Sur del reino de Mauritania (África). Año 45 a.C.
Mitorio evitó mostrar el mínimo gesto de derrota, pero era inútil disimular cuando tenía claro que había llegado el fin. Miró a sus hombres y sonrió para sí con orgullo. Llevaban luchando a su lado tres lunas y, aunque hambrientos y agotados, lucharían tres más si él se lo pidiera. Sin embargo, empezaba a no tener sentido sacrificar tantas vidas cuando la posibilidad de vencer se había esfumado; aquellos malditos romanos cada vez eran más, y ellos, cada vez menos. Al principio pudieron repeler las incursiones en su territorio, pero, por muchos que mataran, seguían llegando cohortes con hombres de refresco, y lo peor era que ya sabían cómo moverse por un desierto que hasta entonces solo ellos dominaban.
El sol estaba cayendo y Mitorio se tapó con la mano para que no lo deslumbrase; sus ojos claros no resultaban muy útiles cuando carecía de una sombra bajo la que guarecerse. Oteó el horizonte y calculó que el ejército romano los quintuplicaba. Lo que más admiraba del enemigo era su organización. Habían llegado hacía poco y el campamento ya estaba perfectamente montado, con cientos de tiendas bien alineadas; como defensa, una empalizada de catorce pies de alto rodeada por un foso lleno de estacas afiladas de diferentes tamaños, dos torres de vigilancia en cada una de las cuatro puertas y otra más en cada esquina. Nadie dijo nada, pero notó que todos a su alrededor estaban igual de impresionados. Aun así, sus cuatrocientos guerreros, la mayoría heridos y al límite de sus fuerzas, seguían convencidos de que lograrían expulsarlos para siempre de sus tierras.
Se dio la vuelta para ver a las mujeres, que cargaban con sus hijos y con las pocas pertenencias que les quedaban. Las viudas se habían ido rezagando, y él pensó que en el fondo eran afortunadas, ya que aún tendrían una posibilidad de sobrevivir.
—Son demasiados… —dijo Yuften.
Mitorio conocía a su mejor hombre desde que ambos eran niños y nunca antes había visto el miedo en sus ojos.
—¿Temes reunirte con el creador, amigo mío?
—Lo que temo es lo que harán con nuestras mujeres e hijos una vez que tú y yo nos hayamos ido.
Mitorio buscó con la mirada a Tanirt, que sujetaba al hijo de ambos en brazos. La llegada de los romanos hizo que solo pudiesen disfrutar de la vida en común unas pocas lunas, pero los dos estaban de acuerdo en que había merecido la pena. Sonrió y ella le devolvió la sonrisa, diciéndole sin palabras que hiciese lo que tuviera que hacer, que ya serían felices en la siguiente vida.
—No podemos retroceder más —le dijo a Yuften—. Si huimos, solo prolongaremos el sufrimiento. O morimos o nos rendimos.
—¿Acaso hay alguna diferencia?
Mitorio negó con la cabeza y dio permiso para que sus hombres se despidiesen de sus familias. Después de llenarse el estómago, cuando su hijo cayó rendido, Tanirt y él se miraron con tristeza.
—Debéis marchar hacia el sur, mujer. Allí los romanos aún no han llegado.
—Pero llegarán tarde o temprano y yo no quiero seguir huyendo. Nuestro lugar es este, a tu lado.
—Si os quedáis, ambos moriréis.
—Aceptamos nuestro destino.
—Muchas mujeres buscarán refugio en…
—No insistas más, te lo ruego —lo interrumpió con determinación—. Ya está decidido. Ahora bésame. Si esta ha de ser nuestra última noche, quiero que su recuerdo me acompañe al otro mundo.
Tanirt dejó caer sus pieles al suelo y le mostró su cuerpo desnudo. Hacía muy poco que había dado a luz, pero los largos desplazamientos la obligaron a recuperarse a marchas forzadas. Mitorio besó sus pechos y notó el sabor de la miel que se aplicaba en ellos para aliviar las pequeñas grietas que le provocaba amamantar al niño. Bajó la mano por su vientre y ella se estremeció al sentir cómo los dedos se abrían paso hacia su interior. Hicieron el amor con desesperación, conscientes de que, si los dioses no los socorrían, sería la última vez.
Las antorchas de las doce torres de vigilancia iluminaban el campamento romano y, a pesar de que era noche cerrada, se oía un murmullo de voces que denotaba que aún había actividad en el interior.
—Quizá se estén emborrachando con esos meados de cabra que ellos llaman vino —dijo Yuften sin apartar la mirada del campamento.
—¿Ya están preparados los hombres?
—Solo esperan tu señal.
Mitorio sabía que los enviaba a todos a la muerte, pero era lo que habían decidido.
—Adelante.
—Nos veremos en el más allá, amigo mío.
Se apretaron los antebrazos como muestra de respeto y Yuften se alejó para dar la orden. Poco después, mientras los vigías de las doce torres de vigilancia eran atacados de manera simultánea, una nube de proyectiles incendiarios empapados en grasa, aceite y resina cayó sobre la empalizada del campamento romano, provocando múltiples fuegos. Los romanos no se esperaban aquella acometida y tardaron más de la cuenta en organizarse, lo que dio la oportunidad a los hombres de Mitorio de penetrar en el campamento y causar numerosas bajas enemigas. Pero, en cuanto la caballería romana pudo incorporarse a la batalla y el buccinator transmitió con la tuba las órdenes del tribuno, la maquinaria de guerra que llevaba siglos conquistando el mundo se puso en marcha y los nativos fueron aniquilados. Uno de los últimos en caer fue Yuften, aunque antes de hacerlo mató a veinte legionarios.
Por orden del tribuno al mando, apresaron a Mitorio y dejaron a ochenta de sus hombres vivos como presente para el dictador Julio César. Este seguramente ordenase su sacrificio en la arena o devorados por leones para divertimento del pueblo, que se refugiaba en aquel tipo de espectáculos para olvidar las penurias que pasaban, por mucho que Roma fuese cada vez más poderosa. A los prisioneros, junto con algunas mujeres y niños —entre los que se encontraban Tanirt y su hijo—, los condujeron a través del desierto hasta la costa atlántica, donde los encerraron en un enorme barco.
El mar estaba revuelto y los africanos, poco acostumbrados a navegar, se mareaban y vomitaban hacinados en la bodega del navío con decenas de cerdos, cabras, ovejas y perros. A Mitorio le partía el corazón ver a los suyos encadenados en aquel oscuro lugar donde se pudrían sin remedio, como animales.
Varios de sus captores entraron en la bodega del barco tapándose la boca y la nariz con un trapo.
—Si no hacemos algo, llegarán todos muertos, centurión —le dijo uno de ellos al que estaba al mando—. De hecho, varios ya han expirado.
—Debemos deshacernos de los cadáveres, subir al resto a cubierta y baldear esto, por Júpiter, o el hedor a muerte acabará con todos nosotros.
Cuando los prisioneros volvieron a respirar aire puro y a calentarse con el sol, sintieron que aún seguían vivos. Los obligaron a tirar los cadáveres de sus compañeros a unos tiburones ávidos por darse un festín y, desnudos y humillados, les lanzaron cubos de agua salada por encima.
—Quitadles las cadenas y curadles las heridas. Quiero presentar ante Julio César guerreros y no despojos humanos.
—¡Ya habéis oído al centurión!
Les quitaron las cadenas y les dieron un ungüento para que ellos mismos se lo aplicasen. A Mitorio le bastó cruzar una mirada con varios de sus hombres para que todos comprendieran que no podían perder esa oportunidad. El descuido de uno de los legionarios le sirvió para hacerse con su gladio y, con un rápido movimiento, le seccionó la yugular.
—¡Por los dioses, por la libertad, acabad con todos ellos!
A los romanos el motín los cogió tan desprevenidos como el ataque a su campamento días atrás y apenas resistieron luchando media mañana. Los que no cayeron por la borda fueron ejecutados sin piedad. Después de las celebraciones, los africanos se dieron cuenta de que no sabían gobernar aquel barco y se dejaron llevar por las corrientes. Mataron varios cerdos para alimentarse, pero, al cabo de unos días, las cabras dejaron de dar leche y la sed hizo estragos entre ellos.
