casi parecían leerle los pensamientos. Como respondiendo a una única orden de la perra, los animales se reunieron en un grupo compacto y se detuvieron delante de los hombres sin excitarse ni un solo minuto durante el proceso. Con toda tranquilidad, las ovejas volvieron a hundir las cabezas en el pasto, observadas por los tres perros pastores de Silkham. El pequeño recién llegado se acercó al lord en busca de aprobación y parecía que el amistoso rostro de collie resplandecía. Aun así, la perra no miraba directamente a los hombres. Su mirada se dirigía, antes bien, al jinete del caballo zaino que se ponía al paso y se detenía justo detrás de los varones.

—¡Buenos días, padre! —dijo una voz cristalina—. Te quería traer a Cleo. He pensado que la necesitarías.

Gerald Warden alzó a su vez la vista hacia el joven con el propósito de dedicarle unas palabras de elogio por su elegante cabalgada parforce. Pero se contuvo cuando advirtió la silla para damas, además de un vestido de amazona gris oscuro y desgastado, así como el abundante cabello rojo vivo descuidadamente atado en la nuca. Era posible que la muchacha se hubiera recogido los cabellos castamente antes del paseo, como era usual, pero no podía haberse esforzado demasiado en ello. De otro modo se habrían soltado todos los rizos en tal impetuosa cabalgada.

Lord Silkham miraba poco entusiasmado. Pese a ello, recordó presentar a la muchacha en ese momento.

—El señor Warden..., mi hija Gwyneira. Y su perra Cleopatra, el pretexto de su aparición. ¿Qué haces aquí, Gwyneira? Si no recuerdo mal, tu madre dijo algo de una clase de francés hoy por la tarde...

Por regla general Lord Terence no solía tener en la cabeza los horarios de su hija, pero Madame Fabian, la profesora francesa que daba clases particulares a Gwyneira, padecía una fuerte alergia a los perros. Por esta causa, Lady Silkham ponía cuidado en recordarle continuamente a su marido que alejara a Cleo del entorno de su hija antes de la clase, lo que no era fácil. La perra se pegaba a su ama y ambas eran como uña y carne y sólo se la podía separar de ella para alguna tarea de carea especialmente interesante.

Gwyneira encogió los hombros en un ademán encantador. Estaba sentada de forma impecable, recta pero cómoda y totalmente segura en el caballo, y sujetaba serena por las bridas su pequeña y fuerte yegua.

—Sí, era lo previsto. Pero la pobre madame ha tenido un fuerte ataque de asma. Tuvimos que llevarla a la cama, no podía pronunciar ni una palabra. ¡De qué le vendrá! Madre se preocupó tan concienzudamente de que no se acercara ningún animal...

Gwyneira intentaba permanecer impasible y fingir lamentarlo, pero su expresivo rostro reflejaba cierto triunfo. Warden tenía ahora tiempo de observar a la muchacha más de cerca: poseía una tez muy clara y con una ligera tendencia a las pecas, un rostro en forma de corazón que habría obrado un efecto ingenuamente dulce si la boca hubiera sido menos llena y ancha, lo que proporcionaba a los rasgos de Gwyneira cierta sensualidad. Sobre todo destacaban en el rostro los grandes ojos, insólitamente azules. Azul índigo, recordó Gerald Warden. Así lo llamaban en las clases de pintura en que su hijo malgastaba la mayoría del tiempo.

—¿Y no habrá entrado por casualidad Cleo en el salón después de que la sirvienta haya eliminado cualquier pelo de perro antes de que madame osara salir de sus estancias? —preguntó Silkham con severidad.

—Ah, no creo —opinó Gwyneira con una dulce sonrisa que dio al color de sus ojos un tono más cálido—. Antes de la clase la he llevado personalmente al establo y le he ordenado por favor que te esperase allí. Pero cuando volví, todavía estaba sentada delante del box de Igraine. ¿Habrá presentido algo? Los perros son a veces muy sensibles...

Lord Silkham recordó el vestido de terciopelo azul oscuro que llevaba Gwyneira durante la comida. Si había llevado a Cleo así vestida y se había acuclillado junto a ella para darle esas indicaciones, se le habrían prendido tantos pelos del perro como para dejar a madame fuera de combate durante tres semanas.

—Ya hablaremos más tarde de esto —señaló Silkham con la esperanza de que su esposa asumiría entonces los papeles de fiscal y juez. En ese momento, delante de una visita, no quería seguir regañando a Gwyneira—. ¿Qué opina usted de las ovejas, Warden? ¿Responden a lo que usted se había imaginado?

Gerald Warden era consciente de que, al menos para guardar las formas, debía ahora ir de un animal a otro y examinar la calidad de la lana, las construcciones y el estado del pienso. En realidad, no le cabía la menor duda de que las ovejas eran de primera calidad. Todas eran grandes, sanas y estaban bien alimentadas, y su lana volvía a crecer de forma regular tras la esquila. Un Lord Silkham no se permitiría en ninguna circunstancia, sobre todo por cuestión de honor, engañar a un comprador de ultramar. Más bien le ofrecería los mejores animales para salvaguardar su fama de ganadero también en Nueva Zelanda. En este sentido, la mirada de Gerald se posó en primer lugar en la insólita hija de Silkham. Le parecía mucho más interesante que los animales de cría.

Gwyneira había descendido sin ayuda de la silla. Una amazona tan airosa como ella seguramente también podría montar en la silla sin un punto de apoyo. En el fondo, Gerald estaba sorprendido de que hubiera elegido la silla lateral; probablemente prefería la de caballero. Pero tal vez eso habría sido la gota que hacía rebosar el vaso. Lord Silkham no parecía encantado de ver a la muchacha, y sus modales frente a la institutriz francesa se ajustaban poco a los propios de una damisela.

A Gerald, por el contrario, le gustó la muchacha. Contempló con satisfacción la figura delicada, pero lo suficientemente redondeada en los lugares adecuados. No cabía duda de que la muchacha había completado su desarrollo aunque era muy joven, apenas mayor de diecisiete años. Gwyn tampoco parecía ser infantil en absoluto; las damas adultas no mostraban tanto interés por caballos y perros. En cualquier caso, el modo en que Gwyneira trataba a los animales estaba muy alejado del frívolo comportamiento femenino. En ese momento rechazaba sonriendo al caballo que intentaba apoyar su expresiva cabeza sobre el hombro de ella. La yegua era claramente más pequeña que el Hunter, sumamente robusta, pero elegante. El cuello arqueado y el lomo corto de la yegua le recordaron los caballos españoles y napolitanos que le habían ofrecido, entre otros, en sus viajes por el continente. Sin embargo, los había encontrado en general, para Kiward Station, demasiado grandes y tal vez también demasiado sensibles. No habría podido exigirles que recorrieran Bridle Path, desde el muelle hasta Christchurch. Sin embargo, ese caballo...

—Tiene usted un caballo muy bonito, milady —observó Gerald Warden—. Acabo de admirar su estilo de salto. ¿Participa también en cacerías con él?

Gwyneira hizo un gesto afirmativo. Al mencionar su yegua los ojos brillaron de igual modo que cuando hablaba de la perra.

—Es Igraine —dijo con naturalidad—. Es un Cob. Los caballos típicos de la región, muy seguro de paso y tan bueno para el tiro como para la carrera. Crecen en libertad en la montaña. —Gwyneira señaló las escabrosas montañas que se elevaban al fondo del pastizal: un entorno salvaje que requería sin duda una naturaleza robusta.

—Pero no es la típica montura para damas, ¿verdad? —dijo Gerald riéndose. Ya había visto cabalgar en Inglaterra a otras jóvenes ladies. La mayoría prefería ligeros purasangre.

—Depende de si la dama sabe montar —replicó Gwyneira—. Y no me puedo quejar... ¡Cleo, apártate de una vez de mis pies! —ordenó a la pequeña perra después de casi tropezar con ella—. ¡Lo has hecho bien, todas las ovejas están ahí! Pero en realidad no ha sido una tarea difícil. —Se volvió hacia Silkham—: ¿Puede reunir Cleo a los carneros, padre? Se aburre.

Pero Lord Silkham quería mostrar primero las ovejas para la cría. Y también Gerald se forzó entonces a contemplar con más detalle los animales. Entretanto, Gwyneira dejó pastar al caballo y rascó suavemente a la perra. Al final, su padre aceptó la sugerencia:

—Está bien, Gwyneira, enséñale el perro al señor Warden. Sólo estás deseando presumir un poco. Venga, Warden, debemos cabalgar un trecho. Los jóvenes carneros están en la colina.

Como Gerald había supuesto, Silkham no hizo ningún movimiento para ayudar a su hija a subir a lomos del caballo. Gwyneira dominaba la difícil tarea de poner primero el pie izquierdo en el estribo y luego colocar elegantemente la pierna derecha sobre el cuerno de la silla de montar, llena de gracia y de naturalidad, mientras la yegua permanecía tan quieta como una estatua. Una vez se hubo acomodado, a Gerald le complacieron sus elevados y elegantes movimientos. Le gustaban la muchacha y el caballo en igual medida, del mismo modo en que le fascinaba la perrita tricolor. Durante el paseo para llegar a los carneros, se enteró de que Gwyneira había adiestrado ella misma a la perra y que había ganado ya distintos concursos de perros guardianes.

—Los pastores ya no me aguantan más —explicó Gwyneira con una sonrisa ingenua—. Y la Asociación de Mujeres ha planteado la pregunta de si es decente en realidad que una chica presente a un perro. Pero ¿qué hay de indecente en ello? Sólo doy alguna vuelta por ahí y de vez en cuando abro y cierro una valla.

Efectivamente, bastaban unos pocos gestos con la mano y una orden susurrada para que el bien adiestrado perro pastor del lord partiera a cumplir su tarea. Al principio, Gerald Warden no vio ninguna oveja en la gran área, cuya cerca había abierto con facilidad Gwyneira desde su silla, en lugar de limitarse a saltar por encima. También entonces demostró su eficacia el caballo más pequeño: a Silkham y Warden les hubiera resultado difícil inclinarse desde sus altos animales.

Cleo y los otros perros necesitaron sólo unos pocos minutos para reunir el rebaño, si bien los jóvenes carneros eran más respondones que las tranquilas ovejas. Algunos se separaron mientras los guiaban o se enfrentaron belicosos a los perros, pero los pastores no se sintieron por ello desconcertados. Cleo movía encantada la cola cuando acudió de nuevo, tras una breve llamada, junto a su ama. Todos los carneros estaban a una distancia relativamente corta. Silkham señaló a Gwyneira dos de ellos, que Cleo separó del resto a una velocidad vertiginosa.

—Había previsto estos dos para usted —explicó Lord Silkham a su visitante—. Los mejores animales con pedigrí, de una casta de primera categoría. También puedo enseñarle después a los padres. En otras circunstancias habrían criado conmigo y habrían obtenido un buen número de premios. Pero así... Pienso que mencionarán mi nombre como criador de ganado en las colonias. Y esto es para mí más importante que la próxima condecoración en Cardiff.

Gerald Warden afirmó pensativo.

—Puede confiar en ello. ¡Hermosos animales! ¡Apenas puedo esperar a ver los descendientes del cruce con mis Cheviot! ¡Aunque deberíamos hablar también de los perros! No es que no tengamos en Nueva Zelanda perros pastores. Pero un animal como esa perra y además un macho que fuera adecuado valen su peso en oro.

Gwyneira, que daba unas caricias de reconocimiento a su perra, oyó el comentario. Al segundo se volvió enfadada y dijo furiosa al neozelandés:

—¡Si quiere comprar mi perra, es mejor que trate conmigo, señor Warden! Pero ya se lo digo ahora: no podrá comprar a Cleo ni por todo su dinero. Sin mí no va a ningún lugar. Tampoco podría darle órdenes, porque no obedece a todo el mundo.

Lord Silkham movió la cabeza con desaprobación.

—Gwyneira, ¿qué modales son ésos? —preguntó con severidad—. Claro que podemos vender un par de perros al señor Warden. No tiene por qué ser tu preferido. —Dirigió la vista a Warden—. De todos modos, le aconsejaría un par de animales jóvenes de la última camada, señor Warden. Cleo no es el único perro con el que ganamos competiciones.

«Pero el mejor», pensó Gerald. Y para Kiward Station lo mejor era justo suficientemente bueno. En los establos y en casa. ¡Si las muchachas de sangre azul fueran tan fáciles de adquirir como los carneros! Cuando los tres regresaban a caballo hacia la casa, Warden ya estaba urdiendo sus planes.

Gwyneira se vistió con sumo cuidado para la cena. Tras el asunto con madame no quería volver a llamar la atención. Su madre le había echado una buena reprimenda. Además ya se sabía de memoria sus sermones: si seguía comportándose de forma tan asilvestrada y pasaba más tiempo en los establos y a lomos del caballo que en sus clases, nunca encontraría un pretendiente. Era innegable que los conocimientos de francés de Gwyneira dejaban que desear. Y eso también se aplicaba a sus habilidades como ama de casa. Con los trabajos manuales de la joven nunca daban la impresión de que fueran a servir para decorar el hogar: de hecho, el párroco permitía incluso que desaparecieran discretamente en los bazares de la iglesia en lugar de ofrecerlos para su venta. Tampoco tenía la muchacha mucho sentido para planificar grandes banquetes y dar respuestas concretas a preguntas de la cocinera tipo: «Salmón o perca.» Gwyneira se limitaba a comer lo que se servía en la mesa; no obstante, sabía qué tenedor y cuchara debía emplear en cada plato, pero todo eso le parecía en el fondo una tontería. ¿Para qué adornar los platos durante horas si en pocos minutos ya se había comido todo? ¡Y luego el asunto de los arreglos florales! Hacía pocos meses que entre las obligaciones de Gwyneira se contaba la decoración con ramos de flores del salón y el comedor. Lamentablemente, su sensibilidad no solía satisfacer las expectativas, por ejemplo cuando recogió flores silvestres y las puso en un jarrón a su gusto. Lo encontraba bonito, pero su madre casi se había desmayado ante tal visión. Aún con mayor motivo cuando descubrió entre las hierbas una araña que había pasado inadvertida. Desde entonces, Gwyneira cortaba las flores bajo la vigilancia del jardinero del jardín de rosas de Silkham Manor y las arreglaba con ayuda de madame. Sin embargo, la joven también había evitado ese día tal fastidiosa tarea. Los Silkham no sólo tenían a Gerald Warden como invitado, sino también a la hermana mayor de Gwyneira, Diana, y su esposo.

Diana amaba las flores y desde su matrimonio se ocupaba casi exclusivamente de cultivar los jardines de rosas más excéntricos y mejor cuidados de toda Inglaterra. En esa ocasión había llevado a su madre una selección de las flores más bonitas e inmediatamente las había distribuido con habilidad en jarrones y en cestas. Gwyneira suspiró. A ella nunca le saldría tan bien. Si para elegir esposa los hombres se dejaban guiar realmente por eso, moriría solterona. No obstante, Gwyneira tenía la sensación de que los adornos florales les resultaban totalmente indiferentes tanto a su padre como a Jeffrey, el esposo de Diana. Tampoco los bordados de Gwyneira habían alegrado hasta el momento la vista de ningún varón; excepto la del poco entusiasmado párroco. ¿Por qué no podía mejor impresionar a los jóvenes caballeros con sus auténticas virtudes? En la caza, por ejemplo, causaba admiración: Gwyneira solía ir en pos del zorro más deprisa y obteniendo mejores resultados que el resto de los cazadores. No obstante, esto atraía tan poco a los hombres como su habilidoso trato con los perros pastores. Aunque los caballeros expresaban su reconocimiento, en su mirada había algo de desaprobación y en los bailes nocturnos bailaban con otras jóvenes. Pero eso también podía estar relacionado con la exigua dote de Gwyneira. La muchacha no se hacía ilusiones: siendo la tercera hija no podía esperar gran cosa. Especialmente porque su hermano vivía a costa del padre. John Henry «estudiaba» en Londres. Gwyneira tan sólo se preguntaba qué disciplina. Mientras todavía vivía en Silkham Manor no había sacado más provecho de las ciencias que su hermana pequeña y las facturas que mandaba desde Londres eran demasiado altas como para que respondieran sólo a la adquisición de libros. El padre pagaba siempre sin rechistar y como mucho murmuraba algo sobre «sentar la cabeza», pero Gwyneira tenía claro que tanto dinero procedía de su dote.

A pesar de estas contrariedades no se preocupaba demasiado por su futuro. Por ahora se sentía bien y en algún momento su dinámica madre también conseguiría un marido para ella. Ya ahora las invitaciones nocturnas de sus padres casi se limitaban a matrimonios conocidos que, por pura casualidad, tenían hijos de la edad adecuada. A veces ya se hacían acompañar por los jóvenes, con más frecuencia aparecían sólo los padres y todavía más frecuentemente acudían sólo las madres a tomar el té. Gwyneira odiaba esto en especial, pues ahí se comprobaban todas las habilidades que se suponían imprescindibles en las muchachas para dirigir una casa de alta posición. Se esperaba que Gwyneira sirviera con elegancia el té; tarea en la cual había, por desgracia, quemado a Lady Bronsworth. Se quedó pasmada cuando su madre precisamente contó durante tal ardua transacción la solemne mentira de que la misma Gwyneira había preparado los pastelillos.

Tras el té se echaba mano del bastidor de bordar, mientras Lady Silkham, para mayor seguridad, pasaba a Gwyneira con disimulo el suyo, donde la obra de arte de petit-point ya estaba casi concluida, y se conversaba sobre el último libro del señor Bulwer-Lytton. Esa lectura era para la joven más bien un somnífero: todavía no había conseguido leer hasta el final ni aunque fuera uno solo de esos ladrillos. De todos modos conocía algunas palabras como «edificante» y «una expresividad sublime» que siempre podía formular en ese contexto. Naturalmente, las señoras hablaban además de las hermanas de Gwyneira y de sus maravillosos maridos, con lo que expresaban urgentemente la esperanza de que pronto también Gwyneira tuviera la suerte de encontrar un partido igual de bueno. La misma joven no sabía si era eso lo que ella deseaba. Encontraba a sus cuñados aburridos y el marido de Diana era casi tan viejo como para ser su padre. Corría la voz de que tal vez ésa fuera la razón por la que el matrimonio todavía no hubiera sido bendecido con hijos, asunto en el que Gwyneira no veía demasiado claro las relaciones. No obstante, también se excluían de la cría las ovejas más viejas... Se rio para sus adentros cuando comparó al gélido marido de Diana, Jeffrey, con el carnero Cesar, que su padre acababa de excluir a su pesar de la cría.

¡Y luego estaba Julius, el marido de Larissa! Si bien procedía de una de las mejores familias de la nobleza era terriblemente incoloro y exangüe. Gwyneira recordaba que su padre había murmurado tras la primera presentación algo de «consanguineidad». Al menos, Julius y Larissa ya tenían un hijo..., con el aspecto de un fantasma. No, ninguno de ellos era como el hombre que soñaba Gwyneira. ¿Sería mejor la oferta en ultramar? Ese Gerald Warden daba una impresión muy vital aunque, naturalmente, era demasiado viejo para ella. Pero al menos sabía de caballos y no se había ofrecido a ayudarla a montar. ¿Podrían montar la mujeres en Nueva Zelanda en sillas de caballero? Gwyneira se sorprendía a veces soñando con las noveluchas del servicio. ¿Cómo sería echar una carrera a caballo con uno de esos apuestos cowboys americanos? ¿Mirarlo con el corazón desbocado en un duelo con pistolas? ¡Y las mujeres de los pioneros también recurrían en el Oeste a las armas! Gwyneira hubiera referido un fuerte rodeado por indios antes que el jardín de rosales de Diana.

En esos momentos se estaba embutiendo por vez primera en un corsé que todavía la ceñía con más fuerza que esa antigualla que llevaba al cabalgar. Odiaba tales torturas, pero cuando miró el espejo se sintió satisfecha con el talle extremamente esbelto. Ninguna de sus hermanas era tan grácil. Y el vestido de seda azul cielo le quedaba de maravilla. Reforzaba el brillo de sus ojos y acentuaba la luminosa cabellera rojiza. Lástima que tuviera que recogérsela. ¡Y qué agotador para la doncella, que ya estaba preparada a su lado con peine y horquillas! El cabello de Gwyneira era ondulado por naturaleza y cuando había humedad en el aire, lo que solía suceder casi siempre en Gales, se encrespaba especialmente y era difícil de dominar. A menudo, Gwyneira debía permanecer sentada sin moverse durante horas hasta que la doncella lo había domado del todo. Y esos momentos de inmovilidad le resultaban más difíciles que otros cualesquiera.

Gwyneira se instaló en la silla de peinar con un suspiro y se preparó para media hora de aburrimiento. Sin embargo, su mirada se posó en el discreto folletín que descansaba junto a los peines y otros instrumentos que había sobre la mesa. En manos del piel roja rezaba el sensacionalista título.

—He pensado que milady desearía un poco de entretenimiento —observó la joven doncella, y sonrió a Gwyneira por el espejo—. ¡Pero es muy terrorífico! Sophie y yo no hemos podido dormir en toda la noche después de habérnoslo leído la una a la otra!

Gwyneira ya había tomado el folletín. Ella no se asustaba tan pronto.

Mientras tanto Gerald Warden se aburría en el salón. Los caballeros estaban tomando una copa antes de comer. Lord Silkham acababa de presentarle a su yerno Jeffrey Riddleworth. Le explicó a Warden que Lord Riddleworth había servido en la colonia de la Corona en la India y que había regresado hacía apenas dos años a Inglaterra en posesión de importantes condecoraciones. Diana Silkham era su segunda esposa, la primera había fallecido en la India. Warden no se atrevió a preguntar de qué, pero con bastante seguridad la dama había muerto a causa de la malaria o de la picadura de una serpiente. Siempre que hubiera dispuesto de mucho más arrojo y ganas de acción que su marido. En todo caso, Riddleworth parecía no haber abandonado los alojamientos del regimiento durante toda su estancia en la colonia. Del país sólo podía contar que, salvo en los refugios ingleses, todo era ruido y suciedad. Consideraba a los nativos sin excepción un hato de desarrapados, en primer lugar a los maharajás, y, en cualquier caso, todo estaba infestado de tigres y serpientes fuera de las ciudades.

—Una vez hasta tuvimos una culebra en nuestro alojamiento —explicó Riddleworth asqueado mientras se retorcía su esmerado bigote—. Naturalmente, de inmediato maté a esa bestia de un disparo, aunque el culi me dijo que no era venenosa. Pero ¿puede uno fiarse de esa gente? ¿Cómo ocurre en su país, Warden? ¿Controla su servicio a esos engendros repugnantes?

Gerald pensó divertido que seguramente los disparos de Riddleworth en el interior de la casa habían causado más desperfectos que los que podría haber originado jamás un auténtico tigre. No creía que el pequeño y bien alimentado coronel fuera capaz de acertar de un tiro a la cabeza de una serpiente. En cualquier caso, era evidente que ese hombre había elegido el país equivocado como esfera de acción.

—El servicio necesita a veces..., hummm..., familiarizarse con las costumbres —respondió Gerald—. Solemos emplear a nativos para quienes el estilo de vida inglés resulta completamente ajeno. Pero no tenemos nada que ver con serpientes y tigres. En toda Nueva Zelanda no hay ninguna serpiente. Y en su origen tampoco había mamíferos. Fueron los misioneros y colonos los que introdujeron en las islas el ganado doméstico, perros y caballos.

—¿No hay animales salvajes? —preguntó Riddleworth frunciendo el entrecejo—. Vamos Warden, no querrá hacernos creer que antes de la colonización aquello estaba como en el cuarto día de la creación.

—Hay pájaros —informó Gerald Warden—. Grandes, pequeños, gordos, delgados, que vuelan y que corren..., ah, sí, y un par de murciélagos. Salvo esto, insectos, claro está, pero tampoco son peligrosos. Si quiere que lo maten en Nueva Zelanda, milord, tiene que esforzarse. A no ser que recurra a ladrones de dos patas con armas de fuego.

—Probablemente también a otros con machetes, dagas y sables, ¿no? —preguntó riendo Riddleworth—. Bien ¡cómo puede alguien desplazarse por propia voluntad a esos lugares vírgenes es para mí una incógnita! Yo me sentí contento de poder abandonar las colonias.

—Nuestros maoríes suelen ser pacíficos —replicó Warden con tranquilidad—. Un pueblo extraño..., fatalista y fácil de contentar. Cantan, bailan, tallan madera y no conocen ningún armamento digno de mención. No, milord, estoy seguro de que antes se hubiera usted aburrido en Nueva Zelanda que asustado.

Riddleworth ya estaba dispuesto a aclarar, airado, que durante su estancia en la India no había tenido, naturalmente, ni una gota de miedo. Sin embargo, la llegada de Gwyneira interrumpió a los caballeros. La muchacha entró en el salón y descubrió desconcertada que su madre y su hermana no estaban entre los presentes.

—¿Llego demasiado pronto? —preguntó Gwyneira en lugar de saludar primero a su cuñado, como era conveniente.

Éste también puso la oportuna cara de ofendido, mientras Gerald Warden apenas si podía apartar la vista de la figura de la joven. La muchacha ya le había parecido antes hermosa, pero ahora, vestida de ceremonia, reconoció que se trataba de una auténtica belleza. La seda azul acentuaba su tez clara y su vigoroso cabello rojizo. El peinado sobrio destacaba el corte noble de su rostro. ¡Y además de todo ello esos labios audaces y los luminosos ojos azules con su expresión despierta, casi provocadora! Gerald estaba arrebatado.

Sin embargo, esa mujer no encajaba ahí. Era incapaz de imaginársela al lado de un hombre como Jeffrey Riddleworth. Gwyneira pertenecía más al tipo de las que se colgaban una serpiente alrededor del cuello y domesticaban a un tigre.

—No, no, eres puntual, hija mía —respondió Lord Terence, consultando el reloj—. Son tu madre y tu hermana quienes se retrasan. Es probable que hayan vuelto a demorarse demasiado tiempo en el jardín...

—¿No estaba usted en el jardín? —preguntó Gerald Warden a Gwyneira. De hecho, antes se la hubiera imaginado a ella al aire libre que a su madre, quien, en el momento de conocerla, le había parecido algo afectada y aburrida.

Gwyneira se encogió de hombros.

—No tengo afición por las rosas —reconoció, aunque con ello volvió a despertar la indignación de Jeffrey y seguramente también la de su padre—. Si fueran verduras o algo que no pinchara...

Gerald Warden rio ignorando las expresiones avinagradas de Silkham y Riddleworth. El barón de la lana encontraba encantadora a la joven. Evidentemente no era la primera a la que sometía a un discreto examen durante el viaje a su antiguo hogar, pero hasta ahora ninguna de las jóvenes ladies inglesas se había comportado de forma tan natural y desenvuelta.

—¡Vaya, vaya, milady! —bromeó con ella—. ¿Me está usted confrontando realmente con los inconvenientes de las rosas inglesas? ¿Acaso se esconden espinas bajo la piel blanca como la leche los cabellos cobrizos?

La expresión de «rosa inglesa», extendida en las islas británicas para referirse al tipo de muchacha de piel blanca y pelirroja, también era conocida en Nueva Zelanda.

En realidad, Gwyneira debería haberse ruborizado, pero sólo sonrió.

—En cualquier caso, resulta más seguro ponerse guantes —observó, y vio con el rabillo del ojo que su madre tomaba aire.

Lady Silkham y su hija mayor, Lady Riddleworth, acababan de llegar y habían oído el breve intercambio de palabras entre Warden y Gwyneira. Ninguna de las dos sabía, al parecer, lo que más tenía que impresionarlas: si la insolencia de Warden o la aguda réplica de Gwyneira.

—Señor Warden, mi hija Diana, Lady Riddleworth. —Lady Silkham decidió al final limitarse a obviar el asunto. Aunque el hombre no tenía buenos modales en sociedad, había prometido a su marido el pago de una pequeña fortuna por un rebaño de ovejas y una camada de perros jóvenes. Esto aseguraría la dote de Gwyneira y daría mano libre a Lady Silkham para casar pronto a la muchacha antes de que se divulgara entre los clientes que tenía una lengua muy suelta.

Diana saludó ceremoniosamente al visitante de ultramar. En la mesa le habían asignado el puesto junto a Gerald Warden, lo que él pronto lamentó. La cena con los Riddleworth fue más que aburrida. Mientras Gerald daba pequeñas entradas y fingía escuchar con atención las explicaciones de Diana sobre el cultivo de rosas y las exposiciones de jardines, seguía observando a Gwyneira. Salvo por su forma de hablar sin tapujos, su comportamiento era impecable. Sabía cómo comportarse en sociedad y conversaba educadamente, aunque era obvio que se aburría con Jeffey, su compañero de mesa. Respondió con sinceridad a las preguntas de su hermana sobre sus progresos en conversación en francés y el estado de la estimada Madame Fabian. Esta última lamentaba profundamente no asistir a la cena por motivos de salud. En caso contrario hubiera tenido el placer de conversar con su anterior y favorita alumna Diana.

Fue al servir el postre cuando Lord Riddleworth volvió a la pregunta anterior. Era evidente que entretanto la conversación en la mesa también lo estaba enervando a él. Diana y su madre habían procedido durante ese tiempo a intercambiarse información sobre conocidos comunes que encontraban «atractivos» y a cuyos «bien educados» hijos tomaban en consideración, a ojos vistas, para una unión con Gwyneira.

—Todavía no nos ha contado cómo fue a parar a ultramar, señor Warden. ¿Fue por encargo de la Corona? ¿Tal vez en el séquito del fabuloso capitán Hobson?

Gerald Warden negó con la cabeza mientras reía y permitió que el sirviente volviera a llenarle la copa de vino. Hasta el momento había sido contenido con ese excelente vino. Se ofrecería después suficiente cantidad del espléndido scotch de Lord Silkham y, por poco que asomara la oportunidad de ejecutar sus planes, necesitaba tener la cabeza despejada. Una copa vacía atraería, por otra parte, la atención. Así que dio su conformidad al sirviente, pero luego tomó su vaso de agua.

—Viajé allí veinte años antes que Hobson —dio como respuesta—. En una época en que todavía la isla era más salvaje que ahora. Especialmente en las estaciones de pesca de la ballena y de caza de focas...

—¡Pero usted es criador de ovejas! —intervino Gwyneira con entusiasmo. ¡Por fin un tema interesante!—. ¿De verdad ha pescado ballenas?

Gerald rio furibundo.

—Que si participé en la captura de ballenas..., milady. Durante tres años embarqué en el Molly Malone...

No quería explicar nada más al respecto, pero ahora Lord Silkham frunció el entrecejo.

—Ah, no me venga con éstas, Warden. ¡Sabe demasiado de ovejas para que yo dé crédito a esas historias de bandidos! ¡Eso no lo habrá aprendido en un buque ballenero!

—Claro que no —respondió Gerald impasible. El halago lo dejó indiferente—. De hecho procedo de los Yorkshire Dales, y mi padre era pastor...

—¡Pero fue en pos de la aventura! —Era Gwyneira. Le brillaban los ojos de emoción—. Dejó la noche y la niebla y abandonó su país y...

Una vez más, Gerald Warden se sintió a un mismo tiempo divertido y cautivado. Sin duda alguna ésta era la muchacha adecuada, incluso si era consentida y sus imaginaciones eran totalmente falsas.

—Antes de nada fui el décimo de once hijos —la corrigió—. Y no quería pasar mi vida cuidando de las ovejas de otras personas. Con trece años, mi padre quería que me pusiera a trabajar a sueldo. Sin embargo, en lugar de eso, me enrolé como grumete. He visto la mitad del mundo. Las costas de África, América, el Cabo..., navegamos hasta el mar del Norte. Y finalmente hacia Nueva Zelanda. Y es lo que más me gustó. Ni tigres ni serpientes... —Guiñó el ojo a Lord Riddleworth—. Un país en gran parte todavía sin explorar y un clima como el de mi hogar. A fin de cuentas uno busca sus raíces.

—¿Y luego pescó ballenas y cazó focas? —preguntó la joven una vez más, incrédula—. ¿No empezó enseguida con las ovejas?

—Las ovejas no se obtienen de la nada, señorita —respondió riendo Gerald Warden—. Como he experimentado de nuevo hoy mismo. ¡Para adquirir las ovejas de su padre uno tiene que haber matado a más de una ballena! Y pese a que la tierra era barata, los jefes de tribu maoríes tampoco la regalaban...

—¿Los maoríes son los nativos? —preguntó curiosa Gwyneira.

Gerald Warden hizo un gesto afirmativo.

—El nombre significa «cazador de moa». Los moas eran unas aves enormes, pero los cazadores eran por lo visto demasiado diligentes. En cualquier caso, esos animales se han extinguido. Los inmigrantes nos llamamos, dicho sea de paso, «kiwis». El kiwi también es un ave. Un animal curioso, cargante y muy vivaz. El kiwi no puede pasar inadvertido. En Nueva Zelanda está por todas partes. Pero no me pregunte ahora a quién se le ocurrió la idea de denominarnos precisamente kiwis.

Una parte de los comensales se echó a reír, sobre todo Lord Silkham y Gwyneira. Lady Silkham y los Riddleworth estaban más bien indignados de compartir mesa con un antiguo pastor y ballenero por mucho que se hubiera convertido, con el tiempo, en un barón de la lana.

Lady Silkham no tardó en levantarse de la mesa y se retiró con sus hijas al salón, con lo que Gwyneira se separó de mala gana del círculo de caballeros. Por fin la conversación había virado hacia un tema más interesante que la monótona sociedad y las increíblemente aburridas rosas de Diana. Anhelaba ahora retirarse a sus estancias, donde le esperaba la mitad todavía sin leer de En manos del piel roja. Los indios acababan de secuestrar a la hija de un oficial de la caballería. Ante Gwyneira todavía quedaban al menos dos tazas de té en compañía de sus parientes femeninas. Suspirando, se abandonó a su destino.

En la sala de caballeros, Lord Terence había ofrecido puros. Gerald Warden también dio en esa ocasión probadas muestras de su conocimiento al escoger la mejor clase de habanos. Lord Riddlerworth tomó uno de la caja al azar. A continuación pasaron una tediosa media hora discutiendo acerca de las decisiones que había tomado la reina en relación a la agricultura británica. Tanto Silkham como Riddleworth lamentaban que la reina se decantara por la industrialización y el comercio exterior en lugar de fortalecer la economía tradicional. Gerald Warden se manifestó sólo con vaguedad al respecto. En primer lugar no tenía muchos conocimientos y en segundo, le resultaba bastante indiferente. El neozelandés volvió a animarse cuando Riddleworth lanzó una mirada triste al ajedrez, que esperaba preparado en una mesa auxiliar.

—Lástima que hoy no podamos volver a nuestra partida, pero es obvio que no queremos aburrir a nuestro invitado —observó el lord.

Gerald Warden entendió los matices. Si él fuera un auténtico caballero, intentaba comunicarle Riddleworth, se retiraría a sus aposentos en ese momento alegando algún pretexto. Pero Gerald no era un gentleman. Ya había representado suficiente tiempo ese papel; así que pausadamente debían ir al asunto.

—¿Por qué no nos aventuramos en lugar de eso a un pequeño juego de cartas? —sugirió con una sonrisa ingenua—. Seguro que también se juega al blackjack en los salones de las colonias ¿no es así, Riddleworth? ¿O prefiere usted otro juego? ¿Póquer?

Riddleworth lo miró horrorizado.

—¡Se lo ruego! Blackjack..., póquer..., eso se juega en los tabernuchos de las ciudades portuarias, pero no entre caballeros.

—Bien, a mí no me importaría jugar una partida —respondió Silkham. No parecía ponerse del lado de Warden por cortesía; sino que, de hecho, miraba con apetencia hacia la mesa de cartas—. Solía jugar con frecuencia durante mi período militar, pero aquí no se encuentra ningún círculo social en el que no se hable de forma profesional sobre ovejas y caballos. ¡En pie, Jeffrey! Puedes ser el primero en repartir. Y no seas tacaño. Sé que tienes un salario generoso. ¡A ver si recupero algo de la dote de Diana!

El lord habló sin rodeos. Durante la cena había hecho honores al vino y a continuación no había tardado en beberse el primer scotch. En esos momentos indicó ansioso a los otros hombres que tomaran asiento. Gerald se sentó satisfecho, Riddleworth todavía enojado. De mala gana tomó las cartas y las barajó con torpeza.

Gerald puso su copa a un lado. Debía mantenerse completamente despierto. Advirtió complacido que el achispado Lord Terence enseguida abría con una apuesta realmente alta. Gerald permitió de buen grado que ganara. Media hora más tarde descansaba una pequeña fortuna en monedas y billetes delante de Lord Terence y Jeffrey Riddleworth. El último había perdido algo la reticencia, aunque todavía no mostraba entusiasmo por el juego. Silkham se servía alegremente whisky.

—¡No gaste usted el dinero de mis ovejas! —advirtió a Gerald—. Acaba de perder otra camada de perros.

Gerald Warden rio.

—Quien no arriesga, no gana —contestó, subiendo de nuevo la apuesta—. ¿Qué pasa, Riddleworth, continúa?

El coronel tampoco estaba sobrio, pero era desconfiado por naturaleza. Gerald Warden sabía que tarde o temprano tenía que desembarazarse de él, a ser posible sin perder demasiado dinero. Cuando Riddleworth apostó una vez más su ganancia sólo a una carta, Gerald cerró.

—¡Blackjack, amigo mío! —casi se lamentó, mientras dejaba el segundo as sobre la mesa—. ¡A ver si se me acaba la mala racha! ¡Otra más! ¡Venga Riddleworth, recoja su dinero duplicado!

Riddleworth se levantó disgustado.

—No, yo lo dejo. Ya tendría que haberlo hecho antes. Ya se sabe: lo que el agua trae, el agua lo lleva. No pienso darle más cancha. Y tú también deberías dejarlo, padre. Así conservarás al menos un pequeño beneficio.

—Hablas como mi mujer —observó Silkham, y su voz ya sonaba vacilante—. ¿Y qué significa eso de pequeño beneficio? Antes no he continuado. ¡Todavía tengo todo mi dinero! ¡Y me acompaña la fortuna! Hoy es, desde luego, mi día de suerte, ¿no es así, Warden? ¡Hoy estoy realmente de suerte!

—Entonces te deseo que sigas disfrutando —respondió Riddleworth con tono agrio.

Gerald Warden respiró aliviado cuando salió de la habitación. Ahora tenía vía libre.

—¡Entonces duplique sus ganancias, Silkham! —animó al lord—. ¿A cuánto ascienden ahora? ¿Quince mil en total? Maldita sea, ¡hasta ahora me ha birlado más de diez mil libras! Si duplica, obtendrá sin dificultad otra vez el precio de sus ovejas!

—Pero..., si pierdo, me quedaré sin nada —dijo pensativo el lord.

Gerald Warden se encogió de hombros.

—Es el riesgo. Pero podemos seguir con cantidades pequeñas. Mire, le doy una carta y yo cojo otra. Mira cuál es y yo destapo la mía..., y usted decide. Si no desea apostar, no pasa nada. ¡Pero yo también puedo negarme una vez haya visto mi carta! —Warden sonrió.

Silkham recibió la carta dubitativo. ¿Acaso no contravenía las reglas esta posibilidad? Un gentleman no debía buscar escapatorias ni temer el riesgo. Casi con disimulo, lanzó, sin embargo, una mirada a la carta.

¡Un diez! Exceptuando el as, no podía ser mejor.

Gerald, que era banca, destapó su carta. Una dama. Valía tres puntos. Un comienzo realmente menos prometedor. El neozelandés frunció el entrecejo y pareció dudar.

—Al parecer mi buena suerte brilla por su ausencia —suspiró—. ¿Cómo lo tiene usted? ¿Seguimos o lo dejamos?

De repente, Silkham estaba extremadamente ansioso por seguir jugando.

—¡Pido otra carta! —declaró.

Gerald Warden miró su dama con resignación. Pareció luchar consigo mismo, pero repartió otra carta.

El ocho de picas. En total eran dieciocho puntos. ¿Sería suficiente? Silkham empezó a sudar. Pero si ahora cogía otra carta, corría el riesgo de pasarse. Farol. El lord intentaba mantener un rostro inexpresivo.

—Me planto —dijo conciso.

Gerald descubrió otra carta. Un ocho. Hasta el momento eran once puntos. El neozelandés volvió a coger las cartas.

Silkham esperaba con toda su alma que cogiera el as. Gerald se habría pasado entonces. Pero sus posibilidades tampoco eran malas. Sólo un ocho o un diez podían salvar al barón de la lana.

Gerald cogió carta: otra reina.

Expulsó aire con fuerza.

—Si ahora pudiera ser vidente... —suspiró—. Da igual, no puede usted tener menos de quince, no puedo imaginármelo. ¡Voy a arriesgarme!

Silkham tembló cuando Gerald cogió la última carta. El riesgo de pasarse era enorme. Pero cayó el cuatro de corazones.

—Diecinueve —contó Gerald—. Y me planto. ¡Las cartas sobre la mesa, milord!

Sikham descubrió resignado su mano. Un punto por debajo. ¡Había estado tan cerca!

Gerald Warden pareció opinar lo mismo.

—¡Por un pelo, milord, por un pelo! Esto clama por una revancha. Sé que estoy loco, pero no podemos dejar esto así. ¡Otra partida más!

Silkham sacudió la cabeza.

—No tengo más dinero. No eran sólo las ganancias, sino toda la apuesta. Si sigo perdiendo, me meteré en un serio problema. No se hable más, lo dejo.

—¡Pero se lo ruego, milord! —Gerald barajó las cartas—. ¡Cuanto mayor es el riesgo, más divertido es el juego!, y la apuesta..., espere, ¡juguemos con las ovejas! ¡Sí, las ovejas que me quiere vender! Incluso si va mal, no pierde nada. Pues si yo ahora no me hubiera recuperado para comprar las ovejas tampoco habría tenido usted el dinero. —Gerald Warden mostró una sonrisa triunfal y dejó que las cartas se deslizaran con agilidad por sus manos.

Lord Silkham vació su vaso y se dispuso a levantarse. Se tambaleó un poco, pero las palabras todavía surgieron nítidas de sus labios:

—¡Podría sucederle, Warden! ¿Veinte de las mejores ovejas de cría de esta isla por unos pocos trucos de cartas? No, lo dejo. Ya he perdido demasiado. Entre ustedes, en tierras salvajes, estos juegos tal vez sean muy corrientes, pero aquí mantenemos la cabeza fría.

Gerald Warden alzó la botella de whisky y se sirvió de nuevo.

—Lo tenía por más valiente —se lamentó—. O mejor dicho, por más emprendedor. Pero tal vez eso sea típico de nosotros los kiwis: en Nueva Zelanda sólo vale el hombre que se atreve a algo.

Lord Silkham frunció el entrecejo.

