Vidas rotas (Reportero Samuel Hamilton 4)

William C. Gordon

Fragmento

1

TANTA SANGRE

El cuerpo yacía tendido boca arriba en el rellano superior de la extensa escalera de mármol que se encontraba en esa planta circular del histórico ayuntamiento de San Francisco. Eran las seis y media de la mañana de un sábado de principios del verano de 1963. El teniente Bruno Bernardi del Departamento de Policía de San Francisco estaba examinando al muerto. Las manchas y salpicaduras de sangre indicaban que había salido despedido hacia atrás unos tres metros, hasta llegar al borde de las escaleras. Tenía las piernas dobladas, y la sangre, que había goteado por los cinco primeros peldaños, había formado un charco en una zona desgastada del mármol y ya estaba casi seca. Le habían disparado ocho veces en el torso y las balas habían destrozado su chaqueta hecha a medida. Varios casquillos usados yacían desperdigados por el rellano.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí tirado? — le preguntó Bernardi a Phillip Macintosh, el miembro de la policía científica que solía acompañarlo para examinar las escenas de los crímenes desde hacía muchos años.

—Por toda la sangre que hay, es obvio que hace unas cuantas horas — respondió el policía científico.

—¿Crees que murió a causa de las heridas de bala o porque se desangró hasta morir?

—No me sorprendería que fuera por ambas causas — respondió Macintosh.

Bernardi, que era un tipo fornido de metro setenta y siete, seguía pesando lo mismo que cuando era joven: ochenta y seis kilos. Tenía una nariz que llamaba la atención por lo chata que era (un recuerdo ganado a pulso de sus días de luchador en el instituto) y llevaba su corto pelo castaño entrecano peinado a raya. Comparado con la ropa cara de la víctima, el traje marrón de Bernardi parecía soso y barato. Durante años había trabajado en la sección de Homicidios del Departamento de Policía de Richmond y acababa de aterrizar en el cuerpo de policía de San Francisco.

En ese instante, un agente se aproximó a Bernardi y le comentó que Samuel Hamilton, un reportero de un periódico matutino de la ciudad, quería hablar con él.

Bernardi sonrió.
—¿Cómo es posible que siempre que pasa algo espantoso ese hijo de perra se entere?

—¿Perdón, señor? — replicó el agente.
—Solo pensaba en voz alta — contestó Bernardi—. Dígale que suba, pero que utilice el ascensor. No quiero que nadie más pise estas escaleras hasta que hayamos completado la investigación.

—Sí, señor — respondió el agente.

Samuel Hamilton era un pelirrojo pecoso con el pelo ralo. Y aunque tenía la misma altura que el detective, era más delgado y enjuto.

—¿Cómo coño te has enterado de esto tan rápidamente? — le preguntó el detective.

—Mis fuentes suelen escuchar la radio de la policía — contestó Samuel—. Y me mantienen muy bien informado. —

Entonces, echó un vistazo al escenario del crimen por encima del hombro de Bernardi—. ¿Qué es lo que tenemos aquí?

El detective de Homicidios alzó ambas manos a la altura del rostro del periodista.

—Quieto ahí, Samuel. Antes de ponerte al corriente de lo que ha pasado aquí, tenemos que ponernos de acuerdo. El trato será el habitual. No publicarás nada a menos que te dé permiso. Estamos reuniendo pruebas sobre ciertas cosas que únicamente la persona que disparó puede saber. ¿De acuerdo?

—Por supuesto, teniente — respondió Samuel, quien lo saludó marcialmente a modo de burla—. Ya sabes que no puedo vivir sin ti.

—¡Mac! —

le gritó el teniente al policía científico—. Ven aquí.

—Espera un momento — dijo Samuel, con un gesto de sorpresa dibujado en su rostro—. Conozco a este tipo. ¿No pertenece al Departamento de Policía de Richmond?

—Sí, así era, pero lo convencí de que pidiera el traslado a San Francisco. Phillip Macintosh, le presento a Samuel Hamilton.