Una mañana en la que empezaba a cundir la desesperación, divisaron en el horizonte una gran montaña que vomitaba fuego por su cumbre.
Ninguno se sentía seguro en una isla que albergaba la puerta al infierno, pues el volcán —al que bautizaron como Echeyde— solo podía ser la guarida del espíritu del mal, pero era su única oportunidad de sobrevivir. Tan pronto como el barco encalló en las rocas de la costa, los supervivientes saltaron desesperados para besar tierra firme por primera vez en mucho tiempo.
Entre la lucha contra los romanos y los fallecidos por enfermedad, solo lograron desembarcar veinticuatro hombres, treinta y dos mujeres y catorce niños. Junto con ellos, también sobrevivieron una decena de cabras, el mismo número de ovejas, media docena de perros y ocho cerdos que, por fortuna, pronto se adaptaron al lugar y comenzaron a procrear. Mitorio y Tanirt se abrazaron, de nuevo libres, sintiendo que lo imposible acababa de suceder.
En las lunas que siguieron mientras exploraban la isla, descubrieron que no eran los primeros en habitarla, pero no encontraron ningún otro ser humano con vida e imaginaron el peor de los finales para sus antecesores. La frondosa vegetación de aquel lugar no dejó de sorprenderlos, en especial un árbol al que llamaron drago, con una savia que se tornaba roja al contacto con el aire y que, en aquel mismo momento, convirtieron en sagrado. Encontraron refugio en cuevas, y algunos, con el tiempo, aprendieron a navegar y se fueron marchando, huyendo de la furia del volcán o simplemente desterrados por diferentes motivos, hasta poblar las siete islas del archipiélago canario.
Mitorio fue nombrado primer mencey de aquel nuevo mundo, jefe con honores de rey de los hombres y mujeres que, tras haber sobrevivido a los romanos, al desierto y al océano, también sobrevivirían a aquella isla.
Se llamaron a sí mismos habitantes del infierno, los wa-n-Achinet, los guanches.
Después de Mitorio, durante los quince siglos que pasaron aislados del resto del mundo, llegaron al poder muchos más menceyes que gobernaron con mayor o menor acierto; entre ellos estaban Archinife, Ucanca, Binicherque, Chindia, Armeñime, Titañe, Sunta —al que los guanches debían el nombre de su principal arma— y, por fin, Tinerfe el Grande. Este tuvo nueve hijos y, antes de su muerte, para no beneficiar a uno sobre el resto, decidió que dividiría la isla en nueve reinos y entregaría uno a cada heredero.
Pero lo que el gran Tinerfe no podía imaginar era que su magnánima decisión traería aparejados el odio y la guerra…
Primera parte
1
Reino de Valencia. Agosto de 1519
De entre todos los esclavos que recorrían la Sala de Contratación de la Lonja de la Seda de Valencia, la que más destacaba era la que apodaban la Rubia. La mayoría eran negros, sarracenos y algún que otro indio llegado del Nuevo Mundo descubierto por Cristóbal Colón hacía algo más de veinticinco años, pero muy pocos tenían el pelo y los ojos claros como ella. Tampoco acostumbraban a vestir sayas francesas ni a calzar chapines, y mucho menos a tener un trato tan familiar con sus amos; viéndola recorrer los puestos con su señora y con las hijas de esta, cualquiera diría que se trataba de un miembro más de la familia.
Cuando el terrateniente don Joaquín Lavilla la compró a finales del siglo anterior, le dijeron que la niña, que por aquel entonces tenía unos pocos meses, procedía de un país nórdico y que a sus padres los habían ajusticiado por ejercer la piratería. Aunque él iba buscando una muchacha mayor que pudiese empezar a trabajar enseguida, el ajustado precio que le pidieron por la cría y el aspecto tan saludable que tenía lo ayudaron a decidirse de inmediato. La bautizó como Elena y la puso al servicio de su esposa, a la que ya llevaba atendiendo los últimos veinte años.
—¿Qué te parecen estas telas, Elena? —Doña Rosa se detuvo frente a un puesto sepultado por rollos de todo tipo de paños de diferentes colores y bordados.
En cualquier otro momento, aquel mercado estaría lleno de clientes, pero los nobles llevaban semanas abandonando precipitadamente la ciudad debido a un brote de peste, lo que agravó la crisis del comercio, azotado por la piratería berberisca, la presión fiscal y el abandono al que los sometía Carlos I, nombrado rey tres años antes por la incapacitación de su madre, Juana I de Castilla, la hija de los Reyes Católicos conocida como Juana la Loca.
Elena observó el género con detenimiento mientras el comerciante la atravesaba con la mirada, esperando algo de solidaridad por parte de alguien tan explotado por los poderosos como él. Pero la muchacha le debía obediencia a su ama y negó con la cabeza.
—No os dejéis engañar por las apariencias, ama. La seda está bien tintada, pero es de baja calidad.
—Qué sabrás tú, rabiza… —El hombre le arrebató la tela con desdén para mostrársela a la señora—. Esta seda ha sido elaborada en uno de los mejores tornos de Valencia, pero una esclava como la vuestra, aunque se dé aires de princesa, no sabría distinguirla del esparto.
—Mi señora no pagará lo que pedís por algo que en la plaza se vende a la mitad de precio —respondió la joven sin acobardarse—. Hacedle una oferta acorde con lo que ofrecéis.
—No hay oferta que valga.
—Marchémonos pues, Elena —intervino doña Rosa—. Si algo sobra en este mercado es género.
El artesano vio que se le iba a escapar una venta más que necesaria para mantener a flote un negocio que empezaba a ser ruinoso, así que maldijo su suerte por lo bajo y detuvo a las dos mujeres.
—Está bien… Si os lleváis más de diez varas, os la dejo a mitad de precio.
—Eso se ajusta más a su valor, señora.
—Que vean la tela Sabina y Guiomar. Estoy harta de mandar hacerles vestidos para que después no quieran ponérselos. —Buscó a sus hijas con la mirada—. ¿Dónde se han metido? Ve a buscarlas.
Mientras doña Rosa curioseaba las diferentes telas, Elena fue a buscar a sus jóvenes amas. Las encontró, como ya sospechaba, examinando los ornamentos de las paredes, donde había figuras de brujas, centauros, toda clase de animales, escenas cotidianas y, lo que más llamaba la atención de dos muchachas de trece y catorce años, hombres desnudos y parejas fornicando.
—Vuestra madre os reclama, niñas —dijo Elena al dar con ellas, y, fijándose en la pared, preguntó—: ¿Nunca os cansáis de mirar esas obscenidades?
—Tendremos que aprender para cuando nos casemos —respondió la mayor para regocijo de su hermana.
—¿Qué prisa tenéis vosotras por casaros?
—Es lo natural, Elena. La rara eres tú.
Las dos hermanas corrieron a reunirse con su madre. Elena se quedó parada, pensando en las palabras de la muchacha; era cierto que llevaba años en edad casadera, pero rezaba cada noche para que no acordasen su matrimonio con el hijo de cualquier socio del señor o, peor aún, con algún viejo viudo de los que solían mirarla con lascivia en cada recepción que daban sus amos. El problema era que se había convertido en una de las mujeres más bellas de Valencia, pretendida por muchos hombres. Por demasiados. Hasta entonces, los Lavilla habían rechazado las propuestas que les llegaban, pero ella sabía que eso no iba a aplazarse durante mucho más tiempo, puesto que, según se hacía mayor, su valor iba menguando.
Aquella mañana, cuando regresaron del mercado con una carreta cargada de telas que arrastraban dos esclavos africanos con la ayuda de un viejo mulo, se encontraron al señor y a su hijo mayor, Daniel, de dieciocho años, organizando la mudanza de la finca familiar, un terreno a orillas del río Turia rodeado de frutales.
—¿Qué sucede, Joaquín? —se alarmó su mujer al verlo.