—A los Silkham no les puede reprochar cobardía. Siempre hemos luchado valientemente, hemos servido a la Corona y... —Era evidente que al lord le costaba mantenerse en pie al mismo tiempo que encontrar las palabras adecuadas. Se dejó caer de nuevo en su butaca. Sin embargo, todavía no estaba borracho. Por el momento aún podía plantarle cara a ese buscavidas.

Gerald Warden rio.

—También nosotros servimos a la Corona en Nueva Zelanda. La colonia se está convirtiendo en un factor económico de importancia. A la larga, devolveremos a Inglaterra todo lo que la Corona ha invertido en nosotros. En eso, la reina es más valiente que usted, milord. Juega su juego y gana. ¡Vamos, Silkham! ¡No irá a dejarlo ahora! ¡Un par de cartas buenas y duplica el precio de las ovejas!

Con estas palabras, arrojó a la mesa dos cartas boca abajo delante de Silkham. Ni el mismo lord supo por qué las cogió. El riesgo era demasiado grande, pero el beneficio tentador. Si realmente ganaba, la dote de Gwyneira no sólo estaría garantizada, sino que sería lo suficientemente elevada para satisfacer a las mejores familias de la región. Mientras tomaba las cartas con lentitud, vio a su hija en el papel de baronesa..., quién sabe, tal vez incluso de dama de la corte de la reina.

Un diez. Buena carta. Si la otra sólo..., el corazón de Silkham latía con fuerza cuando después del diez de diamantes, destapó el diez de picas... Veinte puntos. Imbatible.

Miró a Gerald con aire triunfal.

Gerald Warden levantó la primera carta del montón. As de picas. Silkham gimió. Pero eso no significaba nada. La próxima carta podía ser un dos o un tres y entonces había grandes posibilidades de que Warden se pasara.

—Todavía puede abandonar —dijo Gerald.

Silkham rio.

—Oh, no, amigo mío, no es así como hemos apostado. ¡Haga ahora su juego! ¡Un Silkham cumple con su palabra!

Gerald tomó con parsimonia otra carta.

De repente Silkham deseó haber barajado él mismo. Por otra parte..., había estado observando a Gerald mientras lo hacía y no había ocurrido nada erróneo. Pasara lo que pasase en ese momento no podía reprochar a Warden que lo hubiera engañado.

Gerald Warden destapó la carta.

—Lo siento, milord.

Silkham contempló como hipnotizado el diez de corazones que yacía frente a él sobre la mesa. El as contaba por once, el diez completaba el veintiuno.

—Entonces sólo me queda darle la enhorabuena —dijo el lord ceremoniosamente. En su vaso todavía había whisky y lo terminó de un trago. Cuando Gerald iba a servirle de nuevo, puso la mano sobre el vaso.

»Ya he tomado demasiado, gracias. Es hora de que deje... de beber y de jugar antes de que mi hija pierda toda la dote y también mi hijo se quede sin nada. —La voz de Silkham sonó velada. Intentó levantarse de nuevo.

—Me lo imaginaba... —observó Gerald en un tono distendido y se llenó al menos su vaso—. La muchacha es la más joven, ¿no es cierto?

Silkham asintió con amargura.

—Sí. Y antes ya he casado a otras dos hijas mayores. ¿Tiene idea de lo que cuesta eso? Esta última boda me arruinará. Sobre todo ahora que he perdido la mitad de mi capital.

El lord quería marcharse, pero Gerald sacudió la cabeza y levantó la botella de whisky. La tentación dorada cayó pausadamente en el vaso de Silkham.

—No, milord —dijo Gerald—, no podemos dejar esto así. No era mi intención arruinarlo o dejar sin dote a la pequeña Gwyneira. Arriesguémonos con una última partida. Pongo en juego otra vez las ovejas. Si usted gana esta vez, todo quedará como estaba.

Silkham rio sarcástico.

—¿Y qué me apuesto yo? ¿El resto de mis ovejas? ¡Olvídese!

—Y... ¿Qué tal la mano de su hija?

Gerald Warden habló serena y tranquilamente, pero Silkham se sobresaltó como si Warden lo hubiera abofeteado.

—¡Se ha vuelto usted loco! ¿No puede pedir en serio la mano de Gwyneira? Esa muchacha podría ser su hija.

—Justo eso es lo que desearía de todo corazón. —Gerald intentó poner tanta franqueza y calidez en su voz y en su mirada como le era posible—. Mi petición no es, claro está, para mí, sino para mi hijo Lucas. Tiene veintidós años, es mi único heredero, bien educado, de buena apariencia y diestro. Puedo imaginarme a Gwyneira perfectamente a su lado.

—¡Pero yo no! —replicó Silkham con rudeza, tropezó y buscó apoyo en su butaca—. Gwyneira pertenece a la alta nobleza. ¡Podría casarse con un barón!

Gerald Warden rio.

—¿Casi sin dote? Y no se engañe usted, he visto a la muchacha. No es exactamente aquello por lo que la madre de un baronet perdería la cabeza.

Lord Silkham montó en cólera.

—¡Gwyneira es una belleza!

—Cierto —lo tranquilizó Gerald—. Y no me cabe duda de que es el honor de toda cacería del zorro. ¿Pero se desenvolvería tan bien en un palacio? Es una joven indómita, milord. Le costará el doble de dinero casar a esta muchacha.

—¡Se lo exijo! —protestó Silkham.

—Se lo exijo yo a usted. —Gerald Warden levantó las cartas—. Vamos, esta vez baraja usted.

Silkham cogió su vaso. Los pensamientos bullían en su mente. Todo esto iba en contra de las buenas costumbres. No podía apostarse a su hija jugando a cartas. Ese Warden había perdido el juicio. Por otra parte..., tal trato no podía ser válido. Las deudas del juego eran deudas de honor, pero la joven no era una apuesta admisible. Si Gwyneira decía que no, nadie podía forzarla a subirse en un barco rumbo a ultramar. Y no había que llegar tan lejos. Esta vez ganaría. Su suerte tenía que cambiar de una vez.

Silkham barajó las cartas, no concienzudamente como antes, sino con rapidez, como con prisa, como si quisiera dejar a sus espaldas ese juego degradante.

Lanzó una carta a Gerald casi con rabia. Agarró el resto de la baraja entre sus temblorosas manos.

El neozelandés destapó su mano sin mostrar emoción. As de corazones.

—Esto es... —Silkham no dijo más. En lugar de eso se sirvió. Diez de picas. No estaba mal. El lord intentó repartir con tranquilidad, pero la mano le temblaba tanto que la carta cayó a la mesa delante de Gerald antes de que el neozelandés pudiera cogerla.

De momento, Gerald Warden ni siquiera intentó tapar la carta. Impasible colocó la sota de corazones junto al as.

—Blackjack —anunció serenamente—. ¿Cumplirá usted su palabra, milord?

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3

Helen sentía algo más que un ligero latir en el corazón cuando se presentó en el despacho del párroco de la comunidad de St. Clement. Sin embargo, no era la primera vez que estaba ahí, y de hecho solía sentirse muy a gusto en ese lugar que tanto se parecía al despacho de su padre. El reverendo Thorne era, además, un viejo amigo del fallecido reverendo Davenport. Un año antes le había proporcionado a Helen el empleo en el hogar de los Greenwood e incluso había albergado en su casa familiar a los hermanos de ésta algunas semanas antes de que, primero Simon y luego John, encontraran una habitación en la asociación de estudiantes. Los jóvenes se habían mudado encantados, pero Helen no se había mostrado muy entusiasmada con ello. Mientras que Thorne y su esposa no sólo alojaban a sus hermanos sin cobrarles, sino que también los vigilaban un poco, el alojamiento en la asociación costaba dinero y facilitaba a los estudiantes cierta diversión no necesariamente provechosa para su progreso en los estudios.

Helen se había quejado con frecuencia de ello al reverendo. La joven pasaba casi todas sus tardes libres en casa de los Thorne.

Pero en la visita de ese día no esperaba sosegarse mientras tomaba el té con el clérigo y su familia ni que de su despacho surgiera el alegre y sonoro «Entra con Dios» con el que el reverendo solía dar la bienvenida a sus feligreses. Una vez que Helen por fin hubo hecho de tripas corazón y golpeó la puerta, desde el despachó sonó, en cambio, una voz femenina acostumbrada al mando. En las dependencias del reverendo se encontraba esa tarde Lady Juliana Brennan, esposa de un segundo teniente retirado del equipo de William Hobson, antes miembro fundador de la comunidad anglicana de Christchurch y desde hacía poco un nuevo pilar de la sociedad londinense. La dama había respondido al escrito de Helen y acordado con ella esa cita en el despacho de la comunidad. Quería a toda costa examinar ella primero a las mujeres «respetables, versadas en las tareas domésticas y la educación infantil» que se habían presentado a su anuncio antes de allanarles el camino hacia los «miembros de buena reputación y de posición acomodada» de la colonia de Christchurch. Por fortuna era tolerante en el examen. Helen sólo disponía de una tarde libre cada dos semanas y de mala gana habría pedido permiso para una ausencia extra a la señora Greenwood. Lady Brennan, sin embargo, enseguida estuvo de acuerdo, cuando Helen le propuso la tarde del viernes para ese encuentro.

Llamó en ese momento a la joven y observó con satisfacción que Helen, ya al entrar, se inclinaba respetuosamente.

—Deje esas cosas, jovencita, no soy la reina —señaló, sin embargo, con frialdad, haciendo enrojecer a Helen.

Y aun así, ésta se percató de las similitudes entre la severa reina Victoria y la también regordeta y vestida de negro Lady Brennan. Ambas parecían sonreír sólo en situaciones excepcionales y tomarse la vida en general como un fardo divino, sobre todo, en la que era evidente que se había de sufrir. Helen se esforzó por manifestarse igual de rígida e inexpresiva. Había comprobado ya en el espejo si, durante el trayecto por las calles londinenses, a merced del viento y la lluvia, se había desprendido aunque fuera una diminuta mecha de su cabello recogido en un moño. De todos modos, la mayor parte del severo peinado estaba cubierta por un sombrero modesto, azul oscuro, que apenas la había protegido de la lluvia y en esos momentos estaba empapado. Al menos había podido dejar el abrigo, igualmente mojado, en el vestíbulo. Llevaba debajo una falda de paño azul y una blusa clara y almidonada con esmero. Helen quería a toda costa causar una buena, y en la media de lo posible distinguida, impresión. Lady Brennan no debía tomarla en ningún caso por una frívola aventurera.

—¿Así que quiere emigrar? —preguntó la dama sin más preámbulos—. La hija de un párroco, con una buena colocación, según veo. ¿Qué es lo que la seduce en ultramar?

Helen meditó con cuidado la contestación.

—No me atrae la aventura —contestó—. Estoy contenta en mi puesto de trabajo y mis patrones me tratan bien. Pero cada día veo la felicidad que reina en su familia y ansío de corazón hallarme yo también un día en el centro de tal preciada compañía.

Esperaba que la señora no considerase exageradas sus palabras. La misma Helen casi podría haberse echado a reír cuando había preparado esta respuesta. A fin de cuentas, los Greenwood no eran precisamente un ejemplo de armonía y lo último que ansiaba Helen era un retoño como William.

Sin embargo, Lady Brennan no pareció impresionada por la respuesta de Helen.

—¿Y no ve aquí en su lugar de nacimiento ninguna posibilidad para ello? —preguntó—. ¿Cree que no va a encontrar a ningún esposo que satisfaga sus pretensiones?

—No sé si mis pretensiones son demasiado grandes —contestó Helen con prudencia. De hecho tenía previsto plantear después algunas preguntas sobre los «miembros de buena reputación y posición acomodada» de la comunidad de Christchurch—. Pero mi dote es sin lugar a dudas reducida. No puedo ahorrar mucho, milady. Hasta ahora he tenido que ayudar a mis hermanos en sus estudios y no me queda nada. Y ya tengo veintisiete años. No me queda mucho tiempo para encontrar esposo.

—¿Y sus hermanos ya no precisan de su ayuda? —quiso saber Lady Brennan. Era obvio que suponía que Helen quería zafarse de las obligaciones familiares emigrando. No estaba equivocada. Helen estaba sumamente harta de financiar a sus hermanos.

—A mis hermanos ya les falta poco para acabar los estudios —afirmó. No era mentira: si Simon volvía a suspender sería expulsado de la universidad y John no se hallaba en mejor situación—. Pero no veo ninguna posibilidad de que después me paguen ellos la dote. Ni un profesor de Derecho ni un médico asistente ganan mucho dinero.

Lady Brennan hizo un gesto afirmativo.

—¿No echará luego en falta a su familia? —inquirió adusta.

—Mi familia estará compuesta por mi marido y, ¡Dios lo quiera!, por nuestros hijos —respondió con firmeza—. Quiero estar junto a mi esposo cuando construya su casa, en el extranjero. Allí no tendré tiempo de añorar mi antiguo hogar.

—Parece firmemente decidida —observó la mujer.

—Espero que Dios me guíe en mi camino —contestó Helen con humildad, inclinando la cabeza. Las preguntas sobre los hombres deberían esperar. ¡Lo principal era que ese dragón con puntillas negras la siguiera ayudando! Y si los caballeros de Christchurch eran examinados con tanto detalle como las mujeres de ahí, nada podría salir mal en realidad. Al menos Lady Brennan se mostraba ahora más abierta. Reveló incluso un poco sobre la comunidad de Christchurch:

—Una colonia floreciente, fundada por colonos selectos, elegidos por la Iglesia de Inglaterra. En breve, la ciudad será obispado. Se planea construir una catedral, así como una universidad. No echará nada en falta, hija mía. Incluso las calles llevan nombres de obispados ingleses.

—Y el río que recorre la ciudad se llama Avon, como la ciudad natal de Shakespeare —añadió Helen. Los últimos días había estado buscando todos los libros accesibles relacionados con Nueva Zelanda, lo que incluso había atraído la cólera de la señora Greenwood: William se había aburrido como una ostra en la Biblioteca de Londres cuando Helen explicó a los niños cómo desenvolverse en esa enorme institución. George debía de haber entendido que la razón para visitar la biblioteca sólo era un pretexto, pero no había traicionado a Helen y el día anterior incluso se había ofrecido para devolver en su tiempo libre los libros que Helen había tomado prestados.

—Exacto —convino satisfecha Lady Brennan—. Debe contemplar algún día el Avon en las tardes de verano, hija mía, cuando la gente está en la orilla y observa las regatas de remos. Uno se siente entonces como en la buena y vieja Inglaterra.

Tales explicaciones tranquilizaron a Helen. Aunque estaba firmemente decidida a emprender la aventura, ello no significaba que en ella bullera un auténtico espíritu de pionera. Deseaba una casa acogedora y urbana y un círculo de amistades cultivadas, algo más pequeño y menos lujoso que el hogar de los Greenwood, pero no obstante familiar. Tal vez el «hombre de posición acomodada» fuera un funcionario de la Corona o un pequeño comerciante. Helen estaba dispuesta a darle una oportunidad.

Pese a todo, cuando abandonó el despacho con la carta y la dirección de un tal Howard O’Keefe, agricultor de Haldon, Canterbury, Christchurch, se sentía un poco insegura. Nunca había vivido en el campo; sus experiencias se limitaban a unas vacaciones con los Greenwood en Cornwall. Habían visitado allí a una familia amiga y todo había trascurrido de forma sumamente civilizada. Sin embargo, en la casa de campo del señor Mortimer nadie había mencionado la palabra «granja» y el señor Mortimer tampoco se había calificado de «agricultor», sino..., gentlemanfarmer, recordó Helen por fin, tras lo cual se sintió mejor. En efecto, de este modo se había denominado a sí mismo el conocido de los Greenwood. Y lo mismo se ajustaría seguramente a Howard O’Keefe. Helen no podía en absoluto imaginarse a un sencillo granjero como un miembro bien situado de la mejor sociedad de Christchurch.

Helen habría preferido leer la carta a O’Keefe ahí mismo, pero se esforzó por apaciguarse. En ningún caso debía abrir el sobre ya en el vestíbulo del reverendo y en la calle se habría mojado. Así que llevó a casa la carta sin abrir y se limitó a alegrarse de la hermosa y clara caligrafía del sobre. ¡No, así no podía escribir un granjero sin educación! Helen meditó brevemente sobre si debía permitirse una calesa para volver a casa de los Greenwood, pero al final se dijo que ya no valía la pena. Iba a hacerse tarde y sólo tendría tiempo para desprenderse del sombrero y el abrigo antes de que se sirviera la cena. Con la preciosa carta en el bolsillo, llegó deprisa a la mesa e intentó evitar la mirada curiosa de George. ¡El muchacho no era tonto! Seguro que sospechaba dónde había pasado Helen la tarde. La señora Greenwood, por el contrario, seguro que no se figuraba nada, y no preguntó cuando Helen le informó de su visita al párroco.

—Ah, sí, yo también tengo que ver al reverendo la semana que viene —dijo la señora Greenwood distraída—. A propósito de las huérfanas para Christchurch. Nuestro comité ha seleccionado seis niñas, pero el reverendo cree que la mitad de ellas es demasiado joven para que las enviemos solas a hacer el viaje. No es que tenga nada contra el reverendo, ¡pero a veces es poco realista! No calcula simplemente lo que cuestan aquí las niñas, mientras que ahí podrían ganarse la vida...

Helen no hizo comentarios a la intervención de la señora Greenwood y tampoco el señor Greenwood parecía ese día estar de humor para peleas. Posiblemente disfrutaba del ambiente amable que reinaba en la mesa, atribuible con toda certeza al hecho de que William estaba muy cansado. Puesto que se habían suspendido las clases y el aya había pretextado otros menesteres, se había encomendado a la sirvienta más joven que jugara con él en el jardín. La dinámica jovencita lo había agotado jugando a pelota, pero al final había sido benévola, dejándole ganar. En esos momentos estaba, por lo tanto, tranquilo y contento.

También Helen puso el cansancio como excusa para escaquearse de las conversaciones posteriores a la comida. Normalmente, en general por cortesía, pasaba media hora más con los Greenwood frente a la chimenea trabajando en sus labores de bordado, mientas la señora Greenwood informaba acerca de sus interminables reuniones del comité. Ese día, se retiró enseguida y ya en el camino de su habitación sacó la carta del bolsillo. Por fin tomó solemnemente asiento en su mecedora, el único mueble de la casa paterna que se había llevado a Londres, y desplegó la carta.

En cuanto leyó las primeras palabras, se conmovió.

 

Muy estimada lady:

Apenas si oso dirigirle la palabra, tan inconcebible me resulta que yo pueda despertar su atención. El modo que he elegido para ello es seguramente poco convencional, pero vivo en un país todavía joven en el que, aunque tenemos en alta consideración las viejas costumbres, debemos encontrar nuevas e inauditas soluciones cuando algún problema nos encoge el corazón. En mi caso se trata de una profundamente sentida soledad y un ansia que no me permite conciliar el sueño. Si bien resido en una casa confortable, ésta carece de la calidez que sólo una mano femenina puede crear. El paisaje que me rodea es de una belleza y extensión infinitas, pero a tal esplendor parece faltarle el núcleo que lleve luz y amor a mi vida. Dicho en pocas palabras: sueño con una persona que quiera compartir la existencia conmigo, que participe en mis logros en la construcción de mi granja, pero que también esté dispuesta a ayudarme, a soportar los contratiempos. Sí, ansío a una mujer que esté dispuesta a unir su destino con el mío. ¿Acaso es usted esa mujer? Ruego a Dios que me conceda una mujer amorosa cuyo corazón pueda ablandar estas palabras. No obstante, usted deseará que le proporcione algo más que una vaga idea de mis pensamientos y deseos. Pues bien, me llamo Howard O’Keefe y, como el nombre ya le indica, tengo raíces irlandesas. Pero son muy lejanas. Apenas si puedo contar todavía los años que vago lejos de mi hogar natal por un mundo a veces hostil. Querida mía, ya no soy un adolescente inexperimentado. He vivido y sufrido mucho. Pero ahora he encontrado en las llanuras de Canterbury, en las estribaciones de los Alpes neozelandeses, un hogar. Mi granja es pequeña, pero la cría de ovejas tiene futuro en este país y estoy seguro de que soy capaz de alimentar a una familia. Deseo que la mujer que esté a mi lado sea experimentada y cariñosa, diestra en los asuntos domésticos y dispuesta a criar a nuestros hijos de acuerdo con los principios cristianos. La apoyaré en tales menesteres de buena fe y con toda la convicción de un amante esposo.

¿Podría darse la posibilidad quizá, respetada lectora, de que usted compartiera una parte de tales deseos y ansias? Si es así, ¡escríbame! Beberé sus palabras como agua en el desierto. Ya por la buena voluntad de haber leído mis palabras tiene usted para siempre un lugar en mi corazón.

Su más devoto afecto,

 

Howard O’Keefe

 

Al concluir la lectura, Helen tenía lágrimas en los ojos. ¡Qué maravillosamente escribía ese hombre! ¡Con qué precisión expresaba lo que a Helen tantas veces le preocupaba! También a ella le faltaba ese punto central en la vida. También ella ansiaba sentirse, en algún lugar, realmente en casa, poseer una familia propia y un hogar que no estuviera administrando para otros, sino al que dar por sí misma cara y forma. Bueno, no es que hubiera pensado exactamente en una granja, más bien en una casa de ciudad. Sin embargo, siempre había que contraer pequeños compromisos, sobre todo cuando alguien se embarcaba en tal aventura. Y en la casa de campo de los Mortimer se había sentido a gusto. Incluso había sido agradable que por las mañanas la señora Mortimer apareciera riendo en el salón con un cestito de huevos frescos y un colorido ramo de flores del jardín en la mano. Helen, que solía levantarse temprano, había ayudado a la señora Mortimer a vestir la mesa y había disfrutado de la mantequilla fresca y la cremosa leche de las vacas de los mismos Mortimer. También el señor Mortimer le había causado una buena impresión cuando regresaba de su paseo matinal por los prados, fresco y hambriento por el aire frío, tostado por el sol. Así de dinámico y atractivo se imaginaba Helen a su Howard. ¡Su Howard! ¡Cómo sonaba! ¡Cómo lo percibía! Helen casi se puso a bailar por su diminuta habitación. ¿Podría llevarse la mecedora a su nuevo hogar? Qué emocionante sería contar a sus hijos ese momento en que las palabras de su padre llegaron a Helen por vez primera y ya la conmovieron en su interior...

 

Muy estimado señor O’Keefe,

Hoy he leído su carta con gran alegría y afecto. También yo he emprendido el camino hacia nuestro conocimiento de forma vacilante, pero en Dios está saber por qué une a dos personas cuyos mundos están separados. Con la lectura de su carta, los kilómetros que nos separan parecen, sin embargo, fundirse cada vez más deprisa. ¿Es posible que en nuestros sueños ya nos hayamos encontrado una y otra vez? ¿O son quizá las experiencias y las ansias comunes las que nos acercan el uno al otro? Yo tampoco soy ya una muchacha joven, la muerte de mi madre me obligó temprano a adquirir responsabilidades. Ésta es la razón por la que esté versada en la administración de una casa grande. He criado a mis hermanos y estoy actualmente empleada como institutriz en una casa señorial de Londres. Esto me ocupa muchas horas del día, pero en las nocturnas siento, no obstante, el vacío de mi corazón. Vivo en una casa activa de una ciudad ruidosa y poblada, pero a pesar de todo me sentía condenada a la soledad hasta que me sorprendió su llamada hacia ultramar. Todavía me siento insegura acerca de si debo atreverme a seguirle. Todavía desearía saber más sobre el país y su granja, pero sobre todo acerca de usted, Howard O’Keefe. Me sentiría dichosa de poder proseguir nuestra correspondencia. Ojalá tenga usted también la sensación de haber hallado un alma cercana. Ojalá sienta usted también, al leer mis palabras, un asomo de esa calidez y seguridad que deseo dar... a un amante esposo y, si Dios lo quiere, a un tropel de espléndidos hijos en su joven y nuevo país.

De momento así lo espero de corazón.

Suya,

 

Helen Davenport

 

Helen había depositado la carta en correos justo al día siguiente y, a pesar suyo, su corazón latía con mayor fuerza los días después, cada vez que veía el buzón frente a la vivienda. Apenas si lograba esperar a concluir la clase matinal y precipitarse en el salón, donde el ama de llaves dejaba cada mañana el correo para la familia y también para Helen.

—No tiene que angustiarse tanto, todavía no puede haber respondido —observó George una mañana, tres semanas después, cuando Helen, de nuevo con el rostro encendido y gesto nervioso cerró los libros en cuanto divisó al cartero por la ventana del estudio—. Un barco tarda tres meses en llegar a Nueva Zelanda. Para el transporte del correo esto significa: tres meses de ida y tres meses de vuelta. En caso de que el destinatario conteste al instante y el barco zarpe de regreso inmediatamente. Ya ve, puede pasar medio año antes de que reciba noticias de él.

¿Seis meses? Helen podría haberlo calculado ella misma; pero ahora estaba impresionada. ¿A la vista de esos plazos, cuánto tiempo pasaría hasta que el señor O’Keefe y ella llegaran a un acuerdo? ¿Y cómo sabía George...?

—¿Cómo se te ocurre lo de Nueva Zelanda, George? ¿Y quién es «él»? —preguntó con severidad—. ¡A veces eres un impertinente! Voy a ponerte un castigo que te mantendrá suficientemente ocupado.

George rio travieso.

—¡Quizás es que leo sus pensamientos! —respondió con insolencia—. Al menos lo intento. Pero alguno se me escapa. ¡Oh, me gustaría saber quién es «él»! ¿Un oficial de Su Majestad en la división de Wellington? ¿O un barón de la lana en la isla Sur? Lo mejor sería un comerciante de Christchurch o Dunedin. Entonces mi padre no la perdería de vista y yo siempre sabría cómo le va. Pero, naturalmente, no debería ser curioso, en absoluto en asuntos tan románticos. Así que deme ya el trabajo de castigo. Lo empezaré con humildad y además blandiré el látigo para que William siga escribiendo. Así tendrá tiempo para salir y echar un vistazo al buzón.

Helen se había puesto roja como un tomate. Pero debía conservar la calma.

—Tu fantasía es excesiva —observó—. Sólo estoy esperando una carta de Liverpool. Una tía se ha puesto enferma.

George sonrió con ironía.

—Dígale que se mejore de mi parte —le dijo muy educadamente.

En efecto, la respuesta de O’Keefe se hizo esperar casi seis meses después del encuentro con Lady Brennan y Helen ya estaba a punto de abandonar sus esperanzas. En su lugar, le llegó una nota del reverendo Thorne. Le pedía que acudiera al té el próximo viernes que tuviera libre. Tenía, le comunicó, asuntos importantes que discutir con ella.

Helen no se esperaba nada bueno. Probablemente se tratara de John o Simon. ¡A saber qué habrían vuelto a hacer! Era posible que la paciencia del decano hubiera llegado realmente a su límite. Helen se preguntaba qué sería de sus hermanos en caso de que realmente los expulsaran de la universidad. Ninguno de los dos había realizado jamás trabajos físicos. Así que lo único que cabía considerar era un puesto como empleado de un despacho, si bien, al principio, como ayudantes. Y ambos lo considerarían, con toda certeza, por debajo de su dignidad. Helen deseaba estar ya lejos. ¿Por qué no escribía ese Howard de una vez? ¡Y por qué eran los barcos tan lentos si había vapores y uno ya no tenía que estar a merced de que los vientos fueran favorables!

El reverendo y su esposa acogieron a Helen con el mismo afecto de siempre. Era un precioso y cálido día de primavera y la señora Thorne había dispuesto la mesa del té en el jardín. Helen respiró profundamente el perfume de las flores y disfrutó del silencio. Aunque el jardín de los Greenwood era más espléndido y silencioso que el diminuto jardín del reverendo, allí no tenía ni un minuto de tranquilidad.

Con los Thorne, por el contrario, uno podía permanecer en silencio. Los tres disfrutaron tranquilamente de sus tés, de las rebanadas de pan con pepino en vinagre de la señora Thorne y de los pastelillos que ella misma había preparado. Luego, no obstante, el reverendo se dispuso a entrar en materia.

—Helen, quiero hablar con toda franqueza. Espero que no se lo tome a mal. Por supuesto todo lo que aquí sucede se mantiene en la confidencialidad, sobre todo las conversaciones entre Lady Brennan y las jóvenes... visitas. Pero Linda y yo sabemos, por supuesto, de qué se trata. Y deberíamos haber estado ciegos para que su visita a Lady Brennan nos hubiera pasado inadvertida.

El rostro de Helen iba pasando del rojo al blanco. Así que el reverendo quería discutir sobre eso. Seguramente era de la opinión que deshonraba la memoria de su padre abandonando a su familia y renunciando a su actual existencia para embarcarse en una aventura con un desconocido.

—Yo...

—Helen, no somos los guardianes de su conciencia —aclaró con afabilidad la señora Thorne, descansando apaciguadora la mano sobre el brazo de la joven—. Incluso puedo comprender muy bien lo que lleva a una muchacha a dar este paso y, de ninguna manera, desestimamos el compromiso de Lady Brennan. El reverendo no habría puesto entonces el despacho a su disposición.

Helen se tranquilizó un poco. ¿No iban a echarle un sermón? ¿Pero entonces qué querían de ella los Thorne?

El reverendo retomó la palabra casi a disgusto.

—Sé que la siguiente pregunta es vergonzosamente indiscreta y apenas si me atrevo a plantearla. Pero, Helen, ¿ha..., esto..., resultado ya algo de su solicitud con Lady Brennan?

Helen se mordió los labios. ¿Por qué, Dios mío, quería saberlo el reverendo? ¿Acaso conocía algo acerca de Howard O’Keefe que ella debiera saber? ¿Se había dejado engañar, Dios no lo quisiera, por un embaucador? ¡Jamás se repondría de tal deshonra!

—He contestado a una carta —respondió tensa—. Salvo esto no ha pasado nada más.

El reverendo calculó con brevedad el tiempo transcurrido entre el anuncio y la fecha actual.

—Claro que no, Helen, sería imposible. Por una parte, habría tenido que darse algo más que vientos favorables durante la travesía. Por otra, el joven debería prácticamente haber estado esperando el barco en el muelle y haber entregado de inmediato su carta al siguiente capitán. El correo va mucho más despacio, hágame caso. Mantengo de forma periódica un intercambio epistolar con un hermano de Dunedin.

—Pero..., pero si lo sabe, ¿qué es lo que desea? —consiguió decir Helen—. En caso de que realmente surja algo entre el señor O’Keefe y yo, pasará un año y más. Primero...

—Habíamos pensado en agilizar un poco el asunto quizás —intervino la señora Thorne, a ojos vistas la mitad más pragmática de la pareja, yendo al quid de la cuestión—. Lo que el reverendo quería preguntarle en realidad es... ¿Le llegó al corazón la carta de ese señor O’Keefe? ¿Podría usted realmente imaginarse emprendiendo un viaje así por ese hombre y rompiendo con todos sus vínculos?

Helen se encogió de hombros.

—La carta era maravillosa —reconoció sin poder evitar que una sonrisa se esbozara en sus labios—. Vuelvo a leerla todas las noches. Y sí, puedo imaginarme comenzando una nueva vida en ultramar. Es mi única oportunidad de formar una familia. Y espero vivamente que Dios me guíe en mi camino..., que fuera él quien me permitió leer ese anuncio..., quien me permitió recibir esa carta y ninguna otra más.

La señora Thorne asintió.

—Tal vez Dios dirija las cosas en su beneficio —dijo con ternura—. Mi marido quiere hacerle una sugerencia.

Cuando abandonó la casa de los Thorne una hora después y se encaminó hacia la de los Greenwood, Helen no sabía si debía bailar de alegría o encogerse de miedo ante su propio valor. En el fondo de su interior bullía de emoción, pues algo era seguro: ya no podría dar marcha atrás. En ocho semanas aproximadamente su barco zarparía rumbo a Nueva Zelanda.

Helen todavía recordaba literalmente la explicación del reverendo Thorne:

—Se trata de las niñas huérfanas que la señora Greenwood y su comité quieren enviar a toda costa a ultramar. Todavía no son adolescentes: la mayor tiene trece años y la más joven sólo once. Las niñas ya se mueren de miedo cuando piensan en encontrar una colocación aquí en Londres. ¡Y ahora las envían a Nueva Zelanda, con gente totalmente extraña! Además, los niños no tienen nada mejor que hacer en el orfanato que tomarles el pelo. Hablan todo el día de naufragios y piratas que secuestran a niñas. La pequeña está del todo convencida de que acabará en el estómago de unos caníbales y la mayor fantasea con la idea de que podrían venderla a un sultán de Oriente para que fuera su amante.

Helen rio, pero los Thorne permanecieron serios.

—También nosotros lo encontramos divertido, pero las niñas se lo creen —dijo con un suspiro la señora Thorne—. Dejando aparte que la travesía no está exenta de peligros. La ruta hacia Nueva Zelanda siempre está cubierta sólo por veleros, pues es un trayecto demasiado largo para los vapores. Así pues, dependen de que el viento sea favorable y pueden producirse motines, incendios, epidemias...

»Entiendo muy bien que las niñas tengan miedo. Cuanto más cercana está la fecha del viaje, más histéricas se ponen. La mayor ya ha pedido que le den la extremaunción antes de partir. Como es natural, las damas del comité no saben nada de esto. No saben lo que provocan en las niñas. Yo, por el contrario, sí lo sé, y es un carga para mi conciencia.

El reverendo manifestó su acuerdo.

—Y no menos para la mía. Por esta razón les he dado un ultimátum a las damas. El orfanato pertenece de hecho a la comunidad, lo que significa que soy el director nominal. Las damas precisan pues de mi conformidad para enviar a las niñas. Y mi conformidad depende de que envíen con las huérfanas a una persona que se cuide de ellas. Ahí es donde interviene usted, Helen. He propuesto a las damas que una de las muchachas que desean contraer matrimonio y que también han solicitado Christchurch viaje con los gastos pagados por la comunidad. Como contrapartida, la muchacha en cuestión asumirá el cuidado de las pequeñas. Ya se ha recibido el donativo para ello, el importe está pues garantizado.

La señora Thorne y el reverendo aguardaron con interés la aprobación de Helen. Ésta pensó en que el señor Greenwood ya había tenido semanas atrás una idea similar y se preguntó quién era el donante. Pero a fin de cuentas era lo mismo quien fuera. ¡Había otras cuestiones que le parecían mucho más impostergables!

—¿Y yo sería esa cuidadora? —preguntó indecisa—. Pero yo..., como les he dicho, todavía no sé nada del señor O’Keefe...

—Lo mismo les sucede a las otras solicitantes, Helen —observó la señora Thorne—. Además son todas muy jóvenes, apenas mayores que sus pequeños alumnos. Como mucho, sólo una, que supuestamente trabaja como niñera, tiene experiencia con niños. ¡Con lo que me pregunto qué buena familia empleará como niñera a una joven que no ha cumplido los veinte años! Algunas de esas muchachas, además, me parecen de..., bueno, más bien de dudosa reputación. Lady Brennan tampoco se ha decidido del todo respecto a si debe dar su bendición a todas las solicitantes. Usted, por el contrario, es una persona estable. No tengo el menor inconveniente en confiarle las niñas. Y el riesgo es limitado. Incluso si no se llega a un acuerdo de matrimonio, una mujer joven con sus cualificaciones enseguida encontrará colocación.

—Al comienzo se alojará con mi colaborador —explicó el reverendo Thorne—. Estoy seguro de que puede proporcionarle una colocación en una buena familia en caso de que el señor O’Keefe no resulte ser el..., bien, el esposo que parece ser. Es usted quien debe tomar la decisión, Helen. ¿Desea de verdad abandonar Inglaterra, o la idea de emigrar era sólo una fantasía? Si da ahora su conformidad, zarpará el 18 de julio a bordo del Dublin desde Londres hasta Christchurch. Si se niega..., esta conversación no habrá tenido lugar.

Helen respiró hondo.

—Sí —dijo.

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4

Gwyneira no reaccionó a la inaudita petición de mano de Gerald Warden ni la mitad de horrorizada que su padre se temía. Después de que madre y hermana respondieran con ataques de histeria a la mera insinuación de casar a la muchacha en Nueva Zelanda (si bien no parecían estar del todo decididas sobre qué destino era peor, si la desventajosa alianza con el burgués Lucas Warden o el destierro en tierras salvajes), Lord Silkham también había contado con las lágrimas y lamentos de Gwyneira. La muchacha pareció además divertida, cuando Lord Terence le contó el asunto con el funesto juego de cartas.

—¡Naturalmente, no tienes que ir —lo suavizó enseguida—. Algo así va contra todas las buenas costumbres. Pero he prometido al señor Warden que al menos consideraría su propuesta...

—¡Ya, ya, padre! —le reprochó Gwyneira, amenazándolo con un dedo mientras se reía—. ¡Las deudas de juego son deudas de honor! De ésta no te libras tan fácilmente. Al menos deberías ofrecerle mi equivalente en oro..., o unas cuantas ovejas más. Tal vez lo prefiera. ¡Inténtalo!

—¡Gwyneira, tienes que tomártelo en serio! —la amonestó su padre—. Ya se entiende que he intentado disuadir al hombre...

—¿De verdad? —preguntó curiosa Gwyneira—. ¿Cuánto le has ofrecido?

A Lord Terence le rechinaron los dientes. Sabía que era una costumbre odiosa, pero Gwyneira siempre lo desesperaba.

—Naturalmente, no he ofrecido nada en absoluto. He apelado al entendimiento y sentido del honor de Warden. Pero tales atributos no parecen estar demasiado anclados en él... —Silkham se volvió a ojos vistas.

—¡Entonces quieres casarme, sin el menor escrúpulo, con el hijo de un jugador! —determinó divertida Gwyneira—. Pero en serio, padre, ¿según tu opinión, qué debo hacer? ¿Rechazar la proposición de matrimonio? ¿O aceptarla de mala gana? ¿Debo ser arrogante o humilde? ¿Llorar o gritar? ¡Tal vez podría huir! Ésta sería, sin la menor duda, la solución más digna. Si desaparezco en la noche y envuelta en la niebla, ¡te habrás librado del asunto! —Los ojos de Gwyneira brillaban al imaginar una aventura así. Incluso hubiera preferido dejarse raptar a escaparse sola...

Silkham apretó los puños.

—¡Yo tampoco lo sé, Gwyneira! Por supuesto me resultaría penoso que rechazaras la proposición. Pero también me parece igual de penoso que te sientas obligada a aceptar. Y nunca me perdonaría que fueras desdichada allí. Por eso te pido..., bueno, tal vez podrías..., cómo decirlo, ¿estudiar con benevolencia la proposición?

Gwyneira hizo un gesto de resignación.

—De acuerdo. Entonces estudiémosla. Pero para ello deberíamos ir a buscar a mi posible suegro, ¿no? Y quizá también a madre... O mejor no, sus nervios no lo soportarían. Se lo diremos a madre después. Entonces, ¿dónde está el señor Warden?

Gerald Warden había estado esperando en una habitación contigua. Encontraba entretenidos los acontecimientos que ese día se desarrollaban en casa de Silkham. Lady Sarah y Lady Diana ya habían pedido seis veces sus frasquitos de sales; además se quejaban de forma alternativa de tener los nervios alterados y de sentir debilidad. Las doncellas apenas salían de su estado de excitación. En esos momentos, Lady Silkham descansaba en su salón con una bolsa de hielo sobre la frente, mientras en la habitación de los invitados Lady Riddleworth imploraba a su marido que hiciera algo, como retar a Warden, para salvar a Gwyneira. Como era comprensible, el coronel se sentía poco inclinado a ello. Se limitó a castigar al neozelandés con su desprecio. Salvo esto, no pareció desear nada con mayor intensidad que abandonar la casa de sus suegros cuanto antes.

La misma Gwyneira se tomó el asunto con manifiesta tranquilidad. Aunque Silkham no se había atrevido a convocar a Warden justo después de la conversación con ella, habría sido inevitable oír un arranque temperamental de la apasionada muchacha. Cuando convocaron a Warden a la sala de caballeros, encontró también a Gwyneira sin lágrimas y con las mejillas encendidas. Era justo lo que había esperado. Su proposición le había resultado sorprendente, pero con toda seguridad tampoco era reacia a ella. Ansiosa, dirigió sus fascinantes ojos azules al hombre que de forma tan inusual había pedido su mano.

—¿Tiene quizás algún retrato o algo similar? —Gwyneira no se anduvo con rodeos y fue directa al grano. Warden la encontró tan encantadora como el día anterior. Su sencilla falda azul acentuaba su esbelta figura y la blusa con volantes la hacía parecer mayor, pero esta vez no se había esforzado por recoger su espléndida melena roja. La doncella había enlazado detrás de la cabeza dos mechones con una cinta azul para que el cabello no cayera sobre el rostro de su señora. El resto descendía ondulado y suelto cubriendo gran parte de la espalda.

—¿Un retrato? —preguntó Gerald Warden desconcertado—. Bueno... Planos... Debo de tener un dibujo, mientras discutía sobre algunos detalles de la casa con un arquitecto inglés...

Gwyneira rio. No pareció nada impresionada ni tampoco asustada.

—¡No de su casa, señor Warden! ¡De su hijo! De..., hummm, Lucas. ¿No tiene un daguerrotipo o una fotografía.

Gerald Warden hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Lo siento, milady. Pero Lucas le gustará. Mi fallecida esposa era una belleza y todos dicen que Lucas tiene su misma cara. Y es alto, más alto que yo, pero de complexión más delgada. Tiene los cabellos de un rubio ceniza, ojos grises... ¡y está muy bien educado, Lady Gwyneira! Me ha costado una fortuna, un profesor privado de Inglaterra tras otro... A veces pienso que yo, que nosotros..., exageramos un poco. Lucas es..., bueno, la gente está, en cualquier caso, encantada con él. Y Kiward Station también le gustará, Gwyneira. La casa está concebida según el modelo inglés. No se trata de una cabaña de madera normal, no, es una casa señorial, construida con arenisca gris. ¡Lo más exquisito! Y los muebles los hice llevar de Londres, de las mejores carpinterías. Confié en un decorador para la elección, para no cometer ningún error. No echará nada en falta, milady. Es cierto que el personal no está tan bien adiestrado como las doncellas de aquí, pero nuestros maoríes son serviciales y se dejan instruir. Si lo desea, podemos plantar un jardín de rosas...

Se detuvo cuando Gwyneira hizo una mueca. El jardín de rosas más bien parecía horrorizarla.

—¿Podré llevarme a Cleo? —preguntó la joven. La perrita había permanecido sin moverse debajo de la mesa, pero levantó la cabeza cuando oyó su nombre. Con la mirada interrogante típica de un collie que Gerald ya conocía, alzó la vista hacia Gwyneira.

—¿Y a Igraine también?

