La nochevieja de Montalbano (Comisario Montalbano 6)

Andrea Camilleri

Fragmento

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La pobre Maria Castellino

—¿Hablo con Bonquidasa? ¿Eh? ¿Hablo con Bonquidasa? ¿Es usted en persona personalmente, dottori?

—Sí, Catarè, soy yo en persona.

La voz de Catarella sonaba muy lejana y apenas se le entendía.

—¿Desde dónde llamas?

—¿Desde dónde quiere que llame, dottori? Le llamo desde Vigàta.

—Ya, pero ¿por qué hablas así?

—Me he puesto un pañuelo en la boca, dottori.

—Y eso ¿por qué?

—Para que no me oigan los demás. Fazio me ha dado la orden terminante de hacerle esta llamada sólo a usted con usted.

—Entiendo, dime.

—Hay uno que ha matado a una puta.

—¿Lo habéis detenido?

—¿A quién?

—A ese que ha matado a la puta.

—No, dottori, no sabemos quién ha sido. Yo he dicho que ha sido uno porque, como la puta ha muerto estrangulada, alguien ha tenido que ser, digo yo...

—De acuerdo. Pero ¿qué quiere Fazio de mí?

—Fazio dice que de este asesinato el subcomisario Augello no entiende nada. A lo mejor, los carabineros llegan antes que nosotros. Pregunta si volverá usted pronto a Vigàta. Es más, Fazio ha dicho una cosa que yo no le puedo decir.

—Bueno, dímela de todos modos.

—Pues dice que, mientras nosotros estamos hundidos en la mierda, con todo el respeto, dottori, usted escurre el bulto en Bonquidasa.

—Muy bien, Catarè, dile a Fazio que volveré en cuanto pueda.

El comisario opuso a la invitación de Fazio una resistencia que apenas duró una hora. Después se vistió y salió. Al regresar a casa, llevaba en el bolsillo un billete de avión para el mediodía del día siguiente. La temida llegada de Livia se produjo a las seis en punto de la tarde. En cuanto lo vio, le echó los brazos al cuello.

—¡Dios mío, Salvo, no sabes cuánto me alegra regresar y encontrarte en casa!

¿Cuándo le diría que había decidido adelantar dos días el final de sus vacaciones en Boccadasse-Génova? ¿Antes o después de la cena? Optó por hacerlo después, entre otras cosas porque habían decidido ir a comer a un restaurante donde preparaban el pescado como el propio pescado exigía que lo prepararan. Y justo mientras esperaban la cuenta, Livia dijo algo que Montalbano comprendió que agravaría considerablemente la situación.

—¿Sabes, cariño?, mañana por la mañana tendremos que levantarnos temprano.

—¿Por qué?

—Porque iremos a pasar el día a Laigueglia, a casa de Dora, una amiga mía a la que no conoces, pero que seguramente te gustará.

—¿Y dónde está Laigueglia?

—Cerca de Savona. Su playa es prácticamente una prolongación de la de Alassio. Una pura delicia. Y, además, hay un sitio que se ha comprado el noruego...

—¿Qué noruego?

—Aquel que, con una especie de balsa, hizo...

—Thor Heyerdahl, la Kon-Tiki.

—Ése. Se llama Colla Micheri.

—¿Quién?

—El pueblecito que se ha comprado el noruego. ¿Qué te pasa?

—¿A mí?

—Sí, a ti. ¿Qué te pasa?

—Nada. ¿Qué quieres que me pase?

—Vamos, Salvo, que te conozco... No me estás escuchando.

Montalbano respiró hondo como si fuera a bucear a pulmón libre.

—Me voy mañana.

Por un instante, Livia, pillada a traición, siguió sonriendo.

—Ah, ¿sí? ¿Y adónde vas?

—Regreso a Vigàta.

—Pero si me habías dicho que te quedarías hasta el lunes —dijo ella mientras su sonrisa se apagaba lentamente como una cerilla.

—El caso es que...

—No me importa...

Se levantó, cogió el bolso y abandonó el restaurante. Montalbano pagó la cuenta tan deprisa como le fue posible y la siguió. Pero cuando llegó a la calle, el coche de Livia ya no estaba en el aparcamiento.

Regresó a casa en taxi y menos mal que tenía un duplicado de las llaves porque, tan cierto como la muerte, Livia jamás le hubiera abierto la puerta. Como no le abrió la puerta del dormitorio ni contestó a sus llamadas. Montalbano se quitó tristemente la ropa y se tumbó en el sofá del saloncito. No consiguió pegar ojo y no paró de dar vueltas de un lado para otro. Hacia las cinco de la madrugada oyó que se abría la puerta del dormitorio y la voz de Livia:

—Ven a la cama, cabrón.

Se levantó a toda prisa. En parte porque le apetecía abrazar a su chica, y en parte porque estaba deseando tumbarse cómodamente.

—¿Por qué has vuelto antes de lo previsto? —le preguntó recelosamente Mimì Augello en cuanto lo vio aparecer en el despacho.

—Pues mira, Livia no le pudo decir que no a una amiga que la había invitado a pasar el fin de semana con ella, a mí no me apetecía y entonces... ¿Qué hacía yo solo en Boccadasse? ¿Hay alguna novedad?

—¿No la sabes?

Mimì aún se mostraba receloso, pues el repentino regreso de su jefe no lo convencía.

—¿Quién me la hubiera tenido que contar?

Augello lo miró; el rostro del comisario parecía tan inocente como el de un recién nacido.

—Han matado a una mujer.

—¿Cuándo?

—El mismo día que te fuiste.

—¿Quién era?

—Una puta. De setenta años.

El asombro de Montalbano fue tan auténtico que disipó la desconfianza de Mimì.

—¿Una puta septuagenaria? ¿Estás de guasa?

—¡De ninguna manera! A los setenta años aún seguía trabajando. Una buena mujer.

—Explícate mejor.

—Se llamaba Maria Castellino, maridada, dos hijos mayores.

Montalbano se quedó estupefacto.

—¿Qué quiere decir maridada?

—Salvo, la palabra no ha cambiado de significado durante los

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