Causa justa

John Grisham

Fragmento

1

El hombre de las botas de goma entró detrás de mí en el ascensor, pero al principio no lo vi. Sí percibí, sin embargo, el acre olor a humo y vino barato, a una vida en la calle sin jabón para lavarse. Subimos los dos solos y, cuando finalmente miré, vi unas botas sucias, negras y demasiado grandes. Llevaba una trinchera raída y manchada que le llegaba hasta las rodillas. Debajo de ella varias capas de ropa pestilente se apretujaban en torno a su cintura confiriéndole un aspecto de hombre fornido, casi grueso. Pero eso no le venía de la buena alimentación. Cuando llega el invierno al distrito de Columbia, los sin hogar se ponen encima todo lo que tienen, o eso parece por lo menos.

Era negro y de edad madura, y debía de llevar años sin lavarse ni cortarse la barba y el cabello entrecanos. Miraba fijamente hacia delante a través de unas gruesas gafas ahumadas, y el que no me prestase la menor atención me indujo a preguntarme por un instante por qué razón lo examinaba.

Estaba fuera de lugar. Ni el edificio ni el ascensor ni el lugar le correspondían. Los abogados que ocupaban las ocho plantas del edificio trabajaban para mi bufete por unas tarifas horarias que, después de siete años, aún me parecían escandalosas.

Otro mendigo que había entrado para resguardarse del frío. Era algo que ocurría constantemente en el centro de Washington, pero teníamos a nuestros guardias de seguridad para protegernos de la chusma.

Al detenernos en la sexta planta caí en la cuenta de que él no había pulsado ningún botón. Estaba siguiéndome. Salí rápidamente, entré en el soberbio vestíbulo de Drake & Sweeney y volví la cabeza justo el tiempo suficiente para verlo en el ascensor sin mirar nada en particular y sin prestarme todavía la menor atención.

Madame Devier, una de nuestras sufridas recepcionistas, me saludó con su típica mirada de desdén.

—Vigile el ascensor —le dije.
—¿Por qué?
—Un mendigo. Puede que tenga que llamar al servicio de seguridad.

—Esa gentuza… —masculló ella con su afectado acento francés.

—Tendrá que ir por un poco de desinfectante.

Mientras me alejaba quitándome el abrigo, me olvidé del hombre de las botas de goma. Esa tarde me esperaban varias reuniones con personas importantes. Doblé la esquina y estaba a punto de decirle algo a Polly, mi secretaria, cuando oí el primer disparo.

Madame Devier se encontraba de pie detrás de su escritorio, contemplando petrificada el cañón de un arma de fuego tremendamente larga que empuñaba nuestro amigo el vagabundo. Puesto que yo fui el primero que acudió en ayuda de la recepcionista, el hombre tuvo la amabilidad de apuntarme, y entonces también quedé paralizado.

—No dispare —le dije al tiempo que levantaba las manos. Había visto bastantes películas como para saber qué tenía que hacer.

—Cállese —murmuró con gran serenidad.

Oí unas voces detrás de mí, en el pasillo. Alguien gritó: —¡Va armado!

A continuación las voces fueron haciéndose más débiles a medida que mis compañeros retrocedían hacia la puerta de atrás. Casi me pareció verlos saltar por las ventanas.

Directamente a mi izquierda había una pesada puerta de madera que daba acceso a la espaciosa sala de juntas, casualmente ocupada en aquel momento por ocho abogados de nuestro Departamento de Litigios. Ocho sagaces e intrépidos letrados que se pasaban las horas machacando a la gente. El más duro de ellos era un pequeño torpedo llamado Rafter, que abrió de pronto la puerta y preguntó:

—¿Qué demonios ocurre?

El cañón del arma se desplazó de mi persona a la suya y el hombre de las botas de goma encontró de pronto lo que andaba buscando.

—Arroje el arma al suelo —le ordenó Rafter desde la puerta.