Gerald Warden reflexionó unos segundos antes de recordar que Gwyneira hablaba de su yegua.

—Gwyneira, ¡el caballo no! —se entremetió Lord Silkham furioso—. ¡Te comportas como una niña! ¡Se trata de tu futuro y tú sólo te preocupas de tus juguetes!

—¿Tratas a mis animales como si fueran juguetes? —replicó visiblemente enojada por la observación de su padre—. ¿Un perro pastor que gana todos los concursos y el mejor caballo de cacería de Powys?

Gerald Warden aprovechó la oportunidad.

—Milady, puede usted llevarse todo lo que desee —la sosegó, poniéndose así de su parte—. La yegua será una joya para mis establos. Además debería pensar en adquirir un semental adecuado. Y la perra..., bien, usted recordará que ayer mostré interés en ella.

Gwyneira todavía estaba irritada, pero consiguió dominarse e incluso bromear.

—Esto es lo que escondía —observó con una risa pícara, pero con la mirada fría—. La proposición de matrimonio tenía sólo este objeto, quitarle a mi padre el perro pastor galardonado con premios. Lo entiendo. Pero estudiaré su proposición con benevolencia. A lo mejor yo le resulto más preciada que él. Al menos usted, señor Warden, parece diferenciar un caballo de carreras de un juguete. Permítame ahora por favor que me retire. Discúlpame tú también, padre. Debo meditar sobre todo esto. Nos vemos a la hora del té, creo.

Gwyneira salió corriendo, todavía llena de una rabia incierta pero ardiente. Sus ojos también se llenaron entonces de lágrimas, aunque no permitiría que nadie las viera. Como siempre, cuando estaba furiosa y tramaba vengarse, despedía a su doncella, se acurrucaba en el rincón más apartado de su cama con dosel y corría las cortinas. Cleo se cercioraba de que los sirvientes realmente habían desaparecido. Una vez hecho esto se colaba por una rendija y luego se acurrucaba contra su ama para consolarla.

—En cualquier caso, ahora ya sabemos lo que opina mi padre de nosotros —señaló Gwyneira, acariciando el suave pelaje de Cleo—. Tú eres un juguete y yo, una apuesta en el blackjack.

Antes, cuando su padre le había explicado lo de la apuesta, no le había parecido tan mal. En realidad había encontrado divertido que también su progenitor por una vez se pasara de la raya, y quizás esa petición de matrimonio no era demasiado seria. Por otra parte, a Lord Silkham tampoco le hubiera ido bien que Gwyneira se negara simplemente a tomar nota de la proposición de Warden. Dejando aparte que su padre se había jugado sin más su futuro, a fin de cuentas Warden había ganado las ovejas, con o sin Gwyneira. Y el beneficio de las ovejas ¡era su dote! Pero Gwyneira no hubiera insistido en casarse. Por el contrario, en realidad le gustaba Silkham Manor y le hubiera encantado asumir la dirección de la granja un día. Sin duda alguna, lo habría hecho mejor que su hermano, a quien del campo sólo le interesaban la caza y las carreras point to point. Siendo niña, Gwyneira había visto con optimismo tal futuro: quería vivir en la granja con su hermano para ocuparse de todo, mientras John Henry se entregaba a las diversiones. Entonces, los dos niños lo habían considerado una buena idea.

—¡Yo seré jinete de carreras! —había declarado John Henry—. ¡Y criaré caballos!

—¡Y yo me encargaré de las ovejas y los ponis! —comunicó Gwyneira a su padre.

Mientras los hijos fueron pequeños, Lord Silkham se había reído de eso y había llamado a su hija «mi pequeña administradora». Pero cuanto mayores fueron haciéndose los niños, con más respeto hablaban de Gwyneira los trabajadores de la granja, más a menudo vencía Cleo a los perros pastores de John Henry en las competiciones y menos le agradaba a Silkham ver a su hija en los establos.

¡Y había dicho que para él su trabajo allí era un juego! Furiosa, Gwyneira estrujó la almohada. Pero luego empezó a cavilar. ¿Había querido decir eso Lord Silkham? ¿No era más bien que consideraba a Gwyneira como una rival para su hermano y la herencia? ¿Un escándalo como mínimo y una traba en su iniciación como futuro propietario? Si ése era el caso, ¡no cabía duda de que no tenía ningún futuro en Silkham Manor! Con o sin dote, a más tardar antes de que su hermano saliera el año próximo de la universidad, su padre la casaría. De todos modos, su madre presionaba; estaba impaciente por desterrar a su indómita hija de una vez por todas delante de una chimenea junto al bastidor de bordar.

Y respecto a su situación financiera, Gwyneira no podía ser exigente. Con toda certeza no iban a encontrar a ningún joven lord con una propiedad comparable a Silkham Manor. Podría darse por satisfecha si un hombre como el coronel Riddleworth se interesaba por ella. Y era probable que acabara incluso en una casa en la ciudad a través del matrimonio con un segundo o tercer hijo de una familia noble que se abría paso a duras penas en Cardiff como médico o abogado. Gwyneira pensó en reuniones diarias para tomar el té, en reuniones con el comité de obras benéficas..., y se estremeció.

¡Pero también estaba la proposición de matrimonio de Gerald Warden!

Hasta el momento sólo había considerado el viaje hacia Nueva Zelanda como una fantasía. Muy emocionante, pero del todo imposible. Sólo la idea de unirse a un hombre del lado opuesto de la Tierra (un hombre al que su padre había descrito en no más de veinte palabras) le parecía un despropósito. Pero en esos momentos pensó seriamente en Kiward Station. Una granja de la que sería el ama, una mujer pionera como las de los folletines. Seguro que Warden exageraba en la descripción del salón y del esplendor de la casa señorial. A fin de cuentas quería causar una buena impresión en sus padres. Probablemente la explotación de la granja todavía estaba en ciernes. Tenía que ser así, porque si no Warden no hubiera necesitado comprar las ovejas. Gwyneira trabajaría codo con codo junto a su marido. Podría ayudarlo a reunir las ovejas y plantar un huerto donde crecieran auténticas hortalizas en lugar de esas aburridas rosas. Ya se veía sudando detrás de un arado del que tiraba un fuerte Cob Hengst por encima de una tierra todavía sin roturar.

Y Lucas..., bueno, al menos era joven y se suponía que de buen aspecto. No podía pedir más. En un matrimonio en Inglaterra, el amor tampoco hubiera desempeñado ningún papel.

—¿Qué piensas de Nueva Zelanda? —preguntó a su perra, haciéndole cosquillas en la tripa. Cleo la miró extasiada y le dedicó una sonrisa de collie.

Gwyneira sonrió a su vez.

—¡Pues bien! ¡Aprobado por unanimidad! —sonrió para sus adentros—. Esto significa... que tenemos que consultar también con Igraine. Pero ¿qué te apuestas a que dirá que sí cuando le contemos lo del semental?

La elección del ajuar de Gwyneira constituyó una lucha larga y tenaz entre la joven y Lady Silkham. Una vez que ésta se hubo repuesto de los numerosos desmayos que siguieron a la decisión de Gwyneira, se ocupó de los preparativos con su acostumbrado fervor. Durante la tarea se lamentó sin fin y con exceso de palabras de que esta vez el acontecimiento no tuviera lugar en Silkham Manor, sino en algún sitio «en tierras salvajes». Las vivas descripciones de Gerald Warden de su casa señorial en las llanuras de Canterbury produjeron, al menos en ella, más admiración que en su hija. Además, para su alivio, Gerald participó activamente en todas las cuestiones referentes al ajuar.

—¡Es obvio que su hija necesita un espléndido traje de novia! —aseguró, por ejemplo, después de que Gwyneira hubiera rechazado, ya sólo de palabra, un vestido de volantes blanco con una cola kilométrica de ensueño—, pues deberá ir a caballo a la boda y tanta pompa sería simplemente un fastidio.

»Celebraremos el acto o en la iglesia de Christchurch o, lo que yo personalmente preferiría, en el marco de una ceremonia doméstica en mi granja. En el primer caso, la ceremonia sería como tal, más solemne, claro está; pero para la recepción posterior será complicado alquilar los espacios adecuados y el personal adiestrado. En este sentido, espero poder convencer al reverendo Baldwin para que se desplace a Kiward Station. Allí podré hacer los honores a los invitados en una atmósfera más elegante. Invitados ilustres, se entiende. Asistirá el teniente gobernador, representantes destacados de la Corona, el colectivo de comerciantes..., la mejor sociedad de Canterbury al completo. Ésta es la razón por la que el vestido de Gwyneira nunca será lo suficientemente costoso. ¡Estarás preciosa, hija mía!

Gerald dio a Gwyneira unos suaves golpecitos en el hombro y se retiró para ir a hablar con Lord Silkham acerca del envío de caballos y ovejas. Ambos hombres habían acordado con igual satisfacción no volver a mencionar el funesto juego de cartas. Lord Silkham enviaba a ultramar el rebaño de ovejas y los perros como dote de Gwyneira, mientras que Lady Silkham presentaba el compromiso matrimonial con Lucas Warden como un enlace sumamente conveniente con una de las familias más antiguas de Nueva Zelanda. Y de hecho era cierto: los abuelos maternos de Lucas habían pertenecido a los primeros colonos de la isla Sur. Si se cuchicheó al respecto en los salones, las habladurías no llegaron por lo menos a oídos ni de la dama ni de sus hijas.

A Gwyneira le hubiera resultado indiferente. Se arrastraba de mala gana, de todos modos, a las muchas reuniones para tomar el té, en las que sus supuestas «amigas» celebraban con hipocresía su «emocionante» emigración para después poner por las nubes a sus futuros esposos en Powys o en la ciudad. En cuanto no había visitas, la madre de Gwyn insistía en que hiciera las pruebas de los vestidos y que permaneciera después durante horas haciendo de maniquí para la costurera. Lady Silkham mandó tomar medidas para los vestidos de la ceremonia y de la tarde, se ocupó de adquirir elegante ropa de viaje y apenas si podía creer que Gwyneira fuera a necesitar los primeros meses en Nueva Zelanda vestidos ligeros de verano antes que ropa de invierno. Sin embargo, al otro lado del globo terráqueo, en el otro hemisferio, como Gerald no se cansaba de asegurarle, las estaciones del año estaban invertidas.

En cualquier caso, siempre tenía que mediar cuando un nuevo conflicto por «otro vestido de tarde o un tercer vestido de montar» se agravaba.

—¡No puede ser —se alteraba Gwyneira— que en Nueva Zelanda me inviten a tantas reuniones para el té como en Cardiff! Usted ha dicho que es una tierra nueva, señor Warden. En parte sin explotar. ¡Allí no necesitaré vestidos de seda!

Gerald Warden sonreía a ambas adversarias.

—Miss Gwyneira, en Kiward Station encontrará los mismos círculos sociales que aquí, no se preocupe —respondió, aunque sabía, por supuesto, que era Lady Silkham quien se preocupaba por ello—. Sin embargo, las distancias son mucho más grandes. El vecino más próximo con quien nos relacionamos vive a sesenta y cinco kilómetros de distancia. No se hacen visitas para el té de la tarde. Además, la construcción de carreteras todavía está en pañales. Por esa razón preferimos el caballo al carro para visitar a los vecinos. No obstante, esto no significa que nuestros contactos sociales sean menos civilizados. Más bien tiene que prepararse para visitas de varios días y no visitas cortas, y para ello, es obvio, necesita la indumentaria adecuada.

»Además, ya he reservado nuestro billete para el barco. Viajaremos el 18 de julio a bordo del Dublin desde Londres hasta Christchurch. Se acondicionará una parte de los espacios destinados a las cargas para los animales. ¿Quiere acompañarme esta tarde a ver el semental dando un paseo a caballo? Creo que en los últimos días no ha salido del vestidor.

Madame Fabian, la institutriz francesa de Gwyneira, se preocupaba sobre todo por el estado de emergencia cultural de las colonias. Lamentaba en todas las lenguas disponibles que Gwyneira no pudiera proseguir su formación musical, aunque tocar el piano fuera la única actividad reconocida en sociedad para la que la muchacha mostraba al menos una pizca de talento. También en este tema, Gerald podía atemperar los ánimos: claro que había un piano en su casa. Su fallecida mujer era una intérprete excelente y había enseñado a su hijo el arte de tocar el piano. Según decían, Lucas era un pianista notable.

Sorprendentemente fue asimismo Madame Fabian, más que cualquier otra persona, quien obtuvo más información del neozelandés sobre el futuro esposo de Gwyneira. La profesora, una amante del arte, se limitó a plantear las preguntas correctas: siempre que se trataba de conciertos, libros, teatro y galerías de arte de Christchurch se mencionaba el nombre de Lucas. Al parecer, el prometido de Gwyneira era sumamente cultivado y dotado para el arte. Pintaba, componía y mantenía una amplia relación epistolar con científicos británicos, en la que se trataba sobre todo de seguir investigando el extraordinario mundo animal de Nueva Zelanda. Gwyneira esperaba poder compartir este interés, si bien el resto de las inclinaciones de Lucas descritas casi le resultaba un poco raro. Del heredero de una granja de ovejas en ultramar ella había esperado, de hecho, menos actividades artísticas. Con toda certeza, los cowboys de los folletines no habían tocado un piano en su vida. Pero tal vez Gerald Warden también exageraba en eso. No cabía duda de que el barón de la lana intentaba mostrar el mejor aspecto de su granja y su familia. ¡La realidad sería más cruda y emocionante! En cualquier caso, Gwyneira olvidó sus partituras cuando al final llegó el momento de embalar su ajuar en arcones y cajas.

Para sorpresa de todos, la señora Greenwood reaccionó con toda tranquilidad ante la noticia de Helen. En efecto, George debía de todos modos ir a la universidad, por lo que no necesitaba ninguna profesora particular, y William...

«En lo que respecta a William, tal vez buscaré después alguna ayuda algo más permisiva —pensó la señora Greenwood—. Todavía es muy infantil y esto hay que tenerlo en consideración.»

Helen se contuvo y le dio dócilmente la razón, mientras ya estaba pensando en sus nuevas alumnas a bordo del Dublin. La señora Greenwood le había permitido en un acto de generosidad prolongar la salida de la misa del domingo para que fuera a la escuela dominical a conocer a las niñas. Tal como esperaba, estaban pálidas, desnutridas y asustadas. Todas llevaban batas de color gris, limpias pero muy remendadas, bajo las cuales ni siquiera la mayor, Dorothy, mostraba todavía ninguna forma femenina. La niña ya tenía trece años y había pasado diez de su corta vida con su madre en el hospicio. Muy al principio, la madre de Dorothy había estado empleada en algún lugar, pero la niña ya no recordaba nada más. Se acordaba todavía de que en algún momento su madre había caído enferma y al final había muerto. Desde entonces vivía en el orfanato. Antes del viaje a Nueva Zelanda estaba muerta de miedo, pero, por otra parte, también estaba preparada para hacer todo lo imaginablemente posible para contentar a sus futuros señores. Dorothy había empezado a aprender a leer y escribir en el orfanato, pero se esforzaba mucho para recuperar el retraso que llevaba. Helen decidió en silencio seguir con su aprendizaje en el barco. Enseguida sintió simpatía por esa niña delicada y de cabello oscuro que seguramente se convertiría en una belleza al crecer, cuando la alimentaran bien y cuando por fin ya no hubiera razón para que se doblegase ante todo el mundo con la espalda inclinada y como un perrito apaleado. Daphne, la segunda de las mayores, era más vivaz. Daphne se las había arreglado sola por las calles y no cabía duda de que había sido antes cuestión de suerte que no de inocencia que al final no la cogieran en compañía de algún ladrón y la encontraran enferma y agotada debajo de un puente. En el orfanato la trataban con severidad. La profesora parecía considerar su cabello, de un rojo vivo, un signo infalible de gusto, de avidez por la vida, y la castigaba siempre que mostraba una expresión pícara. Daphne era la única de las seis niñas que se había presentado voluntaria para que la enviaran a ultramar. Éste no era en absoluto el caso de Laurie y Mary, hermanas gemelas procedentes de Chelsea y no mayores de diez años. No eran las más inteligentes, pero cuando hubieron comprendido lo que se pretendía de ellas reaccionaron bien y de forma casi complaciente. Laurie y Mary se creían todo lo que los niños malos del orfanato les habían contado sobre los terribles peligros del viaje por mar y apenas podían dar crédito al hecho de que Helen emprendiera el viaje sin grandes reparos. Elizabeth, por el contrario, una niña soñadora, de doce años y con una larga melena rubia, encontraba romántico encaminarse al encuentro de un esposo desconocido.

—¡Oh, Miss Helen, será como un cuento! —susurró. Elizabeth ceceaba un poco y eso la convertía en continuo objeto de burla, así que sólo en raras ocasiones alzaba la voz—. ¡Un príncipe que la está esperando! ¡Seguro que se consume y sueña cada noche con usted!

Helen rio e intentó liberarse del abrazo de su alumna más joven, Rosemary. Se suponía que Rosie tenía once años, pero Helen calculó que esa niña totalmente amedrentada no debía tener más de nueve. No podía explicarse quién había tenido la idea de que esa criatura trastornada iba a ganarse de algún modo la vida por sí misma. Hasta entonces, Rosemary se había mantenido pegada a Dorothy. Sin embargo, en el momento en que se presentó un adulto amable, cambió sin transición a Helen. Ésta encontraba tranquilizador sentir la manita de Rosie en la suya, pero sabía que no debía fomentar la dependencia de la pequeña: los niños ya estaban adjudicados a señores de Christchurch y por ello no podía en absoluto alimentar en Rosie las esperanzas de que podría quedarse con ella después del viaje.

Además, el propio destino de Helen también era totalmente incierto. Todavía seguía sin saber nada de Howard O’Keefe.

No obstante, Helen preparó una especie de dote. Invirtió sus pocos ahorros en dos vestidos nuevos y en prendas interiores y adquirió ropa de cama y de mesa para su nuevo hogar. Por una modesta cantidad también podía llevarse su querida mecedora y Helen pasó horas embalándola con primor. Con objeto de luchar contra su nerviosismo, emprendió pronto los preparativos del viaje y, básicamente, ya estaba lista cuatro semanas antes de comenzar la travesía. Sólo retrasó casi hasta el final la desagradable tarea de comunicar la partida a su familia. No obstante, en algún momento ya no se demoró más. La reacción fue la esperada: la hermana de Helen se mostró sorprendida y los hermanos enfadados. Si Helen ya no estaba dispuesta a pagar su mantenimiento, tendrían que volver a refugiarse en casa del reverendo Thorne. Helen pensaba que eso sería beneficioso para ambos y así se lo hizo saber con bastante crudeza.

En cuanto a su hermana, ni por un segundo Helen prestó importancia a sus diatribas. Susan expuso largamente, empero, cuánto añoraría a su hermana, y en algunos lugares la carta mostraba incluso huellas de lágrimas que más bien eran causadas por el hecho de que los gastos de los estudios de John y Simon recaerían ahora sobre las espaldas de Susan.

Cuando ésta y su esposo se decidieron a viajar a Londres para «discutir una vez más sobre el asunto», Helen no respondió al supuesto dolor por la separación de la hermana. En lugar de ello explicó que su emigración no alteraría para nada su relación con Susan. «Hasta ahora no nos hemos escrito más de dos veces al año —le dijo Helen con cierta malicia—. Ya tienes bastante trabajo con tu familia y a mí pronto me sucederá igual.»

¡Si al menos hubiera por fin un motivo concreto para creerlo!

Howard, no obstante, seguía guardando silencio. Apenas una semana antes de la partida de Helen, cuando ya hacía tiempo que había dejado de acechar cada mañana la llegada del cartero, George le llevó un sobre con muchos sellos de colores.

—Aquí lo tiene, Miss Davenport —dijo el niño emocionado—. Puede abrirlo ahora mismo. Le prometo que no me chivaré y que tampoco miraré por encima del hombro. Juego con William, ¿vale?

Helen estaba con sus alumnos en el jardín, acababa de concluir la hora de clase. William estaba ocupado en lanzar la pelota sin método alguno a través de los aros del cróquet.

—¡George, no tienes que decir «vale»! —le reprendió Helen como era habitual, mientras que cogía la carta con una precipitación impropia—. ¿De dónde has sacado ese modo de hablar? ¿De una de esas noveluchas que lee el personal? No dejes que anden rondando por ahí. Si William...

—William no sabe leer —la interrumpió George—. Los dos lo sabemos, Miss Davenport, da igual lo que crea mi madre. ¿Leerá ahora la carta? —La expresión del fino rostro de George era insólitamente seria. Helen había contado más bien con su habitual sonrisa irónica.

¿Pero qué podía pasar? Incluso si le contaba a su madre que ella, Helen, leía cartas privadas durante la clase, en una semana ya estaría navegando, si es que no...

Helen abrió el sobre con manos temblorosas. Si el señor O’Keefe no mostraba ningún interés más en ella...

 

Mi muy estimada Miss Davenport:

Imposible expresar con palabras cuánto han conmovido mi alma sus líneas. Desde que recibí su carta pocos días atrás, ya no me he separado de ella. Me acompaña a todos sitios, durante mi trabajo en la granja, durante los escasos viajes a la ciudad: cada vez que la palpo siento consuelo y reboso de alegría por el hecho de que en algún lugar, lejos de aquí, un corazón late por mí. Y debo admitir que en las tristes horas de mi soledad, la acerco con disimulo a mis labios. Este papel que usted ha tocado, que su aliento ha rozado, es para mí tan sagrado como los pocos recuerdos de mi familia que todavía hoy conservo como tesoros.

¿Pero qué nos sucederá? Respetadísima Miss Davenport, lo que ahora haría con más agrado sería gritarle: ¡venga! ¡Dejemos ambos a nuestras espaldas la soledad! ¡Desprendámonos de nuestra antigua piel de desesperación y oscuridad! ¡Empecemos de nuevo los dos juntos!

Estoy impaciente por que emanen los primeros aromas de la primavera. La hierba empieza a reverdecer, los árboles echan brotes. ¡Cuánto me agradaría compartir con usted este paisaje, esta arrebatadora sensación del despertar de una nueva vida! Para ello, sin embargo, son precisas reflexiones menos elevadas que un afecto naciente. Me gustaría enviarle el dinero para la travesía, estimada Miss Davenport..., qué digo, ¡queridísima Helen! No obstante, esto tendrá que esperar hasta que mis ovejas hayan dado a luz y se puedan calcular los beneficios de la granja para este año. A fin de cuentas, en ningún caso deseo cargar nuestra vida en común con deudas desde el principio.

¿Comprende usted, estimada Helen, estos reparos? ¿Puede, quiere esperar usted, hasta que por fin pueda llamarla? No hay nada en el mundo que desee más ardientemente.

Quedo su más devoto afecto,

 

Howard O’Keefe

 

El corazón de Helen latía tan deprisa que por primera vez en su vida creyó que iba a necesitar un frasquito de sales. ¡Howard la quería, la amaba! Y ella ahora le iba dar la más hermosa de las sorpresas. ¡En lugar de una carta, sería ella quien corriera a su encuentro! ¡Le estaba infinitamente agradecida al reverendo Thorne! ¡Estaba infinitamente agradecida a Lady Brennan! Sí, incluso a George, que le había llevado la noticia...

—¿Ya..., ya ha terminado con la lectura, Miss Davenport?

Absorta como estaba, Helen no había advertido que el muchacho todavía estaba a su lado.

—¿Ha recibido buenas noticias?

En realidad no parecía que George fuera a alegrarse con ella. Tenía, por el contrario, una expresión turbada.

Helen lo miró preocupada, pero era incapaz de ocultar su dicha.

—¡Las mejores noticias que se puedan recibir! —contestó extasiada.

George no le devolvió la sonrisa

—Entonces... ¿quiere de verdad casarse con usted? ¿No..., no ha dicho que tiene usted que quedarse donde está? —preguntó con un tono neutro de voz.

—¡Pero George! ¿Cómo iba a hacerlo? —Helen se sentía tan feliz que olvidó por completo que hasta el momento siempre había negado a sus alumnos su ofrecimiento al mencionado anuncio—. ¡Congeniamos de maravilla! Un joven en extremo cultivado, que...

—¿Más cultivado que yo, Miss Davenport? —la interrumpió el adolescente—. ¿Está segura de que es mejor que yo? ¿Más inteligente? ¿Más leído? Porque..., si se trata sólo de amor, entonces..., yo..., entonces él no puede amarla más que yo...

George le volvió la espalda, asustado de su propia intrepidez. Helen tuvo que agarrarle por los hombros y darle la vuelta para mirarlo de nuevo a los ojos. Él pareció estremecerse cuando ella lo tocó.

—Pero George, ¿qué estás diciendo? ¿Qué sabes tú del amor? ¡Tienes dieciséis años! ¡Eres mi alumno! —replicó Helen consternada, y en ese mismo instante supo que estaba diciendo una tontería. ¿Por qué no podía alguien a los dieciséis años experimentar un sentimiento profundo?—. Escucha, George, a Howard y a ti ¡nunca os he comparado! —empezó de nuevo—. O nunca os he visto como competidores. Además yo no sabía que tú...

—¡Usted no podía saberlo! —En los ojos castaños de George se reflejó algo así como esperanza—. Yo tendría..., tendría que habérselo dicho. Ya antes del asunto de Nueva Zelanda. Pero no me atreví...

Helen casi sonrió. El adolescente parecía tan joven y vulnerable, tan grave en su infantil enamoramiento. ¡Tendría que haberlo notado antes! Visto a posteriori se habían producido muchas situaciones que lo indicaban.

—Fue lo más correcto y normal, George —respondió ahora apaciguadora—. Tú mismo te has dado cuenta de que eres demasiado joven para estas cosas y en circunstancias normales no hubieras dicho nada. Ahora nos olvidaremos de lo que ha pasado...

—Soy diez años más joven que usted, Miss Davenport —la interrumpió George—. Y está claro que soy su alumno, ¡pero ya no soy un niño! Voy a empezar la carrera y en un par de años seré un respetado comerciante. Nadie preguntará entonces mi edad ni la de mi esposa.

—Pero yo sí la pregunto —contestó con dulzura Helen—. Deseo un hombre de mi edad que se ajuste a mí. Lo siento, George...

—¿Y cómo sabe usted que la persona que ha escrito esa carta satisface sus expectativas? —preguntó atormentado el muchacho—. ¿Por qué lo quiere a él? ¡Es la primera carta que recibe de él! ¿Ha mencionado su edad? ¿Sabe si puede alimentarla y vestirla de forma conveniente? ¿Si hay algo de lo que puedan hablar los dos? Siempre ha conversado bien conmigo y mi padre. Si me espera..., sólo un par de años, Miss Davenport, hasta que concluya mis estudios. ¡Por favor, Miss Davenport! ¿Por favor, deme una oportunidad!

El joven le cogió la mano sin poder dominarse.

Helen se liberó de él.

—Lo siento, George. No es que no me gustes, al contrario. Pero soy tu profesora y tú eres mi alumno. De esta relación no puede salir nada más..., y en un par de años, pensarás de una forma totalmente distinta.

Helen se planteó por un instante si Richard Greenwood habría sospechado algo del amor ciego de su hijo. ¿Debía tal vez agradecer su generoso donativo para el billete del barco a que quería demostrar al joven que su locura no tenía futuro?

—¡Nunca pensaré de otro modo —dijo George apasionadamente—. ¡En cuanto sea adulto, en cuanto pueda alimentar a una familia, me tendrá a su disposición! ¡Si sólo esperase, Miss Davenport!

Helen negó con la cabeza. Debía poner punto final a esa conversación ya.

—George, incluso si te amara, no puedo esperar. Si quiero formar una familia, debo aprovechar ahora la oportunidad. Howard es esa oportunidad. Y seré una buena y fiel esposa para él.

George la miró desesperado. Su delicado rostro reflejaba todas las penas de una pasión despechada y Helen casi creyó distinguir en los rasgos todavía indefinidos del joven el destello del hombre en el que un día se convertiría. El hombre sabio y digno de amor que no se precipitaba en sus compromisos y que cumplía sus promesas. A Helen le habría gustado abrazar al joven para consolarlo, pero, por supuesto, ni se lo planteó.

Esperó en silencio hasta que George volvió la espalda. Helen ya contaba con que asomaran unas lágrimas infantiles, no obstante George le devolvió la mirada con serenidad y firmeza.

—¡Siempre la amaré! —declaró—. Siempre. No importa dónde esté ni lo que haga. No importa dónde esté yo ni lo que yo haga. La amo sólo a usted. No lo olvide jamás, Miss Davenport.

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5

El Dublin era un barco imponente, incluso cuando todavía no había desplegado todas sus velas. A Helen y las huérfanas les pareció tan grande como una casa y, de hecho, durante los próximos tres meses, el Dublin albergaría a más gente que un gran edificio de viviendas de alquiler. Helen esperaba que los barcos no fueran igual de peligrosos ni amenazaran ruina, pero que al menos se controlaran antes de la partida las aptitudes para navegar de los que se dirigían a Nueva Zelanda.

Los patrones de los barcos debían demostrar a los controladores que los camarotes estaban correctamente ventilados y que contaban con suficientes provisiones a bordo. Parte del abastecimiento todavía se estaba cargando ese día y Helen ya sospechaba lo que les aguardaba cuando vio los barriles de carne salada, los sacos llenos de harina y patatas y los paquetes de pan tostado de los almacenes. Ya había oído decir que la comida en el barco no tenía nada de variada, al menos para los pasajeros de la entrecubierta. A los ocupantes de los camarotes de primera clase se les trataba de otro modo. Se decía que hasta tenían un cocinero a bordo.

Un oficial de barco y un médico de la tripulación controlaron el embarque del «pueblo llano». El último hizo un breve examen a Helen y las niñas, palpó las frentes de éstas, posiblemente para confirmar que ninguna tuviera fiebre y pidió que le enseñaran la lengua. Como no halló nada fuera de lo normal, dio su aprobación al oficial, que a continuación tachó los nombres de la lista.

—Camarote uno en popa —anunció, y apremió a Helen y las niñas para que pasaran. Las siete avanzaron a tientas a través de los pasillos estrechos y oscuros del vientre del barco, que además estaban atiborrados de personas inquietas con sus trastos. Helen no llevaba mucho equipaje, pero incluso su pequeña maleta de viaje le pesaba cada vez más. Las niñas todavía iban más ligeras; sólo llevaban la ropa de noche y un vestido de repuesto en un hatillo.

Por fin encontraron el camarote y las niñas entraron a trompicones dando un suspiro de alivio. Hasta Helen se decepcionó al ver el diminuto cuartito que iba a hacer las veces de su casa durante tres meses. El mobiliario de esa habitación, pequeña y oscura en extremo, estaba compuesto de una mesa, una silla y seis literas, una menos para colmo, según Helen comprobó horrorizada. Por fortuna, Mary y Laurie estaban acostumbradas a compartir cama. Éstas tomaron posesión de inmediato de una de las literas intermedias y se acurrucaron allí, apretujándose la una contra la otra. Todavía tenían miedo del viaje. El enorme gentío y el ruido que había a bordo las asustaba.

Helen se sintió todavía más molesta por el penetrante olor a ovejas, caballos y otros animales que ascendía desde la cubierta inferior. Justo al lado y debajo de donde se alojaba la institutriz se habían instalado corrales para ovejas y cerdos, así como compartimentos para una vaca y dos caballos. Helen encontró todo ello desalentador y decidió ir a quejarse. Indicó a las niñas que esperasen en el camarote y se encaminó de nuevo hacia la cubierta. Por fortuna había un camino más corto para llegar al aire libre que el que recorría la entrecubierta y por el que habían llegado: delante del camarote de Helen unas escaleras conducían hacia arriba. Entretanto se habían colocado unas rampas provisionales para cargar los animales. En la popa del barco no se veía, sin embargo, a ningún miembro de la tripulación. Al contrario que el acceso del otro extremo, éste no estaba vigilado. No obstante, también rebosaba de familias de emigrantes que arrastraban sus equipajes a bordo y que entre llantos y gemidos se despedían de sus allegados. El ruido y la aglomeración resultaban insoportables.

Sin embargo, la muchedumbre se apartó en las pasarelas por las que se embarcaría la carga y el ganado. La causa fue fácil de reconocer: en ese momento estaban cargando dos caballos y uno de ellos estaba asustado. El hombre musculoso y de baja estatura, cuyos tatuajes en los dos brazos indicaban que pertenecía a la tripulación, se esforzaba en sujetar al animal. Helen pensó si el hombre estaría condenado a realizar esa tarea, ajena a su profesión marinera, como castigo. Era evidente que no tenía experiencia con los caballos, pues manejaba al vigoroso semental sin la menor pericia.

—Venga, diablo negro, que no tengo todo el tiempo del mundo —rugía al animal que, sin embargo, no reaccionaba ante tales palabras. Al contrario, el caballo negro tiraba hacia atrás, con las orejas gachas de enfado. Parecía en firme decidido a no poner ni un solo casco sobre la rampa, que oscilaba peligrosamente.

El segundo caballo, que Helen sólo distinguió de forma vaga detrás del primero, parecía más tranquilo. Al menos la muchacha que lo guiaba tenía más agallas. Para su sorpresa, Helen distinguió a una delicada joven vestida con un elegante traje de montar. Esperaba impaciente con la cuerda de una yegua marrón y robusta en la mano. Cuando el semental siguió sin dar muestras de querer avanzar, intervino.

—Así no se hace, ¡déjeme a mí! —Helen contempló maravillada cómo la joven lady le cedía sin más ni más la yegua a uno de los emigrantes que esperaban y le cogía el semental al marinero. Helen imaginó que el animal se soltaría, a fin de cuentas el hombre apenas si había conseguido sujetarlo. En lugar de ello, el caballo negro se sosegó enseguida cuando la muchacha acortó la cuerda con habilidad y le habló con delicadeza.

—Muy bien, ahora iremos paso a paso, Madoc. Yo voy delante y tú vas detrás. ¡Y no intentes atropellarme!

Helen contuvo la respiración mientras el semental seguía, en efecto, a la joven lady, tenso, pero portándose extremadamente bien. La muchacha lo elogió y acarició cuando ya estuvo seguro a bordo. El semental manchaba de espuma el traje de montar de terciopelo azul oscuro, pero la joven no parecía darse cuenta de ello.

—¿Y usted qué hace con la yegua? —gritó por el contrario al marinero que permanecía abajo, con unos modales poco dignos de una dama—. ¡Igraine no le hará nada! ¡Limítese a subir!

La yegua zaina se mostraba a ojos vistas más tranquila que el joven semental, aunque también ella hacía escarceos. El marinero cogió la cuerda por el extremo. Su expresión era la misma que si estuviera sosteniendo en equilibrio un cartucho de dinamita. No obstante embarcó al animal y Helen se dispuso a presentar su queja. Mientras la muchacha y el hombre conducían a los caballos directamente por delante de su camarote a la cubierta baja, Helen se dirigió al marinero.

—Es probable que no sea culpa suya, pero alguien debe tomar cartas en este asunto. Es imposible que nos instalemos junto a los establos. ¡El olor es tan molesto que resulta casi insoportable! ¿Y qué sucederá si los animales se sueltan? Entonces nuestras vidas correrían peligro.

El marinero se encogió de hombros.

—Yo no puedo hacer nada, señora. Órdenes del capitán. El ganado viene. Y el reparto de camarotes es el mismo: los hombres que viajan solos, delante; las familias en el medio, y las mujeres que viajan solas, detrás. Puesto que ustedes son las únicas mujeres que viajan sin compañía no puede cambiarse con nadie. Confórmese con esto.

Corrió jadeante detrás de la yegua, que se apresuraba de forma evidente para seguir al semental y la joven lady. Ésta colocó primero al caballo negro y luego al marrón en dos compartimentos vecinos, donde los ató con firmeza. Cuando volvió a aparecer llevaba la falda de terciopelo azul cubierta de briznas de heno y paja.

—¡Qué ropa tan poco práctica! —gruñó la muchacha, e intentó cepillársela. Luego abandonó la empresa y se volvió hacia Helen—. Siento que los animales la molesten. Pero no pueden bajar, están desmontando las rampas..., lo que no carece de peligro. Si se hunde el barco nunca podré sacar de aquí a Igraine. Pero el capitán insiste en ello. Al menos cada día se hará limpieza. Y el olor de las ovejas no es tan fuerte una vez que están secas. Además, uno se acostumbra...

—¡Nunca me acostumbraré a vivir en un establo! —la interrumpió Helen con un tono majestuoso.

La muchacha rio.

—¿Dónde está su espíritu pionero? Usted quiere emigrar, ¿no es así? Bueno, a mí no me importaría cambiar mi camarote por el suyo. Pero duermo arriba del todo. El señor Warden ha alquilado el camarote salón. ¿Son todas hijas suyas?

Arrojó una mirada a las niñas, que al principio se habían parapetado, prudentes, en el camarote pero ahora se asomaban con cautela y un poco curiosas al oír la voz de Helen. Daphne, sobre todo, miraba interesada tanto los caballos como el elegante traje de la joven.

—Claro que no —respondió Helen—. Me ocupo de las niñas sólo durante la travesía. Son huérfanas... ¿Y todos estos animales son suyos?

La joven rio.

—No, sólo los caballos..., uno de los caballos, para ser más precisa. El semental es del señor Warden. Al igual que las ovejas. No sé a quién pertenecen los otros animales, pero tal vez se puedan ordeñar las vacas. Entonces tendríamos leche fresca para las niñas. Se diría que podrían necesitarla.

Helen asintió con tristeza.

—Sí, están muy desnutridas. Espero que sobrevivan al largo viaje, se habla mucho de epidemias y de mortandad infantil. Pero al menos llevamos a un médico a bordo. Esperemos que domine su oficio. Por cierto, mi nombre es Helen Davenport.

—Gwyneira Silkham —contestó la muchacha—. Y éstos son Madoc e Igraine... —Presentó a los caballos con tanta naturalidad como si fueran los invitados a una reunión para tomar el té—. Y Cleo... ¿dónde se habrá vuelto a meter? Ah, ahí está. Ya está haciendo amistades.

Helen siguió la mirada de Gwyneira y distinguió a un ser pequeño y peludo que parecía sonreír amistosamente. Pese a ello mostraba unos dientes impresionantemente grandes que enseguida incomodaron a Helen. Se asustó cuando vio a Rosie al lado del animal. La niñita se arrimaba con la misma confianza a su pelaje como a los pliegues de la falda de Helen.

—¡Rosemary! —la llamó Helen alarmada. La niña se sobresaltó y dejó al perro. Éste se puso boca arriba encantado y levantó la pata suplicante.

Gwyneira rio haciendo a su vez un gesto apaciguador con la mano.

—Deje que la niña juegue tranquilamente con él —dijo con serenidad—. A Cleo le encantan los niños, no le hará nada. Bueno, ahora debo marcharme. El señor Warden estará esperando. Y en realidad yo no debería estar aquí, sino dedicando algo de tiempo a mi familia. Por eso han venido ex profeso mis padres y hermanos a Londres. Otra tontería más. He visto a mi familia durante diecisiete años cada día. Con esto está todo dicho. Pero mi madre no para de llorar y mis hermanas se lamentan con ella.

»Mi padre se lanza reproches a sí mismo porque me envía a Nueva Zelanda y mi hermano tiene tanta envidia que se me lanzaría al cuello. Apenas si puedo esperar a que zarpemos. ¿Y usted? ¿Nadie la acompaña? —Gwyneira miró a su alrededor. La entrecubierta bullía de seres llorosos y quejumbrosos. Se entregaban los últimos regalos y se daban los saludos finales. El viaje separaría a muchas de esas familias para siempre.

Helen sacudió la cabeza. Se había puesto en camino con una calesa, totalmente sola desde casa de los Greenwood. El día anterior habían ido a recoger la mecedora, la única pieza voluminosa.

—Voy a reunirme con mi marido en Christchurch —respondió, como si quisiera justificar la ausencia de sus allegados. No quería que esa joven rica y, como era evidente, privilegiada, sintiera pena por ella.

—¿Ah, sí? ¿Entonces su familia ya está en Nueva Zelanda? —preguntó Gwyneira entusiasmada—. En tales circunstancias debe explicármelo, yo todavía no he estado nunca... ¡pero ahora de verdad que tengo que irme! ¡Hasta mañana, niñas, no os mareéis! ¡Ven, Cleo!

Gwyneira se volvió para marcharse, pero la pequeña Dorothy se agarró a ella. Tiró de su falda con timidez.

—Perdone, miss, pero lleva el vestido muy sucio. Su mamá la regañará.

Gwyneira rio, pero luego miró preocupada a su alrededor.

—Tienes razón. Se pondrá histérica. Soy imposible. Ni siquiera en la despedida puedo comportarme como es debido.

—Se lo puedo cepillar, miss. Sé cómo tratar el terciopelo. —Dorothy alzó la vista diligente hacia Gwyneira y le señaló vacilante la silla de su camarote.

La muchacha tomó asiento.

—¿Dónde has aprendido, pequeña? —preguntó sorprendida mientras la niña se afanaba con habilidad con la chaqueta y el cepillo de la ropa de Helen. Por lo visto, la había observado antes cómo ésta depositaba los utensilios de aseo en el diminuto armario que correspondía a cada litera.

Helen suspiró. Al comprar ese caro cepillo no había pensado justamente en utilizarlo para eliminar las manchas de estiércol.

—En el orfanato solemos recibir donativos de ropa. Pero no nos la quedamos, la venden. Claro que antes hay que limpiarla y yo siempre ayudo a hacerlo. Lo ve, miss, ¡ahora ya está bonito otra vez! —Dorothy sonrió con modestia.

Gwyneira buscó en sus bolsillos una moneda para recompensar a la niña, pero no encontró ninguna, el vestido era todavía demasiado nuevo.

—Mañana os traeré un regalo, lo prometo —le comunicó a Dorothy cuando se disponía a marcharse—. Y un día serás una buena ama de casa. ¡O la doncella de gente muy refinada! ¡Nos vemos! —Gwyneira saludó a Helen y a las niñas cuando subió con ligereza al puente.

—¡Esto no se lo cree ni ella —dijo Daphne, y escupió detrás de la joven—. Esa gente no hace más que promesas y luego no se la ve más. Debes procurar que suelten algo de inmediato, Dot, o no sacarás nada.

Helen alzó los ojos al cielo. ¿Qué había sido de esas «niñas selectas, aplicadas y educadas para ser diligentes sirvientas»? En cualquier caso, era el momento de actuar con severidad.

—¡Daphne, limpia eso de inmediato! Miss Gwyneira no tiene ninguna obligación con vosotras. Dorothy se ha ofrecido ella misma a prestarle un servicio. Era cortesía y no negocio. ¡Y las señoritas no escupen! —Helen buscó un cubo.

—¡Pero si no somos señoritas! —replicaron Laurie y Mery con unas risitas.

