Venganza en el Támesis

Anne Perry

Fragmento

Capítulo 1

1

William Monk saltó a tierra y subió los peldaños de piedra desde el río, dejando que Hooper se encargara de amarrar la lancha al bolardo y lo siguiera. Al llegar arriba lo golpeó el viento frío de noviembre a pesar de que el día era claro. O tal vez fuese la figura del agente de aduanas McNab, que lo aguardaba con uno de sus subordinados, lo que le hizo ser tan consciente del frío.

¿Cuánto tiempo hacía que se conocían? No lo sabía. A consecuencia del accidente de carruaje que había sufrido casi trece años atrás, en 1856, toda su vida anterior se había desvanecido. Sabía algunas cosas por deducción y también gracias a los recuerdos de otras personas. Salvó las apariencias con brillantez. Solo un puñado de allegados se enteró. De cada uno de ellos dependía ahora, en cierto sentido, la calidad de su existencia.

McNab lo odiaba. Monk ignoraba la razón, pero sí sabía muy bien por qué él odiaba a McNab. Este había estado detrás del fracaso de la detención de un grupo de traficantes de armas que había acabado en tiroteo en la cubierta del barco de los contrabandistas, y con la muerte de Orme. Entonces Monk no sabía con exactitud en qué medida estaba implicado McNab para poder demostrarlo. Habían transcurrido meses, pero Monk todavía lloraba la pérdida de Orme, que había sido su mentor, su mano derecha y, sobre todo, su amigo desde que a Monk lo habían nombrado comandante de la Policía Fluvial del Támesis.

McNab estaba aguardándolo, un hombre recio con los pies bien plantados en el suelo y un abrigo grueso azotado por el viento. Se volvió al ver aparecer a Monk y su rostro burdo adoptó un aire a la expectativa.

—Buenos días, señor Monk —dijo levantando la voz lo suficiente para que se oyera por encima de los lejanos ruidos de cadenas, el batir del agua contra los peldaños y los gritos de los gabarreros y los barqueros en la vecina corriente—. ¡Tenemos a uno para usted!

—Buenos días, señor McNab —respondió Monk, deteniéndose a su lado y bajando la vista al bulto cubierto por una lona impermeable que tenía delante. El mensaje que lo había llevado allí decía que habían sacado un cuerpo del río durante la pleamar.

Monk apartó la lona de encima del cadáver. Era un hombre de mediana edad, completamente vestido con ropa de trabajo bastante gastada. Estaba muy poco hinchado por el agua, y Monk calculó que probablemente solo había estado sumergido unas pocas horas. Su rostro tenía una expresión ausente pero no estaba desfigurado, aparte de un par de magulladuras y una ligera hinchazón. Saltaba a la vista que eran anteriores a la muerte. Monk no necesitaba que el médico forense se lo dijera. Cuando el corazón se detiene, también lo hacen las hemorragias, particularmente en los moretones.

Monk se inclinó hacia delante y palpó el pelo abundante y mojado. Movió los dedos despacio, buscando una herida, bien fuese un chichón o una leve depresión donde el cráneo pudiera estar roto. No encontró nada. Abrió uno de los párpados y vio las minúsculas manchas rojas en el iris que indicaban la falta de oxígeno.

Monk levantó la vista hacia McNab para ver si se había fijado en las manchas, y vio en su semblante un instante de espontánea satisfacción. McNab la borró en el acto y su rostro volvió a ser inexpresivo.

¿Estrangulado? En el cuello no había marcas; la laringe no estaba rota ni aplastada. ¿Ahogado? No era infrecuente en el Támesis. El agua era profunda, mugrienta y gélida; la corriente, rápida y traicionera.

—¿Por qué estoy aquí, McNab? —preguntó Monk—. ¿Quién es?

—Ni idea —contestó McNab enseguida. Su voz sonó ligeramente rasposa—. Por ahora. He pensado que debíamos mandarle aviso antes de hacer nada. No quería estropear las pruebas... —Dejó el comentario inconcluso. Después volvió a sonreír satisfecho—. Dejar que usted lo pudiera ver de cerca, vamos.

Monk tuvo claro que allí había mucho más de lo que había visto hasta entonces. McNab estaba aguardando a que lo descubriera o, todavía mejor, a tener que mostrárselo.

Apartó la lona del resto del cadáver y la dejó sobre la piedra del muelle. Inspeccionó las manos y los pies. Las manos estaban enteras y eran bastante suaves, sin callosidades y con las uñas cortadas con esmero. No era un trabajador manual. Le palpó los antebrazos a través del tejido de la camisa de franela. Poca musculatura.

Llevaba unas botas corrientes de cuero marrón, baratas pero resistentes. Ni un desgarro en el pantalón. Le faltaba el chaquetón, aunque quizá no llevara cuando cayó al agua.

McNab seguía sonriendo, muy ligeramente, y observando. Le trajo a la memoria un lejano recuerdo de águilas ratoneras posadas en altos postes de cercados, al acecho de las pequeñas alimañas que pudiera haber en el prado.

¿Qué había pasado por alto Monk? Un ahogado con las manos suaves... Con dificultad, y sin la ayuda de McNab ni de su colega, dio la vuelta al cuerpo, dejándolo bocabajo. Entonces lo vio: el limpio agujero de bala en la espalda. Si había habido restos de sangre o pólvora, el río los había limpiado.

¿Lo habían herido, tal vez de muerte, antes de caer al agua? No, aquellos minúsculos puntitos rojos en sus ojos indicaban que había luchado por respirar. ¿Quizá, cuando estaba a punto de perecer asfixiado, había logrado escapar y le habían disparado cerca del agua o incluso estando ya en ella?

Monk levantó la vista hacia McNab.

—Interesante —dijo, con un ademán de asentimiento—. Más vale que averigüemos quién es.

—Sí —convino McNab—. No ha sido un accidente, ¿eh? Los asesinatos son asunto suyo. Le ayudaría si pudiera, claro está. Cooperación, ¿verdad? Pero no sé nada de nada. —Encogió ligeramente los hombros—. Es todo suyo.

Dio media vuelta y se marchó.

Hooper había amarrado la lancha en la que él y Monk habían llegado y estaba plantado cerca del borde del muelle, aguardando hasta que McNab se hubo ido. Entonces empezó a andar, siguiendo con la mirada a las figuras que se alejaban hasta que desaparecieron tras doblar la esquina del almacén y él y Monk se quedaron solos en el muelle. Estaban envueltos por el ruido que hacían los hombres que descargaban en la dársena vecina. Se gritaban unos a otros. Las cadenas de amarre resonaban metálicas. Se oían golpes sordos y crujidos de fardos al caer al suelo, el ruido más seco de barriles de madera golpeando la piedra, y desde el agua les llegaba el sonido como de sorbo de esta al tocar el muelle movida por el oleaje.

—No me fío ni un pelo de ese canalla —dijo Hooper. Después bajó la vista al cadáver.

Hooper se había convertido en la mano derecha de Monk tras la muerte de Orme. Suponía un contraste en muchos aspectos. Orme había sido un hombre canoso, reservado y conciso que siempre llevaba chaquetón de marinero excepto en pleno verano. Afable, de voz suave, conocía el río mejor que la mayoría de los hombres su pa

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