Macintosh, un hombre alto y apuesto de pelo rubio oscuro y sonrisa cordial, que llevaba unas gafas de alambre, gruñó a modo de saludo. Tenía un máster en biología por la Universidad de Berkeley y era un genio a la hora de obtener y analizar pruebas. Como era habitual, llevaba una bata blanca de laboratorio, unos sobres vacíos para recoger pruebas que sobresalían de los muchos bolsillos de su bata y dos bombillas en la mano izquierda, que necesitaba para poder utilizar el dispositivo de flash con el que venía equipada su cámara. En el suelo, cerca de la parte superior de las escaleras, había una caja de pruebas organizada con sumo esmero donde guardaba los sobres una vez había decidido si merecía la pena recoger cierto objeto o no.

—Cuéntale al señor Hamilton lo que hemos descubierto hasta ahora — le ordenó Bernardi.

—Se trata de un extranjero de treinta y tantos años — afirmó Macintosh—. Le dispararon ocho veces a corta distancia con una pistola sin identificar, que no se parece a nada que hayamos visto antes.

—También resulta muy extraño que el muerto no tuviera huellas — apostilló Bernardi.

Samuel se sorprendió.

—¿Repíteme eso otra vez?
—La víctima carece de huellas. Se las borraron quirúrgicamente.

—¿Por eso afirmáis que es extranjero?
—No — respondió Bernardi—. Eso lo sabemos por otra cosa. A lo mejor era un espía o algo parecido. La cuestión es: ¿quién querría matar a un joven vestido con un traje caro cuyas huellas han sido eliminadas quirúrgicamente?

—¿Estás insinuando que alguien se las borró después de que muriera? — inquirió Samuel mientras señalaba las manos de ese hombre, que no estaban manchadas de sangre.

—No, no — replicó Bernardi—. Resulta obvio que se las borraron quirúrgicamente hace tiempo para que no se lo pudiera identificar con facilidad. Por lo cual, seguro que se dedicaba a algo turbio.

El policía científico señaló el traje de aquel hombre. —Sabemos que es extranjero por la forma en que va vestido — explicó—. Esta ropa es demasiado elegante para un yanqui.

Samuel asintió.
—¿Y qué tiene de especial esa arma? —

preguntó—. Por cierto, ¿la han encontrado?

—No, lo único que tenemos son estos casquillos vacíos, que voy a empezar a recoger en un minuto. No conocemos esta munición. Proceden de un arma automática que seguramente no ha sido fabricada en Estados Unidos, pero ahora mismo no tenemos ni idea de dónde ha podido ser manufacturada.

—¿Y esas balas no han podido dispararse con un arma estadounidense? — inquirió Samuel.

—Eso es imposible — respondió el científico—. Sobre todo si tenemos en cuenta el calibre de los ocho casquillos vacíos que hemos hallado. Deben de haber salido de algún moderno invento capaz de disparar muy rápidamente. Ninguna pistola estadounidense es capaz de disparar tantas balas sin tener que recargarla.

—A lo mejor usaron un rifle automático, ¿no? —

ró Samuel.

—No, un arma como esa habría provocado unos daños mucho más severos. Sin lugar a dudas, utilizaron algún tipo de pistola.

—Debe de haber investigado un montón de casos de homicidio en Richmond, señor Macintosh. ¿En cuántos de esos crímenes se utilizaron armas de fuego?

—En unas tres cuartas partes, casi.
—¿Alguna vez había visto a un caballero tan bien vestido que hubiera sufrido una muerte tan violenta?

—Richmond es una ciudad obrera, así que la respuesta es rotundamente no.

—No es el típico asesinato callejero — señaló Samuel, frunciendo el ceño—. ¿Y por qué lo han matado en el ayuntamiento?

Justo entonces llegaron el forense Barnaby McLeod y su equipo. McLeod —al que solían llamar Bar

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