—Cuando lleguemos a Nueva Zelanda, lo seréis —les prometió Helen—. Al menos os comportaréis como tales.

Decidida, empezó con la educación.

Gwyneira suspiró cuando las últimas pasarelas del muelle del Dublin se recogieron. Las horas de la despedida habían sido agotadoras, sólo el torrente de lágrimas de su madre había empapado tres pañuelos. Se añadieron los lamentos de sus hermanas y la actitud contenida pero melancólica de su padre, más propia de una ejecución que de una boda. Y encima la evidente envidia de su hermano la sacó de sus casillas. ¡Habría dado su herencia en Gales a cambio de la aventura de su hermana! Gwyn reprimió una risita histérica. Qué pena que John Henry no pudiera casarse con Lucas Warden.

Pero el Dublin por fin iba a zarpar. Un zumbido, fuerte como un viento tempestuoso, dio a conocer que las velas estaban puestas. Esa tarde el barco saldría por el canal de la Mancha y navegaría en dirección al Atlántico. Gwyneira hubiera permanecido gustosa junto a sus caballos, pero, como es obvio, eso no se hacía. Así que se quedó como una buena chica en la cubierta y despidió con su pañuelo más grande a su familia hasta que la costa casi se perdió de vista. Gerald Warden se percató de que no vertía ni una sola lágrima.

Las pequeñas discípulas de Helen lloraron amargamente.

La atmósfera en la entrecubierta era, al menos, más tensa que la de los viajeros ricos. Para los emigrantes más pobres el viaje significaba, con seguridad, una despedida para siempre. Además, la mayoría viajaba hacia un futuro mucho más incierto que Gwyneira y sus compañeros de viaje de la cubierta superior. Helen palpó la carta de Howard en el bolsillo mientras consolaba a las niñas. A ella, al menos, la esperaban...

No obstante, durmió mal la primera noche en el barco. Las ovejas todavía no estaban secas; la sensible nariz de Helen percibía todavía el olor a estiércol y a lana mojada. Las niñas tardaron una eternidad en dormirse e incluso así se asustaban ante cualquier ruido. Cuando Rosie se apretujó por tercera vez en la cama de Helen, ésta no tuvo ánimos ni, sobre todo, energía para volver a enviar a la niña a su cama. También Laurie y Mary se estrechaban la una contra la otra y, a la mañana siguiente, Helen encontró a Dorothy y Elizabeth juntas en un rincón de la litera de la primera. Sólo Daphne durmió profundamente y sin interrupciones; si soñó, sus sueños debieron de ser bonitos, pues sonreía cuando Helen decidió despertarla.

La primera mañana en el mar resultó ser inesperadamente agradable. El señor Greenwood había advertido a Helen que las primeras semanas del viaje podían ser tormentosas, pues entre el canal de la Mancha y el golfo de Vizcaya solía predominar el mar agitado. Ese día, sin embargo, el tiempo concedió a los emigrantes un favor de gracia. El cielo brillaba algo pálidamente tras el día de lluvia, y el mar relucía de un gris acerado bajo una luz mortecina. El Dublin se desplazaba cómodo y tranquilo sobre la superficie plana del agua.

—Ya no veo más costa —susurró amedrentada Dorothy—. Si ahora nos hundimos no nos encontrará nadie. Entonces nos ahogaremos todos.

—También te habrías ahogado si el barco se hubiera hundido en el puerto de Londres —señaló Daphne—. A fin de cuentas no sabes nadar y antes de que hubieran rescatado a toda la gente de la cubierta superior ya haría tiempo que te habrías ahogado.

—¡Tú tampoco sabes nadar! —replicó Dorothy—. ¡Te ahogarías igual que yo.

Daphne rio.

—¡Yo no! Una vez me caí en el Támesis, cuando era pequeña, pero salí chapoteando. La mierda siempre flota, dijo mi pare.

Helen decidió interrumpir la conversación no sólo por razones pedagógicas.

—¡Esto lo dijo tu «padre», Daphne! —la corrigió—. Incluso si no se expresó de forma poco elegante. Y ahora para de atemorizar a las demás o no tendrán ganas de desayunar. Podemos ir a recoger el desayuno ahora. Entonces, ¿quién va a la cocina? ¿Dorothy y Elizabeth? Muy bien. Laurie y Mary se ocuparán del agua del aseo..., ah, sí, señoritas, ¡vamos a lavaros! Una lady se mantiene limpia y arreglada también cuando viaja.

Cuando una hora más tarde Gwyneira corrió a la entrecubierta para ver sus caballos se encontró con un cuadro inaudito. El área exterior de los camarotes estaba desierta, la mayoría de los pasajeros estaban ocupados desayunando o inmersos en el dolor de la separación. Sin embargo, Helen y las niñas habían sacado la mesa y la silla. Helen se sentaba a la mesa como una auténtica dama, erguida y orgullosa. Delante de ella, sobre la mesa, se hallaba un servicio improvisado compuesto por un plato de hojalata, una cuchara curvada, un tenedor y un cuchillo romo. Dorothy servía a Helen la comida de una bandeja imaginaria, mientras Elizabeth manejaba una vieja botella como si dentro hubiera un noble vino que vertía con elegancia.

—¿Qué hacéis? —preguntó Gwyneira pasmada.

Dorothy hizo diligente una reverencia.

—Practicamos cómo comportarnos a la mesa, Miss Gwyn..., Gwyn...

—Gwyneira. Pero podéis llamarme sin problema Gwyn. Y ahora... ¿qué estáis practicando? —Gwyneira miró a Helen recelosa. El día anterior la joven institutriz le había parecido totalmente normal; pero tal vez estuviera chiflada.

Helen enrojeció un poco ante la mirada de Gwyneira, pero enseguida se repuso.

—Esta mañana he comprobado que los modales de las niñas a la mesa dejan mucho que desear —explicó—. En el orfanato las cosas deben de hacerse como en una jaula de animales de presa. Las niñas comen con los dedos y a dos carrillos como si estuvieran frente a la última comida de la Tierra.

Dorothy y Elizabet bajaron avergonzadas la vista al suelo. A Daphne le impresionó menos la reprimenda.

—En otro caso, es posible que no hubieran sobrevivido —señaló Gwyneira—. Cuando veo lo delgadas que están... Pero ¿qué es esto? —señaló de nuevo la mesa. Helen corrigió un poco la colocación del cuchillo.

—Enseño a las niñas cómo comportarse como una dama a la mesa y además les muestro las características de un servicio correcto —explicó—. No creo probable que encuentren colocación en casas más grandes, donde tendrían la posibilidad de especializarse como doncellas, cocineras o criadas. La situación del personal en Nueva Zelanda es sumamente mala. Así que daré a las niñas una formación lo más completa posible durante el trayecto, para que puedan ser útiles a sus señores en la mayor cantidad de aspectos posible.

Helen dirigió una amable inclinación a Elizabeth, quien acababa de servir agua a la perfección en una taza de café. La niña recogió las gotas que eventualmente se habían derramado con una servilleta.

Gwyneira no salía de su asombro.

—¿Útiles? —preguntó—. ¿Estas niñas? Ayer ya quería preguntar por qué las envían a ultramar, pero ahora lo entiendo... ¿Me equivoco si sospecho que en el orfanato se querían librar de ellas y que nadie en Londres busca a una chica de servicio pequeña y mal alimentada?

Helen le dio la razón.

—Cuentan cada céntimo. Alojar a un niño durante un año en el orfanato, alimentarlo, vestirlo y escolarizarlo cuesta tres libras. La travesía cuesta cuatro, pero de este modo se han desprendido de una vez por todas de las niñas. En caso contrario deben ocuparse, al menos de Rosemary y las mellizas, dos años más como mínimo.

—Pero los niños de hasta doce años pagan sólo la mitad del viaje —añadió Gwyneira, sorprendiendo a Helen. ¿Se había informado realmente esta chica rica de los precios de la entrecubierta?—. Y sólo las niñas de trece años, como mucho, pueden trabajar.

Helen puso los ojos en blanco.

—En la práctica también con doce, pero juraría que al menos Rosemary no ha pasado de los ocho años. Pero está usted en lo cierto: Dorothy y Daphne tuvieron que pagar, en efecto, el precio completo. Si bien es probable que las respetables ladies del orfanato las hayan rejuvenecido un poco para el viaje...

—Y en cuanto lleguemos, las niñas envejecerán como por arte de magia para que se las pueda contratar como si tuvieran trece años. —Gwyneira rio y rebuscó en los bolsillos de su amplio vestido de entrecasa, sobre el que sólo se había echado una ligera capa—. El mundo es malo. Tomad, chicas, tomad algo de comida como debe ser. Está muy bien que juguéis a servir, pero eso no os engordará. ¡Tomad!

La joven les ofreció encantada, a manos llenas, unas magdalenas y panecillos dulces del día. Las niñas se olvidaron al momento de los modales que acababan de aprender y se lanzaron sobre tales manjares.

Helen intentó restaurar el orden y repartir al menos los dulces de forma equitativa. Gwyneira resplandecía.

—No ha sido mala idea, ¿verdad? —le preguntó a Helen, cuando las seis niñas se sentaron en el borde de un bote salvavidas mientras iban dando bocaditos, siguiendo las instrucciones, y no comían con la boca llena—. En la cubierta superior sirven una comida como en el Grand Hotel, pensé en sus flacos ratoncitos. Así que me guardé un poco de desayuno. ¿Le parece bien?

Helen asintió.

—En cualquier caso no engordarán gracias a nuestra alimentación. Las porciones no son especialmente abundantes y debemos ir nosotras mismas a recogerlas en la cocina del barco. Las mayores se comen la mitad en el camino, sin contar con que entre las familias de emigrantes hay un par de pilluelos desvergonzados. Todavía están intimidados, pero preste atención: dentro de dos o tres días acecharán a las niñas y les pedirán el peaje. Pero al menos habremos resistido un par de semanas. Y yo intento enseñarles algo. Es más de lo que hasta ahora ha hecho nadie.

Mientras las niñas comían primero y luego jugaban con Cleo, las dos jóvenes pasearon charlando arriba y abajo de la cubierta. Gwyneira era curiosa y quería saber todo lo posible de su nueva conocida. Al final, Helen le contó acerca de su familia y de su empleo con los Greenwood.

—¿Entonces no es que usted ya esté viviendo realmente en Nueva Zelanda? —preguntó Gwyn un poco decepcionada—. ¿No dijo ayer que su esposo la estaría esperando?

Helen se ruborizó.

—Bueno..., mi futuro esposo. Yo..., seguramente lo encontrará tonto, pero viajo para casarme allí. Con un hombre que, hasta ahora, sólo conozco por carta... —Avergonzada, bajó la vista al suelo. Por primera vez fue de verdad consciente, al contárselo a otra persona, de la monstruosidad de su aventura.

—Entonces le sucede lo mismo que a mí —dijo Gwyneira como si nada—. Y el mío ni siquiera me ha escrito.

—¿Usted también? —preguntó Helen sorprendida—. ¿Acude a contraer matrimonio con un desconocido?

Gwyn se encogió de hombros.

—Bueno, desconocido no lo es. Se llama Lucas Warden y su padre ha pedido formalmente mi mano para él... —Se mordió los labios—. Bastante formalmente —se corrigió—. En principio todo es correcto. Pero en lo que respecta a Lucas..., espero que quiera casarse de verdad. Su padre no me ha revelado que él lo hubiera pedido antes...

Helen rio, pero Gwyneira estaba casi seria. En las últimas semanas se había percatado de que Gerald Warden no era un hombre que preguntase demasiado. El barón de la lana tomaba deprisa y a solas sus decisiones, y podía reaccionar con bastante mal humor si otra persona se entremetía. De esa manera había conseguido durante las semanas de su estancia en Europa realizar una enorme tarea de organización. Desde la compra de ovejas a través de distintos acuerdos con importadores de lana, conversaciones con arquitectos y especialistas para la excavación de pozos hasta la petición de mano para su hijo, todo lo había resuelto con frialdad y a una velocidad que quitaba la respiración. En el fondo a Gwyneira le gustaba ese proceder decidido, pero a veces le daba un poco de miedo. Para con sus obligaciones, Warden tenía una vena colérica, y para los tratos comerciales mostraba a veces una clase de astucia que, sobre todo a Lord Silkham, no le agradaba. Según la opinión de Silkham, el neozelandés había engañado en toda regla al criador del pequeño semental Madoc..., y también era cuestionable que las cosas hubieran ido como debían en el juego de cartas para pedir la mano de Gwyneira. Ésta se preguntaba a veces cuál sería la postura de Lucas al respecto. ¿Era tan resuelto como su padre? ¿Administraba en la actualidad la granja con igual eficacia e intransigencia? ¿O también tenía Gerald por objetivo acortar la estancia en Europa mediante una negociación precipitada y con ello abreviar en lo que fuera posible el control en solitario de Lucas sobre Kiward Station?

En ese momento Gwyneira contaba a Helen, a su vez, una versión ligeramente suavizada de las relaciones comerciales de Gerald con su familia que habían llevado a la proposición de matrimonio.

—Sé que me caso en una granja floreciente, de cuatrocientas hectáreas de tierra y con cinco mil ovejas de propiedad que todavía tiene que crecer —concluyó—. Sé que mi suegro mantiene relaciones sociales y comerciales con las mejores familias de Nueva Zelanda. Es evidente que es rico, si no no podría haberse permitido este viaje y todo lo demás. Pero sobre mi futuro esposo, no sé nada.

Helen escuchaba con atención, pero le resultaba difícil compadecerse de Gwyneira. En realidad Helen estaba tomando dolorosamente conciencia de que su nueva amiga estaba mejor informada sobre su futura vida que ella misma. Howard no le había comunicado nada sobre el tamaño de su granja ni de su ganado, ni sobre sus contactos sociales. Respecto a su situación financiera, sólo sabía que no tenía deudas, pero que no podía permitirse gastos de mayor envergadura, como el dinero para un viaje a Europa, aunque fuera en la entrecubierta. ¡Al menos escribía cartas preciosas! Ruborizándose de nuevo, Helen sacó del bolsillo el escrito, que ya estaba totalmente gastado de tanto leerlo, y se lo tendió a Gwyneira. Las dos mujeres habían tomado asiento entretanto al borde del bote salvavidas. Gwyneira leyó con curiosidad.

—Pues sí, escribir sí sabe... —dijo al final reservada, plegando la carta.

—¿Encuentra algo raro? —preguntó Helen temerosa—. ¿No le gusta la carta?

Gwyneira se encogió de hombros.

—A mí no es a quien debe gustarle. Si tengo que serle sincera, la encuentro un poco ampulosa. Pero...

—¿Pero? —la urgió Helen.

—Bueno, lo que encuentro extraño..., nunca hubiera pensado que un granjero escribiera cartas tan bonitas. —Gwyneira se volvió. Encontraba la carta más que extraña. Resultaba obvio que Howard O’Keefe podía ser un hombre muy cultivado. También su padre era a un mismo tiempo un gentleman y un granjero; eso no era inusual en la Inglaterra rural y en Gales. Pero pese a toda su formación, Lord Silkham nunca había utilizado unas fórmulas tan rebuscadas como ese Howard. Además, en las negociaciones matrimoniales entre nobles se intentaba poner las cartas sobre la mesa. Las futuras parejas debían saber lo que les esperaba y en ese caso Gwyneira echaba en falta datos sobre la situación económica de Howard. También le parecía extraño que no pidiera una dote o que no renunciara al menos expresamente a ella.

Claro que el hombre no había contado con que Helen tomara el próximo barco para arrojarse a sus brazos. Tal vez esas lisonjas eran útiles sólo en las primeras tomas de contacto. Pero no cabía duda de que lo encontraba extraño.

—Es precisamente muy sentimental —defendió Helen a su futuro esposo—. Escribe justo como yo lo había deseado. —Sonrió feliz y ensimismada.

Gwyneira respondió con otra sonrisa.

—Está bien —dijo, pero se propuso en silencio preguntar a su suegro cuando se presentara la ocasión acerca de Howard O’Keefe. A fin de cuentas, también criaba ovejas. Cabía la posibilidad de que ambos hombres se conocieran.

Por de pronto, sin embargo, no lo consiguió: las horas de las comidas, que constituían el marco adecuado para realizar tales pesquisas de urgencia se suspendieron en su mayoría a causa del fuerte oleaje. El buen tiempo del primer día de viaje se había revelado engañoso. En cuanto llegaron al Atlántico, el viento cambió de golpe y el Dublin navegaba luchando contra la lluvia y la tormenta. Muchos pasajeros estaban mareados y por esa razón preferían evitar las comidas o llevárselas a sus camarotes. Gerald Warden y Gwyneira, empero, no se veían afectados por el temporal, pero si no había convocada ninguna cena oficial solían comer a horas distintas. Gwyneira lo hacía con un objetivo: su futuro suegro habría acabado por no consentir que ordenara tan abundantes cantidades de comida para hacérselas llegar a las pequeñas discípulas de Helen. A Gwyn, por el contrario, le habría gustado abastecer de comida a todos los demás pasajeros de la entrecubierta. Al menos los niños necesitaban cualquier alimento que pudieran recibir para mantenerse más o menos calientes. Aunque era pleno verano y la temperatura exterior, pese a la lluvia, no demasiado baja. Con la mala mar, sin embargo, el agua entraba en los camarotes de la entrecubierta y todo estaba húmedo, no había ni un lugar seco en el que poder sentarse. Helen y las niñas se congelaban con la ropa mojada, pero pese a eso la institutriz mantuvo firmemente las clases diarias de sus discípulas. Los otros niños del barco no recibían durante ese período ninguna clase. El médico del barco, que debía cumplir la tarea de maestro, también estaba mareado y se aturdía con abundante ginebra del botiquín.

Por lo demás, las condiciones en la entrecubierta lo eran todo menos agradables. Debido a la tormenta, en el área de las familias y de los caballeros, los lavabos rebosaban y por esa razón la mayoría de los pasajeros apenas si se lavaban. Con las actuales temperaturas reinantes hasta la misma Helen no tenía ganas de lavarse, pero persistió en que sus niñas utilizaran una parte de la ración diaria de agua para su higiene corporal.

—Me gustaría lavar también los vestidos, pero es que no se secan, no hay nada que hacer —se lamentó, por lo que Gwyneira prometió prestarle un vestido de recambio. Su camarote estaba caldeado y perfectamente aislado. Incluso con el más feroz oleaje, el agua no penetraba para echar a perder las mullidas alfombras y los elegantes muebles tapizados. Gwyneira tenía mala conciencia, pero no podía pedir a Helen que ella y las niñas fueran a sus aposentos. Gerald jamás lo habría permitido. Así que, como mucho, se llevaba a Dorothy o a Daphne con el pretexto de tener que arreglar algo de sus vestidos.

—¿Por qué no das la clase abajo, con los animales? —preguntó al final, después de encontrar a Helen temblando de nuevo en la cubierta, donde las niñas estaban leyendo por turnos Oliver Twist. En la cubierta inferior hacía frío, pero al menos estaba seca y el aire fresco era más agradable que la atmósfera húmeda de la entrecubierta—. Cada día se limpia, por mucho que los marineros maldigan. El señor Warden comprueba que las ovejas y caballos están bien alojados. Y el intendente de víveres es meticuloso con los animales de matanza. A fin de cuentas, no los carga para que se los lleven y tengan que lanzar la carne por la borda.

Tal como quedó demostrado, los cerdos y las aves servían como provisiones vivas a los pasajeros de la primera clase y las vacas se ordeñaban, en efecto, cada día. Los viajeros de la entrecubierta, empero, no veían ninguno de tales manjares, hasta que Daphne sorprendió a un joven que por las noches ordeñaba a escondidas. Sin el menor reparo lo delató, no sin antes observarlo e imitar los movimientos para obtener ella misma la leche. Desde ese día, las niñas tuvieron leche fresca. Y Helen fingía no darse cuenta de nada.

Así pues, Daphne aprobó de inmediato, entusiasmada, la sugerencia de Helen. Mientras ordeñaba y robaba huevos, ya hacía tiempo que se había percatado de que hacía mucho más calor en los establos improvisados situados bajo la cubierta. Los grandes cuerpos de los bueyes y caballos desprendían un calor consolador y la paja era mullida y solía estar más seca que los colchones de sus literas. Al principio, Helen se resistió, pero luego dio su consentimiento. En total, dio clases en el establo durante tres semanas, hasta que el intendente la descubrió, sospechó que robaba los víveres y la sacó de allí echando pestes. Entretanto, el Dublin había dejado atrás el golfo de Vizcaya. El mar se apaciguó y aumentaron las temperaturas. Los pasajeros de la entrecubierta sacaron aliviados los vestidos y la ropa de cama mojada para que se secaran al sol. Alabaron a Dios por el buen tiempo, pero la tripulación les advirtió que pronto llegarían al océano Índico y maldecirían el sofocante calor.

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6

Y entonces, cuando la primera y fatigosa parte del viaje se había superado, la vida social a bordo del Dublin se animó.

El médico del barco asumió por fin sus tareas de profesor, por lo que los hijos de los emigrantes tuvieron otra cosa que hacer que fastidiarse unos a otros y molestar a sus padres y, sobre todo, a las niñas de Helen. Las últimas tuvieron la oportunidad de destacar en las clases y Helen se sintió orgullosa de ellas. Al principio había esperado contar con algo de tiempo libre gracias a las horas de enseñanza, pero luego prefirió supervisar las tareas. Ya el segundo día, las chismosas de Mary y Laurie volvieron de clase con unas noticias preocupantes.

—Daphne le ha dado un beso a Jamie O’Hara —informó jadeante Mary.

—Y Tommy Sheridan quería tocar a Elizabeth, pero ella le ha dicho que la esperaba un príncipe y entonces todos se han echado a reír —añadió Laurie.

Helen llamó primero a capítulo a Daphne, quien no mostró el menor sentimiento de culpabilidad.

—Jamie me ha dado a cambio un buen trozo de salchicha —dijo con toda tranquilidad—. La han traído de casa. Y todo fue muy rápido, ¡no tiene ni idea de dar un beso de verdad!

Helen estaba horrorizada de los conocimientos a ojos vistas más profundos de Daphne. La reprendió con severidad pese a que sabía que no iba a conseguir nada con ello. El sentido de moral y decencia de Daphne sólo se aguzaría, quizás, a largo plazo. Así que Helen asistía primero a la clase de las niñas y luego ella misma asumió cada vez más obligaciones en la escuela y en la preparación de las misas dominicales. El médico del barco se lo agradecía: él no tenía madera ni de maestro ni de predicador.

Por las noches casi cada día había música en la entrecubierta. Los viajeros se habían resignado a la pérdida de su antiguo hogar o encontraban cierto consuelo en cantar viejas melodías en inglés antiguo, irlandés y escocés. Algunos se habían embarcado con su instrumento, así que se oía el sonido de violines, flautas y armónicas. Los viernes y sábados había baile y de nuevo Helen tuvo que refrenar a Daphne, sobre todo. Permitía de buen grado que las mayores escucharan la música y también contemplaran el baile durante una hora. Después, sin embargo, debían meterse en cama, a lo que Dorothy se prestó sensatamente, mientras que Daphne buscaba excusas para quedarse y llegó incluso a marcharse a hurtadillas después de ir a la cama pensando que Helen dormía.

En la cubierta superior las actividades sociales transcurrían de forma más cultivada. Se interpretaban conciertos y obras de teatro, y, por supuesto, las cenas se celebraban de forma solemne en el comedor. Gerald Warden y Gwyneira compartieron mesa con un matrimonio londinense cuyo hijo más joven estaba estacionado en una guarnición en Christchurch y pensaba establecerse definitivamente allí. El joven tenía la intención de casarse y entrar en el comercio de la lana. Había pedido a su padre que le concediera un anticipo de la herencia. El señor y la señora Brewster —dos personas en la cincuentena, dinámicas y resolutivas— habían comprado sin demora los billetes para viajar a Nueva Zelanda. Antes de desprenderse del dinero, tronó la señora. Brewser, quería echar un vistazo al lugar y, sobre todo, a su futura nuera.

—Peter nos ha escrito que es medio maorí —dijo la señora Brewster vacilante—. Y que es tan bonita como una de esas muchachas de los mares del Sur que a veces se ven en cuadros. Pero no sé, una nativa...

—Puede ser muy práctico para la compra de tierras —intervino Gerald—. A uno de mis conocidos le regalaron en una ocasión la hija de uno de los jefes de tribu y con ella diez hectáreas de los mejores pastos. Mi amigo se enamoró de inmediato. —Gerald guiñó un ojo de forma expresiva.

El señor Brewster soltó una estruendosa carcajada a causa de la broma y Gwyn y la señora Brewster sonrieron más bien de manera forzada.

—Además, la hija podría ser la amiguita de su hijo —siguió reflexionando Gerald—. Debería de tener unos quince años ahora, una edad apta para el matrimonio entre los nativos. Y las mestizas suelen ser preciosas. Los maoríes de pura sangre por el contrario..., vaya, no son de mi gusto. Demasiado bajos, demasiado achaparrados y después están los tatuajes..., pero a cada uno lo suyo. En materia de gustos no hay disputas.

A partir de las preguntas de los Brewster y las respuestas de Gerald, Gwyneira adquirió algo más de conocimiento respecto a su futura tierra de acogida. Hasta el momento el barón de la lana había hablado sobre todo de las posibilidades económicas de la cría de ganado y de los pastos de las llanuras de Canterbury, pero ahora oía por vez primera que toda Nueva Zelanda se componía de dos grandes islas y que Christchurch y Canterbury estaban situadas en la isla Sur. Oyó hablar de montañas y fiordos, pero también del bosque de lluvia similar a una jungla, de las estaciones de los balleneros y de la búsqueda de oro. Gwyneira recordó que Lucas, por lo que le habían dicho, investigaba sobre la flora y la fauna de la región, así que sustituyó en el acto sus sueños de arar y sembrar junto a su esposo por la fantasía casi igual de excitante de emprender expediciones a territorios todavía sin explotar de las islas.

En algún momento, no obstante, se agotó tanto la curiosidad de los Brewster como las ganas de contar de Gerald. Era evidente que éste conocía bien Nueva Zelanda, pero animales y paisajes sólo le interesaban por lo que suponían desde el punto de vista económico. A la familia Brewster parecía sucederle lo mismo. Para ellos lo más importante era si el lugar era seguro y si emprender un negocio allí arrojaría beneficios. Mientras se discutía sobre tales cuestiones se mencionaron los nombres de distintos comerciantes y granjeros, y Gwyneira aprovechó la oportunidad de ejecutar el plan por largo tiempo acariciado y preguntar inocentemente por un gentlemanfarmer de nombre O’Keefe.

—Tal vez lo conozca. Debe de vivir en algún lugar de las llanuras de Canterbury.

La reacción de Gerald Warden la sorprendió. Su futuro suegro se puso colorado al instante y pareció que los ojos se le salían de las órbitas a causa de la excitación.

—¿O’Keefe? ¿Un terrateniente? —Gerald escupió estas palabras y resopló escandalizado—. ¡Conozco a un pillo y usurero llamado O’Keefe! —siguió vociferando—. Una escoria que debería ser devuelta a Irlanda de inmediato. ¡O hacia Australia, a las colonias de reclusos que es de donde procede! ¡Granjero y gentleman! ¡Qué gracia! Olvídese, Gwyneira; ¿dónde ha escuchado ese nombre?

Gwyneira hizo un gesto apaciguador con la mano. El señor Brewster, por su parte, se apresuró a volver a llenar de whisky el vaso de Gerald. Al parecer esperaba que tuviera un efecto calmante. La señora Brewster se había sobresaltado de verdad, cuando Warden empezó a gritar.

—Seguro que debo de referirme a otro O’Keefe —se apresuró a decir Gwyneira—. Una joven de la entrecubierta, una institutriz inglesa, se ha prometido a él. Dice que es uno de los notables de Christchurch.

—¿Ah, sí? —preguntó Gerald con desconfianza—. Es raro que se me haya pasado por alto. Un terrateniente en la región de Christchurch que con este condenado hijo de perra..., oh, discúlpenme, señoras..., tenga la mala fortuna de compartir nombre debería resultarme, sin lugar a dudas, conocido. O’Keefe es un sujeto de dudosa reputación.

—O’Keefe es un nombre muy frecuente —lo tranquilizó el señor Brewster—. Es absolutamente posible que haya dos O’Keefe en Christchurch.

—Y el señor O’Keefe de Helen escribe cartas muy bonitas —añadió Gwyneira—. Debe de ser muy cultivado.

Gerald soltó una escandalosa carcajada.

—Bueno, entonces seguro que se trata de otro. ¡El viejo Howie apenas si logra escribir su nombre sin faltas! Pero Gwyn, no me gusta que vayas a la entrecubierta. Mantén la distancia con la gente de allí, también con supuestas institutrices. La historia me resulta sospechosa, así que no hables más con ella.

Gwyneira frunció el ceño. El resto de la tarde estuvo enfadada y en silencio. Más tarde, en su camarote, su cólera fue verdaderamente en aumento.

¿Qué se figuraba Warden? La evolución desde «milady» hasta «Lady Gwyneira» y ahora al breve «Gwyn» y el desenfadado tuteo y mando sobre lo que debía hacer había sucedido bastante deprisa. ¡Se negaba rotundamente a romper el contacto con Helen! La joven era la única persona en todo el barco con la que podía charlar con franqueza y sin temor. Pese a sus distintos orígenes sociales e intereses, ambas se estaba haciendo cada vez más amigas.

Además, Gwyn les había tomado cariño a las seis niñas. En especial le entusiasmaba la seria Dorothy, pero también la soñadora Elizabeth, la pequeña Rosie, y también la algo turbia, pero sin duda lista y vivaracha, Daphne. Le hubiera encantado llevárselas a las seis a Kiward Station y en realidad había planeado hablar con Gerald sobre contratar al menos a una nueva sirvienta. Por el momento no le parecía oportuno, pero todavía quedaba mucho tiempo y Warden sin duda se calmaría. Más dolores de cabeza le producía lo que acababa de escuchar sobre Howard O’Keefe. Bien, el apellido era frecuente, y que hubiera dos O’Keefe en la región no era, sin lugar a dudas, nada insólito. ¿Pero dos Howard O’Keefe?

¿Qué tenía Gerald en contra del futuro esposo de Helen?

Gwyn hubiera compartido con agrado sus reflexiones con Helen, pero se contuvo. ¿De qué hubiera servido torpedear la paz interior de su amiga y atizar sus miedos? Al fin y al cabo, todo eso no eran más que vanas especulaciones.

Entretanto hacía un calor casi agobiante a bordo del Dublin. El sol brillaba sin piedad en el cielo. En un principio, los emigrantes disfrutaron de él, pero ahora, tras casi ocho semanas en el barco, los ánimos cambiaron. Mientras que el frío de la primera semana había provocado más bien apatía, la gente cada vez estaba más excitada a causa del calor y el bochorno.

En la entrecubierta, los tripulantes se peleaban y se enfadaban por naderías. Se produjeron las primeras peleas entre los hombres, incluso entre viajeros y miembros de la tripulación cuando alguien creía que le habían dado gato por liebre en el reparto de las porciones de comida o agua. El médico empleaba ginebra en abundancia para limpiar las heridas y calmar los ánimos. Además, en casi todas las familias se producían desacuerdos; la inactividad forzada era enervante. Sólo Helen mantenía la tranquilidad y el orden en su camarote. Seguía ocupando a las niñas en las interminables tareas de aprendizaje acerca de las labores en una casa de la clase alta. A Gwyneira misma le daba vueltas la cabeza cuando las escuchaba.

—¡Dios mío, tengo suerte de librarme! —agradecía sonriente a su destino—. ¡Nunca hubiera sido la señora idónea para administrar una casa así! Me hubiera olvidado sin cesar de la mitad de las cosas. Y sería incapaz de mandar a la sirvienta a que limpiara la plata cada día. ¡Es un trabajo inútil por completo! ¿Y por qué hay que doblar de manera tan complicada las servilletas? De todos modos se utilizan cada día.

—Es una cuestión de belleza y decoro —le comunicó Helen con determinación—. Además, pronto deberás poner cuidado en todo esto. Ya que, según he oído, te aguarda una casa señorial en Kiward Station. Tú misma me has contado que el señor Warden se ha guiado por la arquitectura de las casas de campo inglesas para construir la suya y se ha hecho decorar las habitaciones por un interiorista londinense. ¿Crees que ha renunciado a una cubertería de plata, candelabros, bandejas y fruteros? ¡Y la mantelería forma parte de tu ajuar!

Gwyneira suspiró.

—Debería de haberme casado en Tejas. Pero en serio, yo creo..., espero..., que el señor Warden exagere. Puede que sea un gentleman, pero debajo de todos esos elegantes modales se esconde un tipo bastante rudo. Ayer ganó el señor Brewster jugando al blackjack. Bueno, ganó..., lo desplumó como a un ganso de navidad. Y al final los otros caballeros lo acusaron de hacer trampas. ¡En vista de ello quería desafiar a Lord Barrington! Te lo digo, parecía una tabernucha del puerto. Al final, el mismo capitán tuvo que pedir que se moderasen. En realidad es probable que Kiward Station sea un fortín y yo misma tenga que ordeñar las vacas.

—¡Ya te gustaría! —rio Helen, que en ese tiempo ya había llegado a conocer bien a su amiga—. Pero no te engañes. Eres y sigues siendo una dama, en caso de duda incluso en el establo de las vacas; y esto también sirve para ti, Daphne. Nada de ir deambulando por ahí de forma dejada y esparracándote sólo porque en ese momento no te estoy mirando. En lugar de eso puedes peinar a Miss Gwyneira. Se nota que no tiene doncella. En serio, Gwyn, se te encrespa el pelo como si te lo hubieran peinado con tenacillas. ¿Es que no te lo arreglas nunca?

A las órdenes de Helen y con un par de indicaciones adicionales de Gwyneira sobre la última moda, tanto Dorothy como Daphne se habían convertido en unas doncellas de cámara realmente hábiles. Ambas eran corteses y habían aprendido cómo ayudar a una lady a la hora de vestirse y a peinarle el cabello. No obstante, Helen se había planteado algunas veces no enviar a Daphne sola a los aposentos de Gwyneira pues no confiaba en la niña. Creía que era absolutamente posible que Daphne aprovechara cualquier oportunidad para robar. Pero Gwyneira la tranquilizaba.

—No sé si es honrada, pero con toda seguridad no es tonta. Si roba aquí, se descubrirá. ¿Quién podría ser sino ella y dónde iba a esconder el objeto robado? Mientras esté en el barco, se comportará. No me cabe la menor duda.

La tercera de las mayores, Elizabeth, se mostraba asimismo complaciente y era encantadora y de una honradez sin tacha. No obstante, no se mostraba diestra en exceso. Le gustaba más leer y escribir que los trabajos manuales. Eso era para Helen causa de muchas preocupaciones.

—En el fondo debería seguir yendo a la escuela y más tarde, quizás, a una escuela para profesores —le dijo a Gwyneira—. Eso también sería de su agrado. Le gustan los niños y tiene mucha paciencia. ¿Pero quién se haría cargo de los costes? ¿Y hay en Nueva Zelanda un instituto adecuado? Como sirvienta es un caso perdido. Cuando tiene que fregar el suelo, inunda la mitad y se olvida del resto.

—Tal vez fuera una buena nodriza —pensó la pragmática Gwyn—. Es probable que yo pronto necesite una...

Helen enseguida se sonrojó ante tal observación. No le gustaba nada pensar en dar a luz y, sobre todo, en la procreación en el contexto de su inminente matrimonio. Una cosa era maravillarse del refinado estilo epistolar de Howard y pensar en su adoración. Pero la idea de dejarse tocar por ese hombre totalmente desconocido... Helen tenía una idea vaga sobre lo que ocurría entre un hombre y una mujer por las noches, pero esperaba más dolores que alegrías. ¡Y ahora Gwyneira se refería despreocupadamente a tener hijos! ¿Querría hablar de este asunto? ¿Sabría más al respecto que Helen? La institutriz se preguntaba sobre cómo abordar el tema sin infringir de modo lamentable los límites de la decencia con la primera palabra. Y, claro está, sólo podía hacerlo cuando las niñas no estuvieran cerca. Con alivio comprobó que Rosie jugaba junto a ellas con Cleo.

Gwyneira tampoco podría haber contestado a esas preguntas apremiantes. Aunque hablaba en modo abierto de tener niños, sin embargo no dedicaba el menor pensamiento a las noches con Lucas. No tenía ni la menor idea de lo que la esperaba: su madre sólo le había explicado, avergonzada, que correspondía al destino de una mujer soportar esas cosas con humildad. Si Dios quería, sería correspondida por ello con un hijo. No obstante, Gwyn se preguntaba a veces si realmente podía considerarse una dicha tener a un bebé llorando y con la cara enrojecida, pero no se hacía ilusiones. Gerald Warden esperaba de ella que le diera lo más pronto posible un nieto. No iba a negarse..., no, cuando supiera cómo hacerlo.

El viaje por mar se prolongaba. En primera clase se luchaba contra el aburrimiento: a fin de cuentas ya hacía tiempo que se habían intercambiado todas las cortesías y se habían contado todas las historias. Los pasajeros de la entrecubierta se peleaban más por los crecientes problemas de supervivencia. La alimentación, frugal e incompleta, provocó enfermedades y síntomas carenciales, la angostura de los camarotes y el calor constante de esos días favorecían que todo se hallara infestado de bichos. Mientras, los delfines acompañaban el barco y a menudo también se veían peces grandes como tiburones. Los hombres de la entrecubierta hacían planes para matarlos con arpones o anzuelos, pero sólo rara vez llevaban a cabo la empresa con éxito. Las mujeres anhelaban un mínimo de higiene y empezaron a lavar a sus hijos y la ropa con el agua de lluvia. Helen, no obstante, encontró esta solución insuficiente.

—Con el agua sucia las cosas todavía se ensucian más —protestaba a la vista del agua almacenada en un bote salvavidas.

Gwyneira hizo un gesto de impotencia.

—Al menos no tenemos que beberla. El capitán dice que tenemos suerte con el tiempo. Y por ahora no hay calma chicha, aunque lentamente estaremos en la..., en la..., zona de calma. El viento no sopla como debería y a los barcos se les acaba el agua.

Helen asintió.

—Los marineros cuentan que esta zona se llama también la Latitud de los Caballos porque antes solían sacrificarse los caballos que estaban a bordo para no morir de hambre.

Gwyneira resopló.

—Antes de sacrificar a Igraine ¡me como a los marineros! —exclamó—. Pero lo dicho, parece que estamos de suerte.

Por desgracia, la suerte del Dublin iba a acabarse pronto. Si bien el viento siguió soplando, una insidiosa enfermedad amenazó la vida de los pasajeros. Al principio sólo un marinero se quejó de tener fiebre, lo que nadie se tomó muy en serio. El médico del barco reconoció el peligro cuando se le presentaron los primeros niños con fiebre y una erupción. La enfermedad entonces se propagó como un reguero de pólvora en la entrecubierta.

Al comienzo, Helen esperaba que sus niñas no se vieran afectadas, puesto que salvo en las horas de clase diarias tenían poco contacto con los demás niños. Gracias a las aportaciones de Gwyneira y a las expediciones periódicas de Daphne en busca del botín en los establos de las vacas y en el gallinero se encontraban en un estado general mucho mejor que los otros niños emigrantes. Sin embargo, Elizabeth tuvo fiebre, y poco después la siguieron Laurie y Rosemary. Daphne y Dorothy enfermaron, pero sólo ligeramente, y Mary, para sorpresa de Helen, no se contagió pese a compartir todo el tiempo la cama con su melliza, a la que abrazaba estrechamente y cuya posible pérdida lloraba con anticipación. La fiebre fue benigna con Laurie, mientras que Elizabeth y Rosemary oscilaron varios días entre la vida y la muerte. El médico las trató como a todos los demás enfermos con ginebra, con lo que los respectivos titulares de la patria potestad debían decidir por sí mismos si el remedio debía administrarse de forma externa o interna. Helen se decidió por los lavados y compresas y así consiguió al menos que las pequeñas enfermas sintieran un poco de frescor. En la mayoría de las familias, por el contrario, el aguardiente acababa en la barriga del padre y la atmósfera, ya de por sí irritada, se volvió explosiva.

Al final murieron doce niños a causa de la epidemia, y de nuevo las lágrimas y las lamentaciones reinaron en la entrecubierta. El capitán celebró al menos una conmovedora misa de difuntos en la cubierta principal a la que asistieron todos los pasajeros sin excepción. Gwyneira, con el rostro arrasado por las lágrimas, tocaba el piano, pero sus buenas intenciones superaban con toda claridad su pericia. Sin partituras estaba desvalida. Al final, Helen se encargó de tocar y algunos de los pasajeros de la entrecubierta también recurrieron a sus instrumentos. La canción y el llanto de esos seres humanos se extendieron lejos sobre el mar y, por primera vez, emigrantes ricos y pobres se unieron en una comunidad. Se consolaron juntos y unos días después de la misa el ambiente general era más suave y pacífico. El capitán, un hombre tranquilo y experimentado, estableció a partir de entonces que la misa dominical se celebraría para todos en la cubierta principal. El tiempo ya no constituía ningún obstáculo. Era mucho más caluroso que frío y lluvioso. Sólo al doblar el cabo de Buena Esperanza se produjo una tormenta y se embraveció el mar; luego el viaje transcurrió con tranquilidad.

Mientras, Helen ensayaba canciones religiosas con sus discípulas. Dado que la interpretación de una coral un domingo por la mañana había resultado especialmente exitosa, el matrimonio Brewster la hizo partícipe de una conversación con Gerald y Gwyneira. Felicitaron con vehemencia a la joven por sus discípulas y al final Gwyneira aprovechó la oportunidad de presentar a su amiga y su futuro suegro como era debido.

Sólo esperaba que Warden no empezara de nuevo a despotricar, pero esta vez no perdió la compostura, sino que se mostró encantador. Intercambió con tranquilidad las cortesías de rigor con la joven y alabó el canto de las niñas.

—Así que quiere casarse... —gruñó cuando ya no tenían más que decir.

Helen asintió solícita.

—Sí, señor, si Dios quiere. Confío en que el Señor me guíe por la senda de un matrimonio feliz... ¿Tal vez no le resulte desconocido mi futuro esposo? Se llama Howard O’Keefe, de Chaldon, Canterbury. Tiene una granja.

Gwyneira contuvo la respiración. Tal vez sí debería haberle contado a Helen el último estallido de Gerald, cuando se mencionó a su prometido. Pero no había razón para preocuparse. Ese día, Gerald se mantuvo bajo control de forma inquebrantable.

—Espero que conserve su fe —observó con una sonrisa fingida—. A veces el Señor se burla de la forma más insospechada de sus ovejas más ingenuas. Y en lo que respecta a su pregunta... no. Un gentleman llamado Howard O’Keefe me resulta totalmente desconocido.

