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—Mal asunto, señor.
El policÃa negó con la cabeza mientras se hacÃa a un lado en el embarcadero para permitir que el comandante Monk, de la PolicÃa Fluvial del Támesis, subiera la escalera desde la patrullera de dos remos en la que habÃa llegado con su ayudante, Hooper. Este también subió al muelle pisándole los talones.
Hacia el sur, el Pool de Londres ya bullÃa de actividad. Enormes grúas izaban montones de fardos de las bodegas de los barcos y las movÃan pesadamente sobre los muelles. El agua estaba atestada de buques anclados que aguardaban su turno, barcazas cargando sus mercancÃas, transbordadores que iban y venÃan de una orilla del rÃo a la otra. Los mástiles negros eran una maraña de lÃneas sobre el telón de fondo de la ciudad y su humo.
—¿Qué tiene de inusual? —preguntó Monk—. ¿Quién es la vÃctima?
—Uno de esos húngaros.
A Monk le picó la curiosidad.
—¿Húngaros?
—SÃ, señor. Hay unos cuantos en esta zona. No miles, pero sà bastantes.
El policÃa los condujo entre pilas de madera hasta un depósito franco, donde abrió la puerta de un almacén.
Monk lo siguió, y Hooper tras él.
El interior era como el de cualquier otro almacén, abarrotado de madera, cajas sin abrir y fardos de mercancÃas diversas, salvo que no habÃa nadie trabajando.
El policÃa percibió la mirada de extrañeza de Monk.
—Los he mandado a casa. Para que no embrollaran más las cosas —agregó—. Mejor que no vean nada de esto.
—¿Lo encontró uno de ellos? —preguntó Monk.
—No, señor. Ni siquiera sabÃan que estaba aquÃ. Pensaban que se encontraba en su casa, que es donde deberÃa haber estado.
Monk se puso a su lado, dirigiéndose hacia la escalera que subÃa a las oficinas.
—¿Pues quién fue?
—Un tal señor Dob... algo. Nunca sé decir bien sus nombres.
—Pase usted primero —ordenó Monk—. Supongo que habrá mandado aviso al forense.
—SÃ, claro, señor. ¡Y no he tocado nada, créame!
Monk sintió un escalofrÃo premonitorio pero no respondió.
En lo alto de la escalera enfilaron un pasillo corto hasta una puerta. En el interior se oÃa un murmullo de voces. El policÃa llamó una vez, la abrió y se hizo a un lado para cederle el paso a Monk.
La habitación era bastante espaciosa para ser un despacho, y la luz era buena. No era la primera vez que Monk se enfrentaba a la muerte. En buena medida, formaba parte de su trabajo. Sin embargo, aquello era más violento de lo normal y el olor a sangre fresca impregnaba el aire. ParecÃa cubrirlo todo, como si aquel pobre hombre hubiese ido trastabillando, chocando contra las sillas, la mesa e incluso las paredes. Ahora yacÃa bocarriba, y la bayoneta asegurada al cañón de un rifle del ejército le sobresalÃa del pecho como un mástil roto, torcido y como si fuese a caer en cualquier momento.
Monk pestañeó.
El hombre de mediana edad que estaba arrodillado en el suelo junto al cadáver se volvió y levantó la vista hacia él.
—Comandante Monk. Ya me figuraba que mandarÃan a buscarle a usted —dijo secamente—. Nadie querrá ocuparse de esto si puede endilgárselo a otro. Este lugar se abre al rÃo, asà que supongo que el caso es suyo.
—Buenos dÃas, doctor Hyde —saludó Monk con desaliento. HacÃa bastante tiempo que conocÃa y respetaba al forense—. ¿Qué puede decirme, aparte de eso?
—DirÃa que lleva muerto unas dos horas. No es una opinión del todo médica. PodrÃa ser más tiempo, solo que el almacén ha estado cerrado hasta las seis y la vÃctima no ha pasado la noche aquÃ, de modo que tiene que haber sido a partir de esa hora. Esa escalera es el único acceso a estas oficinas.
—Asà pues, ¿un mÃnimo de una hora y media? —insistió Monk. Era un lapso de tiempo ajustado, y eso serÃa de ayuda.
—Aún está caliente —contestó Hyde—. Y los primeros trabajadores llegaron hace más o menos una hora. Su colega aquà presente —señaló con un gesto al policÃa— le confirmará que ningún trabajador de la planta del almacén ha subido aquÃ. De modo que si fue uno de ellos, todos son compinches y mienten como bellacos. Por descontado, puede ponerlos a prueba. —Miró otra vez el cadáver—. En principio está bastante claro. Bayoneta clavada en el pecho. Se desangró en cuestión de minutos.
Monk echó un vistazo a la habitación salpicada de sangre.
—¡No he dicho en el acto! —espetó Hyde—. Y presenta cortes en los brazos y las piernas. De hecho, tiene rotos todos los dedos de la mano derecha.
—¿Una pelea? —preguntó Monk esperanzado. Aquel hombre era alto y fuerte. Quien hubiese luchado contra él también tendrÃa unos cuantos moretones, quizá incluso algo más.
—Dudo que ofreciera mucha resistencia. —Hyde adoptó una expresión de repulsión—. Un hombre armado con una bayoneta y el otro, según parece, desarmado.
—Pero tiene los dedos destrozados —arguyó Monk—, asà que al menos asestó un buen puñetazo.
—¿Acaso no me escucha? He dicho que le rompieron los dedos. Todos ellos, y parece intencionado. Las fracturas no están alineadas, como serÃa normal si hubiese golpeado algo. Los tiene dislocados y rotos, y eso apunta a una mutilación deliberada.
Monk no respondió. Era una atrocidad hecha a conciencia, no el resultado de un arranque de ira, más bien una tortura premeditada.
Hyde gruñó y volvió a mirar el cadáver.
—Le entregaré el rifle y la bayoneta cuando se los haya sacado en la morgue. Esta herida encierra algo más. No sé qué es; eso se lo dejo a usted. Si solo hay una herida, sabe Dios qué ha ocurrido. Hay sangre en todas esas velas de ahà —señaló varias mesas y anaqueles— y fragmentos de papel roto, aunque ninguno en sus manos. Supongo que se habrá fijado.
Monk no se habÃa percatado. No obstante, sà que habÃa reparado en que el hombre tenÃa la boca muy desfigurada y cubierta de sangre.
—¿Eso es algo más que una magulladura? —preguntó—. ¿Un puñetazo en la boca, contra los dientes?
Hyde se agachó algo más y tardó un poco en contestar.
—No —dijo por fin. Tragó saliva—. Le han amputado los labios una vez muerto. Los tiene embutidos en la boca. Al menos creo que eso es lo que hay ahà dentro. Dios nos asista.
—¿Quién es el difunto? —preguntó Monk.
El otro hombre presente en la habitación se acercó. Era de estatura mediana y complexión corriente. De hecho, no presentaba ningún rasgo inusual hasta que habló. TenÃa una voz estridente, incluso cuando hablaba en voz baja, y sus ojos eran de un azul extraordinariamente claro y penetrante. Miró a Monk de una manera que bien podÃa ser deferente.
—Se llamaba Imrus Fodor, señor. Apenas lo conocÃa, pero en esta zona de Londres los hÃ