Castigo

Ferdinand von Schirach

Fragmento

cap-1

La escabina

Katharina se crió en Hochschwarzwald. Once granjas a mil cien metros de altura, una capilla y una tienda de comestibles que sólo abría los lunes. Vivían en la última edificación, una granja de tres plantas con la cubierta inclinada. Era la casa de sus abuelos maternos. Detrás de la granja estaba el bosque, detrás las rocas y detrás de nuevo el bosque. Ella era la única niña del pueblo.

El padre era apoderado de una fábrica de papel, y la madre, maestra. Los dos trabajaban abajo, en la ciudad. Después de la escuela, Katharina solía ir a la empresa de su padre; tenía entonces once años. Se sentaba en el despacho mientras él negociaba precios, descuentos y plazos de entrega, escuchaba sus conversaciones telefónicas y él se lo explicaba todo, dedicándole el tiempo que hiciese falta, hasta que ella lo entendía. Durante las vacaciones lo acompañaba en sus viajes de negocios, le hacía las maletas, sacaba sus trajes y esperaba en el hotel a que regresara de sus reuniones. A los trece años le pasaba media cabeza, era muy delgada, de tez clara y cabellos casi negros. Su padre la llamaba Blancanieves y reía cuando alguien le decía que estaba casado con una mujer muy joven.

La primera nevada del año cayó dos semanas después de que Katharina cumpliera catorce años. Era un día muy luminoso y muy frío. Delante de la casa descansaban las nuevas tablas de madera, el padre iba a reparar el tejado antes del invierno. Como todos los días, su madre la llevó a la escuela en coche. Delante de ellas había un camión. La madre no había hablado en toda la mañana.

—Tu padre se ha enamorado de otra mujer —dijo entonces.

La nieve cubría los árboles, la nieve cubría las rocas. Adelantaron al camión; en el lateral se leía «Frutas tropicales», cada letra de un color diferente.

—De su secretaria —añadió la madre.

Conducía demasiado deprisa; Katharina conocía a la secretaria, siempre había sido amable. Sólo podía pensar en que su padre no le había contado nada. Clavó las uñas en la cartera de la escuela hasta que sintió dolor.

El padre se mudó a una casa en la ciudad. Katharina no volvió a verlo nunca más.

Medio año después cegaron las ventanas de la granja con tablas, el agua dejó de correr por las tuberías y se cortó la electricidad. Katharina y su madre se mudaron a Bonn, donde vivían unos parientes.

Katharina necesitó un año para acostumbrarse al dialecto. Escribía artículos políticos para el periódico de la escuela. Cuando tenía dieciséis años, un diario local publicó su primer texto. Se observaba a sí misma en todo lo que hacía.

Como su examen fue el mejor de bachillerato, tuvo que pronunciar el discurso de despedida en el salón de actos. Le resultó desagradable. Más tarde, en la fiesta de fin de curso, bebió demasiado. Bailó con un chico de su clase. Lo besó, sintió su erección a través de los vaqueros. Llevaba gafas de cuerno de imitación y tenía las manos húmedas. Alguna vez se había fijado en otros hombres, adultos, seguros de sí mismos, que se habían vuelto cuando ella había pasado a su lado y le habían dicho que era guapa. Pero no había llegado a entablar relación con ellos, pues estaban demasiado alejados de lo que conocía.

El joven la llevó a casa. Ella lo satisfizo en el coche, delante de su casa, mientras pensaba en los errores de su discurso. Luego subió a su apartamento. En el baño volvió a cortarse las muñecas con las tijeras de las uñas. Sangró más que de costumbre. Buscó una venda; frascos y tubos cayeron en el lavamanos. «Soy un artículo deteriorado», pensó.

Concluido el bachillerato, se mudó con una compañera de clase a un apartamento de dos habitaciones y empezó a estudiar Ciencias Políticas. Obtuvo un puesto como ayudante estudiantil tras el segundo semestre, y los fines de semana trabajaba de cuando en cuando como modelo de ropa interior para el catálogo de unos grandes almacenes.

El cuarto semestre realizó las prácticas con un diputado en el parlamento regional. Procedía de Eifel, sus padres tenían allí una tienda de ropa. Era su primer mandato. Parecía una versión mayor de los amigos que había tenido hasta el momento, todavía muy centrado en sí mismo, más muchacho que hombre, era bajo y recio, de rostro redondo y cordial. Ella no creía en su carrera política, pero no se lo dijo. Durante el viaje por su distrito electoral, la presentó a sus amigos. «Está orgulloso de mí», pensó. Durante la cena conversaron sobre la intervención del día siguiente, él se inclinó por encima de la mesa y la besó. Una vez en el hotel, fueron a la habitación de él. Estaba tan excitado que llegó enseguida. Eso lo hizo sentirse mal; ella intentó tranquilizarlo.

Katharina conservó su apartamento, pero casi siempre dormía en casa de él. A veces hacían viajes, siempre breves, él estaba muy ocupado. Ella corregía sus discursos con cuidado, no quería herirlo. Cuando hacían el amor, él perdía el control de su cuerpo. Eso la conmovía.

No celebró su licenciatura, dijo a sus conocidos y a su familia que estaba demasiado cansada. Su novio llegó tarde a casa de un acto, ella ya se había acostado. Él llevaba la corbata que le había regalado. Había comprado una botella de champán, la abrió y le preguntó si quería casarse con él. Estaba de pie al lado de la cama con una copa en la mano. Le dijo que no tenía que responder inmediatamente.

Esa noche, ella se metió en el baño, se sentó en el suelo de la ducha y dejó correr el agua caliente hasta que casi se le quemó la piel. Siempre estará presente, pensó. Ya lo había experimentado en la escuela, entonces lo había llamado radiación de fondo, como las microondas que se encuentran por todo el universo. Lloró en silencio, luego se sintió mejor y se avergonzó.

—La semana que viene deberíamos ir a casa de mis padres —sugirió él mientras desayunaban.

—No iré contigo —dijo ella.

Luego habló de la libertad de él y de la libertad de ella y de todo lo que todavía les quedaba por experimentar. Habló mucho rato de otras cosas que no funcionaban y que no tenían nada que ver con ellos. Por la ventana abierta penetraba el calor del verano y ella ya no sabía lo que era correcto y lo que no lo era y, llegado cierto momento, ya no le quedó nada más por decir. Se levantó y recogió la mesa que él había puesto. Se sentía herida, vacía y muy cansada.

Volvió a meterse en la cama. Cuando lo oyó llorar en la otra habitación, se levantó y fue junto a él. Volvieron a hacer el amor, como si eso significara algo, pero ya no significaba nada ni tampoco era una promesa.

Por la tarde metió sus cosas en dos bolsas de plástico. Dejó la llave del apartamento sobre la mesa.

—No soy la persona que quiero ser —dijo.

Él no la miró.

Pasó junto a la universidad, siguió caminando por el césped requemado del jardín delantero y subió la avenida hasta el castillo. Se sentó en un banco y encogió las piernas; tenía los zapatos llenos de polvo. La cúpula de la cubierta del castillo brillaba con un tono verde oxidado. El viento cambió hacia el este y ganó fuerza, y empezó a llover.

En su apartamento, el ambiente era sofocante. Se desvistió, se tendió en la cama y enseguida se durmió. Cuando se despertó, oy

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