—Nos marchamos a la hacienda de mi hermano.
—¿Y eso por qué?
—Porque las cosas en la ciudad se van a poner muy feas, Rosa. Ni quiero que enfermemos de peste ni que nos lleven por delante los comerciantes con sus protestas.
—El mercado está muy tranquilo.
—Si está tranquilo, no venden. Y, si no venden, la desesperación originará revueltas.
—Pero…
—No discutas, por favor. —Don Joaquín la cortó con determinación—. Seguramente solo sea cuestión de unos meses, pero tenemos que marcharnos hoy mismo, y quiero llegar antes de que anochezca. Solo faltaba que nos coja la noche de camino y nos asalten unos facinerosos.
—Dios no lo quiera —dijo la señora santiguándose.
—Ordena empacar todo lo que necesitéis tú y las niñas.
—¿Nos llevamos al servicio?
—Solo a Elena y a los dos negros. Mi hermano ya dispone allí de todo lo que necesitamos. Dejaré media docena de hombres al cuidado de la casa y los cultivos.
Se pusieron en marcha a primera hora de aquella calurosa tarde de agosto, con varios baúles donde llevaban la ropa que iban a necesitar. Atrás quedaban, sobre la carreta, los rollos de tela que habían comprado en el mercado tras tanto regatear. Mientras se alejaba del único hogar que había conocido desde que la vendieron a los Lavilla, Elena no se percató de que un esclavo observaba la escena con desasosiego. Su nombre cristiano era Melchor.
El esclavo atravesó la ciudad con paso rápido y aguardó en la entrada principal de la catedral de Santa María, junto a un batallón de pobres que esperaban la salida de misa para mendigar unas monedas con las que echarse algo a la boca. Al cabo de un rato, salió un matrimonio seguido por otros dos esclavos. Uno de ellos, al verlo, le dijo algo al oído a su compañero y se reunió con Melchor en el lateral del templo.
—¿Qué haces aquí? ¿Por qué no estás vigilándola?
—Se la han llevado.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó asustado.
—Los amos se han marchado huyendo de la peste y la han llevado con ellos.
Los dos hombres se miraron con preocupación. Eran de facciones muy parecidas, aunque con diferentes tonos de piel; Melchor tenía un color oscuro, y el otro esclavo, al que llamaban Nicolás, era blanco y con el pelo castaño. Ambos procedían del mismo lugar, de las islas Canarias, conquistadas hacía unos años por la Corona de Castilla. Aunque a todos los habitantes de Tenerife se los denominaba guanches, había tales diferencias entre ellos que algunos bien podían pasar por africanos, mientras que otros parecían escandinavos.
2
Tenerife (islas Canarias). Agosto de 1452
El día que el joven Bencomo se enfrentó por primera vez a Guayota, el espíritu maligno que habitaba dentro del volcán, fue también el primero que mató a uno de aquellos extranjeros. Desde entonces los tuvo a ambos —a los invasores y a los demonios— como a una misma cosa.
A pesar de que los guanches vivían principalmente de la agricultura y de la ganadería, su padre, el príncipe Imobach, aspirante al trono de la región de Taoro, llevaba a sus hijos a cazar desde que solo levantaban un par de palmos del suelo. Con nueve años, Bencomo ya podía presumir de haber cazado lagartos, ratas gigantes y todo tipo de aves, pero esa mañana, por fin, se iba a enfrentar a uno de aquellos peligrosos cerdos que habían llegado con Mitorio y los suyos quince siglos atrás. Algunos se asilvestraron a lo largo del tiempo y se dedicaban a destrozar los cultivos. Su hermano Tinguaro, de cinco años, lo escuchaba con atención mientras recorrían el inmenso bosque de laurisilva que ocupaba buena parte de Achinet, como ellos conocían su isla.
—Cazaré el cerdo salvaje más grande que hayas visto, hermano —dijo Bencomo mientras agarraba a Tinguaro por su ropaje de piel de cabra para ayudarlo a saltar un árbol caído—. Con eso honraré a Achamán y alimentaré a todo nuestro pueblo.
—¡Callaos!
Imobach se había detenido unos pasos por delante de sus hijos y examinaba en compañía de un joven guerrero unas huellas en el barro. Bencomo se remangó su tamarco y se agachó junto a ellos.
—¿Qué ha encontrado, padre?
—Mira estas huellas, hijo. ¿Qué ves?
Bencomo estudió el rastro con una meticulosidad exasperante. Cuando terminó de inspeccionar cada detalle de los alrededores, regresó junto a su padre, su hermano y el guerrero que siempre escoltaba al futuro mencey.
—Es una hembra y puede que cuatro crías. Se han dirigido hacia la playa hace medio día.
—¿Los perseguimos? —preguntó Tinguaro excitado.
—Eso debe decirlo tu hermano. Hoy decide él.
Bencomo meditó con calma antes de pronunciarse. Su padre aguardó paciente una respuesta que diría mucho del hombre en el que pronto se convertiría. Al fin, negó con la cabeza.
—Dejemos que la hembra críe a su camada, así podremos cazarlos cuando crezcan.
—Cuando crezcan, destrozarán los cultivos y causarán más problemas a los cabreros, príncipe —apuntó el guerrero.
—Nuestros agricultores y pastores los ahuyentarán a pedradas. Si dejamos vivir a la hembra, tendremos carne durante años.
Imobach se disponía a alabar el buen juicio de su hijo cuando vio que el guerrero palidecía. «Guayota», le escuchó murmurar antes de ponerse en guardia, atemorizado. Siguió su mirada y vio al imponente perro lanudo que los observaba entre los helechos. A su alrededor aparecieron cinco perros más pequeños pero igual de amenazadores. Imobach supo enseguida lo que pretendían y protegió con el cuerpo a Tinguaro, un bocado más que apetecible para los guacanchas.
—No te separes de mí, Tinguaro.
—¿Qué buscan los hijos del demonio tan lejos del volcán, padre?
—Guayota y sus hijos también necesitan alimentarse.
Sin dejar de apretar a su hijo menor contra su cuerpo, Imobach sacó del cinto su maza boleadora. Los perros fijaron la atención en Bencomo, la mejor opción que les quedaba de llenar su estómago aquella mañana. El niño miraba hipnotizado al más poderoso de los animales mientras blandía con fuerza el banot, la pequeña lanza de pino fabricada con empeño durante días y destinada a atravesar a su primer cerdo salvaje. Fue la primera de las muchas veces que ambos estarían frente a frente.
—No lo mires a los ojos, Bencomo.
—Puedo matarlo y acabar con Guayota para siempre, padre —dijo él con una inocente temeridad.
—Guayota nunca muere.
—Pero sí la bestia que transporta su alma.
Bencomo avanzó dos pasos y lanzó su banot contra el animal, que lo esquivó sin ningún esfuerzo.
—Has perdido tu defensa —le recriminó Imobach.
Bencomo le arrebató a su hermano su pequeña lanza y el perro comprendió que, para probar aquella carne, debía luchar. Se había alimentado hacía poco tiempo y el esfuerzo no merecía la pena, así que gruñó con resignación y se marchó tan rápido como había llegado. Al instante, la manada desapareció tras su líder.
—Regresemos —dijo Imobach sin soltar a su hijo pequeño y se dirigió a Bencomo—: Recoge tu banot y ve dos pasos por delante con los ojos bien abiertos.
—¿Y mi cerdo? —preguntó el muchacho—. Le prometí a madre que…
—Se acabó la caza por hoy —lo interrumpió su padre.
Avanzaron en alerta por el bosque, esperando que en cualquier momento los guacanchas abandonasen las sombras y saltasen sobre ellos. Solo al salir a una llanura respiraron aliviados; allí era más difícil que les tendieran una emboscada. Cruzaron varios desfiladeros formados por piedras volcánicas negras y, al llegar al borde de un barranco, el guerrero cogió una larga pértiga que había escondida entre las rocas. Imobach ordenó a Tinguaro que se agarrase fuerte a su cuello y saltó con habilidad de un lado a otro. Acto seguido, le devolvió la pértiga a su hijo mayor.
