La herencia

John Grisham

Fragmento

cap-1

1

Encontraron a Seth Hubbard más o menos donde había prometido estar, aunque no exactamente tal y como esperaban. Colgaba de una soga a metro y medio del suelo, y el viento lo mecía ligeramente. Le encontraron empapado por el paso de un frente, pero ahora ya no importaba... Más tarde se dieron cuenta de que no tenía barro en los zapatos, ni había dejado huellas. Así que lo más seguro era que la lluvia hubiera empezado cuando Seth ya estaba ahorcado y muerto. ¿Por qué era importante ese dato? En el fondo, no lo era.

La logística de ahorcarse en un árbol no es simple. En el caso de Seth, saltaba a la vista que había cuidado todos los detalles. La soga, de cáñamo natural trenzado, tenía un diámetro de dos centímetros: vieja, recia, muy capaz de sostener a Seth, que un mes antes, en la consulta del médico, pesaba más de setenta kilos. Más tarde, un empleado de una de sus fábricas declaró haber visto que su jefe cortaba de un rollo los quince metros para terminar dándole aquel uso tan dramático. Uno de los extremos estaba bien atado a una rama baja, con nudos cuyo aspecto chapucero no estaban reñidos con la resistencia. La otra punta estaba pasada sobre una rama más alta de más de medio metro de diámetro, cuya distancia del suelo era exactamente de seis metros y cuarenta centímetros. Desde la rama, la cuerda caía algo más de dos metros y medio hasta culminar en un nudo impecable al que sin duda Seth había dedicado algún tiempo. Era de manual, con trece vueltas, para que la presión deshiciera la lazada. Los auténticos dogales de verdugo parten el cuello, acelerando y facilitando la muerte. Se notaba que Seth había hecho los deberes. Por lo demás, no había otras señales de resistencia o sufrimiento que las que saltaban a la vista.

Había una escalera de seis peldaños tirada cerca del cuerpo, probablemente derribada con el pie. Tras elegir el árbol, arrojar la soga, atarla y subirse a la escalera, Seth había ajustado el dogal y, una vez hechas las comprobaciones necesarias, había pateado la escalera y había caído. Sus manos colgaban a la altura de los bolsillos.

¿Habría tenido algún momento de duda, de arrepentimiento? Sin la escalera bajo sus pies, pero con las manos libres, ¿habría hecho el gesto instintivo de levantarlas e intentar cogerse a la cuerda en un último y desesperado esfuerzo antes de rendirse? Nadie lo sabría jamás, aunque parecía dudoso. Las pruebas revelarían más adelante que Seth tenía muy claro su objetivo.

Había elegido su mejor traje para la ocasión: grueso, de mezcla de lana, gris oscuro, normalmente reservado para funerales en tiempo más frío. Solo tenía tres trajes. Los ahorcamientos bien hechos tienen el efecto de alargar el cuerpo. Por eso los pantalones solo le llegaban a los tobillos, y la americana a la cintura. Los zapatos negros de vestir estaban lustrosos e impolutos. El nudo de la corbata azul era perfecto. En cambio la camisa blanca se había manchado de sangre por debajo del nudo. En pocas horas se sabría que Seth Hubbard había ido a misa de once en una iglesia de la zona, donde había charlado con algunos conocidos, bromeado con un diácono, depositado una ofrenda en el cepillo y, aparentemente, de bastante buen humor. Se sabía que sufría cáncer de pulmón. Lo que casi nadie sabía era que los médicos le habían dado poco tiempo de vida. Por otro lado, aunque Seth figurase en varias listas de oraciones de la iglesia, llevaba el estigma de dos divorcios que mancillarían para siempre su condición de buen cristiano.

En este sentido, el suicidio no le ayudaría.

El árbol era un viejo sicomoro de su familia desde hacía muchos años. Estaba en un terreno rodeado de árboles cuya madera noble, de gran valor, Seth había tenido que hipotecar en varias ocasiones y sobre la que había erigido su fortuna. Su padre había comprado las tierras en los años treinta, en una operación algo dudosa. Sus dos ex mujeres habían luchado con uñas y dientes para arrebatárselas en las batallas del divorcio, pero Seth había resistido. Se llevaron prácticamente todo lo demás.

El primero en descubrirlo fue Calvin Boggs, un albañil y peón de campo que había trabajado varios años para Seth. Calvin recibió una llamada de su jefe el domingo a primera hora. «Quedamos en el puente a las dos del mediodía», le dijo Seth. Seth no le dio más explicaciones y Calvin era poco dado a hacer preguntas. Si el señor Hubbard le citaba, allí estaría él, donde y cuando dijese. En el último momento el hijo de Calvin, de diez años, suplicó ir con su padre, y Calvin accedió aunque un pálpito se lo desaconsejaba. Atravesaron las tierras de los Hubbard conduciendo varios kilómetros por una sinuosa pista de grava. Calvin sentía curiosidad por la cita. No recordaba haber quedado jamás con su jefe un domingo por la tarde. Sabía que Seth estaba enfermo y se rumoreaba que se estaba muriendo, pero el señor Hubbard era un hombre muy reservado.

