El árbol de la ambición

Hugo Burel

Fragmento

Capítulo 1

Lucerna, junio de 1945

La niña parece dormir, a juzgar por la expresión plácida de su cara apoyada en la almohada, con el pelo rubio revuelto que le cubre la frente y oculta sus ojos. En el piso de madera, al costado de la cama y vuelto tapas arriba, el libro Hänsel y Gretel ha quedado abierto desde hace horas, cuando apagó la luz de la veladora, luego de que su padre le indicara que era tarde y que tenía que dormir porque al otro día viajarían muy temprano. Leyó unos renglones más y luego obedeció, aunque no se durmió.

Los preparativos de su padre para el viaje la distrajeron del sueño. Sin que él lo notase, lo miró deambular por la pequeña habitación de la pensión en la que se alojaban desde que llegaron a Lucerna, el invierno anterior. Un tiempo antes del fin de la guerra habían escapado de Alemania con un equipaje mínimo, huyendo de la devastación, ingresando por Basilea y desde allí a Zúrich. Llevaban una carta de un médico de Berlín. Este recomendaba un tratamiento para la niña, que debía cumplirse en un sanatorio de Lucerna. Eso no era necesario, pero la carta era auténtica y la firma del médico también. Desde Zúrich llegaron a Lucerna como dos parias extraviados que recelaban de todo.

Ella había vivido la huida como el final de una pesadilla —peor que la de Hänsel y Gretel extraviados en el bosque— que había empezado con la muerte de su madre, un año atrás, en una crisis de asma durante uno de los más devastadores bombardeos sobre Berlín. Era tal el horror que eso representó que con gran esfuerzo tuvo que bloquearlo para sobrevivir. El estrépito de las bombas y la sensación de que todo iba a hacerse pedazos paralizaron los sentimientos de Ingrid, ahogándolos en el miedo.

Sabía, porque su padre se lo había explicado con palabras simples para que entendiera y no preguntara, y sobre todo para que no se lo contara a nadie, que no estarían seguros hasta que cruzaran el océano y llegaran a Sudamérica.

En ese tiempo en Lucerna, su padre había trabajado como chofer en la casa Fischer de subastas, porque en Alemania se había vinculado con personas del negocio del arte y tenía buenas referencias. El mismo Theodor Fischer le había confiado traslados importantes de mercadería dentro de Suiza, país neutral y a salvo de la destrucción. El empleo le había permitido ganar lo suficiente como para pagar la habitación y tres comidas diarias en una modesta pensión de la parte antigua de la ciudad cercana al puente, el Kapellbrücke, y la visible Torre del Agua. También gracias a la influencia de Fischer, habían obtenido documentos suizos para cruzar fronteras sin dificultades. De un día para el otro, eso habría de ponerse a prueba.

Un telegrama que su padre había leído sin ocultar cierta emoción los empujaba otra vez a la estación de la Bahnhofplatz para partir entre dos luces. Tendrían que cruzar el sur de Francia, por Irún internarse en España y, tras llegar a Madrid, seguir viaje hasta Lisboa para aguardar allí la partida de un barco. Pero lo primero era tomar un tren que los llevase a Ginebra y luego otro a Chamberí, en Madrid, donde su padre debía cumplir un encargo para Fischer. Pese a esto, lo principal era no dejar piedras por el camino, sino más bien ir borrando sus huellas, el rastro de ambos en ese continente destruido, cargando otra vez las sufridas valijas que los acompañaban desde que salieron de Berlín.

Una de esas valijas estaba abierta sobre la otra cama, y en su interior su padre había ido metiendo ropa, un par de zapatos más gastados que los que llevaba puestos y también unas latas grandes de té que al moverlas emitían un ruido metálico que la ropa no podía ahogar. Para solucionar lo del ruido, su padre metió algunos calcetines en las latas. La niña comprendió que adentro no había té, de la misma manera que en una caja de puros no había puros, porque su contenido sonaba como si dentro hubiera joyas o monedas, indicio que su padre atenuó agregando pañuelos.

Con asombro y curiosidad, vio el cuidado con el que su padre hacía lo posible por amortiguar el sonido de las latas y la caja de puros, y luego las agitaba para probar si seguían sonando. Luego lo vio meter todo otra vez en la valija, disimulándolo entre sacos, chalecos y pantalones. También le llamó la atención un rollo de tela que el padre envolvió cuidadosamente con un papel amarillento y luego colocó en diagonal dentro de la valija, porque de otro modo no cabía. No recordaba haber visto ese rollo antes y le pareció que su padre lo había sacado después de levantar una tabla floja del piso.

Antes de llenar la valija, el padre había colocado una pistola Luger y una caja de proyectiles oculta en el fondo, que cubrió con una tapa forrada de la misma tela de la valija.

En algún momento de la tarea, su padre se volvió hacia ella, como si sospechase que no dormía. No obstante sus precauciones, no se dio cuenta de que su sueño era fingido, y que a través de las finas ranuras que dejaban sus párpados ella lo había visto todo, aunque luego no le diría nada, no le preguntaría qué cosas había ocultado ni para qué.

Finalmente su padre cerró la valija, la colocó en el piso y se recostó vestido en la cama, luego de apagar su veladora. La habitación quedó a oscuras. Entonces el hombre exhaló un largo suspiro y pronto quedó dormido. En su cama, la niña tenía los ojos abiertos y en algún momento hizo esfuerzos para que no llorasen. Sabía que llorar carecía de sentido, porque las lágrimas no resolvían nada y todo lo que podía hacer era seguir a su padre a donde él la llevase. Eso no significaba que lo hiciera por amor filial. En realidad lo aborrecía, porque había una misteriosa correspondencia entre el miedo y las privaciones vividas durante el final de la guerra, y ese hombre que roncaba con placidez antes de reiniciar la huida.

En ese tiempo incierto y triste de Lucerna ella había pensado en escapar, en correr a través del Kapellbrücke para cruzar el río Reuss y perderse en busca de los bosques como una Gretel sin Hänsel, que prefería a la bruja a un padre hosco y casi siempre ahíto de cerveza. Y sin embargo, había algo que le impedía hacerlo, que no era el temor a extraviarse o al desamparo. De algún modo reconocía que, gracias a su padre, había sobrevivido cuando todo empezaba a derrumbarse. A su manera un poco rústica y tal vez brutal, él la había cuidado.

Con esos sentimientos encontrados se fue durmiendo.

Capítul

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