—Ten cuidado, Bencomo. Si caes desde esta altura, conocerás a Achamán.
El muchacho saltó sin contratiempos, seguido por el guerrero. Cuando estaban a punto de llegar al valle en el que se encontraban las cuevas donde vivían, los sorprendió un restallido seco. Los dos hombres se miraron alarmados; ese ruido lo habían oído más veces y sabían que provenía de los látigos que utilizaban los extranjeros que llevaban años arribando a sus costas a bordo de aquellas barcazas. Sus voces les confirmaron que estaban cerca.
—No hagáis ruido —ordenó Imobach a sus hijos.
Los cuatro subieron a un risco y se ocultaron detrás de una roca, desde donde pudieron ver cómo varios hombres blancos conducían a un numeroso grupo de guanches encadenados por el cuello que pedían clemencia y ayuda a Achamán. Lo que más impresionó a los niños fue que uno de aquellos extranjeros iba subido sobre una bestia negra el doble de grande que la representación de Guayota de la que huían.
—Son del menceyato de Abona —dijo el guerrero al reconocer los adornos y los tatuajes de los prisioneros.
La mayoría de aquellos guerreros eran morenos, de cabeza achatada y robustos, mientras que los de Taoro solían ser altos, de tez pálida, e incluso algunos —como el propio Bencomo— rubios y de ojos claros.
—¿Adónde los llevan? —preguntó Tinguaro, desconcertado al ver la crueldad con la que trataban a sus vecinos.
—Solo sabemos que los que marchan ya nunca regresan, hijo.
Cuando todos ellos se perdieron por el desfiladero, los guanches se acercaron a un hombre de Abona que yacía en el suelo, muerto por una lanza mucho más pequeña y delgada que el banot de los aborígenes canarios. Habían disparado la ballesta a tan corta distancia —seguramente cuando aquel desgraciado intentó escapar— que la flecha había quedado incrustada en la columna y a los traficantes de esclavos les resultó imposible recuperarla.
—Deben de tener la fuerza de diez hombres para lanzar un banot tan pequeño y atravesar un cuerpo —dijo Bencomo, horrorizado ante aquella visión.
—Utilizan artefactos para lanzarlos. Y la punta corta como la piedra más afilada.
Imobach abrió la herida del cadáver con su cuchillo de obsidiana y partió la flecha. Limpió en su piel de cabra la sangre de la punta de metal antes de mostrársela a sus hijos. Bencomo la observó fascinado. Jamás había visto una piedra tan brillante como aquella.
—¿Puedo quedármela? —preguntó y, cuando Imobach asintió, el chico la guardó con cuidado en su faltriquera—. Tenemos que ayudar a los hombres de Abona, padre.
—Los extranjeros nos triplican. Debes llevarte a tu hermano y buscar ayuda.
—Si los atacamos por…
—¡Deja de protestar! —Imobach lo cortó hastiado—. Id a casa y contadle a vuestro abuelo lo que sucede.
—Yo quiero quedarme a su lado, padre —dijo Tinguaro.
—Escúchame bien, hijo. —Imobach le habló con firmeza, cogiéndolo por los hombros—. Tu hermano te protegerá con su propia vida. Tú solo debes obedecerlo y correr como si Guayota te persiguiera, ¿de acuerdo?
—No dejaré que te hagan daño, Tinguaro —prometió Bencomo.
—Marchaos, deprisa.
Bencomo y Tinguaro corrieron tan rápido como pudieron mientras los dos hombres buscaban el mejor lugar para tenderles una emboscada a los cazadores de esclavos una vez que llegase la ayuda.
Los muchachos pensaron que se alejaban del peligro sin saber que un grupo de extranjeros se había adentrado en el bosque para cazar más hombres, mujeres y niños a los que vender en los mercados de Valencia o Sevilla. Cuando quisieron darse cuenta, ya se habían dado de bruces con ellos. Ni siquiera el fuerte olor que desprendían, una nauseabunda mezcla de sudor y de alcohol, alertó al joven aspirante a guerrero.
—Vaya, vaya… Mirad lo que tenemos aquí —dijo uno que llevaba el pecho cubierto por una armadura.
Varios extranjeros los rodearon, incluyendo uno muy corpulento que se acercó a lomos de otra de aquellas bestias. Bencomo gruñó y blandió su lanza sin dejar de mirar a un lado y a otro.
—¡Un paso más y moriréis!
Los traficantes no entendían la primitiva lengua en la que les hablaba y se carcajearon al ver a un niño rubio protegiendo a otro aún más pequeño con una diminuta lanza de madera rematada con un cuerno de cabra.
—Basta de perder el tiempo —dijo el que parecía el jefe desde lo alto de aquel animal—. Atrapadlos y llevadlos al barco.
El hombre de la armadura se acercó a Bencomo y este le arrojó la lanza con todas sus fuerzas. Pero, para su sorpresa, el banot rebotó contra su pecho sin hacerle el más mínimo rasguño.
—Maldito mocoso…
El chico lo miró aturdido, preguntándose de qué animal sería aquella piel tan dura en la que se reflejaba el sol. Cuando fue a agacharse para coger una piedra que lanzarle, recibió un golpe en la cabeza que le hizo perder el conocimiento.
El olor a vómitos y a excrementos golpeó a Bencomo en cuanto volvió en sí. Abrió los ojos, aunque aún tardó unos segundos en habituarse a la penumbra. En un primer momento no logró recordar qué había pasado, solo sabía que le dolía muchísimo la cabeza. El resto de sus sentidos también fueron despertando poco a poco y escuchó lloros y súplicas a su alrededor. Enseguida se dio cuenta de que lo habían encerrado junto a los de Abona.
Quiso levantarse, pero estaba encadenado por las muñecas a una larga cuerda que unía a los cautivos. A su lado, un hombre lo miraba muerto de miedo. Lo reconoció como el ganador de la competición de lucha que se celebraba cada año entre los distintos menceyatos, durante la fiesta del Beñesmer. Bencomo lo había visto vencer uno tras otro a todos sus oponentes, era un guerrero por el que todas las muchachas suspiraban, pero en ese momento solo parecía un niño asustado.
—¿Dónde estamos?
—Dentro de una de sus casas flotantes.
—¿Sabes dónde han llevado a mi hermano?
—Tinguaro pudo escapar, príncipe Bencomo —respondió una joven.
—¿Estás segura de eso? —No conseguía localizar aquella voz entre todas las que suplicaban ayuda.
—Lo vi correr hacia el bosque cuando tú estabas inconsciente —insistió ella—. Le lanzaron muchos banots, pero ninguno lo alcanzó.
Bencomo dio gracias a Achamán, aliviado. Miró otra vez sus muñecas y vio aquellos grilletes fabricados con el mismo material que la punta de flecha que aún guardaba en su faltriquera y que el peto de aquel cazador de esclavos. Tiró con fuerza y, gracias a su propio sudor y a la humedad acumulada en aquel lugar, logró liberarse. Al levantarse, sintió el suelo moverse y se mareó.
—Ayúdame, príncipe Bencomo —rogó la muchacha—. Llévate a mi hijo, te lo suplico.
Se acercó a ella y vio que, aunque todavía era muy joven, sostenía entre sus brazos a un niño de la edad de Tinguaro. Estaba tan asustado que ni siquiera lloraba, aferrado al pecho de su madre.
—Te liberaré y lo salvarás tú misma.
—Es inútil, ya lo he intentado y no puedo soltarme.
Bencomo quiso arrancar a la mujer de aquellas cadenas, pero los grilletes estaban tan apretados que le provocaban unas terribles rozaduras en las muñecas. Seguramente la infección acabaría con ella antes de llegar a ningún puerto.
—Llévatelo y te servirá siempre, te lo juro. Su nombre es Hucanon.
Besó con desesperación a su hijo, le dijo unas palabras de despedida y se lo entregó al muchacho.
—Ponlo a salvo y que Achamán os ayude.