El Dublin surcaba ahora el océano Índico, la penúltima travesía, la más larga y la más peligrosa del viaje. Aunque las aguas pocas veces se embravecían, la ruta discurría por mar abierto. Hacía semanas que los pasajeros no divisaban tierra y, según Gerald Warden, las costas más próximas estaban a cientos de millas de distancia.

La vida a bordo se iba normalizando y, gracias al clima tropical, todos permanecían más tiempo en cubierta en lugar de ir apretados como sardinas en los camarotes. De este modo la rígida división entre primera clase y entrecubierta se relajaba de forma cada vez más sorprendente. Junto a las misas se organizaban también conciertos y danzas comunes. Los hombres de la entrecubierta siguieron desarrollando su técnica de pesca y al final triunfaron. Cazaron tiburones y barracudas con arpones y atraparon albatros utilizando cañas con una especie de anzuelos y pescados que arrastraban tras el barco como cebos. El aroma de la carne de pez o el ave a la parrilla se extendía entonces por toda la cubierta y a las familias que no participaban se les hacía la boca agua. Helen recibía muestras de cariño. Como profesora disfrutaba de gran consideración y en lo que iba de tiempo casi todos los niños de la entrecubierta sabían leer y escribir mejor que sus padres. Además, Daphne solía obtener astutamente una porción de pescado o carne. Cuando Helen no la sometía a una estrecha vigilancia, se colaba entre los pescadores durante la captura, elogiaba su arte y conseguía entre pestañeos y morritos atraer la atención. Los hombres jóvenes en especial mendigaban sus favores y a veces se dejaban convencer para realizar peligrosas pruebas de valor. Daphne aplaudía, en apariencia encantada, cuando sus héroes se quitaban las camisas, zapatos y medias para dejar que el grupo de hombres vociferantes los descendieran hasta el agua. Ni Helen ni Gwyneira tenían la sensación de que Daphne realmente se preocupara por ninguno de los jóvenes.

—Espera a que muerda un tiburón —observó Gwyneira cuando un joven e intrépido escocés se colgó boca abajo en el torrente de agua y luego dejó que el Dublin lo arrastrara como un cebo en un anzuelo—. Apuesto a que no tendría el menor escrúpulo para comerse luego al animal.

—Ya es hora de que el viaje llegue a su fin —suspiró Helen—. En caso contrario, de maestra me convertiré en celadora. Estas puestas de sol, por ejemplo..., son preciosas y románticas, pero, claro, del mismo modo las ven también los jóvenes y las muchachas. Elizabeth está entusiasmada con Jamie O’Hara, al que Daphne dejó hace tiempo, cuando se le acabaron todas las salchichas. Y cada día unos tres jóvenes acosan a Dorothy para que contemple con ellos el mar fosforescente durante la noche. Gwyneira rio y jugó con el sombrero que la protegía del sol.

—Daphne, por su parte, no busca al príncipe de sus sueños en la entrecubierta. Ayer me pidió si podía ver la puesta de sol desde la cubierta superior porque ahí la vista era mucho mejor. Así estuvo acechando al joven vizconde Barrington como un tiburón a un cebo.

Helen puso los ojos en blanco.

—¡Habría que casarla pronto! Oh, Gwyn, siento un miedo espantoso cada vez que pienso que dentro de sólo dos o tres semanas entregaré a las niñas a una gente extraña y tal vez nunca más volveré a verlas.

—¡Pues no querías librarte de ellas! —replicó riendo Gwyneira—. Y al menos saben leer y escribir. Os podéis enviar cartas. ¡Y nosotras también! Si al menos supiera cuál es la distancia entre Haldon y Kiward Station. Los dos están en las llanuras de Canterbury, pero ¿dónde está cada cosa? No quiero perderte, Helen. ¿A que sería bonito que pudiéramos visitarnos la una a la otra?

—Lo haremos seguro —contestó Helen confiada—. Howard debe de vivir cerca de Christchurch, si no no pertenecería a su comunidad. Y es probable que el señor Warden tenga muchas cosas que hacer en la ciudad. Nos veremos, Gwyn, ¡seguro!

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7

En efecto, el viaje se acercaba ahora a su fin. El Dublin surcaba el mar de Tasmania entre Australia y Nueva Zelanda, los pasajeros de la entrecubierta se superaban unos a otros rumoreando acerca de a qué distancia se encontraban del nuevo país. Algunos ya acampaban en la cubierta antes de la salida del sol para ser los primeros en divisar su nuevo hogar.

Elizabeth se entusiasmó cuando Jamie O’Hara la despertó una vez con tal propuesta, pero Helen le ordenó con firmeza que se quedara en cama. Sabía por Gwyneira que todavía tardarían dos o tres días en divisar tierra y entonces el capitán les informaría en el momento oportuno.

Por fin ocurrió, incluso a la clara luz de la mañana. El capitán hizo aullar las sirenas del barco y en cuestión de segundos todos los pasajeros se reunieron en la cubierta principal. Gwyneira y Gerald estaban, cómo no, en primera fila, pero al principio no veían más que nubes. Una capa blanca de algodón extendida a lo largo ocultaba la vista de la tierra. Si los marineros no hubieran asegurado a los viajeros que la isla del Sur se ocultaba ahí detrás, el fenómeno de la nube no habría despertado especial atención.

Sólo cuando se acercaron a la costa, se fueron dibujando las montañas en la niebla, peñas de contorno escarpado, tras las cuales se amontonaban de nuevo las nubes. Era algo raro, como si la montaña estuviera suspendida en un blanco luminoso de algodón.

—¿Estará siempre tan nublado? —preguntó Gwyneira poco entusiasmada. Por bonita que fuera la vista, podía imaginarse muy bien lo húmedo y frío que sería el paseo a caballo por el desfiladero que separaba Christchurch de los embarcaderos de las naves de alta mar. Según le había explicado Gerald, el puerto se llamaba Lyttelton. El recinto todavía estaba en construcción y una fatigosa cuesta conducía a las primeras casitas. Para llegar al mismo Christchurch había que ir a pie o a caballo, pero el camino era a veces tan escarpado y difícil que unos expertos en el lugar debían tirar de los animales por la brida. De ahí que el camino recibiera el nombre de Bridle Pass, Paso de Brida.

Gerald sacudió la cabeza.

—No. Es más bien inusual que se ofrezca tal visión al viajero. Y seguro que trae suerte... —Sonrió contento a ojos vistas de volver a contemplar su hogar—. Al fin y al cabo se dice que el país se presentó precisamente así a los viajeros de la primera canoa, que transportaba a gente de Polinesia hacia Nueva Zelanda. De ahí procede el nombre maorí de Nueva Zelanda: aotearoa, la tierra de la gran nube blanca.

Helen y sus niñas miraban fascinadas el espectáculo de la naturaleza

Daphne, sin embargo, parecía intranquila.

—No hay casas —observó pasmada—. ¿Dónde están los diques y las instalaciones portuarias? ¿Dónde están los campanarios? ¡Sólo veo nubes y montañas! No tiene nada en común con Londres.

Helen intentó sonreír animosa, pese a que compartía en el fondo la sorpresa de Daphne. También ella se había criado en la ciudad y tal desmesura de la naturaleza le resultaba ajena. No obstante, ella al menos había contemplado diversos paisajes ingleses, mientras que las niñas sólo conocían las calles de la gran ciudad.

—Claro que no es Londres, Daphne —le explicó—. Aquí las ciudades son mucho más pequeñas. Pero también Christchurch tiene su campanario, que se convertirá en una catedral como la abadía de Westminster. Además no puedes ver casas simplemente porque no atracamos justo en la ciudad. Debemos..., hummm, debemos caminar un poco, hasta...

—¿Caminar un poco? —Gerald Warden había escuchado sus palabras y rio sonoramente—. Sólo puedo desearle, Miss Davenport, que su estupendo prometido le envíe un mulo. En caso contrario gastará hoy mismo la suelas de sus zapatitos de ciudad. El Bridle Path es un angosto paso montañoso, resbaladizo y húmedo a causa de la niebla. Y cuando la bruma se levanta hace un calor de mil demonios. Pero mira, Gwyneira, ¡ahí está Lyttelton Harbour!

Las gentes del Dublin compartieron la excitación de Gerald cuando la niebla dejó a la vista una recogida bahía en forma de pera. Según Gerald esa dársena natural era de origen volcánico. La bahía estaba rodeada de montañas y ahora se distinguían también un par de casas y pasarelas de desembarco.

—No tema usted —dijo jovialmente el médico del barco a Helen—. Desde hace poco hay un servicio de lanzadera que va una vez al día desde Lyttelton hasta Christchurch. Allí podrá alquilar un mulo. No tendrá que escalar como los primeros colonos.

Helen titubeó. Tal vez ella pudiera alquilar un mulo, pero ¿qué iba a hacer con las niñas?

—¿A qué..., a qué distancia está? —preguntó indecisa, mientras el Dublin se aproximaba ahora veloz a la costa—. ¿Y debemos llevar nosotras todo el equipaje?

—Como guste —respondió Gerald—. Puede enviarlo también por barco, río Avon arriba. Pero, por supuesto, eso cuesta dinero. La mayoría de los nuevos colonos arrastra sus cosas por el Bridle Path. Son casi veinte kilómetros.

Helen decidió de inmediato que transportaran sólo su querida mecedora. Ella misma llevaría el resto del equipaje como los demás inmigrantes. Podía recorrer veinte kilómetros, ¡seguro que podía hacerlo! Aunque, naturalmente, nunca lo había intentado antes...

Entretanto, la cubierta principal se había vaciado: los pasajeros se precipitaban a sus camarotes para empaquetar sus pertenencias. Ahora que por fin habían alcanzado su destino querían desembarcar lo antes posible. En la entrecubierta reinaba un alboroto similar al del día de la partida.

En primera clase se procedía de forma más sosegada. En general, el equipaje era entregado: los servicios de los transportistas se hacían cargo de los señores y conducían tierra adentro, con mulos, a personas y mercancías. La señora Brester y Lady Barrington ya temblaban, empero, antes del viaje a caballo por el Paso. Ninguna estaba acostumbrada a montar en caballo o mulo, y, por añadidura, habían escuchado cuentos horripilantes sobre los peligros del camino. Gwyneira, por el contrario, estaba impaciente por subir a lomos de Igraine, razón ésta por la que no tardó en enzarzarse en una encarnizada discusión con Gerald.

—¿Quedarnos una noche más aquí? —preguntó perpleja cuando él le explicó que iban a alojarse en el modesto pero recientemente accesible hostal de Lyttelton—. ¿Y por qué?

—Porque será imposible descargar los animales antes de entrada ya la tarde —respondió Gerald—. Y porque debo pedir arrieros para llevar las ovejas por el Paso.

Gwyneira sacudió la cabeza sin comprender.

—¿Que necesita ayuda para eso? Yo sola puedo guiar las ovejas. Y también contamos con dos caballos. No tenemos que esperar a los mulos.

Gerald soltó una sonora carcajada y Lord Barrington intervino de inmediato.

—¿Quiere conducir las ovejas por el Paso, señorita? ¿A caballo como un cowboy americano? —Al lord le pareció, a ojos vistas, el mejor chiste que había oído en mucho tiempo.

Gwyneira puso los ojos en blanco.

—Naturalmente, no soy yo misma quien guía a las ovejas —observó—. Eso lo hacen Cleo y los otros perros que el señor Warden ha comprado a mi padre. Es cierto que los animales todavía son jóvenes y no han sido suficientemente adiestrados. Pero son sólo treinta ovejas. Eso lo consigue Cleo sin la menor ayuda, si así debe ser.

La perrita había oído su nombre y abandonó su rincón para acercarse de inmediato. Moviendo la cola y con unos ojos radiantes de entusiasmo y devoción se detuvo ante su dueña. Gwyn la acarició y le informó de que por fin hoy concluiría el aburrimiento en el barco.

—Gwyneira —protestó Gerald irritado—, no he comprado esas ovejas y perros y los he transportado por medio mundo para que se caigan en el próximo precipicio que encuentren. —Odiaba que un miembro de su familia se pusiera en ridículo. Y aun más cuando cuestionaba sus indicaciones o simplemente las ignoraba—. No conoces Bridle Path. Es un camino traicionero y peligroso. Ningún perro puede guiar él solo las ovejas por allí ni tampoco puedes limitarte a recorrerlo a caballo. He pedido que esta noche preparasen unos corrales para las ovejas. Mañana haré que conduzcan a los caballos y tú irás en mulo.

Gwyneira echó imperiosa la cabeza hacia atrás. Odiaba que menospreciaran sus aptitudes y las de sus animales.

—Igraine va por cualquier camino y tiene el paso más seguro que cualquier mulo —aseguró con voz firme—. Y Cleo jamás ha perdido una oveja, tampoco le pasará hoy. Espere y verá cómo esta tarde estaremos en Christchurch.

Los hombres siguieron riéndose, pero Gwyneira estaba firmemente decidida. ¿Para qué tenía el mejor perro pastor de Powys, cuando no de todo Gales? ¿Y para qué se habían estado criando durante siglos caballos diestros y de paso seguro? Gwyneira ardía en deseos de demostrárselo a los hombres. ¡Éste era un mundo nuevo! Aquí no permitiría que le hicieran adoptar el papel de la mujercita modosa que seguía las órdenes de los hombres sin rechistar.

Helen se sentía totalmente mareada cuando al fin, hacia las tres de la tarde, puso pie en suelo neozelandés. La tambaleante pasarela de desembarco no le pareció mucho más segura que las planchas del Dublin, pero se balanceó intrépidamente sobre ella y por fin llegó a tierra firme. Se había sacado tal peso de encima que se habría hincado de rodillas y besado el suelo, como habían hecho sin complejos la señora O’Hara y otros cuantos colonos. Las niñas de Helen y los demás niños de la entrecubierta danzaban por ahí alegremente y sólo con esfuerzo se los pudo apaciguar para que pudieran, junto con los otros supervivientes del viaje, rezar una oración de gracias. Sin embargo, Daphne seguía decepcionada. Las pocas casas que bordeaban la bahía de Lyttelton no se correspondían con su idea de una ciudad.

Helen ya había encargado el transporte de la mecedora en el barco. En esos momentos ascendía despacio, con la bolsa de viaje en una mano y la sombrilla apoyada en el hombro, por una amplia vía de acceso hacia las primeras casitas. Las niñas la seguían dóciles con su hatillo. Encontró la subida hasta allí agotadora, pero no peligrosa o en absoluto intolerable. Si no empeoraba, superaría el camino hasta Christchurch. Pese a todo, por fin llegaron al centro de la colonia de Lyttelton. Había un pub, una tienda y un hotel que parecía digno de confianza. Pero, claro está, sólo los ricos se beneficiarían de él. Los pasajeros de la entrecubierta que no quisieran partir de inmediato hacia Christchurch, podían alojarse en las sencillas barracas y tiendas. Muchos nuevos colonos aprovecharon esa posibilidad. Otros emigrantes tenían parientes en Christchurch y habían acordado con ellos que les enviaran animales de carga tan pronto llegara el Dublin.

Helen albergaba leves esperanzas cuando vio que los mulos del transportista aguardaban delante del bar. Aunque Howard todavía no sabría nada de su llegada, habían comunicado al párroco de Christchurch, el reverendo Baldwin, que las seis huérfanas llegarían con el Dublin. Tal vez había tomado medidas para lo que quedaba de su viaje. Helen se informó con los muleros, pero ninguno de ellos había recibido indicaciones al respecto. Sabían que tenían que recibir unas mercancías para el reverendo Baldwin, y también les habían dado aviso de los Brewster, pero el párroco no había mencionado a las pequeñas.

—Ya veis, niñas, no nos queda otro remedio que ir caminando —dijo Helen, resignándose al final a su destino—. Y cuanto antes mejor, así lo habremos dejado a nuestras espaldas.

A Helen no le parecieron lugar seguro las tiendas y barracas que habrían podido constituir una alternativa a la excursión. Era evidente que hombres y mujeres dormían también ahí separados, pero no había puertas que pudieran cerrarse y seguro que en Lyttelton reinaba la misma escasez de mujeres que en Christchurch. ¿Quién sabía lo que se les ocurriría a los hombres si les servían una mujer y seis niñas en bandeja de plata?

Helen partió pues junto a otras familias de inmigrantes que también querían emprender de inmediato la marcha hacia Christchurch. Entre ellas estaban los O’Hara y Jamie se ofreció caballerosamente a cargar las pertenencias de Elizabeth junto con las suyas. Pero su madre se lo prohibió de forma categórica: los O’Hara transportaban todos sus enseres domésticos por las montañas y todos tenían más que suficiente que llevar. En un caso así, la resuelta mujer decidió que la cortesía era un lujo superfluo.

Pasados los primeros kilómetros bajo el sol, Jamie pensaría como ella. La niebla se había disipado, tal como Gerald había predicho, y Bridle Path estaba expuesto a un cálido sol primaveral. Para los inmigrantes, esto seguía siendo difícil de entender. En casa, en Inglaterra, ya se contaba en esos momentos con las primeras tormentas de otoño, pero ahí en Nueva Zelanda la hierba acababa de empezar a brotar y el sol a subir cada vez más. En efecto, la temperatura era muy agradable, pero subir por la larga pendiente con la ropa de abrigo del viaje resultaba abrumador, pues muchos de los viajeros se habían puesto varias prendas una encima de la otra para llevar un fardo más pequeño. Incluso los hombres pronto empezaron a jadear. Por otra parte, también los tres meses de inactividad en el mar habían menoscabado la condición física de los trabajadores más fuertes. Así que el camino no sólo se fue haciendo cada vez más empinado, sino también más peligroso. Las niñas lloraban de miedo cuando tenían que pasar por el borde de un cráter. Mary y Laurie se abrazaban con tal desesperación la una a la otra que casi corrían el peligro de caerse a causa de ello. Rosemary se colgaba de la falda de Helen y escondía la cabeza en los pliegues de su vestido cuando el precipicio se abría demasiado peligrosamente. La misma Helen ya hacía tiempo que había cerrado la sombrilla. La necesitaba de bastón de paseo y ya no tenía energía suficiente para apoyarla en el hombro con elegancia y feminidad. Ese día no le importaba su cutis.

Tras una hora de marcha, los caminantes estaban cansados y sedientos, pero ya habían recorrido más de tres kilómetros.

—En lo alto de la montaña venden refrescos —consoló Jamie a las niñas—. Al menos eso es lo que han dicho en Lyttelton. Y en el transcurso de la subida hay albergues donde tomarse un respiro. Sólo tenemos que llegar arriba, luego lo peor ya habrá pasado. —Y dicho esto emprendía con resolución el nuevo trecho y las niñas lo seguían por el suelo pedregoso.

Durante el ascenso, Helen no tuvo apenas tiempo de contemplar el paisaje, pero lo que vio era desalentador. Las montañas eran peladas, grises y ralas.

—Piedra volcánica —comentó el señor O’Hara, quien ya había trabajado en la minería. Pero Helen recordó la «montaña infierno» de una balada que su hermana a veces cantaba. Precisamente así, yermo, descolorido e interminable, había imaginado el telón de fondo de la condena eterna.

Gerald Warden había podido descargar sus animales una vez que todos los pasajeros hubieron desembarcado; pero también los hombres de la agencia de transportes acababan de preparar sus mulos para emprender la marcha.

—¡Lo lograremos antes de que oscurezca! —garantizaron a las temerosas ladies que acababan de subirse a lomos de los mulos—. Son unas cuatro horas. A eso de las ocho de la noche ya habremos llegado a Christchurch. Puntuales para la cena en el hotel.

—¡Lo ve! —dijo Gwyneira a Gerald—. Podemos ir con ellos. Aunque está claro que solos iríamos más deprisa. A Igraine no le gustará ir trotando detrás de los mulos.

Para disgusto de Gerald, Gwyneira ya había ensillado los caballos mientras él controlaba el desembarco de las ovejas. Gerald logró a duras penas contenerse para no largarle una reprimenda. De todos modos estaba de mal humor. No había nadie que supiera tratar a las ovejas, no había corrales preparados y el rebaño se desparramaba de forma pintoresca por la colina de Lyttelton. Los animales disfrutaban de la libertad tras el largo tiempo transcurrido en el vientre del barco y brincaban revoltosos como corderitos por la escasa hierba del poblado. Gerald riñó a dos marineros que lo habían ayudado a descargar los animales y les ordenó con energía que los reunieran y vigilaran mientras él organizaba la construcción de un corral provisorio. Los hombres, sin embargo, consideraron que su tarea ya estaba concluida. Con la insolente respuesta de que eran gente de mar y no pastores se dirigieron al bar que acababa de inaugurarse poco tiempo atrás. Tras el largo período de abstinencia a bordo, estaban sedientos de alcohol. Las ovejas de Gerald no eran asunto suyo.

En cambio sonó en ese momento un estridente silbido que no sólo dio un susto enorme a Lady Barrington y la señora Brewster, sino también a Gerald y los muleros. Además, el sonido no procedía de cualquier niño de la calle, sino de una joven dama de sangre azul que hasta ahora se había comportado de forma juvenil y bien educada. Otra Gwyneira se reveló en ese momento. La joven se había percatado del problema de Gerald con las ovejas y puso remedio sin dilación. Silbó a su perrita y Cleo obedeció entusiasmada. Como un pequeño relámpago negro corrió a toda velocidad colina arriba y abajo y rodeó a las ovejas, que pronto se agruparon. Como guiados por una mano invisible, los animales se dirigieron en formación hacia Gwyneira, que esperaba tranquila, al contrario de los jóvenes perros de Gerald, que en realidad iban a ser transportados en cajas por barco hasta Christchurch. Cuando sintieron el olor de las ovejas, los pequeños collies se comportaron de forma tan salvaje que rompieron sin esfuerzo las livianas cajas de planchas de madera. Los seis animales brincaron fuera y se abalanzaron de inmediato sobre el rebaño. Sin embargo, antes de provocar el pavor entre las ovejas, los perros se dejaron caer en el suelo como si cumplieran una orden. Jadeando excitados, con sus rostros inteligentes y expectantes de collie vueltos hacia el rebaño, permanecieron tendidos, listos para intervenir cuando una oveja se saliera de la fila.

—¿Lo ve? —dijo Gwyneira con calma—. Los cachorros dan estupendos resultados. Con ese gran macho fundaremos aquí una línea por la que a los ingleses se les caerá la baba. ¿Nos ponemos en marcha, señor Gerald?

Sin esperar su respuesta, se montó asimismo en la yegua. Igraine hacía escarceos excitada. También ella ansiaba ponerse por fin en acción. El marinero que había aguantado al joven semental, entregó aliviado el nervioso animal a Gerald.

Gerald oscilaba entre la cólera y la admiración. La actuación de Gwyneira había sido impresionante, pero eso no le daba derecho a desacatar sus órdenes. Y ahora no podía silbar de vuelta sin quedar mal ante los Brewster y los Barrington.

Tomó de mala gana las riendas del pequeño semental. Había cruzado más de una vez Bridle Path y conocía el peligro. Emprender el camino ya entrada la tarde siempre suponía un riesgo. Incluso cuando no se guiaba ningún rebaño de ovejas y sobre un dócil mulo en lugar de a lomos de un joven caballo macho apenas domado.

Por otra parte, no sabía dónde meter las ovejas en Lyttelton. Al final, su inepto hijo no había tomado medidas para alojarlas en el puerto. Y en el presente era seguro que no encontraría a nadie que construyera un corral antes de que oscureciera. Los dedos de Gerald se contrajeron de rabia alrededor de la brida. ¡Cuándo aprendería Lucas a pensar más allá de las paredes de su estudio!

Gerald apoyó iracundo un pie en el estribo. Naturalmente, a lo largo de su dinámica vida había aprendido a manejar un caballo de forma aceptable, pero no era su medio de locomoción favorito. Cruzar Bridle Path a lomos de un joven semental era para Gerald algo similar a una prueba de valor, y odiaba a Gwyneira precisamente porque lo forzaba a hacerlo. El espíritu rebelde de la joven, que a Gerald tanto le había gustado mientras iba dirigido contra su padre, resultaba ahora a ojos vistas escandaloso.

Gwyneira, que lo precedía relajada y alegre a la grupa de la yegua, nada sospechaba de los pensamientos de Gerald. Se alegraba más bien de que su futuro suegro no hubiera dicho nada sobre la silla para caballero que había colocado a Igraine. Su padre habría armado un alboroto de mil demonios si se hubiera aventurado a abrirse de piernas encima de un caballo en compañía. Sin embargo, Gerald no pareció advertir cuán indecoroso resultaba que así sentada la falda de su vestido de montar se deslizara hacia arriba y dejara al descubierto los tobillos. Gwyneira intentó tirar de la falda hacia abajo, pero luego se olvidó del asunto. Ya tenía trabajo suficiente con Igraine, que ansiaba ponerse delante de los mulos y recorrer el Paso a galope. Los perros, a su vez, no necesitaban ninguna vigilancia. Cleo ya sabía de qué se trataba y guiaba el rebaño de ovejas con destreza también en el sendero, cuando el camino se estrechaba. Los perros jóvenes la seguían por tamaño y provocaron que la señora Brewster incluso bromeara al respecto:

—Me recuerdan un poco a Miss Davenport y sus niñas huérfanas.

Helen se hallaba al límite de sus fuerzas, cuando, dos horas después de haberse puesto en marcha, oyó el sonido de unos cascos a sus espaldas. El camino seguía ascendiendo y continuaba sin haber nada más que un paisaje montañoso, yermo e inhóspito. Así y todo, uno de los emigrantes les dio ánimos. Pocos años atrás se había embarcado y en 1836 había llegado a esa región en una de las primeras expediciones, había escalado Port Hills y se había enamorado de tal modo de la vista de las llanuras de Canterbury que regresaba ahora con su mujer y los hijos para asentarse ahí. Anunciaba en ese momento a su agotada familia el final del ascenso. Sólo unos pocos recodos más en el camino y llegarían a la cima.

El camino, sin embargo, seguía siendo estrecho y escarpado, y los muleros no podían adelantar a los caminantes. Tras éstos se sucedían las quejas. Helen se preguntó si Gwyneira estaría entre los jinetes. Se había percatado de la diferencia de opiniones entre ella y Gerald y tenía curiosidad por saber quién había ganado la pelea. Su fino olfato pronto le indicó que Gwyneira debía de haberse impuesto. No había duda de que olía a oveja y, puesto que se avanzaba con lentitud, también llegaban desde atrás balidos de protesta.

Y entonces, por fin llegaron al lugar más alto del Paso. En una especie de plataforma, los tenderos que habían montado los puestos de refrescos esperaban a los caminantes. Ahí era tradición descansar para disfrutar ya con calma de la primera vista del nuevo hogar. Sin embargo, Helen no mostró ningún interés al principio. Se limitó a arrastrase a uno de los puestos y aceptó una gran jarra de cerveza de jengibre. Sólo una vez que hubo bebido se dirigió al punto desde el que se contemplaba el panorama y donde ya se habían detenido fascinadas muchas más personas.

—¡Qué bonito! —susurró Gwyneira arrebatada. Todavía iba a la grupa de su caballo y podía mirar por encima de los demás inmigrantes. Helen, por el contrario, sólo disfrutó de una visión limitada desde la tercera fila. No obstante, fue suficiente para dar un fuerte impulso a su entusiasmo. Lejos a sus pies, el paisaje montañoso cedía lugar a una pradera de un verde delicado a través de la cual serpenteaba un riachuelo. En la orilla opuesta se hallaba la colonia de Christchurch; pero era totalmente diferente de la ciudad floreciente que Helen había esperado. Era cierto que se reconocía un pequeño campanario, pero ¿no habían hablado de una catedral? ¿No iba a convertirse ese lugar en sede episcopal? Helen había contado al menos con que estaría en obras, pero no había nada a la vista. Christchurch no era más que un conjunto de casitas de colores, la mayoría de madera y sólo unas pocas de la arenisca de que había hablado el señor Warden. Recordaba mucho a Lyttelton, la pequeña ciudad portuaria que acababan de dejar. Y era probable que no ofreciera mucho más en cuanto a comodidades y vida social.

Gwyneira, por el contrario, apenas si lanzó al lugar un segundo vistazo. Era diminuto, sí, pero ella ya estaba acostumbrada a los pueblos de Gales. Lo que le fascinaba era el interior del país. Una pradera casi infinita se extendía bajo el sol de la tarde ya avanzada y tras las llanuras se elevaban majestuosas las montañas cubiertas en parte de nieve. Estaban con toda seguridad a kilómetros y kilómetros de distancia, pero el aire era tan nítido que parecía como si estuvieran al alcance de la mano. Unos niños incluso extendieron los brazos hacia ellas.

La vista recordaba al paisaje de Gales o de algunas otras partes de Inglaterra en las que el prado delimitaba el paisaje de las colinas. Ésta era la causa por la que el entorno les parecía vagamente familiar tanto a Gwyneira como a muchos otros inmigrantes. Sin embargo, todo era más claro, más grande, más extenso. Ni corrales ni muros recortaban el paisaje y sólo de vez en cuando se distinguía alguna casa. Gwyneira experimentó un sentimiento de libertad. Aquí podría galopar sin límites y las ovejas podrían desperdigarse por un territorio enorme. Nunca más volvería a oír que la hierba no era suficiente o que debía reducirse el número de animales. ¡Había tierra en abundancia!

La ira de Gerald contra la joven se disipó al ver su rostro radiante. Reflejaba el mismo sentimiento de felicidad que también él sentía cada vez que miraba esa tierra. Aquí Gwyneira se sentiría como en casa. Tal vez no amara a Lucas, pero seguro que sí amaría esa tierra.

Helen llegó a la conclusión de que tenía que apañárselas. Eso no era lo que ella había imaginado, pero por otra parte todos le habían asegurado que Christchurch era una comunidad floreciente. La ciudad crecería. En algún momento habría escuelas y bibliotecas; tal vez incluso podría contribuir en su construcción. Howard parecía ser un hombre interesado en la cultura, sin duda la apoyaría. Y sobre todo: no tenía que amar ese país, sino a su esposo. Encajó resuelta su decepción y se dirigió a las niñas.

—En marcha, niñas. Ya habéis tomado vuestro refresco, ahora debemos continuar. Pero cuesta abajo es más fácil. Y al menos ahora tenemos nuestra meta a la vista. Venid, vamos a hacer una apuesta. Quien llegue antes a la próxima hostería, tendrá una limonada de más.

La siguiente hostería no se encontraba muy lejos. Ya en las estribaciones de la montaña se hallaban las primeras casas. El camino se ensanchaba y los jinetes pudieron adelantar a los caminantes. Cleo pasó junto a los colonos guiando el rebaño de ovejas y Gwyn fue tras ella montada sobre Igraine, que seguía con sus escarceos. Poco antes, en las sendas realmente peligrosas, los caballos se habían comportado al menos de forma modélicamente sosegada. Incluso el pequeño Mardoc se encaramaba con habilidad por los pedregosos caminos y Gerald no tardó en sentirse más seguro. Entretanto había decidido borrar de su memoria el desagradable episodio con Gwyneira. De acuerdo, la chica había impuesto su voluntad, pero eso no tenía por qué volver a suceder. Había que poner freno al carácter indómito de esa princesita galesa. A ese respecto, Gerald era, no obstante, optimista: Lucas exigiría a su esposa un comportamiento impecable y Gwyneira había sido educada para vivir junto a un gentleman. Tal vez prefiriese las cacerías y el adiestramiento de los perros, pero a la larga se rendiría a su destino.

Los viajeros llegaron al río Avon a la postrera luz del día y los jinetes pronto lo cruzaron. Todavía había tiempo suficiente para cargar las ovejas en el transbordador antes de que los caminantes llegaran, de modo que los acompañantes de Helen sólo maldijeron el hecho de que el transbordador se hubiera ensuciado con el sirle de las ovejas y no la demora.

Las muchachas londinenses contemplaron extasiadas el agua del río, clara como el cristal, pues hasta ese momento sólo habían visto las turbias y malolientes del Támesis. Llegada a ese punto, a Helen le daba todo igual: sólo ansiaba una cama. Esperaba que el reverendo al menos fuera hospitalario con ella. Debía de haber preparado algo para las niñas, era imposible que ese mismo día las enviara a las casas de sus señores.

Agotada, Helen preguntó delante del hotel y del establo de alquiler por dónde llegar a la casa parroquial. Vio entonces a Gwyneira y el señor Warden que acababan de salir de los establos. Habían provisto a los animales de un buen alojamiento y ahora les esperaba una cena de celebración. Helen sintió muchísima envidia de su amiga. ¡Cuánto le hubiera agradado refrescarse primero en la habitación limpia de un hotel y sentarse después a una mesa ya servida! Pero todavía tenía por delante la marcha a través de las calles de Christchurch y luego las negociaciones con el párroco. Las niñas murmuraban a sus espaldas y las pequeñas lloraban de agotamiento.

Por fortuna, el camino hasta la iglesia no era largo. Hasta entonces no había grandes distancias en Christchurch. Helen sólo tuvo que doblar tres esquinas con las niñas para llegar ante la puerta de la casa parroquial. Comparado con la casa del padre de Helen y la de los Thorne, el edificio de madera pintado de amarillo presentaba un aspecto mísero, pero la iglesia contigua no resultaba más representativa. Al menos, una bonita aldaba de latón, representando la cabeza de un león, decoraba la puerta de la casa. Daphne la golpeó con resolución.

Al principio no sucedió nada. Luego apareció en el umbral una muchacha de rostro ancho y expresión desabrida.

—¿Y vosotras qué queréis? —preguntó con grosería.

Todas las niñas, excepto Daphne, retrocedieron asustadas. Helen dio un paso hacia delante.

—Primero queremos desearle unas buenas noches, ¡¡miss!! —contestó resoluta—. Y luego quisiera hablar con el reverendo Baldwin. Mi nombre es Helen Davenport. Lady Brennan debe de haberme mencionado en alguna de sus cartas. Y ellas son las niñas que el reverendo solicitó en Londres para darles aquí una colocación.

La joven asintió y se mostró algo más amable. No obstante, de su boca no salió ningún saludo y siguió lanzando miradas de desaprobación a las niñas huérfanas.

—Creo que mi madre la esperaba mañana. Voy a avisarle.

La joven se disponía a marcharse, pero Helen la retuvo.

—Miss Baldwin, las niñas y yo tenemos a nuestras espaldas un viaje de dieciocho mil millas. ¿No cree que la cortesía exige que nos haga pasar y nos invite a tomar asiento? —La muchacha hizo una mueca.

—Puede usted entrar —contestó—. Pero las crías no. Váyase a saber qué bichos traerán después del viaje en la entrecubierta. ¡Estoy segura de que mi madre no querrá que entren en casa!

Helen estaba furiosa, pero se contuvo.

—Entonces también yo espero fuera. He compartido el camarote con las niñas. Si ellas tienen bichos, yo también los tengo.

—Como usted quiera —respondió indiferente la muchacha. Se internó en la casa arrastrando los pies y cerró la puerta tras de sí.

—¡Una auténtica lady! —dijo Daphne riendo con ironía—. Algo en sus clases debe de haber entendido mal, Miss Davenport.

En realidad, Helen debería haberla reprendido, pero le faltaba la energía. Y si el comportamiento cristiano de la madre semejaba al de la hija necesitaría un poco de fuerza para enfrentarse a ella.

Al menos la señora Baldwin apareció enseguida y se esforzó también por comportarse con gentileza. Era más baja y no tan regordeta como su hija. Sobre todo, no tenía esa cara redonda. En lugar de ello, sus rasgos eran más aquilinos, con ojos pequeños y juntos y una boca que debía forzar para sonreír.

—¡Qué sorpresa, Miss Davenport! Claro que la señora Brennan ha hablado de usted, y de forma muy positiva, si me permite la observación. Entre, por favor, Belinda ya está preparándole la habitación de invitados. Bueno, y a las niñas también tendremos que alojarlas una noche. Aunque... —Meditó unos minutos y pareció repasar mentalmente una lista—. Los Lavender y la señora Godewind viven cerca. Puedo enviar a alguien enseguida. Tal vez quieran recibir a sus niñas hoy mismo. El resto puede dormir en el establo. Pero, por favor, entre, Miss Davenport. Fuera hace frío.

Helen suspiró. Hubiera aceptado con agrado la invitación, pero era indudable que así no se hacían las cosas.

—Señora Baldwin, también las niñas tienen frío. Han recorrido una distancia de veinte kilómetros y necesitan una cama y comida caliente. Y hasta que no sean entregadas a sus señores, están bajo mi responsabilidad. Así se acordó con la dirección del orfanato y para eso me pagan. Enséñeme pues el alojamiento de las niñas primero y luego aceptaré de buen grado su hospitalidad.

La señora Baldwin hizo una mueca, pero no dijo nada más. En lugar de ello hurgó en los bolsillos de un amplio delantal que cubría un vestido informal pero caro, sacó una llave y condujo a las niñas y a Helen a una esquina de la casa. Había allí un establo para un caballo y una vaca. El henil contiguo desprendía un olor aromático y estaba acogedoramente equipado con un par de mantas. Helen se rindió a lo inevitable.

—Ya habéis oído, niñas. Hoy por la noche dormiréis aquí —les explicó a las pequeñas—. Extended bien vuestras sábanas para que después no llevéis los vestidos llenos de heno. Seguro que en la cocina tenéis agua para lavaros. Yo me encargaré de que esté a vuestra disposición. Y luego volveré para comprobar que os habéis preparado como unas buenas cristianas para la noche. Primero a lavarse, luego a rezar. —Helen quería dar una impresión de severidad, pero no lo consiguió del todo ese día. Tampoco ella habría tenido ningunas ganas de desvestirse a medias en ese establo y de lavarse con agua fría. En consecuencia, el control de esa noche no sería demasiado estricto. Las niñas tampoco parecieron tomarse las indicaciones excesivamente en serio. En lugar de responder a su profesora con un solícito «Sí, Miss Helen», la asaltaron con más preguntas.

—¿No nos van a dar nada de comer, Miss Helen?

—¡Yo no puedo dormir en la paja, Miss Helen, me da asco!

—¡Seguro que hay pulgas!

—¿No podemos ir con usted, Miss Helen? ¿Y qué pasará con esa gente que a lo mejor viene? ¿Vienen a recogernos, Miss Helen?

Helen suspiró. Durante todo el viaje había intentado preparar a las niñas para la inminente separación el día después de la llegada. Al mismo tiempo, tampoco quería poner a la señora Baldwin todavía más contra ella y las niñas. Así que respondió de forma evasiva.

—Instalaos primero y descansad. Todo lo demás llegará, no os preocupéis. —Acarició consoladora los cabellos rubios de Laurie y Mary. Era evidente que las niñas estaban al borde de sus fuerzas. Dorothy hizo incluso la cama de Rosemary, que se durmió enseguida. Helen le hizo un gesto de reconocimiento.

—Luego vendré a veros otra vez —anunció—. ¡Prometido!

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8

—Las niñas daban la impresión de estar bastante mal criadas —observó la señora Baldwin con expresión amarga—. Espero que sean realmente útiles a sus futuros señores.

—¡Son niñas! —suspiró Helen. ¿Acaso no había mantenido ya esta conversación con la señora Greenwood, del orfanato de Londres?—. En el fondo sólo dos de ellas son lo suficientemente mayores para trabajar. Pero todas son aplicadas y diligentes. No creo que nadie se vaya a quejar.

La señora Baldwin pareció contentarse por lo pronto con estas palabras. Condujo a Helen a la habitación de invitados y por primera vez en ese día la joven recibió una sorpresa agradable. La habitación era luminosa y estaba limpia, decorada con tapetes de florecitas y cortinas al estilo de las casas de campo. Helen suspiró aliviada. Había encallado en un entorno rural, pero no lejos de la civilización. Además apareció entonces la chica regordeta con una gran jarra de agua caliente que vació en la palangana de loza de Helen.

—Refrésquese un poco primero, Miss Davenport —indicó la señora Baldwin—. La esperamos después para cenar. No tenemos nada especial, no estábamos preparados para recibir invitados. Pero si desea pollo y puré de patatas...

Helen sonrió.

—Tengo tanta hambre que me comería el pollo y las patatas crudas. Y las niñas...

La señora Baldwin estuvo a punto de perder la paciencia.

—¡Ya nos cuidaremos de las niñas! —respondió con frialdad—. La veré después, Miss Davenport.

Helen se tomó su tiempo para lavarse a fondo, soltarse el cabello y volver a recogérselo. Pensó en si valía la pena cambiarse de ropa. Helen sólo tenía unos pocos vestidos y, por añadidura, dos de ellos estaban sucios. En realidad había reservado sus mejores ropas para el encuentro con Howard. Por otra parte, tampoco podía presentarse a la cena con los Baldwin desaliñada y sudada como se sentía. Al final se decidió por el vestido de seda azul oscuro. Un vestido de fiesta sería sin duda el apropiado para la primera noche en su nuevo hogar.

Acababa de servirse la comida cuando Helen entró en el comedor de los Baldwin. También ahí superó el mobiliario sus expectativas. El aparador, la mesa y las sillas eran de teca maciza y artísticamente tallada. O bien los Baldwin habían traído los muebles de Inglaterra, o bien Christchurch disponía de excelentes ebanistas. El último pensamiento la consoló. En caso necesario podría acostumbrarse a vivir en una cabaña de madera si el interior resultaba acogedor.

El retraso le produjo cierto malestar, pero, exceptuando a la hija de los Baldwin, una maleducada se mirase por donde se mirase, todos se levantaron para darle la bienvenida. Además de la señora Baldwin y Belinda, estaban sentados a la mesa el reverendo y un joven vicario. El reverendo Baldwin era un hombre alto y enjuto, de aspecto sumamente severo. Iba vestido de manera formal (su terno de paño marrón oscuro resultaba casi demasiado solemne para una cena familiar) y no sonrió cuando Helen le tendió la mano. En lugar de eso pareció someterla a un examen con la mirada.

—¿Es usted hija de un colega? —preguntó con una voz sonora, susceptible sin duda de llenar el espacio de la iglesia.

Helen asintió y habló de Liverpool.

—Sé que las circunstancias de mi llegada a su casa son un tanto peculiares —reconoció ruborizándose—. Pero todos seguimos la senda del Señor y no siempre nos indica los caminos ya trillados.

El reverendo Baldwin asintió.

—Es absolutamente cierto, Miss Davenport —contestó con gravedad—. Quién lo sabrá mejor que nosotros. Tampoco yo había contado con que mi Iglesia me enviaría al fin del mundo. Pero éste es un lugar muy prometedor. Con la ayuda de Dios haremos de él una ciudad cristiana y vital. Probablemente ya sepa que Christchurch va a convertirse en sede episcopal...