El puente no era más que una simple plataforma de madera que cruzaba un riachuelo, infestado de vegetación y serpientes de agua. El señor Hubbard quería sustituirlo desde hacía meses por un gran conducto de hormigón, pero su salud no se lo había permitido. Quedaba cerca de un claro donde se pudrían dos chozas entre los hierbajos, única señal de la existencia de un antiguo y pequeño asentamiento.

El Cadillac último modelo del señor Hubbard estaba aparcado cerca del puente, con la puerta del conductor y del maletero abiertas. Calvin puso el coche detrás, y al ver las dos puertas abiertas tuvo la sensación de que pasaba algo raro. A esas alturas no solo llovía sin parar, sino que se había levantado viento. No tenía sentido que el señor Hubbard hubiera dejado las dos puertas abiertas. Calvin le pidió a su hijo que se quedara dentro de la camioneta. Después dio una vuelta alrededor del coche sin tocarlo. No veía a su jefe por ninguna parte. Respiró profundamente, se secó la cara y contempló el paisaje. Más allá del claro, a unos noventa metros, vio un cuerpo colgando de un árbol. Volvió a la camioneta y le repitió al niño que no saliera ni quitara el seguro, pero era demasiado tarde: su hijo miraba fijamente el sicomoro desde lejos.

—Quédate aquí —le dijo Calvin, muy serio—. Y no salgas.

—Vale.

Caminó sin prisa mientras sus botas resbalaban en el barro y trataba de no perder la calma. No tenía sentido apresurarse. Cuanto más se acercaba, más claro estaba todo. El hombre del traje oscuro que colgaba de la cuerda estaba muerto. Calvin lo reconoció al fin y, al ver la escalera, ordenó rápidamente la secuencia de los hechos. Se alejó sin tocar nada y regresó a la camioneta.

Era el mes de octubre de 1988 y finalmente habían llegado los teléfonos de coche a las zonas rurales de Mississippi. Calvin se había instalado uno en su camioneta por insistencia del señor Hubbard. Llamó a la comisaría del condado de Ford, dio unos cuantos datos y se dispuso a esperar. Protegido del frío por la calefacción, y apaciguado por la voz de Merle Haggard en la radio, miraba fijamente por la ventanilla como si estuviera solo, sin su hijo. Al seguir con los dedos el ritmo del limpiaparabrisas, se sorprendió llorando. El niño estaba asustado y no decía nada.

Media hora después llegaron dos agentes en un solo coche. Mientras se ponían los impermeables, apareció una ambulancia con tres personas dentro. Desde el camino no se veía bien el árbol, pero unos segundos más tarde todos distinguieron a un hombre colgando. Calvin les explicó todo lo que sabía. Los agentes decidieron que lo mejor era proceder como si se hubiera cometido un crimen, así que prohibieron al personal de la ambulancia acercarse al lugar de los hechos. Llegaron sucesivamente otros dos policías, que no encontraron nada útil al registrar el coche. Tomaron fotos y vídeos de Seth, con los ojos cerrados y la cabeza grotescamente torcida a la derecha. El examen de las huellas al pie del árbol no arrojó ninguna prueba de que hubiera habido nadie más. Uno de los policías llevó a Calvin a casa del señor Hubbard, a unos pocos kilómetros de allí. En el asiento trasero iba el niño, tan mudo como antes. La puerta no estaba cerrada con llave. En la mesa de la cocina encontraron una nota donde Seth había escrito pulcramente: «Para Calvin. Por favor, informa a las autoridades de que me he quitado la vida, sin ayuda de nadie. En la hoja adjunta he dejado instrucciones específicas para mi funeral y mi entierro. ¡Sin autopsia! S. H.» Tenía fecha de aquel mismo día: domingo, 2 de octubre de 1988.

Al final los policías dejaron que Calvin se marchara a casa con su hijo. El niño se lanzó en brazos de su madre y no abrió la boca en todo el día.

Ozzie Walls era uno de los dos sheriffs negros de Mississippi. Al otro le habían elegido hacía poco en un condado del Delta con un 70 por ciento de población negra. El condado de Ford era blanco al 74 por ciento, y sin embargo Ozzie había sido elegido y reelegido por amplia mayoría. Los negros le adoraban por ser de los suyos. Los blancos le respetaban por ser un poli duro y una antigua estrella del equipo de fútbol americano del instituto de Clanton. En algunas facetas de la vida del profundo sur, el fútbol empezaba poco a poco a trascender la distinción de razas.

Recibió la llamada justo cuando salía de la iglesia con su mujer y sus cuatro hijos, así que llegó al puente con traje, sin pistola y sin placa. Lo que sí llevaba en el maletero eran unas botas viejas. Acompañado por dos agentes, fue hasta el sicomoro por el barro, bajo un paraguas. A esas alturas el cadáver de Seth ya estaba empapado, con gotas que resbalaban de sus zapatos, su barbilla, sus orejas, la punta de sus dedos y la vuelta de sus pantalones. Ozzie se detuvo a poca distancia de los zapatos, levantó el paraguas y contempló el rostro pálido y patético de un hombre al que solo había visto dos veces.