El pequeño se resistía a separarse de su madre, agarrado a su cuello. Consciente de que no tenía tiempo que perder, Bencomo tiró de él y ambos corrieron hacia las escaleras que llevaban a la cubierta, por las que seguían llegando extranjeros y guanches capturados. Los dos niños se ocultaron entre las sombras.
—Salvajes —dijo uno de los hombres a su compañero—. Todavía no hemos empezado a navegar y esto ya parece una cochiquera.
Condujeron a empujones a los prisioneros hacia el fondo de la bodega y los niños aprovecharon para subir a la superficie. La luz del sol los cegó, pero cuando se habituaron pudieron ver que estaban más lejos de tierra de lo que nunca habían estado, en la cubierta de uno de los tres bajeles que llenaban sus bodegas de esclavos.
—¿Sabes nadar? —le preguntó Bencomo a Hucanon.
El niño negó con la cabeza, aterrado.
—No te preocupes, no dejaré que te ahogues. Si te agarras fuerte a mí, no te pasará nada.
En ese instante, Bencomo oyó un grito a su espalda y se dio la vuelta para ver a un hombre aproximarse con muy malas intenciones. Soltó la mano de Hucanon y buscó algo con lo que defenderse. A su lado, dentro de un cesto, había uno de aquellos delgados banots y lo cogió con decisión. Amenazó con la flecha al cazador de esclavos y este sonrió, divertido.
—¿Vas a matarme con eso?
Bencomo le lanzó la flecha, pero no solo no logró clavársela, sino que, aunque no llevaba una de aquellas armaduras, rebotó en la prominente barriga del hombre y cayó a sus pies. Acto seguido, el joven príncipe recibió una patada que lo lanzó junto a Hucanon. El niño comprendió que no saldrían vivos de allí y empezó a llorar.
Aquello enfureció aún más al extranjero, que entre gruñidos cogió al niño por el pescuezo y lo sostuvo en alto, dispuesto a lanzarlo por la borda. Bencomo intentó detenerlo.
—¡No! ¡¿Qué estás haciendo?! ¡Suéltalo! ¡No sabe nadar!
El hombre volvió a empujar con violencia a Bencomo y este cayó de nuevo al suelo. Buscó a toda prisa en su faltriquera y encontró la punta de flecha. Corrió hacia él decidido y se la clavó en la pierna.
—¡Aghhh!
Soltó a Hucanon, que cayó a plomo sobre la cubierta, y en un acto reflejo se agachó para llevarse la mano a la herida. Bencomo no dudó y le clavó la punta de flecha en la sien. El extranjero lo miró con los ojos muy abiertos, sin acabar de creérselo. Luego se desplomó a sus pies, ya sin vida. Bencomo tardó en asimilar lo que había hecho, pero reaccionó y se acuclilló junto a Hucanon.
—Ahora debes ser fuerte y guardar silencio. No estaremos a salvo hasta que regresemos a Achinet.
—Nos tragarán las aguas.
—No, no lo harán —respondió Bencomo muy seguro de sí mismo—. He remolcado a mi hermano Tinguaro en busca de lapas cientos de veces. Confía en mí.
Ambos saltaron por la borda y Bencomo nadó con Hucanon aferrado a su cuello. Cuando estaba a punto de desfallecer, unas manos tiraron de ellos y los arrastraron hasta la playa. Una vez a salvo, Imobach abrazó con fuerza a su hijo, aliviado tras pensar que lo había perdido para siempre.
—¿Estás bien, hijo mío?
Bencomo asintió, aún recuperándose. Tinguaro miró con curiosidad al crío, que temblaba de miedo y de frío.
—¿Quién es, hermano?
—Su nombre es Hucanon. Su madre no pudo escapar y me suplicó que lo trajese conmigo.
Imobach lo observó y lo cubrió con su piel de cabra.
—Bienvenido a mi familia, Hucanon —dijo al fin.
El chico pareció darse cuenta de que estaba entre amigos y sonrió con timidez. Todos miraron en silencio las tres casas flotantes de los extranjeros, que se alejaban navegando con decenas de guanches en su interior.
3
Reino de Valencia. Noviembre de 1519
Don Joaquín Lavilla tenía razón cuando, durante el verano, había pronosticado que los comerciantes de Valencia, ahogados en deudas y sin dirigentes en la ciudad que pudieran contenerlos, iniciarían una revuelta social que arrasaría todo el reino. Los miembros de las germanías —hermandades de diferentes gremios artesanales— estaban dispuestos a matar antes que dejarse morir de hambre.
Los primeros meses se limitaron a convocar protestas legales exigiendo la intervención de Carlos I para mediar en los conflictos crecientes entre pobres y ricos, agravados por el aumento desmesurado de impuestos y por los continuos ataques de piratas berberiscos a los cargamentos marítimos, pero el rey —más preocupado por su coronación imperial en el Sacro Imperio Romano Germánico— se limitó a prometer mejoras en un futuro que nunca llegaba y a ratificar el permiso que les había dado años atrás su abuelo, Fernando el Católico, de armarse para hacer frente a dichos ataques. Los ánimos se caldearon más de la cuenta y aquellos pacíficos comerciantes se convirtieron en un ejército sediento de sangre y con medios para derramarla. Cuando el rey Carlos quiso revocar el permiso de armas, ya era tarde.
Los agermanados se organizaron y crearon la Junta de los Trece, mediante la que se intentó prohibir cualquier trabajo que no estuviera controlado por los gremios, algo que los terratenientes no estaban dispuestos a aceptar. Cuando el líder de aquella junta murió, al poco de iniciarse las protestas, su lugar lo ocuparon cabecillas más radicales, ansiosos por tomarse la justicia por su mano. Empezaron atacando las viviendas que los nobles habían dejado atrás al huir precipitadamente de la epidemia de peste, que, debido a la falta de higiene y de medicinas, aún no se había erradicado; continuaron arrasando huertas y por fin centraron sus iras en los musulmanes, a los que acusaban de colaborar con las clases altas y de hacer competencia desleal tirando por los suelos los precios de la mano de obra.
—¡Hay que acabar con ellos! —gritó un artesano.
—Son pobres como nosotros —respondió otro.
—Lo que hay que hacer es bautizarlos de una vez por todas —dijo un tercero—. Y el que se niegue que se atenga a las consecuencias.
—¿Qué ganamos con eso?
—Si los terratenientes les pagan una miseria es porque no son cristianos, pero, si los bautizamos, terminaremos con el vasallaje que arruina a los comerciantes.
Grupos de hombres asaltaron las barriadas mudéjares y obligaron a sus habitantes a bautizarse bajo la amenaza de pena de muerte, que no dudaron en aplicar en más de una ocasión. Pero, aunque los rebeldes pensaban que con esa medida tan expeditiva terminaría todo, aquello no había hecho más que comenzar.
La familia Lavilla vivía desde el inicio de esa rebelión de las germanías en una hacienda cerca de la Albufera, a algo más de seis leguas de Valencia, donde Miguel Lavilla, el hermano pequeño de don Joaquín, se dedicaba al cultivo de arroz. Pensaban que allí estarían a salvo, pero las noticias que llegaban de la ciudad eran cada vez más alarmantes y no descartaban que los agermanados pronto se presentasen ante su puerta.
Para Elena, la vida no había cambiado en exceso. Su rutina seguía siendo atender a la señora y a sus hijas, aunque el hecho de que prácticamente no saliesen de la hacienda le proporcionaba un tiempo libre del que nunca antes había disfrutado. Apenas se relacionaba con los demás esclavos, y menos aún con los africanos, destinados casi siempre a los trabajos más duros del campo. Pero una tarde, durante su paseo diario por los arrozales, conoció a uno que llamó su atención; mientras los demás descansaban, derrotados tras una agotadora jornada de trabajo, él aprovechaba para leer. Elena ya llevaba casi tres meses allí cuando decidió acercarse.
—¿Comprendes lo que dice? —preguntó señalando el libro.
—Sería estúpido mirar las letras si no las comprendiera —respondió él.
Ante aquella respuesta, fue Elena quien se sintió estúpida.