Helen asintió solícita. Presentía por qué el reverendo Baldwin no había rechazado su puesto en Nueva Zelanda cuando se diría que no había abandonado de buen grado Inglaterra. Parecía ambicioso; aunque sin los contactos que sin duda se precisaban en Inglaterra para ocupar un obispado. Ahí, por el contrario..., Baldwin sin duda abrigaba esperanzas. ¿Sería tan buen pastor de almas como inteligente estratega en la política eclesiástica?

No obstante, el joven vicario que estaba al lado de Baldwin le resultó sin matices más simpático. Sonrió a Helen con franqueza cuando Baldwin le presentó como William Chester y le estrechó la mano con calidez y amabilidad. Chester era de complexión delicada, delgado y pálido, con un rostro común y huesudo, en el que destacaban una nariz demasiado larga y una boca demasiado ancha. Pero todo eso se compensaba con unos ojos castaños, vivaces e inteligentes.

—El señor O’Keefe ya se ha referido a usted de forma elogiosa —dijo solícito, después de que hubo tomado asiento al lado de Helen y servido generosamente puré de patatas y pollo—. Estaba tan contento de su carta..., apuesto a que en los próximos días, en cuanto se entere de la llegada del Dublin, se presentará aquí. Esperaba otra carta. ¡Qué sorpresa se llevará cuando sepa que ya ha llegado usted! —El vicario Chester parecía tan entusiasmado como si fuera él el responsable de la unión de la joven pareja.

—¿En los próximos días? —preguntó Helen decepcionada. Había pensado que conocería a Howard al día siguiente. Enviar un mensaje a su casa no debería de ser tan difícil.

—Bueno, las noticias no llegan tan deprisa a Haldon —contestó Chester—. Debe contar con una semana de espera. Pero puede que sea más rápido. ¿No ha llegado hoy Gerald Warden con el Dublin? Su hijo mencionó que estaba en camino. ¡No se preocupe!

—Y en lo que concierne a su prometido, es usted sinceramente bienvenida —aseguró la señora Baldwin, pese a que su rostro reflejaba cualquier cosa menos sinceridad.

Helen, no obstante, se sentía insegura. ¿Acaso Haldon no estaba en los alrededores de Christchurch? ¿Hasta adónde iba a prolongarse todavía su viaje?

Se disponía a preguntarlo, cuando la puerta se abrió de par en par. Sin disculparse ni saludar, Daphne y Rosemary entraron corriendo. Las dos se habían soltado el pelo para dormir y en los bucles castaños de Rosi había briznas de heno prendidas. Las mechas rojas y rebeldes de Daphne enmarcaban su rostro como envolviéndolo en llamas. Y también sus ojos despedían chispas cuando contempló la mesa del reverendo, abastecida en abundancia. A Helen de inmediato le remordió la conciencia. Por la expresión de Daphne, todavía no habían dado nada de comer a las niñas.

Sin embargo, era evidente que en ese momento tenían otras preocupaciones. Rosemary corrió hacia Helen y la agarró por la falda.

—¡Miss Helen, Miss Helen, se están llevando a Laurie! ¡Por favor, haga algo! Mary está gritando y llorando, y Laurie también.

—¡Y también quieren llevarse a Elizabeth! —se lamentó Daphne—. Por favor, Miss Helen, ¡haga algo!

Helen se puso en pie de un brinco. Si Daphne, por lo general tranquila, estaba tan alarmada, algo horrible debía de estar sucediendo.

Miró con recelo a los comensales.

—¿Qué está pasando? —preguntó.

La señora Baldwin puso los ojos en blanco.

—Nada, Miss Davenport. Ya le dije que hoy mismo podíamos contactar con dos de los futuros señores de las huérfanas. Han llegado para recoger a las niñas. —Sacó una hoja del bolsillo—. Lea: Laurie Alliston va con los Lavender y Elizabeth Beans con la señora Godewind. Todo como debe ser. No entiendo por qué se ha armado tanto alboroto. —Lanzó una mirada de censura a Daphne y Rosemary. La pequeña lloró. Daphne, por el contrario, devolvió la mirada con sus ojos centelleantes.

—Laurie y Mary son mellizas —explicó Helen. Estaba enfurecida, pero se obligó a conservar la serenidad—. Nunca las habían separado. No entiendo por qué las alojan en familias distintas. Debe de haber un error. Y Elizabeth no querrá irse sin haberse despedido. Por favor, acompáñeme, reverendo, y aclare este asunto. —Helen decidió no perder más tiempo con la insensible señora Baldwin. Las niñas formaban parte del ámbito de las competencias del reverendo, así que ya era hora de que se ocupase de una vez de ellas.

Por fin el párroco se puso en pie, si bien era visible que lo hacía de mala gana.

—Nadie nos ha informado de lo de las mellizas —explicó cuando entró circunspecto en el establo—. Claro que era obvio que se trataba de hermanas, pero es del todo imposible alojarlas en la misma casa. Aquí apenas se encuentra servicio inglés. Hay una lista de espera para estas niñas. No podemos conceder dos niñas a una sola familia.

—Pero una sola no será de utilidad, las niñas se pegan la una a la otra como lapas —razonó Helen.

—Tendrán que separarse —replicó con sequedad el reverendo.

Delante del establo esperaban dos vehículos, uno de ellos era una camioneta de reparto ante la cual esperaban aburridos dos pesados caballos bayos. El otro vehículo era un cabriolé negro y elegante tirado por un brioso palafrén que apenas podía quedarse quieto. Un hombre alto y chupado lo sostenía relajadamente por la brida y le iba dirigiendo susurros apaciguadores. Sacudiendo la cabeza miraba una y otra vez al establo, donde no cesaban los llantos y lamentos de las niñas. Helen creyó distinguir compasión en su mirada.

En los cojines del pequeño asiento se hallaba una delicada y anciana dama. Iba vestida de negro y sus cabellos, blancos como la nieve y recogidos con esmero bajo una toca, contrastaban de forma sugerente. También su tez era muy clara, como de porcelana, y unas arrugas minúsculas le cruzaban la cara dándole la textura de una seda antigua. Delante de ella se encontraba Elizabeth haciendo una educada reverencia. La anciana dama parecía conversar amistosa y benévolamente con la niña. Sólo de vez en cuando, ambas miraban inquietas y con pena hacia el establo.

—Jones —dijo finalmente la dama al conductor, cuando Helen y el reverendo se acercaban—. ¿Puede entrar y poner remedio a esas lamentaciones? Nos resulta muy incómodo. ¡Esas niñas lloran a lágrima viva! Averigüe de qué se trata y ponga solución al problema.

El conductor ató las riendas al pescante y se levantó. No parecía muy entusiasmado. Consolar el llanto infantil no debía de estar comprendido entre sus quehaceres habituales.

Entretanto, la anciana dama advirtió al reverendo Baldwin y lo saludó con afecto.

—Buenas noches, reverendo. Es un placer verlo. Pero no deseo entretenerle, es evidente que ahí dentro se reclama su presencia. —Señaló al establo, tras lo cual el conductor volvió a ocupar su sitio, suspirando aliviado. Si el mismo reverendo se ocupaba del asunto, él ya no era necesario.

Baldwin pareció reflexionar acerca de si debía proceder a la debida presentación de Helen y la dama antes de internarse en el establo. Luego desestimó la idea y se encaminó al centro del tumulto.

En medio del griterío, Mary y Laurie se mantenían abrazadas y sollozando mientras una mujer robusta intentaba separarlas. Un individuo de hombros anchos, pero de actitud pacífica estaba de pie al lado, impotente. También Dorothy parecía indecisa respecto a si debía actuar o limitarse a suplicar y rogar.

—¿Por qué no se lleva a las dos? —preguntaba desesperada—. Por favor, ya ve que así no conseguirá nada.

El hombre parecía ser de la misma opinión. Con un tono de urgencia, se dirigió a su esposa.

—Sí, Anna, al menos tendríamos que pedirle al reverendo que nos dé a las dos niñas. La pequeña todavía es muy joven y tierna. No puede hacer sola el trabajo pesado. Pero si las dos se ayudan...

—Si se quedan juntas, se limitarán a cotillear y no harán nada —respondió la mujer sin compasión. Helen contempló unos ojos azules y fríos en un rostro despejado y autocomplaciente—. Sólo pedimos una, y sólo nos llevaremos una.

—Entonces lléveme a mí —se ofreció Dorothy—. Soy más alta y más fuerte.

Anna Lavender pareció satisfecha con esta solución. Observó con agrado la complexión, a ojos vistas más sólida, de Dorothy.

Pero Helen sacudió la cabeza.

—Obras como una auténtica cristiana, Dorothy —intervino, mirando de soslayo a los Lavender y al reverendo—. Pero esto no soluciona el problema, sino que lo aplaza tan sólo por un día. Mañana vendrán tus nuevos señores y Laurie tendrá que marcharse con ellos. No, reverendo, señor Lavender, tenemos que buscar una solución para que las mellizas permanezcan juntas. ¿No hay dos familias vecinas que hayan solicitado servicio? Así al menos las niñas podrían verse en su tiempo libre.

—¡Y pasar todo el día lloriqueando sin descanso por estar juntas! —espetó la señora Lavender—. ¡Ni hablar! Me llevo a esta niña o a otra. Pero sólo a una.

Helen pidió ayuda al reverendo con la mirada. Sin embargo, éste no mostró indicios de apoyarla.

—En el fondo, sólo puedo dar la razón a la señora Lavender —dijo por el contrario—. Cuanto antes separen a las niñas, mejor. Así que callad de una vez, Laurie y Mary. Dios os ha traído a las dos juntas a este país, una muestra de clemencia por su parte, también podría haber elegido a una y dejado a la otra en Inglaterra. Pero ahora os guía por senderos distintos. No es una separación para siempre, os reuniréis de nuevo en la misa del domingo o en las grandes festividades de la iglesia. Dios os tiene en Su pensamiento y sabe lo que se hace. Nosotros nos sentimos en la obligación de seguir su mandato.

»Serás para los Lavender una buena criada, Laurie. Y Mary se marcha mañana con los Willard. Las dos son familias buenas y cristianas. Os darán de comer, os vestirán de forma conveniente y llevaréis una vida decente. Laurie, no tienes nada que temer si ahora eres obediente y te vas con los Lavender. Pero si no hay otro remedio, el señor Lavender te dará unos buenos azotes.

El señor Lavender no daba en absoluto la impresión de ser un hombre que pegara a niñas pequeñas. Por el contrario, miraba con franca compasión a Mary y Laurie.

—Escucha, pequeña, vivimos en Christchurch —se dirigió apaciguador a la llorosa niña—. Y todas las familias de los alrededores vienen de vez en cuando aquí para comprar y para ir a misa. No conozco a los Willard, pero seguro que podemos ponernos en contacto con ellos. Cuando vengan, te daremos el día libre y podrás pasarlo todo entero con tu hermana. ¿Te sirve esto de consuelo?

Laurie asintió, pero Helen se preguntó si de verdad entendía de qué se trataba. A saber dónde vivían esos Willard: el que el señor Lavender ni siquiera los conociera no era buena señal. ¿Y serían ellos tan comprensivos con su pequeña sirvienta como él? ¿Se llevarían a Mary a la ciudad cuando sólo iban de vez en cuando a comprar?

En cualquier caso, Laurie parecía ahora vencida por el agotamiento y la pena. Se dejó separar de su hermana sin rechistar. Dorothy tendió al señor Lavender el hatillo de la niña. Helen le dio un beso de despedida en la frente.

—¡Todas te escribiremos! —le prometió.

A Helen se le partió el corazón cuando los Lavender se llevaron a la niña. Y para colmo oyó entonces que Daphne le murmuraba a Dorothy:

—Ya te había dicho que Miss Helen no podía hacer nada —susurró la niña—. Es buena, pero le pasa como a nosotras. Mañana vendrá un tipo y se la llevará, y tiene que ir a casa de ese señor Howard, como Laurie a la de los Lavender.

Helen bullía de indignación, pero ésta pronto se convirtió en un profundo sentimiento de inquietud. Daphne no se equivocaba. ¿Qué iba hacer si Howard no se casaba con ella? ¿Qué sucedería si él no le gustaba? No podía volver a Inglaterra. ¿Habría realmente ahí puestos para institutrices o profesoras?

Helen apartó de sí ese pensamiento. Hubiera preferido acurrucarse en un rincón y llorar como solía hacer de pequeña. Pero eso concluyó cuando murió su madre. A partir de entonces tuvo que ser fuerte. Y eso significaba armarse de paciencia y dejar que le presentaran a la anciana dama que al parecer se encontraba ahí a causa de Elizabeth.

El reverendo adoptó de nuevo una afectada gravedad. Al menos en este caso no había estallado ningún drama. Al contrario, Elizabeth se veía animada y contenta.

—Miss Helen, ésta es la señora Godewind. —La niña procedió a las presentaciones antes de que el reverendo pudiera expresar palabra—. ¡Viene de Suecia! Está muy al norte, todavía más lejos de aquí que Inglaterra. Todo el invierno está nevando, ¡todo el invierno! Su esposo era capitán de un gran barco y a veces se iba con él de viaje. ¡Ha estado en la India! ¡Y en América! ¡Y en Australia!

La señora Godewind se rio del entusiasmo de Elizabeth. Tenía un rostro enérgico que no respondía a su edad.

Helen le tendió la mano amistosamente.

—Hilda Godewind. Así que usted es la profesora de Elizabeth. La pone por las nubes, ¿lo sabía? Y a un tal Jamie O’Hara. —Guiñó un ojo.

Helen respondió también con una sonrisa y un gesto de complicidad y se presentó con su nombre completo.

—¿Debo entender que desea tomar a Elizabeth a su servicio? —se informó luego.

La señora Godewind asintió.

—Si Elizabeth así lo desea. No quiero arrancarla de aquí como acaba de hacer esa gente con la otra pequeña. ¡Es repugnante! De todos modos, había pensado que las niñas eran mayores...

Helen asintió. Habría abierto su corazón a esa simpática y pequeña dama. Estaba definitivamente al borde de las lágrimas. La señora Godewind la examinó con la mirada.

—Ya veo que todo esto no es de su agrado —observó—. Además está usted tan agotada como las niñas... ¿Han cruzado a pie Bridle Path? ¡Es inadmisible! ¡Deberían de haberles enviado mulos! Y yo también debería haber venido mañana. A las niñas seguro que les habría gustado pasar otra noche juntas. Pero cuando me dijeron que tenían que dormir en un establo...

—Yo iré encantada con usted, señora Godewind —intervino Elizabeth radiante—. Y mañana mismo empezaré a leerle Oliver Twist. Imagínese, Miss Helen, la señora Godewind no conoce Oliver Twist. Le he contado que lo habíamos leído durante el viaje.

La señora Godewind convino amablemente.

—Entonces recoge tus cosas, pequeña, y despídete de tus amigas. A usted también le gusta, Jones, ¿no es cierto? —Se dirigió a su conductor quien, claro está, asintió con diligencia.

Poco después, cuando Elizabeth ya se había acomodado con su hatillo junto a la señora Godewind y las dos proseguían su animada conversación, el conductor se dirigió a Helen en un aparte.

—Miss Helen, esta niña ofrece una buena impresión, pero ¿es realmente de confianza? Me rompería el corazón que la señora Godewind sufriera un desengaño. Ha puesto tantas ilusiones en la pequeña inglesa...

Helen le aseguró que no podía imaginarse a otra niña más lista y agradable.

—¿Necesita entonces la niña como compañía? Me refiero a que..., para eso suelen contratarse a jóvenes mayores y más cultivadas.

El sirviente le dio la razón.

—Sí, pero primero hay que encontrarlas. Y la señora Godewind tampoco puede permitirse grandes gastos, sólo cuenta con una pequeña pensión. Mi esposa y yo administramos la casa, pero mi mujer es maorí, sabe..., puede peinarla, cocinar y ocuparse de ella, pero leerle en voz alta y contarle historias no sabe. Por eso pensamos en una muchacha inglesa. Vivirá conmigo y mi esposa y ayudará un poco en el cuidado de la casa, pero sobre todo le hará compañía a la señora Godewind. Puede estar segura de que no le faltará nada.

Helen asintió confiada. Al menos Elizabeth estaría en buenas manos. Un diminuto rayo de luz al final de un día horrible.

—Venga pasado mañana a tomar el té con nosotros —la invitó la señora Godewind, antes de que el cabriolé se pusiera en marcha.

Elizabeth agitó la mano feliz.

A Helen, por el contrario, ya no le quedaban fuerzas para entrar en el establo y consolar a Mary ni tampoco para reanudar la conversación en torno a la mesa del reverendo Baldwin. Sin embargo, todavía tenía hambre, pero se consoló con la idea de que los restos se emplearían, con algo de suerte, en beneficio de las niñas. Se disculpó cortésmente y se fue a la cama. Mañana apenas si podría ser peor.

Al día siguiente el sol brillaba radiante sobre Christchurch y lo impregnaba todo de una luz cálida y amable. Desde la habitación de Helen se abría una fascinante vista panorámica de la cadena montañosa que limitaba las llanuras de Canterbury y las calles de la pequeña ciudad se veían a la luz del sol limpias y acogedoras. De la sala del desayuno de los Baldwin salía el aroma de pan recién horneado y té. A Helen se le hizo la boca agua. Esperó que ese buen comienzo fuera un buen presagio. No cabía duda de que el día anterior simplemente se había figurado que la señora Baldwin era desagradable e insensible, su hija huraña y mal educada y el reverendo Baldwin mojigato y totalmente indiferente al bienestar de las niñas de su parroquia. A la luz del nuevo día, juzgaría con mayor benevolencia a la familia del pastor, seguro. Pero primero tenía que ir a ver a las niñas.

En el establo se encontró con el vicario Chester, que consolaba en vano a la todavía llorosa Mary. La pequeña lloraba y preguntaba entre gemidos por su hermana. Ni siquiera tomó el pastelito que el joven sacerdote le tendió como si un poco de azúcar pudiera aliviar toda la pena del mundo. La niña parecía completamente extenuada, era evidente que no había conciliado el sueño. Helen no pensaba en entregar de inmediato a la niña a otra gente extraña.

—Si Laurie llora tanto y tampoco come nada, los Lavender seguro que la enviarán de vuelta —dijo esperanzada Dorothy.

Daphne alzó la mirada al cielo.

—No te lo crees ni tú. Esa vieja la reñirá o la encerrará en el armario de las escobas. Y si no come, se alegrará de ahorrarse una comida. Es más fría que el morro de un perro, esa pájara...

»Oh, buenos días, Miss Helen. Espero que al menos usted haya dormido bien. —Daphne miró con los ojos brillantes a su profesora sin mostrar el menor respeto y no hizo ningún gesto de disculpa por lo de “pájara”.

—Tal como viste tú misma ayer —contestó Helen en un tono gélido—, no tuve la menor posibilidad de ayudar a Laurie. Pero voy a intentar hoy entrar en contacto con la familia. Exceptuando lo dicho, sí, he dormido muy bien, y seguro que tú también. A fin de cuentas, sería la primera vez que te hubieras dejado influir por los sentimientos de tus semejantes.

Daphne inclinó la cabeza.

—Lo siento, Miss Helen.

Helen se sorprendió. ¿Había alcanzado, por así decirlo, un logro educacional?

Ya entrada la mañana, aparecieron los futuros señores de la pequeña Rosemary. Helen ya estaba asustada antes de la entrega, pero esta vez experimentó una agradable sorpresa. Los McLaren, un hombre bajito y gordinflón con una cara amable y mofletuda, y su no menos bien alimentada esposa, que parecía una muñeca con sus mejillas rojas como manzanas y sus ojos redondos y azules, llegaron hacia las once a pie. Resultó que la panadería de Christchurch era de su propiedad: los panecillos frescos y los pastelillos de té, cuyo aroma había despertado a Helen por la mañana, eran de su producción. Puesto que el señor McLaren empezaba a trabajar antes del amanecer y se iba por consiguiente temprano a la cama, la señora Baldwin no había querido molestar a la familia el día anterior y esperó a informarla de la llegada de la niña a la mañana del día siguiente temprano. En ese momento habían cerrado la tienda para recoger a Rosemary.

—¡Dios mío, pero si todavía es una niña! —exclamó asombrada la señora McLaren cuando la amedrentada Rosemary hizo una reverencia ante ella—. Y antes tendremos que darte unas cuantas papillas, ¿verdad fideíto? ¿Cómo te llamas?

La señora McLaren se dirigió primero con cierto reproche a la señora Baldwin, quien recibió la objeción sin comentarios. Pero cuando habló con Rosemary, se acuclilló afable delante de la niña y le sonrió.

—Rosie... —susurrró la pequeña.

La señora McLaren le acarició el pelo.

—Qué nombre tan bonito. Rosie, había pensado que quizá te gustaría vivir con nosotros y ayudarme un poco en el cuidado de la casa y en la cocina. Y es obvio que también en la pastelería. ¿Te gusta preparar pasteles, Rosemary?

Rosie reflexionó.

—Me gusta comer pasteles —respondió.

Los McLaren rieron, él como si cloqueara y ella como en un alegre falsete.

—Es la mejor condición previa —declaró con seriedad el señor McLaren—. Sólo a quien le gusta comer bien, sabe también cocinar bien. ¿Qué piensas, Rosie, te vienes con nosotros?

Helen suspiró aliviada cuando Rosemary asintió con determinación. Los McLaren tampoco parecían estar muy sorprendidos de que a su casa llegara más bien una niña acogida y no una criada.

—En Londres también adiestré a un joven del orfanato —resolvió el enigma el señor MacLaren poco después. Habló un poco más con Helen mientras su mujer ayudaba a Rosie a recoger sus cosas—. Mi patrón había pedido un niño de catorce años para que arrimara el hombro con nosotros. Y nos enviaron a un renacuajo que parecía tener diez años. Sin embargo, era un jovencito diestro. La patrona lo alimentó bien y con el tiempo se ha convertido en un oficial panadero reconocido. ¡Si nuestra Rosie también da tan buen resultado, no nos quejaremos de los gastos de crianza! —Sonrió a Helen y tendió una bolsa con pan a Dorothy que había traído para las niñas en especial—. ¡Pero reparte bien, chica —la exhortó—. Ya sabía que habría más niños aquí y la esposa del pastor no es conocida precisamente por su generosidad.

Daphne enseguida tendió la mano con avidez hacia los pasteles. Era probable que todavía no hubiese desayunado, al menos, no lo suficiente. Mary, por el contrario, seguía estando desconsolada y todavía lloró más cuando Rosemary también se fue.

Helen decidió distraer un poco a las niñas y les anunció que ese día darían clase como en el barco. Mientras no estuvieran con sus familias, era mejor que siguieran aprendiendo en vez de haraganear. En atención al hecho de que se encontraban en casa de un pastor, Helen escogió en esa ocasión la Biblia como lectura.

Daphne empezó a leer con desgana la historia de las bodas de Caná y cerró gustosa el libro cuando la señora Baldwin apareció poco después. La acompañaba un hombre alto y rechoncho.

—Miss Davenport, es muy loable que se entregue a la edificación de las niñas —declaró la esposa del párroco—. Pero entretanto debería haber hecho callar de una vez a esta niña.

Miró malhumorada a la llorosa Mary.

—Pero ahora da igual. Éste es el señor Willard y se llevará a Mary Alliston a su granja.

—¿Va a vivir sola con un granjero? —exclamó Helen.

La señora Baldwin alzó la mirada al cielo.

—¡No, por Dios! ¡Sería una indecencia! No, no, es indudable que el señor Willard tiene esposa y siete hijos.

El señor Willard asintió orgulloso. Parecía muy simpático. Su rostro, surcado de arrugas de expresión, mostraba también las huellas de un arduo trabajo al aire libre que debía cumplirse fuera cual fuese el tiempo que hacía. Sus manos eran como garras encallecidas y bajo la ropa se percibían los músculos.

—Los mayores ya trabajan duro en los campos conmigo —explicó el granjero—. Pero mi mujer necesita que la ayuden con los pequeños. En el cuidado de la casa y del establo también, claro está. Y a ella no le gustan las mujeres maoríes. Sus hijos deben ser educados, según ella, por cristianos decentes. ¿Quién es nuestra sirvienta? Tendrá que ser fuerte, a ser posible, el trabajo es pesado.

El señor Willard pareció igual de horrorizado que Helen cuando la señora Baldwin le señaló a Mary.

—¿La pequeña? ¡Está usted de broma, señora Baldwin! ¡Sería como tener un octavo hijo en casa!

La señora Baldwin lo miró con severidad.

—Si no la pone entre algodones, será capaz de realizar un trabajo duro. En Londres nos han garantizado que todas las niñas han cumplido ya los trece años y que están disponibles sin restricciones. Así pues, ¿se la lleva o no?

El señor Willard pareció dudar.

—A mi esposa le urge que la ayuden —dijo mirando a Helen y casi disculpándose—. En Navidad dará a luz a nuestro próximo hijo, alguien tendrá que echarle una mano. Venga, ven pequeña, ya nos las apañaremos. Venga, vamos, ¿a qué esperas? ¿Y por qué lloras? ¡Dios mío, no tengo ningunas ganas de cargar con más problemas! —Sin volver la vista a Mary, el señor Willard salió del establo. La señora Baldwin le puso a la niña el hatillo en la mano.

—Ve con él. ¡Y sé una criada obediente! —dijo a Mary. Ésta no replicó. Únicamente lloraba. Lloraba y lloraba.

—Esperemos que al menos su esposa muestre un poco de compasión —suspiró el vicario Chester. Había presenciado la escena tan impotente como Helen.

Daphne resopló con rabia.

—¡Mostrar compasión cuando lleva ocho críos colgados de las faldas! —respondió al sacerdote—. Y ese hombre cada año le hace uno más. Pero dinero no tienen, y lo poco que hay se lo bebe él. Así se le atraganta a uno la compasión. Ni siquiera ellos mismos dan pena.

El vicario Chester la miró horrorizado. Era evidente que se estaba preguntando en ese mismo instante cómo esa niña se desenvolvería en las funciones de sumisa sirvienta en la casa de uno de los dignos notables de Christchurch. Helen, por el contrario, ya no se sorprendía ante los estallidos de Daphne y se percató de que cada vez los comprendía mejor.

—Pero Daphne, Daphne. El señor Willard no da la impresión de malgastar el dinero emborrachándose —llamó a la niña a la moderación. A partir de ahí, ya no podía censurar a Daphne, no cabía la menor duda de que tenía toda la razón. La señora Willard no cuidaría de Mary. Ya tenía bastantes hijos propios como para preocuparse por ella. La pequeña criada no sería más que mano de obra barata. También el vicario debía de ser de la misma opinión. En cualquier caso, no puso ninguna objeción a las insolentes palabras de Daphne, sino que hizo el breve ademán de bendecirla antes de abandonar el establo. Sin duda, ya había descuidado durante mucho tiempo sus tareas y el reverendo le amonestaría por ello.

Helen quería volver a abrir la Biblia, pero ni ella ni sus discípulas tenían en el fondo ningún interés por textos edificantes.

—Siento curiosidad por saber qué nos espera —dijo Daphne al final, poniendo palabras a los pensamientos de las niñas que quedaban—. La gente debe de vivir bastante lejos si todavía no se han presentado para recoger a sus esclavas. ¡Practica otra vez cómo se ordeñan las vacas, Dorothy! —Señaló la vaca del pastor, la que con certeza había descargado de algunos litros de leche la noche anterior. La señora Baldwin no había permitido en absoluto que las niñas se beneficiaran de los restos de la cena, sino que les habían enviado una sopa clara y un poco de pan duro al establo. No cabía la menor duda de que las niñas no echarían de menos la acogedora casa del reverendo.

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9

—¿Cuánto se tarda a caballo desde Kiward Station hasta Christchurch? —preguntó Gwyneira. Estaba con Gerald Warden y los Brewster sentada a una mesa provista de un abundante desayuno en el White Hart Hotel. Éste no era elegante, pero sí correcto, y tras el agotador día anterior había dormido profundamente en una cómoda cama.

—Bueno, depende del hombre y del caballo —respondió Gerald con jovialidad—. Debe de haber unos ochenta kilómetros, con las ovejas necesitaremos dos días. Pero un correo que tenga prisa y que cambie un par de veces de caballo durante el trayecto tardaría fácilmente pocas horas. El camino no está pavimentado, aunque sí es bastante plano. Un buen jinete irá al galope.

Gwyneira se preguntaba si Lucas Warden sería un buen jinete... ¡y por qué demonios no se había presentado a caballo ya el día anterior para conocer a su novia en Christchurch! Claro que tal vez todavía no supiera que el Dublin había llegado. Sin embargo, su padre le había comunicado la fecha de salida, y era por todos conocido que los barcos precisaban entre setenta y cinco y ciento veinte días para realizar la travesía. El Dublin había estado ciento cuatro días navegando. ¿Por qué Lucas no la estaba esperando ahí? ¿O no estaba en absoluto ansioso por conocer a su futura esposa? La misma Gwyneira habría preferido partir hoy mejor que mañana para llegar a su nuevo hogar y encontrarse por fin cara a cara con el hombre a quien se había prometido sin conocerlo. ¡A Lucas debería ocurrirle lo mismo!

Gerald rio cuando ella realizó la observación pertinente.

—Mi Lucas tiene paciencia —señaló—. Y sentido del estilo y las grandes entradas en escena. Es probable que ni en sus sueños más osados podría imaginarse el primer encuentro contigo en un sudado traje de montar. En eso es muy gentleman...

—¡Pero eso a mí no me importaría! —replicó Gwyneira—. Y podría haberse instalado en el hotel y cambiarse de ropa si cree que tanto me importan las formalidades.

—Creo que este hotel no tiene clase —gruñó Gerald—. No te impacientes, Gwyneira, Lucas te gustará.

Lady Barrington sonrió y dejó a un lado los cubiertos con afectación.

—En realidad es muy bonito que un joven se imponga cierta contención —observó—. A fin de cuentas no estamos entre salvajes. En Inglaterra tampoco habría conocido usted a su futuro esposo en un hotel, sino tomando el té en su casa o en la de él.

Gwyneira tuvo que darle la razón, pero no se animaba, simplemente, a renunciar a sus sueños de esposo pionero y emprendedor, de granjero y caballero apegado a la tierra y con afán de investigador. ¡Lucas tenía que ser distinto de los lánguidos vizcondes y baronets de su tierra!

No obstante, volvió a alimentar esperanzas. Tal vez esa timidez no tenía nada que ver con el mismo Lucas, sino que se remontaba a una educación en exceso distinguida. Sin duda consideraba a Gwyneira tan estirada y complicada como habían sido sus institutrices y profesoras particulares. Tanto más cuanto ella era, además, noble. Seguro que Lucas temía dar algún paso en falso en su presencia. Puede que hasta tuviera algo de miedo de ella.

Gwyn intentó consolarse con estos pensamientos, aunque no lo consiguió del todo. En su caso, la curiosidad habría vencido con rapidez el miedo. Pero tal vez Lucas era de verdad tímido y necesitaba cierto tiempo para prepararse. Gwyneira pensó en su experiencia con los perros y los caballos: los animales más tímidos y reservados solían ser los mejores cuando se conseguía acceder a ellos. ¿Por qué iba a ser distinto con los seres humanos? Cuando conociera a Lucas, él se explayaría.

No obstante, la paciencia de Gwyneira iba a seguir poniéndose a prueba. No había posibilidad de que Gerald Warden partiera ese mismo día a Kiward Station, como ella deseaba en silencio. En lugar de eso, debía resolver algunos asuntos todavía en Christchurch y organizar el transporte de los muebles y otros objetos domésticos que había adquirido en Europa. Todo ello, según informó a la decepcionada joven, le llevaría uno o dos días con toda certeza. Mientras tanto, debía tranquilizarse, seguro que el largo viaje la había agotado.

A Gwyneira, la travesía más bien la había aburrido. Lo que menos deseaba era permanecer más tiempo inactiva. Así que decidió dar un paseo a caballo por la mañana, lo que provocó una nueva pelea con Gerald. Empezó bien: cuando ella le informó de que iba a ensillar a Igraine, al principio Gerald no dijo nada. Sólo cuando la señora Brewster observó horrorizada que no podía permitirse que una dama montara sin compañía, el barón de la lana se echó atrás. En ningún caso autorizaría a su futura nuera hacer algo que en los círculos distinguidos se considerase indecoroso. Por desgracia no había ahí ningún mozo de cuadras y, claro está, ninguna doncella propiamente dicha que pudiera acompañar a la joven a dar un paseo a caballo. Tal pretensión ya le pareció extraña al propietario del hotel: en Christchurch, así lo dejó bastante claro la señora Brewster, no se montaba a caballo por placer, sino para llegar a algún sitio. El hombre podía comprender el razonamiento de Gwyneira de querer mover al caballo tras tanto tiempo de inactividad en el barco, pero en ningún caso estaba preparado ni era capaz de facilitarle compañía para ello. Al final, Lady Barrington sugirió que su hijo Charles fuera con ella, y éste enseguida estuvo dispuesto a salir de paseo con Madoc. Aun así, el vizconde de catorce años no era la carabina ideal, pero Gerald ni pensó en ello y la señora Brewster guardó silencio para no enojar a Lady Barrington. Durante toda la travesía, Gwyneira había considerado al joven Charles bastante aburrido, pero por suerte éste reveló ser un buen jinete y suficientemente discreto. No confesó pues a su escandalizada madre que la silla de amazona de Gwyneira ya había llegado hacía tiempo, sino que corroboró lo que la joven decía respecto a que, lamentablemente, sólo se disponía de sillas de caballero. Y luego se comportó como si no pudiera manejar a Madoc: dejó que el semental se precipitara fuera del patio del hotel y así dio a Gwyn la oportunidad de seguirlo sin mayores discusiones sobre el decoro. Los dos rieron cuando dejaron Christchurch a sus espaldas a trote ligero.

—¡A ver quién llega antes a esa casa! —gritó Chales, poniendo a Madoc a galope. No lanzó ni una mirada a las faldas recogidas de Gwyn. Una carrera a caballo por un prado sin fin parecía seducirlo decisivamente más que las formas de una mujer.

Hacia mediodía estaban los dos de vuelta y se habían divertido mucho. Los caballos bufaban satisfechos, Cleo parecía mostrar de nuevo una sonrisa de oreja a oreja y Gwyn encontró incluso el momento para arreglarse la falda antes de cruzar la ciudad.

—Con el tiempo se me ocurrirá algo —murmuró, cubriéndose castamente el tobillo derecho con la falda. Por supuesto, al hacerlo la parte izquierda del vestido subió más—. Tal vez baste con hacer un corte por detrás.

—Funcionará siempre que no sople el viento —sonrió con ironía su joven acompañante—. Y mientras no galope. En ese caso se le subirá la falda y se le verá..., hummm..., bueno..., lo que sea que lleve debajo. Es probable que mi madre se desmaye.

Gwyneira soltó una risita.

—Es cierto. Ah, me encantaría ponerme unos pantalones y ya está. ¡Los hombres no os dais cuenta de la suerte que tenéis!

Por la tarde, exactamente a la hora del té, salió en busca de Helen. Como era obvio, corría el riesgo de tropezar en el camino con Howard O’Keefe, lo que con toda certeza Gerald desaprobaría. Pero, en primer lugar, se moría de curiosidad y, en segundo lugar, Gerald no podía en modo alguno oponerse a que presentara sus respetos al párroco. A fin de cuentas, ese hombre iba a casarla, así que la visita de presentación era un deber de cortesía.

Gwyn enseguida encontró la casa parroquial y, como era de esperar, le dispensaron una acogida muy calurosa. En efecto, la señora Baldwin se desvivía haciendo cumplidos a su visitante como si ésta perteneciera al menos a la casa real. Helen, sin embargo, no pensaba que esto se debiera a sus orígenes nobles. Los Baldwin no rendían pleitesía a la familia Silkham, para ellos la eminencia era Gerald Warden. Por otra parte, parecían asimismo conocer bien a Lucas. Y mientras que hasta el momento se habían mantenido reservados en sus observaciones sobre Howard O’Keefe, sus alabanzas respecto al futuro esposo de Gwyneira no podían ser mayores.

—¡Un joven extremadamente cultivado! —elogió la señora Baldwin.

—¡Sumamente educado y muy instruido! ¡Un hombre muy maduro y serio! —añadió el reverendo.

—¡Profundamente interesado en el arte! —intervino el vicario Chester con los ojos centelleantes—. ¡Leído, inteligente! La última vez que estuvo aquí mantuvimos por la noche una conversación tan animada que casi me olvidé de la misa de la mañana.

Tales descripciones desanimaban a Helen cada vez más. ¿Dónde estaba su granjero, su cowboy, su héroe de folletín? Por otra parte, no había ahí ninguna mujer a la que liberar de las garras de los pieles rojas. Pero en tal caso, ¿habría pasado las noches charlando con el párroco su osado pistolero en lugar de salvarla?

Helen también guardaba silencio. Se preguntaba por qué Chester no dedicaba ninguna alabanza similar a Howard. Además, los llantos de Laurie y Mary no se le iban de la cabeza. Se preocupaba por las niñas que quedaban y que todavía esperaban a sus señores en el establo. De nada servía que ya hubiera vuelto a ver a Rosemary. Por la tarde, la pequeña se había presentado en la casa del párroco haciendo una reverencia y sintiéndose muy importante con un cesto lleno de pastelillos para el té. Hacer los recados era la primera tarea que le había encomendado la señora McLaren y estaba sumamente orgullosa de poder satisfacer a todas las partes.

—Rosie da la impresión de estar contenta —se alegró también Gwyneira, que había presenciado la llegada de la pequeña.

—Ojalá a las otras les fuera tan bien...

Con la excusa de salir a tomar algo de aire fresco, Helen acompañó al exterior a su amiga y en tales circunstancias ambas jóvenes pudieron por fin pasear por las relativamente anchas calles de la ciudad y conversar con franqueza. Helen casi perdió el control. Con ojos llorosos habló a Gwyneira de Mary y Laurie.

—Y no tengo la sensación de que lleguen a superarlo —concluyó—. El tiempo cura las heridas, pero en este caso... Creo que esto las matará, Gwyn. Todavía son demasiado pequeñas. ¡Y no soporto a esos santurrones de los Baldwin! El reverendo podría haber hecho algo por las niñas. Tiene una lista de espera de las familias que buscan sirvienta. Seguro que habrían encontrado dos casas vecinas. En lugar de eso, envían a Mary con esos Willard. Se exige demasiado de la pequeña. ¡Siete hijos, Gwyneira! Y un octavo que está en camino. Mary debe ocuparse de la asistencia en el parto.

Gwyneira suspiró.

—¡Si yo hubiera estado allí! Tal vez el señor Gerald podría hacer algo. Seguro que Kiward Station precisa de personal. Y yo necesito una doncella. Mira qué pelo, se suelta cuando me lo recojo yo sola.

El aspecto de Gwyneira era en efecto un poco desarreglado.

Helen sonrió entre lágrimas y se encaminó de nuevo hacia la casa de los Baldwin.

—Ven —la invitó a entrar—. Daphne puede arreglarte el peinado. Y si hoy no viene nadie a buscarla a ella y a Dorothy, tal vez deberías hablar en serio con el señor Warden. Te apuesto que los Baldwin le obedecen si pide a Daphne o a Dorothy.

Gwyneira asintió.

—¡Y tú podrías llevarte a la otra! —sugirió—. El cuidado a fondo de una casa precisa de una sirvienta, así debería entenderlo Howard. Debemos ponernos de acuerdo, quién se lleva a Dorothy y quién se enfrenta con la afilada lengua de Daphne...

Antes de que una partida de blackjack diera respuesta a tal pregunta, las dos llegaron a la casa parroquial, ante la cual aguardaba un carruaje. Helen tomó conciencia de que su hermoso plan no iba a ejecutarse. En el patio, la señora Baldwin ya estaba conversando con una pareja de edad avanzada, mientras Daphne esperaba diligente al lado. La niña parecía un dechado de virtudes. Su vestido estaba inmaculado y el cabello tan bien recogido y tan bien peinado como Helen raras veces lo había visto. Daphne debía de haberse arreglado especialmente para ese encuentro con sus señores; al parecer, antes se había informado sobre la pareja. Su imagen pareció impresionar sobre todo a la mujer, quien, a su vez, iba vestida de forma pulcra y modesta. Bajo el sombrerito decentemente adornado con un diminuto velo, asomaba un rostro despejado y unos ojos castaños y sosegados. Su sonrisa era franca y amistosa, y era evidente que no cabía en sí de alegría por la suerte que el destino le había deparado con su nueva sirvienta.

—Salimos justo anteayer de Haldon, y ayer ya deseábamos ponernos en camino. Pero entonces mi modista quiso hacer un par de retoques en mi pedido y le dije a Richard: quedémonos un poco más y disfrutemos de una cena en el hotel. Richard estaba entusiasmado cuando esa gente tan interesante habló de que el Dublin acababa de llegar, así que pasamos una velada muy animada. Y qué bien que a Richard se le ocurriera preguntar aquí de inmediato por nuestra chica. —Mientras hablaba, la dama mostraba una expresión vivaz y se servía de las manos para dar más realce a sus palabras.

Helen la encontró simpatiquísima. Richard, su esposo, parecía más serio, pero también amistoso y bonachón.

—Miss Davenport, Miss Silkham, señor y señora Candler —les presentó a la señora Baldwin, interrumpiendo así el torrente de palabras de la señora Candler que, a ojos vistas, le resultaba cansino—. Miss Davenport ha acompañado a las niñas durante la travesía. Ella puede contarles más acerca de Daphne que yo. Así pues, me limito a dejarles en sus manos y me voy a buscar los documentos que necesitan. Después podrán llevarse a la niña.

La señora Candler se dirigió de inmediato con la misma actitud comunicativa que había adoptado antes con la esposa del pastor. Helen no se tomó la molestia de sonsacar al matrimonio información alguna sobre el futuro puesto de trabajo de Daphne. De hecho, los dos le ofrecieron un esbozo de su actual vida en Nueva Zelanda. El señor Candler contó con amenidad sus primeros años en Lyttelton, que antes todavía se conocía con el nombre de Port Cooper. Gwyneira, Helen y las niñas escucharon fascinadas sus historias sobre la pesca de la ballena y la caza de focas. El mismo señor Candler no se había arriesgado, sin embargo, a hacerse a la mar.

—No, no, eso era para locos que no tenían nada que perder. Pero yo ya tenía por ese entonces a mi Olivia y los chicos: no iba a pelearme con peces gigantes cuyo único deseo era saltarme al cuello. Además, según cómo, me daban pena esos bichos. Sobre todo las focas, con esa mirada tan mansa...

En lugar de ello, el señor Candler había gestionado una pequeña tienda que había dado tal rendimiento que más tarde, siendo los primeros colonos que se establecieron en las llanuras de Canterbury, se permitieron la compra de una bonita parcela de tierra para construir una granja.