Una décima de segundo después en la zona de recepción sonó otro disparo cuya bala se incrustó en el techo muy por encima de la cabeza de Rafter, quien quedó reducido a la categoría de simple mortal. Apuntándome de nuevo con su arma, el hombre me indicó la puerta con un gesto de la cabeza, y yo obedecí entrando en la sala de juntas detrás de Rafter. Lo último que vi del exterior fue a madame Devier temblando de terror junto a su escritorio, con los auriculares alrededor del cuello y sus zapatos de tacón cuidadosamente colocados al lado de la papelera.

El hombre de las botas de goma cerró de golpe la puerta a mi espalda y agitó lentamente el arma para que los ocho abogados pudieran admirarla. Daba la impresión de funcionar a la perfección; el olor de la pólvora era más perceptible que el de su propietario.

La estancia estaba presidida por una mesa rectangular cubierta de documentos y papeles que apenas unos segundos antes debían de parecer de la mayor importancia. Una hilera de ventanas daba al aparcamiento de abajo. Dos puertas se abrían al pasillo.

—Contra la pared —ordenó, utilizando el arma a modo de eficaz puntero. Después la acercó a mi cabeza y añadió—: Cierre la puerta.

Así lo hice.

Los ocho abogados no dijeron ni una sola palabra y se apresuraron a retroceder. Yo tampoco abrí la boca mientras cerraba rápidamente la puerta y lo miraba en busca de su aprobación.

Ignoro por qué razón no podía quitarme de la cabeza la oficina de correos y todos aquellos horribles asesinatos: un malhumorado funcionario regresaba después de la pausa del almuerzo provisto de todo un arsenal y liquidaba a quince compañeros. Recordé también las masacres en los patios de recreo y las matanzas en las hamburgueserías.

Aquellas víctimas eran niños inocentes y honrados ciudadanos. Nosotros, en cambio, no éramos más que una caterva de abogados.

Mediante gruñidos y movimientos del arma, obligó a los ocho abogados a alinearse contra la pared y, cuando le pareció que habían adoptado la posición adecuada, centró su atención en mí. ¿Qué quería? ¿Podía formular preguntas? En caso afirmativo, habría conseguido cualquier cosa que le hubiese dado la puñetera gana. No podía verle los ojos a causa de las gafas ahumadas, pero él podía ver los míos, y su arma apuntaba directamente a ellos.

Se quitó la pringosa trinchera, la dobló como si fuese nueva y la depositó en el centro de la mesa. Volví a percibir el olor que me había molestado en el ascensor, pero en ese momento carecía de importancia. De pie junto al extremo de la mesa, se quitó muy despacio la segunda capa de ropa, una abultada chaqueta de punto de color gris.

La razón de que abultase era que debajo de ella, y atada a la cintura, había una hilera de palitos de color rojo que a mis inexpertos ojos les parecieron cartuchos de dinamita. Estaban sujetos mediante cinta adhesiva plateada y por arriba y por abajo salían varios cables que semejaban espaguetis de colores.

Mi primer impulso fue dar media vuelta, echar a correr agitando los brazos y confiar en la suerte, en que el primer disparo fallara mientras yo abría torpemente la puerta y en que otro tanto ocurriese con el segundo mientras salía al pasillo. Pero me temblaban las rodillas y la sangre se me había helado en las venas. Los ocho que se encontraban contra la pared jadeaban y emitían leves gemidos, lo que molestó a nuestro secuestrador.

—Estense quietos, por favor —dijo con el tono propio de un paciente profesor.

Su tranquilidad me sacaba de quicio. Se ajustó algunos de aquellos espaguetis que llevaba alrededor de la cintura y después sacó de un bolsillo de los holgados pantalones un ovillo de cordón de nailon amarillo y una navaja.

Por si acaso, agitó el arma en dirección a los horrorizados rostros que tenía delante y aclaró:

—No quiero lastimar a nadie.

Er

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