La misión Rockefeller

Hugo Burel

Fragmento

1

El verano de 1941 en Manhattan transcurrió muy lento para mí. A comienzos de julio, renuncié a mi puesto en el departamento de seguridad de la tienda Bloomingdale’s. Había ingresado allí en 1935, después de un desganado intento por incorporarme al negocio familiar de los restaurantes en Brooklyn.

La gastronomía no era mi vocación, y ni siquiera la posibilidad de ocuparme solamente de llevar el detalle de las adiciones y atender la caja registradora pudo afincarme en el negocio que mi padre Vittorio y mi tío Gino habían desarrollado con esfuerzo y tenacidad de inmigrantes. Si bien por derecho de herencia yo era propietario de una tercera parte de lo que perteneció a mi padre, eran mis hermanos Giulio y Mafalda quienes llevaban las riendas de los dos establecimientos, porque el socio de Vittorio, mi tío Gino, ya se había retirado.

En realidad, el intento de colaborar con mis dos hermanos en la empresa fue una coartada para abandonar la agencia de detectives luego de haberme desencantado de la profesión tras un caso fallido en el lejano sur, a mediados de 1933. Aquel viaje me había llevado al pasado, a mi infancia en Montevideo, pero profesionalmente resultó un fracaso. El caso Bonapelch –por el que viajé para investigar y resolver– había sido desde el comienzo de mi trabajo un caso perdido, y todavía lamentaba la muerte de un informante –un humilde lustrabotas– por culpa de mi falta de experiencia en la protección de testigos.

Lo mejor del viaje sucedió durante la travesía de La Habana a Río de Janeiro en el vapor VALDIVIA. El recuerdo de Miranda White, a quien por encargo de su padre debí proteger durante el viaje, todavía se mantenía íntegro en mi memoria. El trabajo lo había cumplido por fuera de los cometidos de la agencia y ello me había llevado a resolver un secuestro a bordo, del cual yo mismo había sido acusado. Ese fue mi único éxito en una misión que quizá nunca debí emprender.

Tras mi estadía en Montevideo, regresé a New York con la decisión de dejar la agencia y alentando ya la idea de escribir. El impulso surgió durante la redacción del informe del caso Bonapelch, en el que había involucrado mucho más que un objetivo recuento de los hechos. Lo que sobrevino después fue el trabajoso intento de inventar argumentos y personajes para escribir historias detectivescas. Se trataba de cambiar la acción por la reflexión y la realidad por la ficción.

Pero como siempre sucede, ficción y realidad suelen ser mundos distantes, pese a mi inicial intención de mezclarlos. Abrirme camino en la escritura era algo tan difícil como destacarme en el oficio de detective.

Tal vez por esa circunstancia, cuando a comienzos de 1942 –el desastre de Pearl Harbor ya había metido a Estados Unidos en la guerra– Ridley O’Mara me llamó para encontrarnos en su oficina, yo accedí a la cita sin vacilar. No sabía para qué necesitaba verme, pero bastó escuchar su voz dura y afable a la vez para que aceptara de inmediato visitar la agencia.

El país estaba viviendo la psicosis de la guerra y luego del 7 de diciembre de 1941 flotaba un aire ominoso en el ambiente y la sensación de que cada destino personal estaba en entredicho por el desastre de Pearl Harbor. Las potencias del Eje no solo asolaban Europa y el Pacífico sino que en cualquier momento podían invadir América. Sin embargo, el drama del ataque japonés apenas si me afectó: en la víspera mi madre murió de una apoplejía en el Hospital Central de Brooklyn, como mi padre lo había hecho ocho años antes. Con mis hermanos nos enteramos de Pearl Harbor mientras hacíamos los preparativos para el funeral, y la dimensión del hecho se atenuó por el dolor familiar.

Luego, la idea de estar viviendo en una nación en guerra se impuso y el duelo se disolvió en una sensación de temor omnipresente mezclado con euforia patriótica. Por mi edad era probable que fuera llamado a filas y mi ánimo me predisponía a ser útil de alguna manera.

La invitación de O’Mara llegó en un momento inesperado, y pensé que aquello para lo que me necesitaba debía de ser algo importante. No fue una intuición equivocada.

2

No había cambiado mucho la oficina de O’Mara. Seguía teniendo los mismos muebles sobrios y desprovistos de estilo y el mismo aroma a puros enviados desde La Habana. El orden habitual se mantenía y tal vez había aumentado porque era probable que O’Mara, por edad casi al borde del retiro, ya no se encargara de conducir investigaciones y solo se ocupase de los grandes lineamientos del trabajo de la agencia. Tras largos minutos de espera en los que permanecí sentado en una silla ante su escritorio, O’Mara entró en su despacho.

–¿Una taza de café, Santini? –dijo, como si apenas hiciera un par de días que nos habíamos dejado de ver.

Sin esperar a que yo respondiera, me tendió la mano mientras se sentaba en su sillón reclinable. Luego llamó por el intercomunicador a su secretaria y le encargó dos tazas de café y un par de aspirinas.

–El mundo ha cambiado demasiado desde la última vez que conversamos –comentó con aire resignado.

Él también había cambiado: lucía más delgado y su rostro había ganado arrugas. Su mandíbula inferior ya no tenía la agresividad que lo caracterizaba; además, había perdido pelo y la mirada era menos orgullosa o quizá ya no tenía motivos para serlo.

–Todos hemos cambiado –respondí.

O’Mara asintió y abrió una caja de madera para ofrecerme un Cohiba. Lo rechacé, pero la marca me llamó la atención.

–También sus puros –dije, con una sonrisa.

–Gómez desertó unos meses después que usted.

Reinaldo Gómez era el cubano que había conocido una noche en La Habana, mientras aguardaba el arribo del VALDIVIA que habría de llevarme al Río de la Plata. Se decía hombre de la agencia en Cuba y proveedor de puros para O’Mara. Le enviaba Partagas o Piedra, nunca Cohiba. Entonces yo había sucumbido a sus manejos y gracias a ello conocido a Melvyn White, padre de Miranda, para quien trabajé durante la travesía hasta Río.

–¿Qué le pasó a Gómez? –pregunté, menos por interés que por curiosidad.

–Emigró de la isla: se vino a New York para manejar un taxi. Hace años que no lo veo, pero oí que ahora está en Miami. Lo he perdido, pero ya no me es útil.

O’Mara cortó la punta del Cohiba con un limpio tajo de su cortaplumas y luego lo encendió. Lentamente el aroma del puro

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