—Pero enseguida me di cuenta de que las ovejas no eran lo mío —reconoció con franqueza—. La cría de animales no tiene para mí mucho interés y para mi Olivia tampoco. —Lanzó una cariñosa mirada a su esposa—. Así que volvimos a venderlo todo y pusimos una tienda en Haldon. Eso es lo que nos gusta, ahí hay vida y se gana dinero, y el lugar crece. Ahí se encuentran las mejores perspectivas para nuestros chicos.

Los «chicos», los tres hijos de los Candler, tenían ahora entre dieciséis y veintiún años. Helen percibió un brillo en los ojos de Daphne cuando el señor Candler los mencionó. Si la niña se comportaba con inteligencia y sacaba provecho de sus atractivos, uno de ellos cedería con certeza a sus encantos. Y si bien Helen nunca había podido imaginarse a su peculiar discípula como sirvienta, sin lugar a dudas ocuparía el lugar adecuado como esposa de un comerciante, considerada y respetada por los clientes varones.

Helen ya iba a alegrarse de corazón por Daphne, cuando la señora Baldwin reapareció en el patio, delante de los establos, acompañada en esta ocasión por un hombre alto y de espaldas anchas, rostro de rasgos angulosos y unos inquisitivos ojos azul claro. Comprendieron con la velocidad de un rayo la escena que se desarrollaba en el patio, pasearon brevemente la mirada por los Candler, con lo cual los ojos del hombre se detuvieron de forma evidente más tiempo en la señora Candler que en su esposo; luego vagaron hacia Gwyneira, Helen y las niñas. Era evidente que Helen no atrajo su atención. Parecía encontrar mucho más interesantes a Gwyn, Daphne y Dorothy. Sin embargo, bastó con su mirada huidiza para desasosegarla de forma especialmente dolorosa. Tal vez se debía a que no la miró a la cara como un caballero, sino que pareció someter a examen su silueta. Pero eso tal vez podía ser una equivocación o fruto de su imaginación..., Helen examinó al hombre con desconfianza, aunque no había nada que reprocharle. Incluso tenía una sonrisa atractiva, si bien algo falsa.

En cualquier caso, Helen no fue la única que reaccionó con inquietud. Con el rabillo del ojo, vio que Gwyn retrocedía ante el hombre de forma instintiva y la vivaz señora Candler llevaba su rechazo escrito con nitidez en el rostro. Su marido la rodeó suavemente con el brazo como si quisiera dejar claro su derecho de propiedad. El hombre hizo una expresiva mueca, como si se hubiera percatado del gesto.

Cuando Helen miró a las niñas, vio que Daphne parecía alarmada. Dorothy miraba con temor. Sólo la señora Baldwin parecía no percatarse de la extraña sensación que irradiaba el recién llegado.

—Y bien, aquí tenemos también el señor Morrison —lo presentó impasible—. El futuro señor de Dorothy Carter. Saluda, Dorothy, el señor Morrison quiere llevarte de inmediato.

Dorothy ni se movió. Parecía helada de miedo. Su rostro empalideció y las pupilas se le dilataron.

—Yo... —La niña empezó a hablar sofocada, pero el señor Morrison la interrumpió con una sonora risa.

—No tan deprisa, señora Baldwin, primero quiero echar un vistazo a la gatita. A fin de cuentas no puedo llevar a mi mujer la primera criada que encuentre. Entonces tú eres Dorothy...

El hombre se aproximó a la niña, que seguía sin moverse, tampoco cuando le apartó un mechón del cabello del rostro y, como sin querer, le acarició la tierna piel del cuello.

—Bonita. Mi esposa estará encantada. ¿También eres diestra con las manos, pequeña Dorothy? —La pregunta pareció inofensiva, pero hasta a Helen, inexperta por entero en cuestiones de sexo, le resultó evidente que ahí yacía algo más que interés por los conocimientos de Dorothy en trabajos manuales. Gwyneira, quien al menos había leído una vez la palabra «lascivia», se percató de la expresión casi voraz de los ojos de Morrison.

—Enséñame las manos, Dorothy...

El hombre desenlazó los dedos que Dorothy había unido al cruzar temerosa las manos y avanzó cauteloso por la mano derecha. El gesto se acercaba más a una caricia que a un examen de las durezas de la piel. Sujetó la mano demasiado tiempo, pero sin sobrepasar los límites de la decencia. En algún momento, la misma Dorothy salió de su inmovilismo. Retiró la mano con rudeza y dio un paso atrás.

—¡No! —exclamó—. No, yo..., yo no voy con usted..., no me gusta. —Asustada de su propio valor, bajó la mirada.

—¡Pero Dorothy, Dorothy! ¡Si no me conoces! —El señor Morrison se acercó a la niña, que bajo su mirada inquisitiva se encogió, sobre todo cuando siguió la reprimenda de la señora Baldwin.

—¡Qué comportamiento es éste, Dorothy! Pide perdón ahora mismo.

Dorothy sacudió la cabeza con vehemencia. Prefería morir antes que ir con ese hombre. No podía describir con palabras las imágenes que pasaban por su cabeza al ver esos ojos ávidos. Las imágenes del hospicio con su madre en brazos de un hombre al que ella debía llamar «tío». Recordó difusamente sus manos duras y nervudas que un día la tocaron, se introdujeron bajo su vestido... Dorothy había llorado por eso y había querido resistirse. Pero el hombre había seguido, le había acariciado zonas de su cuerpo que no podían mencionarse y que ni siquiera descubría en su totalidad cuando se lavaba. Dorothy pensó que iba a morirse de vergüenza; pero entonces llegó su madre, poco antes de que el dolor y el miedo le resultaran insoportables. Había apartado al hombre y protegido a su hija. Más tarde abrazó a Dorothy, la meció, la consoló y le advirtió de los peligros.

—¡Nunca debes permitirlo, Dottie! ¡No dejes que nunca te toquen, da igual lo que te prometan a cambio de ello! No permitas que te traten así. Esto ha sido por mi culpa. Tendría que haberme dado cuenta de cómo te miraba. ¡Nunca te quedes sola con los hombres aquí! ¡Nunca! ¿Me lo prometes?

Dorothy lo había prometido y había cumplido su palabra hasta que poco después la madre murió. Luego la habían llevado al orfanato, donde se encontraba a salvo. Pero este hombre la miraba ahora. Con más lascivia todavía que el tío. Y ella no podía negarse. No debía, le pertenecía, el mismo reverendo la castigaría si se negaba a ello. Debería partir de inmediato con ese Morrison. En su coche, a su casa...

Dorothy sollozó.

—¡No! No, no voy. ¡Miss Helen, ayúdeme! No me envíe con él. Señora Baldwin, por favor... ¡por favor!

La niña se inclinó hacia Helen buscando protección y huyó hacia la señora Baldwin cuando Morrison se le acercó sonriente.

—¿Pero, qué le pasa? —preguntó con aparente asombro, cuando la esposa del pastor se desprendió con brusquedad de Dorothy—. ¿Está enferma? La llevaremos de inmediato a la cama...

Dorothy arrojó una mirada casi enloquecida alrededor.

—¡Es el demonio! ¿Es que nadie lo ve? Miss Gwyn, por favor, Miss Gwyn! ¡Lléveme con usted! Necesita una doncella. Por favor, ¡haré todo lo demás! No quiero dinero, no...

Desesperada, la niña se hincó de rodillas delante de Gwyneira.

—Dorothy, cálmate —dijo Gwyn vacilante—. Con placer se lo consultaré el señor Warden.

Morrison pareció enfadarse.

—¿Podríamos abreviar ahora? —preguntó con rudeza, ignorando a Helen y Gwyneira y dirigiéndose sólo a la señora Baldwin—. ¡Esta niña está fuera de sí! Pero mi mujer necesita ayuda, así que me la llevo de todos modos. ¡Ahora no me dé a ninguna otra! He venido a caballo ex profeso desde las llanuras...

—¿Ha venido a caballo? —preguntó Helen—. ¿Cómo quiere llevarse a la niña?

—En el caballo, detrás de mí, está claro. Se lo pasará bien. Sólo tienes que agarrarte fuerte, pequeña...

—Yo... ¡no lo haré! —balbuceó Dorothy—. Por favor, por favor, no me exija que lo haga. —Estaba ahora de rodillas delante de la señora Baldwin, mientras Helen y Gwyn contemplaban horrorizadas y el señor y la señora Candler se mantenían a distancia.

—¡Esto es horrible! —dijo la señora Candler al final—. ¡Pero diga algo, señora Baldwin! Si la niña no quiere de ninguna de las maneras, debe buscarle otra colocación. Estaremos encantados de llevárnosla. Seguro que en Haldon dos o tres familias más precisan de su ayuda.

Su esposa asintió vehemente.

El señor Morrison tomó una bocanada de aire.

—¿No irá a ceder a los caprichos de esta pequeña? —preguntó a la señora Baldwin con expresión incrédula.

Dorothy sollozaba.

Daphne había seguido la escena con expresión impasible hasta entonces. Sabía con exactitud lo que le esperaba a Dorothy, pues había vivido tiempo suficiente en la calle (y sobrevivido), para saber con más precisión que Helen y Gwyn lo que la mirada de Morrison revelaba. Hombres como ése no podían permitirse ninguna sirvienta en Londres. Pero para eso encontraban a niños suficientes en las orillas del Támesis que por un mendrugo de pan lo hacían todo. Como Daphne. Sabía perfectamente cómo evadirse del miedo, el dolor y la vergüenza, cómo separar la mente del cuerpo cuando un hombre repugnante como ése quería «jugar» un rato. Era fuerte. Pero Dorothy se desmoronaría.

Daphne miró a Miss Helen, quien justo aprendía (demasiado tarde, para Daphne) que nada podía cambiar el curso del mundo, ni siquiera comportarse como una dama. Luego miró a Miss Gwyn, quien todavía tenía que aprenderlo. Pero ésta sí era fuerte. En otras circunstancias, tal vez como mujer de un poderoso barón de la lana, podría emprender algo. Pero todavía no había llegado tan lejos.

Y luego los Candler. Gente encantadora y amable que por una vez en la vida podían dar a la pequeña Daphne, salida del arroyo, una oportunidad. Sólo con que jugara sus cartas con un poco de destreza, se casaría con uno de sus herederos y llevaría una vida respetable, tendría hijos y se convertiría en una de las «notables» del lugar. Daphne casi se habría echado a reír. Lady Daphne Candler, sonaba a uno de esos cuentos de Elizabeth. Demasiado bonito para ser verdad.

Daphne se desprendió bruscamente de su ensoñación y se dirigió a su amiga.

—Levántate, Dorothy. ¡Deja de llorar! —la riñó—. Es insoportable que te comportes así. Por mí, podemos cambiar. Vete tú con los Candler. Yo iré con él... —Daphne señaló el señor Morrison.

Helen y Gwyn contuvieron la respiración, mientras el señor Candler cogía aire. Dorothy alzó la cabeza con lentitud y mostró su cara llorosa, roja e hinchada. El señor Morrison arrugó el ceño.

—¿Es un juego? ¿Las cuatro esquinas? ¿Quién ha dicho que yo vaya cambiando de chica? —preguntó iracundo—. ¡A mí me han prometido ésta! —Agarró a Dorothy, que gritó despavorida.

Daphne se lo quedó mirando, mientras que la sombra de una sonrisa se dibujaba en su hermoso rostro. Como por descuido pasó la mano por su sobrio peinado y desprendió una mecha de su radiante cabello rojo.

—No será en perjuicio suyo —susurró al tiempo que el bucle le caía sobre hombro.

Dorothy corrió a abrazarse a Helen.

Morrison soltó una risa irónica, y esta vez sin falsedades.

—Bueno, si es así... —Y fingió como si quisiera ayudar a Daphne a recoger de nuevo su cabello—. Una gatita roja. Mi esposa estará encantada. Y seguro que serás una buena criada para ella. —Su voz era suave como la seda, pero Helen tuvo la sensación de que sólo con ese sonido se ensuciaba. A las otras mujeres pareció producirles el mismo efecto. Sólo la señora Baldwin permanecía insensible a los sentimientos, de cualquier tipo que fueran. Frunció el ceño con desaprobación y pareció reflexionar seriamente acerca de si podía permitir el intercambio de las niñas. A continuación, sin embargo, tendió a los Candler el documento que tenía preparado de Dorothy.

Daphne sólo arrojó una breve mirada antes de seguir al hombre.

—Y bien, Miss Helen —preguntó la niña—. ¿Me he comportado..., como una dama?

Helen la abrazó sin decir palabra.

—¡Te quiero y rezaré por ti! —susurró cuando la dejó partir.

Daphne rio.

—Le agradezco el cariño. Puede prescindir de la oración —dijo con amargura—. Esperemos primero a ver qué carta se saca su Dios de la manga para usted.

Una vez que se hubo librado de la cena con los Baldwin mediante manidas excusas, Helen lloró toda la noche hasta caer rendida. Hubiera abandonado la casa parroquial de inmediato y se habría cubierto en el establo con la manta que Daphne había olvidado a causa del nerviosismo. Sólo con ver a la señora Baldwin, se habría echado a gritar, y las oraciones del reverendo le resultaban como un insulto al Dios a quien su padre había servido. ¡Tenía que salir de ahí! Si al menos pudiera pagarse una habitación en el hotel! Y aunque no fuera del todo decente, si pudiera salir al encuentro de su futuro esposo sin intermediarios ni carabinas... Pero no podía tardar mucho. Dorothy y los Candler ya iban camino de Haldon. Al día siguiente Howard sería informado de su llegada.

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ALGO ASÍ COMO EL AMOR...

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Llanuras de Canterbury

 

1852-1854

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1

Gerald Warden y su convoy avanzaron lentamente, aunque Cleo y los jóvenes perros pastores guiaban las ovejas con paso ligero. Gerald, sin embargo, había tenido que alquilar tres carros para transportar a Kiward Station todas sus adquisiciones en muebles y otros enseres domésticos, entre los que se contaba el inmenso ajuar de Gwyneira compuesto de muebles accesorios, plata y delicadas mantelerías y ropa de cama. En lo que a ese tema respecta, Lady Silkham no había sido avara e incluso se había servido de parte de las existencias de su propia dote. Gwyneira ya se había dado cuenta al desembarcar de cuántos objetos de valor, en el fondo inútiles, había empaquetado su madre en arcones y cestas: objetos que ni en Silkham Manor se habían utilizado en treinta años. Gwyn no se explicaba qué debía hacer con ellos ahí, en el fin del mundo, pero Gerald parecía venerar tales cachivaches y pretendía, a toda cosa, llevárselo todo a Kiward Station. Así que en esos momentos tres parejas de caballos y mulos de tiro se arrastraban por el camino embarrado tras la lluvia que conducía a las llanuras de Canterbury, lo que retrasaba notablemente el viaje. Eso no les gustaba en absoluto a los briosos caballos de carrera e Igraine avanzaba contendida toda la mañana. Pero para su sorpresa, Gwyneira no se aburría en absoluto: estaba fascinada ante la infinita extensión de tierra por la que cabalgaba, la sedosa alfombra de hierba en la que las ovejas se habrían detenido con agrado y la visión de las majestuosas montañas al fondo.

Después de que hubiera vuelto a llover en los últimos días, el cielo era tan claro ese día como tras su llegada y las montañas parecían estar de nuevo tan cerca que uno sentía la tentación de tocarlas. La tierra era ahí, cerca de Christchurch, bastante plana, pero se volvía a ojos vistas más accidentada. La pradera, sobre todo, se extendía hasta donde alcanzaba la vista, interrumpida sólo por alguna hilera de arbustos o algunos peñascos que surgían del verdor de forma tan inesperada como si un niño gigante hubiera salpicado el paisaje con ellos. De vez en cuando tenían que atravesar arroyos y ríos, que de todos modos no solían ser tan impetuosos, por lo que podían vadearse sin correr peligro. A veces debían rodear pequeñas colinas, pero eran recompensados por la visión repentina de un lago pequeño y de aguas cristalinas, donde se reflejaban el cielo o las formaciones rocosas. La mayoría de esos lagos, dijo Warden, eran de origen volcánico, pero en esos días no quedaba ningún volcán activo en las inmediaciones.

Cerca de los lagos y los ríos aparecían de modo ocasional modestas granjas en cuyos prados pastaban ovejas. Cuando los colonos descubrían a los jinetes, acostumbraban a salir de las casas y los establos con la esperanza de charlar un poco. No obstante, Gerald se detenía poco con ellos y no aceptaba ninguna de sus invitaciones para tomarse un descanso y refrescarse.

—Si empezamos así, todavía no habremos llegado a Kiward Station ni pasado mañana —dijo cuando Gwyneira le recriminó su aspereza. A ella misma le hubiera gustado echar un vistazo en una de esas bonitas casas de madera, pues suponía que su futuro hogar se asemejaría a ellas. Sin embargo, Gerald se detenía siempre y por un breve espacio de tiempo a las orillas de un río o junto a unos arbustos, de lo contrario, apremiaba para seguir avanzando. Sólo la tarde del primer día de viaje pidió alojamiento en una granja que era manifiestamente más grande y estaba mejor cuidada que las casas de los colonos que se hallaban al borde del camino.

—Los Beasley son gente acomodada. Lucas y su hijo mayor compartieron profesor particular durante un tiempo, los invitamos con frecuencia —le explicó Gerald a Gwyneira—. Beasley se embarcó largo tiempo como primer oficial. Es un navegante fabuloso. Pero no tiene mano con la cría de ovejas, en caso contrario habrían llegado más lejos. Su esposa, sin embargo, quería una granja a toda costa. Procede de la Inglaterra rural. Y Beasley se abre ahora camino con la agricultura. Un gentlemanfarmer... —Sonó en la boca de Gerald un poco despectivo. Pero luego sonrió—. Con acento en gentleman. Pero pueden permitírselo, así que ¿qué más da? Y se preocupan por hacer un poco de vida cultural y social. El año pasado incluso organizaron una cacería del zorro.

Gwyneira frunció el entrecejo.

—¿No dijo que no había zorros?

Gerald sonrió con ironía.

—Por ello se resintió el conjunto. Pero sus hijos son unos buenos corredores. Ellos pusieron la cola.

Gwyneira se echó a reír. Ese señor Beasley parecía ser original, al menos tenía vista para los caballos. No cabía duda de que los purasangre que pastaban en el paddock frente a la casa habían sido importados de Inglaterra y también la concepción del jardín del acceso recordaba a la de los antiguos ingleses. En efecto, Beasley resultó ser un caballero rubicundo y hospitalario que a Gwyneira le evocó vagamente a su padre. También él residía en sus tierras en vez de ocuparse de destripar terrones con sus propias manos, para lo que carecía de la destreza que se adquiere a través de generaciones, así como para dirigir con eficacia desde el salón el funcionamiento de la granja. Puede que el acceso fuera elegante, pero las vallas de los recintos de los caballos habrían necesitado una mano de pintura. Gwyneira también se percató de que ya se había consumido la hierba y de que las cubas de agua estaban sucias.

Beasley pareció alegrarse sinceramente de la visita de Gerald. Descorchó de inmediato su mejor botella de whisky y se deshizo en cumplidos, alternando los dirigidos a la belleza de Gwyneira, con los dedicados a la habilidad de los perros pastores y a la lana de las ovejas Welsh Mountain. También su esposa, una elegante dama de mediana edad, dio una cariñosa bienvenida a la muchacha.

—¡Tiene que ponerme al día de la moda en Inglaterra! Pero primero le enseñaré mi jardín. Tengo el honor de cultivar las rosas más bonitas de las llanuras. Pero no me ofenderé si usted me aventaja, milady. Seguro que se ha traído los esquejes más hermosos del jardín de su madre y los ha estado cuidando durante todo el viaje.

Gwyneira tragó saliva. A Lady Silkham ni se le había ocurrido darle a su hija esquejes de los rosales. No obstante, la joven admiraba en esos momentos, como es debido, las flores que se parecían a las de su madre y hermana como dos gotas de agua. La señora Beasley casi se desvaneció cuando Gwyn mencionó esta apreciación de paso y dejó caer el nombre de «Diana Riddleworth». Al parecer, que la comparasen con la famosa flor era para la señora Beasley la coronación de su carrera como cultivadora de rosas. La joven no quiso enturbiar su alegría. Era seguro que, por su parte, no alimentaba la ambición de aventajar a la señora Beasley en el cuidado de esas flores. De todos modos, mucho más que las rosas le interesaban las plantas autóctonas que crecían alrededor del cuidado jardín.

—Ah, ésos son los cabbage-trees —le explicó la señora Beasley bastante indiferente, cuando Gwyneira señaló una planta parecida a una palmera—. Semejan a las palmeras, pero pertenecen a las liliáceas. Crecen como la mala hierba. Cuídese de tener muchas en el jardín, hijita. Aquellas de allí también...

Señaló un arbusto florido que en realidad a Gwyneira le gustaba más que las rosas de la señora Beasley. Las flores brillantes y rojas como el fuego ofrecían un atractivo contraste con las hojas de un verde intenso y se desplegaban con magnificencia tras la lluvia.

—Un rata —dijo la señora Beasley—. Crecen silvestres por toda la isla. No hay manera de acabar con ellos. Ponga atención en que no crezcan entre las rosas. Y mi jardinero no es de gran ayuda. No entiende por qué algunas plantas se cuidan y otras se arrancan.

Resultó que todo el personal doméstico de los Beasley estaba compuesto por maoríes. Sólo habían contratado a un par de aventureros blancos, que aseguraban tener experiencia, para las ovejas. Ahí vio la muchacha, por vez primera, a un nativo de pura cepa y al principio se asustó un poco. El jardinero de la señora Beasley era bajo y macizo. Tenía el cabello oscuro y rizado y la tez de un moreno claro, aunque estropeada en el rostro por los tatuajes, o eso pensó al menos Gwyneira. Al hombre, en sí, debían de gustarle los zarcillos y púas que había permitido que le grabaran, dolorosamente, en la piel. Cuando la joven se acostumbró a su aspecto, encontró simpática su expresión. Dominaba totalmente los modales corteses, la saludó con una profunda inclinación y sostuvo el portalón del jardín al paso de las señoras. Su ropa no se diferenciaba en nada a la de los empleados blancos, pero Gwyneira supuso que así lo ordenaban los Beasley. Antes de que los blancos aparecieran, los maoríes se habrían vestido con toda certeza de otra manera.

—¡Gracias, George! —le dijo la señora Beasley llena de benevolencia cuando él cerró el portalón tras las mujeres.

Gwyneira se asombró.

—¿Se llama George? —preguntó desconcertada—. Había pensado que..., pero tal vez sus empleados estén bautizados y tengan nombres ingleses, ¿no es así?

La señora Beasley se encogió de hombros.

—Francamente, lo ignoro —confesó—. No vamos a misa de forma regular. Significaría un día de viaje a Christchurch. Por eso los domingos hacemos sólo una pequeña oración nosotros y el personal de la casa. Pero no tengo la menor idea de si asisten porque son cristianos o porque yo se lo exijo...

—Pero si se llama George... —insistió Gwyn.

—Ay, hijita, soy yo quien le ha puesto ese nombre. Nunca aprenderé la lengua de esta gente. Sólo sus nombres ya resultan impronunciables. Y al él no le importa, ¿verdad, George?

El hombre asintió y sonrió.

—Nombre auténtico Tonganui —dijo él, señalándose a sí mismo ya que Gwyneira seguía estando perpleja—. Significa «hijo del dios del mar».

No sonaba muy cristiano, pero a Gwyneira tampoco le pareció un nombre impronunciable. Decidió que en ningún caso cambiaría los nombres del personal a su servicio.

—¿Dónde han aprendido los maoríes inglés, en realidad? —le preguntó Gwyneira a Gerald cuando prosiguieron su viaje al día siguiente. Los Beasley los despidieron con pesar, pero comprendieron que Gerald quisiera ver cómo andaban las cosas en Kiward Station tras el largo viaje. De Lucas no habían podido contar gran cosa, excepto durante las acostumbradas alabanzas. Durante la ausencia de Gerald no parecía que hubiera desatendido la granja. Al menos no había honrado a los Beasley con su visita.

Esa mañana, Gerald estaba de mal humor. Los dos hombres habían bebido whisky en abundancia, mientras que Gwyneira, consciente del largo viaje que les quedaba y que tenían a sus espaldas, se fue a dormir pronto. El monólogo de la señora Beasley sobre las rosas la había aburrido y ya había tomado nota en Christchurch de que Lucas era un hombre cultivado y un compositor dotado, y que, a mayor abundamiento, prestaba sin pausa atención a las últimas obras de Edward Bulwer-Lytton y similares genios de la literatura.

—Ah, los maoríes... —contestó Gerald de mala gana a su pregunta—. Nunca se sabe lo que entienden y lo que no entienden. Siempre pescan algo de sus señores y las mujeres se lo enseñan a sus hijos. Quieren ser como nosotros. Es muy útil.

—¿No van a la escuela? —preguntó Gwyneira.

Gerald rio.

—¿Y quién iba a dar clases a los maoríes? La mayoría de las mujeres de los colonos se alegran cuando consiguen inculcar un poco de civilización a sus propios hijos. De todos modos hay un par de misiones y la Biblia también está traducida al maorí. Si te urge enseñar a un par de diablillos negros el inglés de Oxford, no seré yo quien te ponga trabas.

En verdad, eso no le urgía a Gwyneira, pero tal vez se abriera ahí para Helen un nuevo campo laboral. Sonrió al pensar en su amiga, que todavía estaba instalada en la casa de los Baldwin en Christchurch. Howard O’Keefe aún no se había movido; pero el vicario Chester le aseguraba cada día que no había motivo de preocupación. No era nada seguro que le hubiera llegado ya la noticia de la llegada de Helen, y luego también tenía que estar disponible.

—¿Qué significa «disponible»? —había preguntado Helen—. ¿No tiene ningún personal de servicio en la granja?

El vicario no había contado nada al respecto. Gwyn deseaba que a su amiga no la esperase ninguna sorpresa desagradable.

Gwyneira, por su parte, estuvo al principio muy contenta con su nuevo hogar. Ahora, como las montañas estaban más cerca, el paisaje se hacía más escarpado y variado, si bien seguía siendo un lugar ideal y agradable para las ovejas. Hacia mediodía, Gerald le comunicó, radiante de alegría, que acababan de cruzar la frontera de Kiward Station y que a partir de ese momento se desplazaban por un terreno de su propiedad. Para Gwyneira ese lugar era el jardín del Edén: hierba en abundancia, agua potable, buena y limpia para los animales, un par de árboles de vez en cuando e incluso un bosquecillo que daba sombra.

—Lo dicho, todavía no está todo desmontado —explicó Gerald, mientras paseaba la mirada por el paisaje—. Pero podemos dejar una porción del bosque. Es de madera noble en parte, sería una pena quemarlo. Incluso puede que llegue a tener valor. Es posible que el río permita el transporte en balsa. Pero primero dejemos los árboles. Mira, ¡ahí tenemos las primeras ovejas! Me pregunto, de todos modos, qué estará haciendo aquí el ganado. Ya hace tiempo que tendrían que haberlo llevado a la montaña...

Gerald frunció el entrecejo. Con el tiempo Gwyneira había llegado a conocerlo lo suficiente para saber que estaba tramando un terrible castigo para el culpable. En general no tenía complejos a la hora de comunicar tales reflexiones entre sus oyentes, pero ese día se contuvo. ¿Se debía a que Lucas era el responsable? ¿Evitaba hablar mal de su hijo delante de su prometida, justo antes de su primer encuentro?

Gwyneira apenas si podía controlar su impaciencia. Quería ver la casa y, sobre todo, a su futuro esposo. En los últimos kilómetros se imaginó cómo salía sonriente a su encuentro desde el edificio principal de una vistosa granja como la de los Beasley. Entretanto pasaron junto a los edificios anejos de Kiward Station. Gerald había mandado construir refugios para las ovejas y cobertizos por todo su territorio. Gwyneira lo encontraba muy prudente y ya se maravillaba por la dimensión de las instalaciones. En Gales el número de ovejas de que era propietario su padre, unas cuatrocientas, se consideraba importante. ¡Pero ahí los animales se contaban por miles!

—Y bien, Gwyneira, estoy impaciente por saber qué opinas.

Era entrada la tarde y Gerald mostraba un rostro resplandeciente cuando acercó su caballo a Igraine. La yegua acababa de sacar los cascos de los habituales caminos enlodados y los había colocado en un acceso pavimentado que partía de un pequeño lago y rodeaba una colina. Dos pasos más y se reveló la visión del edificio principal de la granja.

—¡Ya hemos llegado, Lady Gwyneira! —dijo Gerald con orgullo—. ¡Bienvenida a Kiward Station!

Si bien ya debería de haber estado preparada, Gwyneira casi se cayó del caballo. Ante ella, a la luz del sol, en medio de una pradera infinita y con esos Alpes como telón de fondo, divisó una casa señorial inglesa. No era tan grande como Silkham Manor y tenía menos torrecillas y edificios anexos, pero era comparable a ella desde cualquier punto de vista. Kiward Station era en el fondo incluso más bonita porque había sido planificada a la perfección por un arquitecto, en vez de sufrir las modificaciones y ampliaciones habituales en la mayoría de las residencias inglesas. Como Gerald había dicho, la casa estaba construida con arenisca gris. Disponía de miradores y grandes ventanales, algunos dotados de pequeños balcones, delante se desplegaba un extenso camino de acceso con parterres que, sin embargo, todavía carecían de flores. Gwyneira decidió plantar arbustos de rata. Amenizarían la fachada y además no precisaban de grandes cuidados.

Pero por lo demás, todo se le antojaba como un sueño. Seguro que iba a despertarse y confirmar que ese inaudito blackjack nunca se había jugado. En lugar de eso su padre la habría casado con uno de esos nobles galeses gracias a la dote obtenida con la venta de ovejas y ahora tomaba posesión de una casa señorial en Cardiff.

Sólo el personal, que ahora se alineaba como en Inglaterra para dar la bienvenida a su señor ante la puerta de entrada, desentonaba en el cuadro. Si bien los sirvientes llevaban librea y las sirvientas delantales y cofia, el color de su piel era oscuro y muchos rostros estaban tatuados.

—Bienvenido, señor Gerald —saludó a su señor un hombrecillo achaparrado mientras exhibía una gran sonrisa en su rostro amplio y que constituía el «lienzo» ideal para los tatuajes típicos. Abarcó con grandes ademanes el cielo todavía azul y la tierra bañada por el sol—. ¡Y bienvenida, miss! ¡Ya ve: rangi, el cielo, brilla de alegría por su llegada y regala a la tierra, papa, una sonrisa porque camina sobre ella!

Gwyneira se sintió conmovida por ese sincero saludo. Tendió al hombrecillo la mano de forma espontánea.

—Éste es Witi, nuestro criado —le presentó Gerald—. Y éste es el jardinero, Hoturapa, y la sirvienta y la cocinera, Moana y Kiri.

—Miss..., Gwa..., ne... —Moana quería hacer una reverencia y presentar un saludo educado, pero era indudable que el nombre celta le resultaba impronunciable.

—Miss Gwyn —abrevió Gwyneira—. Llámame simplemente Miss Gwyn.

A ella no le resultó difícil memorizar el nombre de los maoríes y decidió aprender lo antes posible un par de fórmulas de cortesía en su lengua.

Así que ése era el personal de servicio. A Gwyneira le pareció bastante reducido para una casa tan grande. ¿Y dónde estaba Lucas? ¿Por qué no estaba ahí para saludarla y darle la bienvenida?

—¿Pero dónde se ha...? —iba a plantear la joven la acuciante pregunta sobre su futuro esposo; pero Gerald se le adelantó. Y parecía tan poco entusiasmado por la ausencia de Lucas como Gwyn.

—¿Dónde se ha metido mi hijo, Witi? Podría empezar a mover el trasero hacia aquí y conocer a su futura esposa..., oh, quería decir..., que es natural que Miss Gwyn espere con impaciencia que le presente sus respetos...

El sirviente rio.

—El señor Lucas marcharse a caballo, a controlar las cercas. El señor James decir que alguien de la casa tiene que autorizar comprar el material para corral caballos. Tal como está, los caballos no quedar dentro. El señor James muy enfadado. Por eso el señor Lucas marcharse.

—¿En lugar de recibir a su padre y a su prometida? ¡Esto empieza bien! —vociferó Gerald.

Gwyneira, no obstante, lo encontró excusable. No habría tenido ni un minuto de tranquilidad si hubieran metido a Igraine en un cercado donde no estuviera segura. Y una cabalgada de control por los prados se ajustaba mejor al hombre de sus sueños que el leer y tocar el piano.

—Pues sí, Gwyneira, no nos queda otro remedio que armarnos de paciencia —se serenó al final Gerald—. Quizá no sea en absoluto tan negativo, en Inglaterra tampoco te habrías presentado por primera vez a tu futuro esposo en traje de montar y con el cabello descubierto.

Él mismo encontraba que Gwyneira, de nuevo con los bucles sueltos y el rostro algo enrojecido por el sol de la cabalgada, estaba encantadora, pero Lucas podría ser de otra opinión...

—Kiri te mostrará tu habitación y te ayudará a refrescarte y a peinarte. Nos reuniremos todos en una hora para tomar el té. A las cinco mi hijo ya debería de haber vuelto, no suele prolongar por más tiempo sus salidas a caballo. Así vuestro primer encuentro se realizará con toda la solemnidad que es de esperar.

Los deseos de Gwyneira eran más bien otros, pero se conformó con lo irremediable.

—¿Puede coger alguien mis maletas? —preguntó mirando al servicio—. Oh, no, ésta es demasiado pesada para ti, Moana. Gracias, Hotaropa... ¿Hoturapa? Disculpa, pero ahora no me acuerdo. ¿Cómo se dice «gracias» en maorí, Kiri?

Helen se había instalado de mala gana con los Baldwin. Por muy detestable que le pareciera la familia, hasta la llegada de Howard no le quedaba otra alternativa. Así que se esforzó para ser amable. Se ofreció al reverendo Baldwin para poner por escrito los textos para las hojas dominicales y llevarlos luego a la imprenta. Alivió a la señora Baldwin de algunas tareas e intentó ser útil en los trabajos domésticos, de los cuales asumió las labores de costura y el control de los deberes escolares de Belinda en casa. Esto último la convirtió en un brevísimo lapso de tiempo en la persona más odiada de la casa. A la muchacha no le sentaba bien que la vigilara y se quejaba a su madre en cuanto se le presentaba la oportunidad. Con ello, Helen se percató claramente de lo flojo que debía de ser el profesorado en la recién abierta escuela de Christchurch. Pensó en ofrecerse para un puesto allí si la relación con Howard fracasaba. El vicario Chester, no obstante, seguía infundiéndole ánimos: podía pasar tiempo antes de que comunicaran a O’Keefe la noticia de su llegada.

—Bien, los Candler no irán a enviarle un mensaje a la granja. Es probable que esperen a que él vaya a comprar a Haldon y hasta que eso ocurra pueden pasar dos días. Pero cuando sepa que está usted aquí, vendrá seguro.

Eso suponía para Helen un dato más sobre el que pensar. Entretanto se había hecho a la idea de que Howard no vivía justo al lado de Christchurch. Obviamente, Haldon no era un suburbio, sino una ciudad independiente y asimismo floreciente. Helen también podía adaptarse a eso. Sin embargo, el vicario decía ahora que la granja de Howard también se hallaba en las afueras de Haldon. ¿Dónde iba pues a vivir? Le hubiera gustado hablar al respecto con Gwyn; tal vez ella podría sondear al señor Gerald con discreción. Pero Gwyn había partido el día anterior hacia Kiward Station. Helen no tenía la menor idea de cuándo volvería a ver a su amiga y de si realmente lo haría.

Al menos esa tarde tenía un bonito plan por delante. La señora Godewind había repetido su invitación y su cabriolé con el cochero Jones en el pescante esperaba a Helen puntualmente a la hora del té para recogerla. Jones la miró radiante y la ayudó con unos modales perfectos a subir en el carruaje. Incluso consiguió formular una frase elogiosa sobre su nuevo vestido de tarde de color lila. A continuación, durante el trayecto a la casa, se deshizo en alabanzas sobre Elizabeth.

—Nuestra Missus se ha convertido en otra persona, Miss Davenport, no lo creería. Cada día parece estar más joven, ríe y bromea con la muchacha. Y Elizabeth es una niña tan encantadora..., siempre se esfuerza por ayudar a mi esposa y siempre está de buen humor. ¡Y vaya si sabe leer la pequeña! Por mis barbas, que siempre que puedo intento buscarme un trabajo en la casa cuando la pequeña le está leyendo a la señora Godewind. Lo hace con una voz y una entonación tan bonitas, que se diría que forma parte de la historia.

Elizabeth tampoco había olvidado las lecciones de Helen sobre cómo servir y comportarse en la mesa. Vertió el té con habilidad y primor y repartió los pasteles; mientras tanto parecía encantada con su nuevo vestido azul y su pulcra y blanca cofia.

Se puso a llorar, no obstante, cuando oyó las noticias sobre Laurie y Marie y también pareció deducir más de la versión suavizada de la historia de Daphne y Dorothy que lo que Helen había pensado. Elizabeth era una soñadora, pero también a ella la habían recogido de las calles de Londres. Vertió amargas lágrimas por Daphne y mostró su mayor confianza en su nueva señora, a la que inmediatamente pidió ayuda.

—¿No podemos enviar al señor Jones y recoger a Daphne? ¿Y a las mellizas? Por favor, señora Godewind, seguro que encontramos aquí trabajo para ellas. ¡Algo podrá hacerse!

La señora Godewind sacudió la cabeza.

—Por desgracia no, hija mía. Esa gente ha firmado unos contratos de trabajo con el orfanato, como yo. Las niñas no pueden marcharse simplemente de allí. Y nos meteremos en un gran problema si además les ofrecemos un empleo provisional. Lo siento, querida, pero las niñas deben arreglárselas para sobrevivir. Aunque por lo que me está contando —prosiguió la señora Godewind dirigiéndose a Helen—, no me preocupa la pequeña Daphne. Ella se abrirá camino. Pero las mellizas..., hummm, es triste. Sírvenos un poco más de té, Elizabeth. Rezaremos una oración por ellas, tal vez Dios al menos vele por estas niñas.

Pero Dios estaba barajando las cartas de Helen, mientras ella permanecía sentada en el acogedor salón de la señora Godewind y ambas disfrutaban de los pastelillos de la panadería del señor y la señora McLaren. El vicario Chester ya la estaba esperando impaciente delante de la casa de los Baldwin, cuando Jones le abrió a la joven la puerta del carruaje.

—¿Dónde se había metido, Miss Davenport? Ya casi habían abandonado toda esperanza de poder presentarla hoy. Está usted preciosa, ¡como si lo hubiera sospechado! Y ahora venga, ¡deprisa! El señor O’Keefe aguarda en el salón.

La puerta de entrada a Kiward Station conducía primero a un espacioso vestíbulo en el que los invitados dejaban los abrigos y las damas podían arreglarse un momento el cabello. Gwyneira observó divertida un armario de espejo con la obligatoria bandeja de plata para dejar las tarjetas de visita. ¿Quién hacía en ese lugar tales visitas de cumplido? En realidad debería pensarse que no habría visitas que se presentaran sin invitación ni nadie que fuera un extraño. Y cuando en efecto un desconocido acudía por equivocación, ¿acaso Lucas y su padre no esperarían hasta que la sirvienta se lo hubiera comunicado a Witi, quien a su vez pondría en conocimiento de ello a los señores de la casa? Gwyneira pensó en las familias de los granjeros que se habían precipitado fuera de sus hogares sólo para poder ver a los extranjeros y en el franco entusiasmo de los Beasley cuando los visitaron. Ahí nadie les había pedido una tarjeta. También a los maoríes les debía de resultar desconocido el intercambio de tarjetas de presentación. Gwyneira se preguntaba cómo se lo habría explicado Gerald a Witi.

Del vestíbulo se pasaba a otro recibidor escasamente amueblado, también éste sin duda inspirado en el concepto y utilidad de las casas señoriales británicas. Ahí podían esperar los invitados en un ambiente agradable a que el señor de la casa tuviera tiempo para recibirlos. Ya había allí una chimenea y un aparador con un servicio de té decorado, las butacas y sofás adecuados estaban en el equipaje de Gerald. Quedaba bonito, pero para qué serviría era un misterio, al menos para Gwyneira.

La muchacha maorí, Kiri, la condujo luego a buen paso al salón, cuya decoración con muebles pesados y de estilo inglés antiguo ya parecía concluida. Si no hubiera habido una puerta que daba a una gran terraza casi habría parecido tétrico. En cualquier caso, no respondía a la última moda, pues los muebles y alfombras más bien se parecían a antigüedades. ¿Se trataba quizá del ajuar de la madre de Lucas? Si era así, su familia debía de haber sido acomodada. Pero de todos modos eso era reciente. Gerald debía de ser un criador de ovejas de éxito, con toda certeza había sido antes un audaz marino y no cabía duda de que era el jugador más experimentado que había salido de las estaciones balleneras. Pero para construir una casa como Kiward Station en plena naturaleza virgen se necesitaba más dinero que el que podía ganarse con la pesca de ballenas y las ovejas. Seguro que la herencia de la señora Warden también se había invertido allí.

—¿Viene, Miss Gwyn? —preguntó con amabilidad Kiri, aunque con tono algo preocupado—. Tengo que ayudarla, pero también hacer té y servir. Moana no es buena con el té, mejor nosotras preparadas antes de que ella romper las tazas.

Gwyneira rio. Esto se lo podía perdonar del todo a Moana.

—Esta vez, yo misma serviré el té —le explicó a la sorprendida muchacha—. Es una vieja costumbre inglesa. Es una de las aptitudes inexcusables para casarse.

Kiri se la quedó mirando con el ceño fruncido.

—¿Ustedes preparadas para el hombre cuando hacer té? Para nosotras importante la primera sangre del mes...

Gwyneira se ruborizó al momento. ¿Cómo podía hablar Kiri con tanta franqueza de algo que no podía ni mentarse? Por otra parte, Gwyneira agradecía cualquier información. Tener la menstruación era una condición previa para casarse, también eso era válido en su cultura. La joven todavía recordaba con exactitud cómo su madre había suspirado cuando le llegó el momento a Gwyneira. «Ay, hija mía, le había dicho, ahora también tú sufres esta condena. Tendremos que buscarte un esposo.»

Pero cómo se relacionaba todo eso, nadie se lo había explicado. Gwyneira reprimió el impulso de echarse a reír fuera de control cuando pensó en la cara que ponía su madre ante tales cuestiones. Una vez que Gwyn había abordado los posibles paralelismos con el celo en los perros, Lady Silkham pidió sus sales de olor y se retiró todo el día a su habitación.

Gwyneira buscó a Cleo, que, como era habitual, iba en pos de ella. Kiri pareció encontrarlo un poco extraño, pero no comentó nada al respecto.

