El dragón rojo (Hannibal Lecter 1)

Thomas Harris

Fragmento

CAPÍTULO 1

Will Graham hizo sentar a Crawford junto a una mesa de picnic, entre la casa y el océano, y le ofreció un té helado.

Jack Crawford miró la casa vieja y destartalada cuyas maderas cubiertas de salitre plateado resplandecían en la diáfana luz.

–Debí haberte abordado en Marathon cuando salías de trabajar –dijo Crawford–. No querrás hablar de este asunto aquí.

–No quiero hablar de eso en ninguna parte, Jack. Tú tienes que hacerlo, de modo que adelante Pero no se te ocurra enseñarme ni una sola fotografía. Si has traído alguna, déjala en la cartera; Molly y Willy volverán pronto.

–¿Qué es lo que sabes?

–Lo que publicaron el Herald de Miami y el Times –respondió Graham–. Dos familias asesinadas en sus casas con un mes de diferencia. Una en Birmingham y otra en Atlanta. Las circunstancias eran similares.

–Similares no. Las mismas.

–¿Cuántas confesiones hasta ahora?

–Ochenta y seis cuando llamé esta tarde –contestó Crawford–. Todos locos. Ninguno conocía los detalles. Destroza los espejos y utiliza los pedazos rotos. Ninguno lo sabía.

–¿Qué otra cosa ocultaste a los periódicos?

–Que es rubio, diestro y realmente fuerte, calza zapatos del número cuarenta y cinco. Un verdadero Hércules. Las huellas son todas de guantes suaves.

–Eso lo dijiste en público.

–No es muy hábil con las cerraduras –comentó Crawford–. Utilizó un cortavidrio y una ventosa de goma para entrar en la última casa. Ah, su grupo sanguíneo es AB positivo.

–¿Le hirió alguien?

–Esto no lo sabemos. Analizamos el semen y la saliva. Abundan sus secreciones. –Crawford contempló el mar calmo–. Will, quiero hacerte una pregunta. Lo leíste todo en los diarios. El segundo caso fue ampliamente comentado en la televisión. ¿Se te ocurrió alguna vez llamarme?

–No.

–¿Y por qué no?

–Al principio no había muchos detalles del primer caso, el de Birmingham. Podía haber sido cualquier cosa, una venganza, un pariente.

–Pero supiste de qué se trataba después del segundo.

–Sí. Un psicópata. No te llamé porque no quise. Ya sé con quién trabajarás en este caso. Cuentas con el mejor laboratorio. Con Heimlich en Harvard, Bloom en la Universidad de Chicago...

–Y te tengo a ti aquí, arreglando unos malditos motores de lanchas.

–No creo que fuera de mucha utilidad, Jack. Ya no pienso más en eso.

–¿De veras? Cazaste a dos. Los dos últimos que tuvimos los atrapaste tú.

–¿Y cómo? Haciendo las mismas cosas que tú y los demás estáis haciendo.

–Eso no es del todo cierto, Will. Se trata de tu forma de pensar.

–Creo que se han dicho muchas estupideces sobre mi modo de pensar.

–Llegaste a conclusiones sin que nunca nos explicaras cómo lo habías logrado.

Las pruebas estaban a la vista –respondió Graham.

–Seguro. Seguro que estaban a la vista. Y después aparecieron muchas más. Antes del arresto teníamos tan pocas que difícilmente hubiéramos podido continuar.

–Tienes la gente necesaria, Jack. No creo que yo pueda mejorar en nada el equipo. Vine aquí para alejarme de todo ese ambiente.

–Lo sé. La última vez te hirieron. Ahora parece que estás bien.

–Lo estoy. Pero no es el hecho de haber sido herido. A ti también te hirieron.

–Me hirieron, pero no de la misma forma.

–No es el hecho de haber sido herido. Simplemente decidí parar. No creo que pueda explicarlo.

–Por Dios, te aseguro que comprendería perfectamente que ya no pudieras volver a afrontarlo.

–No. Mira… siempre es desagradable tener que verlos, pero en cierta forma te las arreglas para poder funcionar, siempre y cuando estén muertos. El hospital, las entrevistas, eso es lo peor. Tienes que apartarlo de tu mente para poder seguir pensando. No me creo capaz de hacerlo ahora. Podría obligarme a mirar, pero me resultaría imposible pensar.

–Will, éstos están todos muertos –dijo Crawford lo más suavemente que pudo.

Jack Crawford escuchó el ritmo y la sintaxis de sus propias frases en la voz de Graham. Había oído a Graham hacerlo en otras oportunidades, con otras personas. A menudo, en medio de una animada conversación, Graham adoptaba la forma de hablar de su interlocutor. Al principio, Crawford pensó que lo hacía deliberadamente, que era una treta para mantener el ritmo.

Pero más adelante, Crawford se dio cuenta de que Graham lo hacía involuntariamente, que a veces trataba de evitarlo y no podía.

Crawford metió dos dedos en el bolsillo de su chaqueta. Arrojó luego sobre la mesa dos fotografías.

–Todos muertos –repitió.

Graham le miró durante un instante antes de coger las fotos. Eran simples instantáneas: una mujer seguida por tres niños y un pato, llevando una canasta de picnic junto a la orilla de una laguna. Una familia ante una tarta de cumpleaños.

Al cabo de medio minuto dejó nuevamente las fotografías sobre la mesa. Las puso una sobre otra y dirigió su mirada a la playa, a lo lejos, donde un chico en cuclillas examinaba algo en la arena. Una mujer le observaba, apoyando la mano sobre la cadera mientras la espuma de las olas se arremolinaba en torno a sus tobillos. La mujer echó la cabeza hacia atrás para sacudirse el pelo mojado pegado a la espalda.

Graham, haciendo caso omiso de la visita, observó a la mujer y al muchacho durante un lapso igual al que había dedicado a mirar las fotos.

Crawford estaba contento. Con el mismo esmero que había puesto para elegir el lugar para la conversación, cuidó de que la satisfacción no se reflejara en su rostro. Le pareció que había convencido a Graham. Tenía que dejarle recapacitar.

Aparecieron tres perros increíblemente feos que se echaron junto a la mesa.

–Dios mío… –murmuró Crawford.

–Probablemente son perros. Abandonan muchos por aquí cuando son pequeños –explicó Graham–. Puedo deshacerme de los más bonitos. El resto se queda dando vueltas por el lugar hasta que se hacen grandes.

–Están bastante gordos.

–Una debilidad de Molly por los desamparados.

–Qué buena vida, Will. Con Molly y el chico. ¿Cuántos años tiene?

–Once.

–Un hermoso muchacho. Va a ser más alto que tú.

Su padre lo era –dijo Graham–. Soy afortunado. Lo sé.

–Quería traer a Phyllis a Florida. Conseguir un lugar para cuando me jubile y dejar de vivir como un topo. Ella dice que todas sus amigas están en Arlington.

–Siempre quise agradecerle los libros que me llevó al hospital pero nunca lo hice. Hazlo por mí.

–Lo haré.

Dos pe

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