—¿Y qué lees, si puede saberse?
—Un tratado de agricultura. Cuando regrese a mi tierra, pondré en práctica todo lo que está aquí escrito.
—¿Cuál es tu tierra?
—Pertenezco al pueblo fang, de África. ¿Y la tuya?
—No lo sé.
—Mi nombre es Riako. —Se puso en pie—. Pero los amos me llaman Rodrigo.
Ella lo observó impresionada. Era un hombre alto y musculoso y pensó que era atractivo, a pesar de que la S y el clavo que tenía grabado a fuego en su mejilla para identificarlo como esclavo allá donde fuera debió de hacérselo alguien inexperto, visto el destrozo que le había causado.
—Yo soy Elena.
—Nunca había visto a una esclava como tú —dijo admirando su pelo rubio con curiosidad.
—Tú… ¿recuerdas cómo era tu vida antes de servir a tus amos?
Aquella fue la primera vez que él le habló de su tierra. Esa tarde le contó cómo recordaba su aldea, situada en los alrededores del río Djoliba; cómo con catorce años iba a cazar simios a la selva, o a coger huevos de gaviota a los acantilados de la costa, o cómo, de vez en cuando, sobre todo en época de lluvias, se adentraba en la sabana en busca de alguna de las miles de gacelas que pastaban ajenas al peligro.
Al igual que les había sucedido durante años a los aborígenes de las islas Canarias, él y los suyos también eran un objetivo de los cazadores de hombres, aunque a estos resultaba difícil distinguirlos porque, como ellos, también eran negros. Una noche, mientras regresaba a casa junto a sus hermanos, no corrió tanta suerte como Bencomo medio siglo antes y al joven Riako le fue imposible escapar tras ser capturado.
Lo maniataron, lo encadenaron por el cuello con unas varas de madera y lo condujeron a latigazos, junto con decenas de hombres, mujeres y niños, hasta la costa, donde los vendieron a los blancos que aguardaban en barcos fondeados cerca de la playa. Cuando su familia los empezó a echar de menos —Riako y sus hermanos podían demorarse varios días en una partida de caza—, ellos ya estaban camino de Lisboa. Durante el largo trayecto, muchos murieron de enfermedades y de melancolía. Y a la mayoría de los que no lo hicieron aún los esperaba un viaje mucho más largo para trabajar hasta su muerte en el Nuevo Mundo. Solo unos pocos se quedaban a servir en Europa, y, aunque Riako lloró y protestó cuando lo separaron de los suyos, llevó una vida fácil en comparación con la de sus hermanos, a pesar de que el esclavista que lo compró se empeñase en marcar personalmente sus adquisiciones. Solo dependía de lo que hubiera bebido aquel día y, por lo tanto, de lo que le temblase el pulso, para que quedase una marca más o menos discreta. Y, en eso, Riako no fue de los más afortunados. La infección que le produjo en la mejilla estuvo a punto de matarlo, y pasaron varias semanas antes de que empezase a remitir la hinchazón, dejándole una marca muy difícil de disimular. Al volver a la vida, lo bautizaron como Rodrigo.
Ya en Sevilla, lo pusieron a trabajar como mozo en el mercado, y, aunque la jornada era dura e interminable, comía caliente a diario e incluso aprendió a leer. Al principio se limitaron a enseñarle algunos signos para que pudiera hacer bien los recados, pero la curiosidad del muchacho no tenía fin. En el testamento, su amo —a quien Rodrigo había servido los últimos seis años— otorgaba la libertad a todos sus esclavos, pero sus hijos hicieron caso omiso de sus deseos y los vendieron a toda prisa. Él recaló en Valencia, en la plantación de arroz de Miguel Lavilla. El trabajo allí era más duro, pero, al contrario que muchos de los suyos, que soñaban con la libertad simplemente para volver a su vida de antes, él empezó a hacer planes de futuro. Decidió aprender todo lo que podían enseñarle los blancos para que, al regresar a casa, aquella pesadilla hubiese valido la pena.
4
Tenerife (islas Canarias). Junio de 1457
Bencomo, su padre Imobach y algunos miembros principales del menceyato de Taoro se dirigían a Adeje para asistir a un tagoror, una asamblea a la que acudirían prohombres desde todos los rincones de la isla para tratar de resolver las diferencias que solía haber entre los distintos reinos. El abuelo del muchacho había fallecido hacía medio año y aquella era la primera vez que Imobach asistiría como mencey a un acto de ese calado. Bencomo tenía entonces catorce años y su pelo rubio y su estatura empezaban a hacerle destacar entre los demás guanches. Su hermano Tinguaro se había quedado en el poblado junto a su inseparable hermanastro Hucanon, ambos refunfuñando por no poder representar a su menceyato, el más rico de todos en agua y vegetación.
—Quizá no logre evitar la guerra con Güímar, padre —le dijo Bencomo justo antes de saltar con una pértiga el profundo barranco que separaba los reinos de Icod y de Adeje.
—Las guerras entre hermanos siempre hay que intentar evitarlas.
—Añaterve no es mi hermano.
—Todos venimos de un mismo lugar aunque tengamos nuestras diferencias, hijo.
Añaterve, uno de los hijos del mencey de Güímar, se había convertido en el principal enemigo de Bencomo, haciendo extensiva la rivalidad de sus padres. Según solía contarles el fallecido abuelo de Bencomo y de Tinguaro alrededor de la hoguera, eso no siempre había sido así.
Cuando la isla entera se hallaba bajo el gobierno de Tinerfe el Grande y los menceyes únicos que lo precedieron, todos convivían en paz.
—Cuéntenos cómo fueron los primeros tiempos, abuelo —pedían a menudo los muchachos al antiguo mencey Betzenuhya.
—¿Otra vez? —El viejo resoplaba fingiendo hartazgo, cuando en realidad le encantaba la atención con que lo escuchaban los suyos.
—Otra vez, por favor. Cuéntenos cómo llegaron los guanches a estas tierras.
—Está bien. Dejad que haga memoria…
Mientras simulaba devanarse los sesos para recordar, hombres, mujeres y niños iban sentándose a su alrededor, dispuestos a escuchar un relato mil veces contado, pero que seguía siendo tan emocionante como el primer día. De esos oyentes dependía que la historia de los guanches no terminara perdiéndose en el olvido.
—Para encontrar el origen de nuestro pueblo, debemos remontarnos mucho tiempo atrás. —El viejo mencey siempre empezaba de la misma manera, aunque a medida que avanzaba su narración solía introducir pequeñas variaciones—. El dios Achamán, el padre de todos, creó a nuestros antepasados en otras tierras, rodeados de amplios vergeles y de desiertos aún más extensos que nuestra isla, y a algunos les dio ganado y a otros les ordenó servir a los primeros. Vivían en paz y sin aprietos, pues la tierra les ofrecía todo cuanto necesitaban para subsistir, hasta que unos poderosos guerreros llegados desde el otro lado del mar trataron de robarles lo que era suyo…
Entonces les hablaba de Mitorio y de la batalla final contra los romanos, del barco en el que los llevaban para morir frente a su mencey —el dictador perpetuo Julio César—, del motín que les devolvió la libertad y de su llegada a Achinet. Por muchas veces que el anciano hubiese contado aquella misma historia, siempre conseguía hacerlos vibrar.
—Cuando yo sea mencey —acostumbraba a decirle Bencomo a su abuelo, muy seguro de sí mismo—, volveré a unir los nueve reinos bajo mi mando y acabarán las guerras entre hermanos.
—Si es deseo de Achamán, lo lograrás, pero para conseguirlo deberás ser tan inteligente como implacable.
—Seré generoso con mis amigos y despiadado con mis enemigos, abuelo.
El viejo mencey le revolvía el pelo; si alguien podía obrar aquel milagro era ese muchacho. Y más si contaba con el apoyo de Tinguaro y de su hermanastro. Hucanon era el último en irse a dormir. Se quedaba junto al anciano en silencio, hasta que él reparaba en su presencia.
—¿Necesitas algo más de mí, Hucanon?