Una amplia y ondulada escalera ascendía desde el salón hacia los aposentos de la familia. Para sorpresa de Gwyneira, sus habitaciones ya estaban totalmente amuebladas.

—Habitaciones ser para la esposa del señor Gerald —le explicó Kiri—. Pero luego ella morir. Siempre vacías. Pero ahora el señor Lucas arreglarlas para usted.

—¿El señor Lucas ha amueblado las habitaciones para mí? —preguntó la muchacha asombrada.

Kiri asintió.

—El señor Lucas elegir muebles del almacén y... ¿cómo decir? ¿Telas para ventanas...?

—Cortinas, Kiri —la ayudó Gwyneira, que no salía de su asombro. Los muebles de la fallecida señora Warden eran de madera clara, las alfombras de color rosa viejo, beige y azul. Además, Lucas u otra persona había elegido unas estimables cortinas de color rosa viejo con cenefas beige azulado y las había drapeado delante de las ventanas y de su lecho. La ropa de cama era de un lino blanco como la nieve; y la cubierta de día de color azul daba un toque acogedor. Junto al dormitorio había un vestidor y un pequeño salón, también exquisitamente amueblado con unas butaquitas, una mesa para el té y un pequeño costurero. Sobre la repisa de la chimenea se hallaban dispuestos los habituales marquitos, candelabros y cuencos de plata. En uno de los marcos había un daguerrotipo de una mujer delgada y de cabello claro. Gwyneira tomó la imagen en la mano y la observó con atención. Gerald no había exagerado. Su fallecida esposa había sido toda una belleza.

—¿Desvestirse ahora, Miss Gwyn? —la urgió Kiri.

Gwyneira asintió y procedió con la joven maorí a desempaquetar sus baúles. Llena de respeto ante las telas nobles, Kiri sacó a la luz los vestidos de fiesta y de tarde de Gwyneira.

—¡Qué bonitos, Miss Gwyn! ¡Tan suaves y finos! Pero usted delgada, Miss Gwyn. ¡No bueno para tener niños!

Desde luego, Kiri no se andaba con rodeos. Gwyneira le explicó riendo que en realidad no estaba tan delgada, sino que lo parecía gracias a su corsé. Para llevar el vestido de seda que había elegido, el corsé todavía debía ceñirse más. Kiri se esforzó de buena fe cuando Gwyneira le enseñó cómo manejarlo, pero era evidente que temía hacer daño a su nueva señora.

—No pasa nada, Kiri, estoy acostumbrada —gimió Gwyn—. Mi madre solía decir que para presumir hay que sufrir.

Kiri pareció comprender al principio. Con una sonrisa turbada se llevó la mano a su rostro tatuado.

—¡Ah, bueno! Es como moku, ¿sí? ¡Pero cada día!

Gwyneira asintió. En principio era cierto. Su cintura de avispa era tan poco natural y dolorosa como los adornos permanentes que Kiri lucía en el rostro. De todos modos, ahí en Nueva Zelanda, Gwyn pensó que relajaría bastante las costumbres. Una de las chicas debería aprender a ensanchar los vestidos, luego no necesitaría mortificarse de ese modo ciñéndoselos. Y cuando estuviera embarazada...

Kiri la ayudó con destreza a ponerse el traje de seda azul, pero peinarla le costó más. Desenredar los rizos de Gwyneira y recogerlos bien era una tarea muy difícil. Era evidente que Kiri todavía no lo había hecho nunca. Al final, Gwyn colaboró de forma activa, y si bien el resultado no correspondía según las normas estrictas al arte del peinado y Helen sin duda habría estado horrorizada, Gwyn se encontró atractiva de verdad. Habían conseguido recoger gran parte de su magnífica melena color rojo dorado; pero el par de rizos que a pesar de ello iban a su aire y revoloteaban alrededor de su cara conferían a sus rasgos más delicadeza y juventud. La tez de la muchacha brillaba tras la cabalgada al sol, sus ojos centellaban de expectación.

—¿Ha llegado ya el señor Lucas? —preguntó a Kiri.

La chica se encogió de hombros. ¿Cómo iba a saberlo ella? A fin de cuentas había pasado todo el tiempo con Gwyneira.

—¿Cómo es el señor Lucas, Kiri? —Gwyn sabía que su madre la habría reprendido con dureza por hacer tal pregunta: no se forzaba al personal a que cotilleara acerca de sus señores. Pero Gwyneira no podía dominarse.

Kiri se encogió de hombros y puso los ojos en blanco al mismo tiempo, lo que resultó divertido.

—¿El señor Lucas? No sé. Es pakeha. Para mí todos iguales. —Era evidente que la joven maorí nunca se había planteado cuáles eran los atributos especiales de la persona que le daba trabajo. Pero luego, cuando vio la expresión de decepción de Gwyneira volvió a reflexionar—. El señor Lucas... es amable. Nunca gritar, nunca enfadarse. Amable. Sólo un poco delgado.

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2

Helen no sabía cómo había ocurrido, pero ahora no podía demorar el encuentro con Howard O’Keefe de ninguna de las maneras. Nerviosa, se arregló el vestido y se repasó el peinado. ¿Debía quitarse el sombrerito o dejárselo puesto? Al menos había un espejo en el recibidor de la señora Baldwin y Helen le lanzó una mirada insegura antes de examinar al hombre que se sentaba en el sofá. En ese momento estaba de todos modos de espaldas, ya que el tresillo de la señora Baldwin miraba hacia la chimenea. Así que Helen al menos tuvo tiempo de echar un breve y disimulado vistazo a su figura antes de hacer acto de presencia. Howard O’Keefe parecía corpulento y tenso. A ojos vistas cohibido, mantenía en equilibrio en sus manos grandes y callosas una tacita delicada del servicio de té de la señora Baldwin.

Helen ya se disponía a carraspear para advertir a la esposa del párroco y al visitante. Pero entonces vio a la señora Baldwin. La esposa del pastor reía inexpresiva como siempre, pero se comportaba con cordialidad.

—¡Oh, ya está aquí, señor O’Keefe! Ya ve, sabía que no estaría mucho tiempo fuera. Entre, Miss Davenport. Quiero presentarle a alguien. —La voz de la señora Baldwin adquirió un tono casi risueño.

Helen se acercó. El hombre se levantó del sofá con tal brusquedad que casi tiró de la mesa el servicio de té.

—¿Miss..., hummm, Helen?

Helen tuvo que alzar la vista hacia su futuro esposo. Howard O’Keefe era alto y corpulento, no era un hombre gordo, pero sí de complexión robusta. También el corte de su rostro era más bien rudo, pero no carente de afabilidad. La tez morena y acartonada expresaba largos años de trabajo al aire libre. Estaba surcada por profundas arrugas que marcaban un rostro cargado de expresividad, si bien en esos momentos dibujaban en sus rasgos una expresión de asombro e incluso de admiración. En sus ojos de un azul acerado se leía aprobación: Helen parecía gustarle. A ella, a su vez, le llamó la atención sobre todo su cabello. Era oscuro, abundante y estaba pulcramente cortado. Seguramente había hecho una visita al barbero antes del primer encuentro con su futura esposa. No obstante, ya clareaba por las sienes. Era evidente que Howard era mayor de lo que Helen había imaginado.

—Señor..., señor O’Keefe... —dijo con un tono apagado, y acto seguido se habría dado un cachete por ello. Él la había llamado «Miss Helen» y ella podría haber respondido ya con un «señor Howard».

—Yo..., hum, bueno, ¡ya está usted aquí! —exclamó Howard algo brusco—. Esto..., hum, ¡ha sido una sorpresa!

Helen se preguntó si se trataba de una crítica. Se sonrojó.

—Sí. Las..., hum, circunstancias. Pero yo..., me alegro de conocerle.

Tendió la mano a Howard. Él la estrechó con firmeza.

—Yo también me alegro. Siento haberla hecho esperar.

¡Ah, a eso se refería! Helen sonrió aliviada.

—No importa, señor Howard. Me han dicho que podía tardar algo de tiempo hasta que recibiera la noticia de que había llegado. Pero ahora ya está usted aquí.

—Ahora estoy aquí.

Howard también sonrió, suavizando con ello y haciendo más atractivo su rostro. Por el refinado estilo de sus cartas, Helen había contado, no obstante, con una conversación más ingeniosa. Pero bueno, tal vez era tímido. Helen tomó las riendas de la conversación.

—¿De dónde viene exactamente, señor Howard? Había pensado que Haldon estaba más cerca de Christchurch. Pero se trata en efecto de una ciudad en sí. ¿Su granja se encuentra algo alejada...?

—Haldon está junto al lago Benmore —explicó Howard, como si eso le dijera algo a Helen—. No sé si todavía puede llamarse ciudad. Pero hay un par de tiendas. Puede comprar allí las cosas más importantes. Lo necesario, vaya.

—¿Y cuánto se tarda en llegar? —quiso saber Helen, sintiéndose como una tonta. Ahí estaba ella con el hombre con quien posiblemente iba a casarse, y conversaba sobre distancias y tiendas de pueblo.

—Dos días justo con el coche de caballos —respondió Howard tras una breve reflexión. Helen hubiera preferido un dato en kilómetros, pero no quiso insistir. En lugar de eso se quedó callada, por lo que siguió una molesta pausa. Entonces Howard carraspeó.

—Y... ¿ha tenido usted un buen viaje?

Helen suspiró aliviada. Por fin una pregunta que le permitía contar algo. Describió la travesía con las niñas.

Howard asintió.

—Hum. Un viaje largo...

Helen deseaba que también él contara algo de su propia partida, pero él permaneció callado.

Por fortuna, el vicario Chester se unió en ese momento a su compañía. Mientras saludaba a Howard, Helen tuvo tiempo de recuperar el control y de examinar un poco más de cerca a su futuro esposo. La ropa del granjero era sencilla. Llevaba unos pantalones de montar de piel que seguramente le habían acompañado en muchas cabalgadas y una chaqueta encerada sobre una camisa blanca. La hebilla del cinturón, espléndidamente adornada y de latón, era el único objeto de valor de su vestuario, llevaba además una cadenita de plata en torno al cuello de la cual pendía una piedra verde. Su actitud había sido tensa y vacilante, pero al relajarse ahora, ganaba en firmeza y seguridad en sí mismo. Sus movimientos adquirían soltura, casi eran gráciles.

—¡Pero explíquele a Miss Helen algo de su granja! —lo animó el vicario—. De los animales, por ejemplo, de la casa...

O’Keefe se encogió de hombros.

—Es una casa bonita, miss. Muy sólida, yo mismo la he construido. En cuanto a los animales..., bueno, tenemos un mulo, un caballo, una vaca y un par de perros. Y, naturalmente, ovejas. ¡Unas mil!

—Pero son..., son muchas —observó Helen, y deseó ardientemente haber escuchado con mayor atención las inagotables historias de Gwyneira sobre la cría de ovejas. ¿Cuántas ovejas había dicho que tenía el señor Gerald?

—No son muchas, miss, pero serán más. Y hay tierra suficiente, ya llegará. Cómo..., hum, ¿cómo lo hacemos entonces?

Helen frunció el ceño.

—¿Cómo hacemos el qué, señor Howard? —preguntó Helen, arreglándose un mechón del cabello que se había desprendido de su sobrio peinado.

—Bueno... —Howard jugueteó cohibido con su segunda taza de té—. Lo de la boda...

Con el permiso de Gwyneira, al final Kiri se retiró en dirección a la cocina para correr en ayuda de Moana. Gwyn empleó los últimos minutos que le quedaban antes de la hora del té para inspeccionar a fondo sus aposentos. Todo estaba impecablemente colocado, hasta los artículos de aseo reunidos con primor en el vestidor. Gwyneira admiró los peines de marfil y los cepillos a juego. El jabón olía a rosa y tomillo, con certeza no era un producto de origen maorí; el jabón quizá procediera de Christchurch o fuera importado de Inglaterra. También emanaba un agradable perfume de un cuenco de pétalos secos, colocado en su salón. No cabía duda, ni siquiera un ama de casa perfecta del tipo de su madre o su hermana Diana habría podido arreglar de forma tan acogedora una habitación como... ¿Lucas Warden? ¡Gwyneira no lograba creerse que un hombre fuera el responsable de tal maravilla!

Entretanto, ya no podía contener su impaciencia. Se dijo que no tenía que esperar hasta la hora del té, tal vez ya hacía tiempo que Lucas y Gerald estaban en el salón. Gwyneira se encaminó por los pasillos cubiertos de valiosas alfombras hacia la escalera y oyó voces irritadas que resonaban por la casa procedentes de las salas de estar.

—¿Puedes explicarme por qué justo hoy tenías que ir a controlar esos cercados? —bramaba Gerald—. ¿No podía esperar a mañana? ¡La muchacha pensará que no te interesa nada!

—Disculpa, padre. —La voz tenía un tono sereno y cultivado—. Pero el señor McKenzie insistía. Y era urgente. Los caballos ya se han escapado tres veces...

—¿Que los caballos qué? —vociferó Gerald—. ¿Que se han escapado tres veces? ¿Significa que he pagado a tres hombres durante tres días sólo para que vuelvan a atrapar a esos jamelgos? ¿Por qué no has intervenido antes? Seguro que McKenzie quería repararlos de inmediato. Y hablando de corrales... ¿Por qué no estaba Lyttelton preparado para las ovejas? Si no hubiera sido por tu futura esposa y sus perros tendría que haber pasado la noche vigilando yo mismo los animales.

—Tenía mucho que hacer, padre. Debía acabar el retrato de madre para el salón. Y tenía que ocuparme también de las habitaciones de Lady Gwyneira.

—Lucas, ¡cuándo aprenderás de una vez que las pinturas al óleo no se escapan, a diferencia de los caballos! Respecto a los aposentos de Gwyneira... ¿has arreglado tú mismo la habitación? —Gerald parecía tan poco capaz de entenderlo como la misma Gwyneira.

—¿Y quién si no? ¿Una de las chicas maoríes? Se hubiera encontrado con unas esteras de palma y un fogón abierto. —Ahora también Lucas parecía un poco enojado. De todos modos, sólo cuanto puede permitirse dejarse ir un gentleman en sociedad.

Gerald suspiró.

—Está bien, esperemos que sepa apreciarlo. Y ahora no nos peleemos, bajará en cualquier momento...

Gwyneira consideró que le estaba dando la entrada. Bajó la escalera con paso reposado, la espalda reta y la cabeza erguida. Había practicado durante días tal aparición para su puesta de largo. Ahora por fin servía para algo.

Como era de esperar, en el salón los hombres se quedaron en silencio. Del fondo de las escaleras oscuras emergió la delicada silueta de Gwyneira envuelta en una seda azul claro como si estuviera plasmada en un óleo. Su rostro irradiaba luminosidad, las mechas de cabello que revoloteaban alrededor parecían, a la luz de las velas, hebras de oro y cobre. La boca de la muchacha esbozó una tímida sonrisa. Había entrecerrado levemente los ojos, lo que no le impidió indagar entre las largas pestañas rojas. Sólo tenía que echar un vistazo a Lucas antes de la debida presentación.

Lo que vio le hizo difícil mantener su solemne actitud. Casi se hubiera abandonado a contemplar arrebatada, con los ojos y la boca abiertos, ese perfecto ejemplar del género masculino.

Gerald no había exagerado al describir a Lucas. Su hijo encarnaba la esencia de un gentleman, dotado, además, con todos los atributos de la belleza viril. El joven era alto, superaba a ojos vistas en estatura a su padre, y era delgado, pero musculoso. No era larguirucho como el joven Barrington ni compartía la endeble finura del vicario Chester. No cabía duda de que Lucas practicaba deporte, si bien no tanto como para tener el cuerpo musculoso de un atleta. Su rostro delgado era inteligente, pero sobre todo armonioso y noble. A Gwyneira le trajo el recuerdo de las estatuas de los dioses griegos que flanqueaban el camino al jardín de rosas de Diana. Los labios de Lucas estaban recortados con delicadeza, ni muy anchos y sensuales, ni tampoco delgados y resecos. Los ojos eran claros y de un gris tan intenso como nunca había visto Gwyneira. Por lo general, los ojos grises tendían al azul, pero los de Lucas parecían ser la mezcla sólo del negro y el blanco. Tenía el cabello rubio, algo ondulado, y lo llevaba corto, como estaba de moda en los salones londinenses. Iba vestido según la convención y había elegido para ese encuentro un terno de color gris y de paño de primera calidad. Calzaba asimismo unos lustrosos zapatos cerrados de color negro.

Cuando Gwyneira se acercó, él le sonrió, confiriendo a su rostro un atractivo aun mayor. Los ojos, empero, permanecieron inexpresivos.

Al final se inclinó y tomó con los dedos largos y delgados la mano de Gwyneira para insinuar un perfecto besamanos.

—Milady... Estoy encantado.

Howard O’Keefe miraba extrañado a Helen. Era claro que no entendía por qué su pregunta la había sorprendido.

—¿Cómo..., con la boda? —consiguió balbucear ella—. Yo..., yo pensaba... —Helen apresó unas mechas de su cabello.

—Pensé que había venido para casarse conmigo —respondió Howard, casi un poco enojado—. ¿No nos hemos entendido?

Helen sacudió la cabeza.

—No, claro que no. Pero así tan de repente. Nosotros..., nosotros no sabemos nada el uno del otro. Nor..., normalmente sucede que el hombre primero le hace la..., la corte a su futura esposa y luego...

—Miss Helen, de aquí a mi granja hay dos días a caballo —dijo Howard con determinación—. No esperará realmente que realice este viaje varias veces sólo para llevarle flores. En lo que a mí respecta, necesito una mujer. La he visto a usted y me gusta...

—Gracias —susurró Helen ruborizándose.

Howard no reaccionó en absoluto.

—Por mi parte está todo claro. La señora Baldwin me ha dicho que es usted muy maternal y hogareña, y eso me gusta. No necesito saber más. Si usted tiene que preguntarme algo, hágalo, por favor, le responderé gustosamente. Pero luego deberíamos hablar de..., hum..., formalidades. El reverendo Baldwin nos casaría, ¿no? —dirigió esta pregunta al vicario Chester, que asintió solícito.

Helen pensó angustiada en qué preguntas hacer. ¿Qué debía saberse de un hombre con quien iba a contraerse matrimonio? Así que empezó por la familia.

—¿Procede usted de Irlanda, señor Howard?

O’Keefe asintió.

—Sí, Miss Helen. De Connemara.

—¿Y su familia...?

—Richard y Bridie O’Keefe, mis padres, y cinco hermanas..., o más, me marché pronto de casa.

—¿Por qué..., el lugar no permitía alimentar a tantos niños? —preguntó Helen con cautela.

—Se podría decir así. En cualquier caso, a mí no me consultaron.

—¡Oh, lo siento, señor Howard! —Helen reprimió el impulso de poner la mano sobre el brazo del hombre para consolarlo. Naturalmente, ése era el «difícil destino» al que se había referido en sus cartas—. ¿Y se vino enseguida a Nueva Zelanda?

—No, yo he..., hum, dado muchas vueltas.

—Puedo imaginármelo —respondió Helen, aunque no tenía ni la menor idea de por dónde vagaría un joven repudiado por su familia y todavía sin haber alcanzado la madurez—. ¿Y durante todo ese tiempo..., durante todo ese tiempo nunca pensó en casarse? —Helen se ruborizó.

O’Keefe se encogió de hombros.

—Por donde yo me he movido, no había muchas mujeres, miss. Estaciones de pesca de ballenas, cazadores de foca. Una vez, sin embargo... —Su rostro adquirió una expresión más suave.

—¿Sí, señor Howard? Disculpe si resulto inquisitiva, pero yo... —Helen anhelaba despertar un sentimiento en su interlocutor que quizá le hiciera un poco más fácil valorar a Howard O’Keefe.

El granjero sonrió con franqueza.

—De acuerdo, Miss Helen. Quiere conocerme. Pero, no hay mucho que explicar. Ella se casó con otro..., lo que quizá sea la razón de que quiera arreglar deprisa este asunto ahora. Me refiero a nuestro asunto...

Helen se tranquilizó. Así que no era falta de corazón, sino únicamente un miedo comprensible a que ella pudiera abandonarlo como hizo la primera muchacha que entonces amó. De todos modos, no acababa de entender cómo ese hombre parco en palabras y de aspecto tosco podía escribir cartas tan maravillosas, pero ahora creía comprenderlo mejor. Howard O’Keefe era como un lago de aguas agitadas bajo una superficie serena.

Sin embargo, ¿quería ahora precipitarse a ciegas? Helen examinaba febrilmente las alternativas. No podía seguir viviendo por más tiempo con los Baldwin, no entenderían por qué le daba largas a Howard. Y el mismo Howard consideraría el retraso como un rechazo y tal vez se echaría para atrás. ¿Y entonces? ¿Una colocación en la escuela local, que en absoluto era segura? ¿Enseñar a niñas como Belinda Baldwin y convertirse así paso a paso en una solterona? No podía arriesgarse. Howard tal vez no fuera lo que ella se había imaginado, pero era un hombre franco y honrado, le ofrecía una casa y un hogar, deseaba formar una familia y trabajaba duro para sacar adelante la granja. No podía pedir más.

—Bien, señor Howard. Pero al menos debe darme uno o dos días para prepararme. Una boda así...

—Por supuesto que organizaremos una pequeña ceremonia —intervino la señora Baldwin melosa—. Seguro que quiere que asistan Elizabeth y las otras niñas que se han quedado en Christchurch. Su amiga Miss Silkham ya se ha marchado...

Howard frunció el ceño.

—¿Silkham? ¿Esa aristócrata? ¿Esa Gwenevere Silkham que iba a casarse con el hijo del viejo Warden?

—Gwyneira —le corrigió Helen—. Exactamente ella. Nos hemos hecho amigas durante el viaje.

O’Keefe se volvió hacia la joven y el rostro amable que había mostrado hasta entonces se contrajo de cólera.

—Que quede totalmente claro, Helen, ¡a mi casa no invitas a un Warden! ¡No, mientras yo viva! ¡Mantente lejos de esa chusma! El viejo es un timador y el joven un blando. Y la chica no debe de ser mejor, o no se dejaría comprar. Toda esa gentuza debería ser eliminada. Así que no te atrevas a traerla a mi granja. Puede que yo no tenga el dinero del viejo, pero mi escopeta dispara igual de fuerte.

Después de dos horas de conversación, Gwyneira se sentía más agotada que si hubiera pasado ese tiempo a lomos de un caballo o en un criadero donde adiestrar perros. Lucas Warden abordaba todos los temas en los que la habían introducido en el salón de su madre, pero las pretensiones del joven eran con toda claridad más elevadas que las de Lady Silkham.

La velada había empezado bien. Gwyneira había conseguido servir el té a la perfección, pese a que todavía le temblaban las manos. La primera visión de Lucas la había superado sin más. Al final, sin embargo, el joven gentleman no le brindó más oportunidades de que se emocionara. No daba muestras de ansiar contemplarla, de rozar sus dedos como por azar, mientras ambos por pura casualidad asieron a la vez el azucarero, o de mirarla a los ojos aunque fuera por un segundo de más. En lugar de ello, durante la conversación la mirada de Lucas se mantuvo obstinadamente prendida en el lóbulo de la oreja izquierda de la joven y sus ojos sólo destellaban eventualmente cuando planteaba alguna pregunta que le apremiara en especial.

—He oído que toca usted el piano, Lady Gwyneira. ¿En qué pieza ha estado usted trabajando últimamente?

—Oh, mi conocimiento del piano es muy incompleto. Sólo toco para entretenerme, señor Lucas. Yo..., yo me temo que estoy muy poco dotada... —Una mirada desconcertada de arriba abajo y un ligero fruncimiento del ceño. La mayoría de hombres hubiera dado por concluido el tema con un cumplido. No así Lucas.

—No puedo imaginármelo. No si le produce placer. Todo lo que hacemos con alegría acaba saliéndonos bien, estoy convencido. Conoce el «Pequeño cuaderno de notas» de Bach? Minuetos y danzas, sería el adecuado para usted. —Lucas sonrió.

Gwyneira intentó recordar quién había compuesto los Estudios con que tanto la había torturado Madame Fabian. Al menos le sonaba el nombre de Bach. ¿No había compuesto música religiosa?

—¿Al verme piensa en cantos corales? —preguntó con picardía. Tal vez la conversación podía descender a un nivel de intercambio relajado de cumplidos y bromas. A Gwyneira le habría resultado más conveniente que hablar de arte y cultura. Lucas, de todos modos, no mordió el anzuelo.

—¿Por qué no, milady? Los cantos corales se inspiran en la celebración de los coros de ángeles en alabanza de Dios. ¿Quién no iba a loar a Dios por una criatura tan hermosa como usted? En cuanto a Bach, me fascina la claridad casi matemática de la composición unida a una fe profunda y sin vacilaciones. Naturalmente, la música sólo alcanza relieve en un marco adecuado. ¡Lo que yo daría por escuchar un concierto de órgano en una de las grandes catedrales de Europa! Es...

—Iluminador —observó Gwyneira.

Lucas asintió alborozado.

Después de la música se entusiasmó con la literatura contemporánea, sobre todo las obras de Bulwer-Lytton, («edificantes» comentó Gwyneira), para pasar luego a su tema favorito: la pintura. Le entusiasmaban tanto los motivos mitológicos de los artistas renacentistas («sublimes», comentó Gwyn) como también los juegos de luz y sombra de las obras de Velázquez y Goya. «Refrescantes» improvisó Gwyneira, que no había oído hablar de ello.

Pasadas dos horas, Lucas parecía estar encantado con ella, Gerald luchaba a ojos vistas con el cansancio y lo único que quería Gwyneira era salir de allí. Al final, se tocó levemente las sienes y miró a los hombres.

—Me temo que tras la larga cabalgada y el calor de la chimenea me duele de cabeza. Debería respirar un poco de aire fresco.

Cuando hizo el gesto de levantarse, Lucas también se puso en pie de un brinco.

—Claro que deseará usted descansar antes de la cena. ¡Es culpa mía! Hemos prolongado demasiado la hora del té con esta emocionante conversación.

—En realidad prefiero dar un pequeño paseo —dijo Gwyneira—. No demasiado lejos, sólo hasta los establos para ver a mi caballo.

Cleo ya correteaba entusiasmada a su alrededor. También la perrita se había aburrido. Su ladrido complacido reanimó a Gerald.

—Deberías acompañarla, Lucas —indicó a su hijo—. Enseña los establos a Miss Gwyn y vigila que los pastores no hagan comentarios lascivos.

Lucas lo miró indignado.

—Por favor, tales expresiones en presencia de una lady...

Gwyneira se esforzó por ponerse roja, pero en el fondo buscaba una excusa para rechazar la compañía de Lucas.

Éste, a su vez, también formuló sus reservas.

—No sé, padre, si una salida así no supera los límites de la decencia —intervino—. No puedo quedarme a solas con Lady Gwyneira en las caballerizas... —Gerald resopló.

—Es probable que en las caballerizas reine ahora tanto movimiento como en un bar. Con este tiempo, los cuidadores del ganado se quedan al calor y juegan a cartas. —Avanzada la tarde había empezado a llover.

—Justo por esta razón, padre. Mañana los mozos se desvivirían por contar que el señor se ha refugiado en los establos para realizar actos indecorosos. —Lucas parecía avergonzarse sólo ante la idea de ser objeto de tales habladurías.

—¡Oh, ya me las arreglaré yo sola! —dijo enseguida Gwyneira. No temía a los trabajadores, a fin de cuentas también se había ganado el respeto de los pastores de su padre. Y el tosco lenguaje de los ovejeros le resultaría mucho más agradable ahora que proseguir la edificante conversación de un gentleman. Era posible que, camino del establo, la sometiera a un examen de arquitectura—. Ya encontraré los establos.

En realidad se habría puesto un abrigo, pero prefería despedirse de inmediato, antes de que a Gerald se le ocurriera alguna otra excusa.

—Ha sido sumamente con..., confortante charlar con usted, señor Lucas —se despidió sonriendo a su futuro esposo—. ¿Nos veremos en la cena?

Lucas asintió y se levantó para hacer una nueva inclinación.

—Qué duda cabe, milady. En un hora larga se servirá en el comedor.

Gwyneira corrió a través de la lluvia. No quería ni pensar lo que el agua haría con su vestido de seda. Y, sin embargo, poco antes hacía un tiempo muy bonito. Bueno, sin lluvia, la hierba no crecía. El clima húmedo de su nuevo hogar era ideal para la cría de ovejas y ella ya estaba acostumbrada a él en Gales. Sólo que allí no habría salido a caminar por el barro con un vestido elegante; en Gales había caminos adoquinados que conducían a las dependencias. Sin embargo, en Kiward Station todavía no era así: sólo el acceso estaba pavimentado. Si Gwyneira hubiera tenido que decidir habría mandado pavimentar primero el espacio que había frente a los establos en lugar del camino de acceso, magnífico aunque pocas veces utilizado, hacia la entrada principal. Pero Gerald tenía otras prioridades y Lucas también con toda seguridad. Tal vez él también cultivara un jardín de rosas...

Gwyneira se alegró de que saliera una luz clara de los establos. No había sabido al final dónde encontrar un farol para el establo. De los cobertizos y caballerizas también salían voces. Era evidente que en efecto los ovejeros se hallaban ahí reunidos.

—¡Blackjack, James! —gritó justo entonces alguien con una risa—. ¡A bajarse los pantalones, amigo! Hoy me voy a quedar con tu paga.

«Mientras no jueguen a otra cosa», pensó Gwyneira; tomó aire y abrió la puerta del establo. El pasillo que se extendía delante de ella conducía a la izquierda a las caballerizas y se ensanchaba a la derecha en una cochera en la que los hombres estaban sentados alrededor de un fuego. Gwyneira contó cinco, todos muchachos rudos que no parecían haberse lavado todavía. Algunos llevaban barba o al menos no se habían molestado en afeitarse en los últimos tres días. Junto a un hombre alto y delgado, con el rostro muy moreno, algo anguloso pero surcado de arrugas de expresión, se habían acurrucado tres jóvenes perros pastores.

Otro hombre le tendía una botella de whisky.

—¡Salud!

Así que ése era James, el que acababa de perder la partida.

Un gigante rubio que estaba barajando las cartas alzó la vista por casualidad y distinguió a Gwyneira.

—Eh, chicos, ¿hay fantasmas? Por lo general sólo veo señoritas tan guapas después de la segunda botella de whisky.

Los hombres rieron.

—¡Cuánto esplendor en nuestro modesto hogar! —dijo el hombre que acababa de repartir la botella con una voz ya no demasiado firme—. Un... ¡un ángel!

De nuevo se echaron a reír.

Gwyneira no sabía qué responder.

—Callaos, ¡la estáis asustando! —tomó la palabra el hombre de más edad. Era evidente que todavía estaba sobrio. Rellenaba la pipa—. No es ni un ángel ni un fantasma, sino simplemente la joven lady. La que ha traído el señor Gerald para que el señor Lucas... ¡ya sabéis!

Risas sofocadas.

Gwyneira decidió tomar la iniciativa.

—Gwyneira Silkham —se presentó. También hubiera tendido la mano a los hombres, pero por el momento ninguno de ellos hizo el gesto de levantarse—. Quería ver a mi caballo.

Entretanto, Cleo había ido a husmear por el establo, saludó a los pequeños perros pastores y corrió meneando la cola de un hombre a otro, pero se detuvo junto a James, que la acarició con destreza.

—¿Y cómo se llama esta damita? ¡Magnífico animal! Ya he oído habar de ella, así como de las maravillas de su propietaria guiando las ovejas. Permítame, James McKenzie.

—El hombre tendió la mano a Gwyneira. La miró fijamente con sus ojos castaños. El cabello también era castaño, abundante y algo revuelto, como si se lo hubiera estado tocando de nervios durante la partida.

—¡Eh, James! No te lances —bromeó uno de los otros—. ¡Es propiedad del jefe, ya lo has oído!

McKenzie puso los ojos en blanco.

—No haga caso de estos canallas, no tienen cultura. Pero aun así están bautizados: Andy McAran, Dave O’Toole, Hardy Kennon y Poker Livingston. El último tiene mucho éxito en el blackjack...

Poker era el rubio, Dave el hombre con la botella y Andy el gigante de cabello oscuro y más edad. Hardy parecía ser el más joven y ese día ya había bebido demasiado whisky para dar ningún tipo de signos de vida.

—Siento que todos estemos un poco alegres —dijo McKenzie con franqueza—. Pero cuando el señor Gerald nos hace llegar una botella para festejar el feliz regreso...

Gwyneira sonrió con benevolencia.

—Está bien. Pero pongan cuidado en apagar bien el fuego después. No vaya a ser que me prendan fuego a los establos.

Mientras tanto, Cleo saltó hacia McKenzie, que enseguida siguió rascándola con dulzura. Gwyn recordó que McKenzie había preguntado el nombre de la perra.

—Ésta es Silkham Cleopatra. Y los pequeños Silkham Daisy, Silkham Dorit, Silkham Dina, Daffy, Daimon y Dancer.

—Vaya ¡todos nobles! —se asustó Poker—. ¿Tenemos que hacer una reverencia siempre que los veamos? —Amistosamente, pero con firmeza, separó a Dancer, que justo quería mordisquear sus cartas.

—Ya tendría que haberlo hecho al recibir a mi caballo —replicó impasible Gwyneira—. Tiene un árbol genealógico más largo que el de todos nosotros.

James McKenzie rio y sus ojos centellaron.

—¿Pero no siempre debo llamar por su nombre completo a los animales, no?

También la picardía brilló entonces en los ojos de Gwyneira.

—Con Igraine debe averiguarlo usted mismo —respondió—. Pero la perra no es arrogante. Responde al nombre de Cleo.

—¿Y a qué responde usted? —preguntó McKenzie, con lo cual deslizó una mirada complacida pero no ofensiva por el cuerpo de Gwyneira. Ella se estremeció. Tras el paseo por la lluvia empezaba a tener frío. McKenzie se dio cuenta enseguida.

—Espere, le daré una capa. Se acerca el verano, pero fuera la atmósfera todavía es desapacible. —Cogió un abrigo encerado.

—Tenga, por favor, miss...

—Gwyn —dijo Gwyneira—. Muchas gracias. ¿Y dónde está ahora mi caballo?

Igraine y Madoc estaban bien alojados en unos compartimentos limpios, pero la yegua piafó impaciente cuando se le acercó Gwyneira. El lento paseo de la mañana no la había cansado, se moría por más actividad.

—Señor McKenzie —dijo Gwyneira—, me gustaría salir a cabalgar mañana, pero el señor Gerald piensa que no sería decoroso que lo hiciera sola. No quiero ser una carga para nadie, ¿pero existe quizá la posibilidad de acompañarlos a usted y sus hombres en alguna tarea? ¿A inspeccionar los cercados, por ejemplo? Me agradaría también mostrarle cómo están adiestrados los perros jóvenes. Tienen por naturaleza el instinto para guiar las ovejas, pero con un par de pequeños trucos su conocimiento todavía puede mejorarse.

McKenzie sacudió la cabeza con pesar.

—En principio aceptamos con agrado su ofrecimiento, por supuesto, Miss Gwyn. Pero para mañana ya tenemos la orden de ensillar dos caballos para su paseo. —McKenzie sonrió con ironía—. Seguro que lo prefiere a una salida de inspección con un par de pastores sin lavar.

Gwyn no sabía qué decir, o peor, no sabía qué pensaba. Al final se dominó.

—Es una buena noticia —respondió.

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3

Lucas Warden era un buen jinete, si bien no le apasionaba montar. El joven gentleman estaba cómoda y correctamente sentado a la silla, sostenía las riendas con seguridad y sabía mantener el caballo tranquilo junto a su acompañante para hablar con ella de vez en cuando. Para sorpresa de Gwyneira, sin embargo, no tenía caballo propio y tampoco mostraba la menor curiosidad por probar el nuevo semental, mientras Gwyn se moría de ganas de hacerlo desde que Warden había adquirido el caballo. De todos modos, hasta el momento no le habían permitido montar en Madoc con el argumento de que un semental no era caballo para una dama. Sin embargo, era evidente que el pequeño potrillo negro tenía un temperamento más tranquilo que la obstinada Igraine, aunque era posible que no estuviera acostumbrado a las sillas laterales. A ese respecto, no obstante, Gwyneira era optimista. Los pastores, que a falta de lacayos también hacían las veces de mozos de cuadra, no tenían ni idea de decencia. Así que Lucas tuvo que ordenar ese día al sorprendido McKenzie que preparase la yegua de Gwyneira pero con la silla de amazona. Para sí pidió uno de los caballos de la granja que, si bien eran por lo general más altos, también eran más ligeros que los otros. La mayoría de ellos parecían ser realmente briosos, pero la elección de Lucas recayó en el animal más tranquilo.

—Así podré intervenir si milady se encuentra en dificultades y no cabrá la posibilidad de que tenga que pelearme con mi propio caballo —explicó al pasmado McKenzie.

Gwyneira puso los ojos en blanco. Si de verdad tropezaba con dificultades, lo más seguro era que desapareciera con Igraine en el horizonte antes de que el tranquilo caballo blanco de Lucas llegara. Aun así, conocía el razonamiento por los manuales de urbanidad y fingió valorar los desvelos de Lucas. El paseo a caballo por Kiward Station transcurrió, pues, de forma muy armoniosa. Lucas charló con Gwyneira sobre las cacerías de zorro y demostró su sorpresa por el hecho de que la joven participara en concursos de perros.

—Esto me parece una actividad bastante..., hum, poco convencional para una joven lady —balbuceó indulgente.

Gwyneira se mordió levemente los labios. ¿Empezaba ya Lucas a ponerla bajo su tutela? Entonces más le valía darle un chasco de inmediato.

—Tendrá que conformarse con eso —respondió ella con frialdad—. También resulta bastante poco convencional responder a una proposición matrimonial viajando a Nueva Zelanda. Y aun más cuando todavía no se conoce al futuro esposo.

—Touché! —rio Lucas, pero luego adoptó un aire de gravedad—. Debo reconocer también que al principio yo tampoco aprobé el comportamiento de mi padre. No obstante, aquí es realmente difícil arreglar una unión conveniente. Entiéndame bien, Nueva Zelanda no fue ocupada por timadores como Australia, sino por personas honradas. Pero la mayoría de los colonos..., bueno, carecen de clase, educación y cultura. En este sentido me considero más que dichoso por haber aprobado esta proposición de matrimonio poco convencional que me ha llevado a una novia tan encantadora y poco convencional. ¿Puedo esperar que yo también satisfaga sus aspiraciones, Gwyneira?

Gwyn asintió, aunque tuvo que hacer un esfuerzo por sonreír.

—Estoy gratamente sorprendida de haber encontrado aquí a un gentleman tan perfecto como usted —dijo—. Tampoco habría podido hallar en Inglaterra un esposo más cultivado e instruido.

Eso era sin duda cierto. En los círculos de la nobleza rural en los que se había movido Gwyneira se disponía de cierta formación básica, pero en los salones era más frecuente hablar de carreras de caballos que acerca de las cantatas de Bach.

—Naturalmente, debemos conocernos mejor el uno al otro antes de fijar una fecha para la boda —declaró Lucas—. De otra forma no sería un enlace conveniente, como ya he explicado a mi padre. Si por él fuera, ya habría fijado la fecha de la ceremonia para pasado mañana.

Gwyneira pensó, empero, que ya era hora de pasar a los actos, pero le dio la razón, claro, y dijo que aceptaría encantada la invitación de Lucas de visitar su taller esa tarde.

—Es obvio que sólo soy un pintor sin importancia, pero espero poder seguir evolucionando —dijo mientras recorrían al paso un tramo que invitaba al galope—. Estoy trabajando en la actualidad en un retrato de mi madre. Le hemos destinado un lugar en el salón. Por desgracia tengo que pintarlo a partir de daguerrotipos, pues apenas si la recuerdo. Murió cuando yo todavía era pequeño. Al ir trabajando, sin embargo, cada vez acuden a mi memoria más recuerdos y me siento más próximo a ella. Es una experiencia sumamente interesante. Me gustaría pintarla también a usted en alguna ocasión, Gwyneira.

Gwyneira asintió sin mucho entusiasmo. Su padre había mandado hacer un retrato de ella antes de la partida y posar le había resultado un aburrimiento mortal.

—Ardo en deseos sobre todo de conocer su opinión sobre mi trabajo. Seguro que en Inglaterra ha visitado usted muchas galerías y está mucho mejor informada sobre las nuevas tendencias que nosotros, aquí en el fin del mundo.

Gwyneira sólo esperaba que se le ocurrieran también para eso un par de observaciones impactantes. De hecho, la noche anterior ya había agotado las provisiones adecuadas para el caso, pero tal vez los cuadros precisaran de nuevas ideas. En realidad nunca había visto una galería por dentro y las nuevas tendencias en el terreno del arte le eran por entero indiferentes. Sus antepasados, al igual que sus vecinos y amigos, habían acumulado en el transcurso de las generaciones suficientes cuadros para decorar sus paredes. Las imágenes mostraban sobre todo abuelos y caballos y, en el fondo, su calidad se juzgaba según el criterio de «similitud». Y era la primera vez que oía esos conceptos como «incidencia de la luz» y «perspectiva» sobre los que Lucas hablaba sin parar.

Le encantaban, sin embargo, los paisajes por los que paseaban a caballo. Por la mañana estaba nublado, pero ahora salía el sol y la bruma se disipaba de Kiward Station como si la naturaleza ofreciera así a Gwyneira un regalo especial. Como era de esperar, Lucas no la condujo por las estribaciones de la montaña, donde las ovejas pastaban en libertad, pero el terreno que estaba justo al lado de la granja era maravilloso. El lago reflejaba las formaciones de nubes en el cielo y las peñas que sobresalían en el prado hacían pensar en unos dientes enormes que acabasen de hincarse en la alfombra de hierba o en un ejército de gigantes que fueran a cobrar vida de un momento a otro.

—¿No hay ninguna leyenda en la que el protagonista sembrara piedras y luego crecieran soldados de ellas para su ejército? —preguntó Gwyneira.

Lucas se mostró encantado con la imagen.

—En realidad no son piedras, sino dientes de dragón que Jasón, en la mitología griega, llevó a la tierra —la corrigió—. Y el ejército de hierro que creció de ellos se alzó contra él. ¡Ah, es maravilloso conversar con gente con una formación clásica del mismo nivel, ¿no lo siente usted también así?

Gwyneira había pensado más bien en los círculos de piedra que se encontraban en su tierra natal y en torno a los cuales su nodriza le había contado tiempo atrás historias de aventuras. Si recordaba bien, las sacerdotisas habían hechizado allí a los soldados romanos o algo así. Pero seguro que esas leyendas no eran para Lucas lo bastante clásicas.

Entre las piedras pastaban las primeras ovejas de propiedad de Gerald: ovejas para la cría que hacía poco habían parido. Gwyneira estaba fascinada con los, en líneas

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