El equilibrio de la balanza

Anne Perry

Fragmento

EquilibrioBalanza.html

1

Sir Oliver Rathbone estaba sentado en su despacho de Vere Street, junto a la plaza de Lincoln's Inn Fields, y contemplaba la estancia con evidente satisfacción. Se encontraba en la cumbre de su carrera, era quizá el abogado más respetado de Inglaterra, y el primer ministro lo había recomendado hacía, poco a Su Majestad, quien juzgó conveniente honrarlo con el título de sir en reconocimiento a los servicios prestados en favor de la justicia.

La habitación era elegante sin ser ostentosa. Estaba amueblada con la idea de servir al intelecto y a la eficiencia, no con el fin de impresionar a los clientes. La comodidad era justo la necesaria. Al otro lado de la puerta se encontraban las oficinas, abarrotadas de empleados que escribían, calculaban, buscaban referencias, y se mostraban amables con quienes entraban y salían por motivos profesionales.

Rathbone estaba a punto de concluir un caso en el que había defendido a un distinguido caballero acusado de malversación de fondos. No tenía la menor duda de que el resultado sería satisfactorio. Había disfrutado de una exquisita comida en compañía de un obispo, un juez y un veterano parlamentario. Ya era hora de poner toda su atención en el trabajo de la tarde.

Acababa de coger un fajo de papeles cuando su secretario llamó a la puerta y abrió. Su rostro, normalmente imperturbable, mostraba una expresión de sorpresa.

—Sir Oliver, una tal condesa Zorah Rostova desea verlo por un asunto que asegura es de suma importancia... y cierta urgencia.

—Pues hágala pasar, Simms —ordenó Rathbone. No había necesidad de sorprenderse por la visita de una condesa. No era la primera dama con título nobiliario que buscaba consejo en esas oficinas, y tampoco sería la última. Se puso en pie.

—Muy bien, sir Oliver. —Simms se volvió para hablar con alguien a quien Rathbone no podía ver y, segundos después, una mujer entró en el despacho. Lucía un vestido negro y verde de crinolina, con un aro tan pequeño que apenas merecía ese nombre, y caminaba de un modo tal que podía pensarse que había desmontado de un caballo hacía sólo un momento. Iba sin sombrero, y la melena, que había recogido en un moño suelto, estaba cubierta con una red de chenilla negra. No llevaba puestos los guantes, sino que los sostenía de forma distraída en una mano. Tenía una estatura media, hombros anchos y estaba más delgada de lo aconsejable en una mujer. Sin embargo, era su rostro lo que sorprendía y llamaba la atención. La nariz era un poco demasiado grande y larga, la boca era delicada sin ser hermosa, los pómulos eran muy altos y los ojos estaban muy separados, cubiertos por unos pesados párpados. Su voz era grave, con un ligero acento, y poseía una dicción muy bonita.

—Buenas tardes, sir Oliver. —Se quedó de pie, inmóvil, en el centro de la habitación. Sin molestarse en contemplar la estancia, miró directamente a Rathbone con ojos vivos y curiosos—. Me han demandado por calumnia. Necesito que me defienda.

Nunca nadie se había dirigido a Rathbone con tanta osadía ni con tanta franqueza. Si le había hablado de ese modo a Simms, no era de extrañar que éste se hubiese sorprendido.

—Desde luego, señora —dijo él con soltura—. ¿Querría tomar asiento y explicarme los pormenores? —Le indicó la espléndida silla tapizada en cuero verde que había frente al escritorio.

Ella permaneció de pie.

—Es muy sencillo. La princesa Gisela... ¿Sabe usted de quién se trata? —Enarcó las cejas. Rathbone vio entonces que sus extraordinarios ojos eran verdes—. Sí, seguro que lo sabe. Bien, pues me acusa de haberla calumniado, y no es cierto.

Rathbone también seguía de pie.

—Comprendo. ¿Qué la acusa de haber dicho?

—Que asesinó a su marido, el príncipe Friedrich, príncipe heredero de mi país, quien abdicó para casarse con ella. Murió la pasada primavera tras un accidente de equitación, aquí en Inglaterra.

—Y, por supuesto, usted no dijo tal cosa.

La condesa alzó un poco la barbilla.

—¡Claro que sí! Pero, según la ley inglesa, si algo es cierto, decirlo no es una calumnia, ¿verdad?

Rathbone se la quedó mirando. Parecía estar del todo tranquila y serena y, sin embargo, lo que acababa de decir era escandaloso. Simms no debería haberla dejado pasar. Evidentemente, estaba desequilibrada.

—Señora, si.

Ella se dirigió hacia la silla verde y se sentó, arreglándose la falda de forma distraída para dejarla en una posición satisfactoria. No apartó la mirada del rostro de Rathbone.

—La verdad sirve como defensa según la ley inglesa, ¿no es así, sir Oliver? —insistió.

—En efecto —admitió él—. Pero uno está obligado a demostrar la verdad. Si carece de pruebas que demuestren su postura, el mero hecho de afirmarlo es volver a calumniar. Claro que no se requiere el mismo grado de veracidad que en un caso penal.

—¿Grado de veracidad? —inquirió ella—. Las cosas son ciertas o falsas. ¿Qué grado de veracidad necesito?

Rathbone regresó a su asiento, se inclinó un poco hacia adelante sobre el escritorio y procedió a explicarse.

—En las teorías científicas resulta imprescindible aportar pruebas que eliminen todo tipo de dudas; habitualmente esto se consigue demostrando que cualquier otra teoría es imposible. En los casos de culpabilidad penal hay que aportar pruebas que estén más allá de toda duda razonable. Éste es un caso civil y será sopesado en la balanza de las probabilidades. El jurado escogerá el argumento que considere más probable.

—¿Eso es bueno para mí? —preguntó la condesa sin rodeos.

—No. A ella no le resultará muy difícil convencerlos de que la ha calumniado. Debe demostrar que usted dijo lo que dijo y que al hacerlo su reputación se ha visto perjudicada. Esto último no será muy complicado.

—Y tampoco lo primero —replicó ella con una leve sonrisa—. Lo he dicho en repetidas ocasiones, y en público. Mi única defensa es que lo que dije es cierto.

—Pero ¿puede demostrarlo?

—¿Más allá de toda duda razonable? —inquirió la condesa, abriendo mucho los ojos—. Todo depende de lo que considere razonable. Yo estoy bastante convencida de que lo hizo.

Rathbone se retrepó en su asiento, cruzó las piernas y sonrió con cortesía.

—Pues convénzame a mí también, señora.

La condesa echó de pronto la cabeza hacia atrás y estalló en una carcajada, un sonido rico y gutural que brotaba con delectación.

—¡Creo que usted me gusta, sir Oliver! —Recobró con dificultad el aliento y la compostura—. Es usted terriblemente inglés, pero estoy segura de que será para bien.

—Desde luego —arguyó él con precaución.

—Faltaría más. Todos los caballeros ingleses deberían ser correctamente ingleses. ¿Quiere que lo convenza de que Gisela asesinó a Friedrich?

—Si es tan amable —pidió Rathbone con fría formalidad.

—¿Y entonces aceptará el caso?

—Tal vez. —Bien mirado, el asunto parecía absurdo.

—Es usted muy cauteloso —dijo ella en t

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