—Quisiera preguntarle, gran mencey, si los extranjeros también se llevaron a mi madre a Roma.
—Solo Achamán lo sabe. Él es quien decide nuestro destino y si algún día volverás a encontrarte con ella.
Hucanon siempre le sonreía, agradecido por unas palabras que le harían mantener la esperanza de reencontrarse con su madre hasta que el anciano volviese a relatar el origen de su pueblo y él le repitiese la misma pregunta, convirtiéndolo en una especie de tradición. Pese a no ser descendiente directo de aquel mencey, el muchacho fue quien más le lloró a su muerte.
Los representantes de Taoro llegaron al lugar donde se iba a celebrar la reunión cuando ya había anochecido. Alrededor de una hoguera esperaban los de los demás reinos, excepto los de Tacoronte y Anaga, que enviaron emisarios anunciando que llegarían a la mañana siguiente. Todos se callaron al ver aparecer a Imobach rodeado de su séquito.
—No parece que seamos bienvenidos, padre —susurró Bencomo.
—Reúnete con los demás príncipes y procura comportarte.
Bencomo ya creía haberse convertido en un guerrero temido por todos, pero su arrogancia chocó de frente con la imponente presencia de Añaterve. Su enemigo le sacaba varios años y, aunque no era tan alto como él, lo doblaba en musculatura. Sonrió con malicia cuando lo vio acercarse.
—Somos afortunados —dijo jocoso el hijo del mencey de Güímar—. El gran Bencomo por fin se ha dignado a acompañarnos.
Los demás muchachos solían reírle las gracias, pero más por temor a su reacción que porque de verdad les pareciese ocurrente.
—Me alegro de verte, Añaterve —respondió Bencomo con educación.
—A mí, en cambio, verte me revuelve las tripas. —Añaterve se olvidó de las sutilezas y lo rodeó, toqueteándole el cabello rubio—. ¿Qué clase de hombre tiene un pelo que brilla como el dios Magec, el que nos calienta y nos ilumina?
Ante un tirón, Bencomo se revolvió.
—¡Quítame tus sucias manos de encima, orín de cabra!
Las risas de los demás muchachos encendieron a Añaterve, que se lanzó con rabia a por Bencomo. Este pudo esquivar su primer golpe, pero el segundo le hizo caer de bruces a la arena y su rival lo inmovilizó clavándole la rodilla en la espalda.
—¡Suéltame!
—Antes retira lo que has dicho.
—¡Nunca!
—¿Qué escándalo es este, Añaterve?
El joven soltó a Bencomo e inclinó la cabeza cuando vio al mencey de Güímar acercarse a él con cara de pocos amigos.
—Solo estaba practicando la lucha con Bencomo, padre.
—Respetad las leyes del tagoror. Este no es lugar para juegos. Ahora vayamos a la cueva que han dispuesto para nosotros.
Antes de seguir a su padre, Añaterve miró a Bencomo con desprecio.
—Pronto terminaré lo que he empezado, y entonces nadie saldrá en tu defensa.
—Tal vez seas tú quien necesite ayuda.
Añaterve le sonrió con suficiencia y se marchó. Romen, el hijo del mencey de Daute, con quien Bencomo tenía un trato amistoso desde su nacimiento, se acercó a él y le puso la mano en el hombro.
—Deberías evitar a Añaterve, Bencomo. Terminará matándote.
—¿Qué clase de futuros menceyes seríamos si temiésemos a la muerte?
—Mi querido sobrino Imobach dice no tener inconvenientes con su territorio tan solo porque ocupa el mejor de toda la isla.
El padre de Añaterve, uno de los hijos aún con vida de Tinerfe el Grande, señaló con desdén a Imobach en cuanto tomó la palabra en el tagoror.
—Te sobran pastos para alimentar al ganado, mientras que los demás tenemos que ver cómo nuestras cabras y ovejas mueren de hambre —continuó el mencey de Güímar, dando voz a una opinión compartida por los otros siete menceyes, que también pensaban que la rama familiar de Imobach había sido la más beneficiada en el reparto de tierras de hacía ya medio siglo—. ¿Acaso es eso justo?
—Fue tu padre quien repartió los cantones y, con gran sabiduría, hizo más extensos a los más áridos —se defendió Imobach.
—¿De qué me sirve a mí tener una enorme extensión de piedras y tierra baldía? —protestó el mencey de Abona, al sudeste de la isla.
La mayoría de los menceyes y de los prohombres que asistían a aquella reunión apoyaron a los demandantes. Cuando vio que la asamblea podía írsele de las manos, Imobach se levantó indignado.
—¡No pienso ceder el territorio que me legó mi padre y este a su vez recibió del suyo, si es lo que pretendéis!
—Lo que pretendemos es que seas más generoso con nosotros, Imobach —contestó el mencey de Güímar—. Debes renunciar a los pastos comunes.
—Siempre que tú permitas entrar en tu territorio a los que tenemos menos costa para coger lapas y cangrejos —replicó Imobach.
Algunos apoyaron la petición de Imobach y se cruzaron gritos y acusaciones. Bencomo y los demás príncipes lo observaban todo en tensión desde el lugar destinado para ellos. Añaterve miró a su rival con inquina; aunque moduló la voz, habló lo bastante alto para que el muchacho lo escuchara.
—Perros —dijo escupiendo a los pies de Bencomo—. Los hombres de Taoro, aparte de ser unos cobardes, también nos roban los pastos.
Romen apretó el brazo de su amigo pidiéndole que no entrase en la provocación, pero Añaterve continuó humillándolo delante de todos.
—Y eso por no hablar de sus mujeres. Son tan feas que ni Guayota quiere llevarlas a su cueva, empezando por la esposa de su mencey.
A pesar de que sabía que eso le causaría muchísimos problemas, Bencomo pasó al ataque, golpeando la mandíbula de Añaterve. Después del desconcierto inicial, cuando iba a contraatacar, el de Güímar se encontró con una punta de flecha en el cuello, la misma que Bencomo había recuperado hacía unos años del cuerpo de un guanche muerto y con la que había matado a su primer hombre.
—¡Una palabra más y te mato! —gritó enfurecido.
—¡Bencomo!
Cuando se quiso dar cuenta, los asistentes al tagoror se habían callado y lo miraban con censura. En el centro de los menceyes y de los sacerdotes, Imobach aguantaba con la vergüenza dibujada en la cara.
—Suelta de inmediato a Añaterve.
—¡Ha insultado a madre y a todos los hombres y mujeres de Taoro, padre! ¡Se merece una lección!
—¡He dicho que lo sueltes!
Bencomo miró a su padre desconcertado. No podía entender que permitiera una falta de respeto tan grande hacia los suyos, pero sabía que no era momento de discutirle una orden y obedeció a regañadientes.
—Esto es inaudito —intervino el mencey de Adeje, el anfitrión de aquel tagoror—. Si el príncipe Bencomo no sabe comportarse, será mejor que tanto él como el mencey Imobach abandonen este lugar sagrado.
—Pido disculpas a todos los presentes —dijo Imobach humillado—. Mi hijo todavía es un niño y tiene muchas cosas que aprender.
—Confío en que se las enseñes pronto o la próxima vez lo haré yo, mencey Imobach —dijo el padre de Añaterve.
A pesar de que les llevó prácticamente el día entero, Imobach no dijo una sola palabra en el camino de vuelta a Taoro. Bencomo intentó justificarse en un par de ocasiones, pero la fría mirada que le dedicó su padre le hizo desistir. Cuando llegaron a la cueva-palacio que ocupaba su familia, Imobach hizo salir a su esposa, a Tinguaro, a Hucanon y a los hombres y mujeres que los servían. Una vez que se quedó solo con Bencomo, lo abofeteó con furia.
—¡¿Cómo te atreves a avergonzarme delante de los demás menceyes?!
El muchacho se frotó la cara, sorprendido por una violencia que no acostumbraba a ver en un padre hasta la fecha comprensivo.
—Añaterve insultó a madre y no supe contenerme.
—Desnúdate y arrodíllate. No eres digno de ser mi hijo.
A Bencomo le dolieron más esas palabras que los veinte latigazos que le propinó hasta desollarle la piel con una fusta hecha de hojas de palmera trenzadas. Solo las súplicas de su esposa haciéndole ver que iba a matarlo contuvieron al colérico mencey de Taoro. Las fiebres por la infección casi se llevan a Bencomo para siempre, pero gracias a los cuidados de su madre, que le aplicaba día y noche compresas de sangre de drago, el árbol sagrado de los guanches, y la compañía que le hacían sus hermanos pequeños, logró salir adelante.
5
Reino de Valencia. Mayo de 1522
La rebelión de las germanías había alcanzado tal intensidad que, a finales del año 1521, tras expandirse a diversas poblaciones del reino de Valencia, ya le había costado la vida a más de diez mil agermanados y soldados enviados por la corona. Una de las batallas más sangrientas se produjo en julio de aquel año en Gandía, donde las tropas realistas, compuestas por más de ciento veinte nobles, trescientos caballeros, cuatrocientos jinetes y dos mil mercenarios —entre los que había moros, manchegos y catalanes—, se enfrentaron a alrededor de mil sublevados. Estos últimos, comandados por el terciopelero Vicent Peris, plantearon la ofensiva en una arboleda junto al río Vernisa, lo que dificultó la maniobrabilidad de la caballería enemiga y causó una auténtica escabechina. Ese hecho, sumado a que muchos de los mercenarios decidieron abandonar la primera línea para saquear los pueblos de los alrededores, hizo que el descalabro de los nobles fuese considerable. Cuando los supervivientes se retiraron para refugiarse en Peñíscola, los agermanados tomaron Gandía y sembraron el caos saqueando la villa, violando monjas y obligando a bautizarse a los musulmanes que encontraban. Los que opusieron resistencia no sobrevivieron.
A los pocos días de la victoria —la única obtenida por los agermanados en enfrentamientos directos con las tropas realistas—, la Junta de los Trece decidió dimitir al comprobar que la situación se había radicalizado en exceso. Las disputas internas de los sublevados para hacerse con el poder marcaron el principio del fin de la revuelta. Cuando las constantes derrotas empezaron a mermar sus fuerzas, Vicent Peris decidió regresar a Valencia con la intención de rehacer la resistencia, pero fue descubierto y abatido junto a sus más directos colaboradores. Acto seguido, lo descuartizaron y colocaron su cabeza en el portal de San Vicente, donde permaneció clavada durante semanas como advertencia para los que aún seguían apoyando a los insurgentes.
La derrota de los comerciantes se produjo a mediados de mayo de 1522, tras el asesinato en Burjassot del último líder rebelde, un impostor apodado el Encubierto que se hacía pasar por hijo del infante Juan, y por lo tanto nieto de los Reyes Católicos y primo del rey Carlos I.
—Prepara las cosas, Elena —ordenó doña Rosa a su esclava—. Regresamos a Valencia.
—¿Regresamos?
—Ya lo has oído. Gracias a Dios, los comerciantes rebeldes han sido derrotados y todo vuelve a la normalidad.
La noticia le cayó a Elena como un jarro de agua fría. No podía negar que prefería vivir en la ciudad para acudir con sus amas al mercado o a diversos actos sociales antes que pasar los días en una plantación de arroz en mitad de la nada y sin más ocupación que satisfacer los caprichos de sus amos, pero le partía el corazón tener que separarse de Rodrigo.
Después de aquel primer encuentro en el que le sorprendió leyendo sobre cultivos, aprovechaba cualquier oportunidad para visitarlo y escuchar las anécdotas que le contaba sobre su vida en libertad. Los únicos animales que había visto ella eran caballos, aves, perros, gatos y ganado, y le maravillaba saber que en la tierra de Rodrigo abundaban las gacelas, los leones, los simios e incluso los elefantes. También le encantaba escucharle hablar acerca de sus costumbres, tan diferentes a las de Valencia, y de sus planes de futuro cuando pudiese regresar con los suyos. Al principio solo eran dos esclavos soñando en voz alta, pero pronto sus sueños se convirtieron en uno solo.
Se dio cuenta de que aquel hombre provocaba en ella sentimientos que no conocía de antes el día en que, por culpa de un error de cálculo a la hora de cargar una carreta, esta se despeñó por un barranco y se perdió todo un cargamento de arroz. Rodrigo, que se hizo responsable del desastre, pasó varios días encerrado en una jaula, expuesto al sol y al frío, y sin más alimento que agua y pan duro. Aquella situación provocó que Elena llorase de rabia e impotencia y se jugó un castigo parecido al escabullirse de casa cada noche para llevarle comida y hacerle compañía.
—Malditos sean… —dijo al verlo tiritar cuando bajaban las temperaturas.
—No deberías estar aquí, Elena —respondió Rodrigo abrigándose con la manta que ella le proporcionaba mientras duraba su visita—. Márchate antes de que te descubran y te castiguen a ti también.
—Me da igual que lo hagan. Que me azoten si lo desean.
—No quiero que marquen la piel más hermosa que he visto en mi vida.
Ambos se sonrieron y no necesitaron decir más palabras. Se miraron intensamente y sus bocas se aproximaron hasta fundirse en un prolongado beso a través de los sucios barrotes de metal.
Elena sabía lo que era el deseo, aquel no era el primer hombre en el que se fijaba, pero nunca había permitido que la tocasen, ni tampoco había pasado día y noche pensando en alguien. Cuando Rodrigo cumplió su castigo, empezaron a verse más a menudo. De día, ella hacía lo imposible por pasar un rato a su lado y arrancarle algún beso, y cada noche, al meterse en la cama, se acariciaba pensando en él. Unos días después, lo citó en una barraca a orillas de la laguna de la Albufera y allí se desnudó por primera vez frente a un hombre. Él la miró excitado, pero sin atreverse a tocar una piel tan delicada y tan diferente de la suya.
—¿No te gusto? —preguntó Elena con inseguridad al ver que él no se acercaba.
—Claro que me gustas.
—Entonces ven.
Rodrigo obedeció y extendió una mano para acariciarle el pecho como si estuviese tocando lo más frágil del mundo. Elena también se lanzó a recorrer su cuerpo con las yemas de los dedos. El sudor hacía brillar su piel negra y resaltaba sus músculos conseguidos a base de trabajos forzados; notó cicatrices antiguas y otras más nuevas, algunas de antes de ser capturado, pero la mayoría causadas por los diferentes amos que había tenido. Ella notó cómo, al rozar su pene con la yema de los dedos, se humedecía igual que cuando se tocaba cada noche pensando en él.
—Quiero sentirte dentro de mí…
Rodrigo la cogió en brazos y la llevó a un lecho de paja seca que había en un rincón de la barraca.
—¿Estás segura?
—Nunca he estado más segura de nada.
Elena notó que lo habían capturado demasiado joven y era tan inexperto como ella. Cuando al fin se abrió paso en su interior, se estremeció.
Sus amos habían guardado su virginidad para cuando pudiesen intercambiarla por algo igual de valioso, y estaba segura de que le traería consecuencias entregarla sin permiso, pero en aquel instante se sintió libre por primera vez en su vida.
Mientras ayudaba a su ama y a sus hijas —que en aquellos casi tres años fuera de Valencia se habían convertido en dos adolescentes muy poco agraciadas— a empacar sus pertenencias para el traslado de vuelta a casa, Elena supo que, o lo hacía en aquel momento, cuando doña Rosa estaba de buen humor por el regreso a casa después de las revueltas, o ya no podría hacerlo nunca.
—¿Qué ha decidido el amo respecto a Rodrigo, señora? —preguntó.
—¿Quién es Rodrigo?
—Ese muchacho negro que trabaja en los arrozales. El que tiene marcada la cara. Creo que a vuestro esposo le sería de utilidad en la finca.
—¿Utilidad para qué?
—Sabe leer y escribir. Podría llevar las cuentas e incluso dirigir a los peones.
—No creo que a los peones les g