Había un pasado. En 1983, al presentarse al cargo de sheriff por primera vez contra tres rivales negros, Ozzie andaba escaso de dinero. Un tal Seth Hubbard, a quien no conocía de nada, le llamó por teléfono. Más tarde Ozzie averiguó que era un hombre poco dado a significarse. Vivía en el nordeste del condado de Ford, casi en la frontera con el de Tyler. Dijo que se dedicaba al sector de la madera y que tenía unas cuantas serrerías en Alabama, más alguna que otra fábrica. Su aspecto era de triunfador. Se brindó a sufragar la campaña de Ozzie, pero solo si aceptaba dinero en efectivo: veinticinco mil dólares contantes y sonantes. A puerta cerrada, en su despacho, abrió una caja y le mostró el dinero a Ozzie. Este le explicó que era obligatorio declarar todas las aportaciones, y tal y cual. Seth, a su vez, le explicó que no quería que se declarase la suya: o se la daba en efectivo o no había trato.

—¿Qué quiere a cambio? —preguntó Ozzie.

—Lo único que quiero es que te elijan —contestó Seth.

—No lo veo muy claro.

—¿Crees que a tus rivales les pagan en negro?

—Probablemente.

—Pues claro, no seas tonto.

Ozzie aceptó el dinero, reforzó su campaña, pasó por los pelos la primera votación y a la hora de la verdad machacó a su rival. Luego se presentó dos veces en la oficina de Seth para saludarle y darle las gracias, pero nunca lo encontraba. El señor Hubbard tampoco le devolvía las llamadas. Ozzie buscó discretamente información, pero no se sabía gran cosa del personaje. Corría el rumor, no la certeza, de que se había hecho rico con la venta de muebles. Tenía tierras cerca de su casa, ochenta hectáreas. Nunca recurría a los servicios de ningún despacho de abogados, ni de ninguna compañía de seguros. A la iglesia iba de vez en cuando.

Cuatro años después la oposición a la que se enfrentaba Ozzie era inconsistente. Aun así, Seth quiso quedar con él de todas formas. Una vez más le dio veinticinco mil dólares, y una vez más Seth desapareció. Ahora estaba muerto, ahorcado con su propia soga y empapado por la lluvia.

Por fin llegó Finn Plunkett, el forense del condado. Ya se podría levantar el acta de defunción.

—Vamos a bajarle —dijo Ozzie.

Deshicieron los nudos. Al quedar floja la cuerda, el cuerpo de Seth emprendió su descenso. Lo pusieron en una camilla, tapado con una manta térmica. Lo llevaron a la ambulancia cuatro hombres que sudaron lo suyo para transportarlo. Ozzie cerraba la pequeña procesión, igual de perplejo que los demás.

Durante sus casi cinco años en el cargo había visto muchos muertos: accidentes de tráfico o de otro tipo, unos cuantos asesinatos, algún suicidio... No estaba acostumbrado. Tampoco hastiado. Sabía lo que era llamar a altas horas de la noche a los padres y cónyuges, y seguía temiéndolo.

El bueno de Seth... Y ahora ¿a quién llamaba Ozzie? Sabía que Seth estaba divorciado, pero no si había vuelto a casarse. No tenía información sobre su familia. Rondaría los setenta años. ¿Dónde estaban sus hijos adultos, si es que los tenía?

Bueno, pronto lo averiguaría. De camino a Clanton, seguido por la ambulancia, empezó a hacer llamadas a personas que quizá supieran algo de Seth Hubbard.

cap-2

2

Jake Brigance miró fijamente los números rojos de su despertador digital. A las 5.29 tendió el brazo, pulsó un botón y bajó con suavidad los pies al suelo. Carla se dio la vuelta y se arrebujó aún más en las mantas. Jake le dio una palmada en el trasero y los buenos días, sin obtener respuesta. Era lunes, laborable. Carla aún dormiría una hora más antes de abandonar la cama a toda prisa y salir disparada con Hanna hacia el colegio. En verano aún dormía hasta más tarde, y ocupaba el día en cosas de chicas y lo que le apeteciese hacer a Hanna. En cambio el horario de Jake casi nunca variaba: se levantaba a las cinco y media, llegaba al Coffee Shop a las seis y se presentaba en el despacho antes de las siete. Pocos atacaban la mañana como Jake Brigance, aunque ahora, desde la madurez de sus treinta y cinco años cumplidos, se preguntase con mayor frecuencia por qué se levantaba tan temprano, y a qué se debía su insistencia por llegar al despacho antes que cualquier otro abogado de Clanton. Las respuestas ya no estaban tan claras como antes. El sueño que albergaba desde la facultad, el de llegar a ser un gran abogado penalista, seguía intacto, como sus ambiciones. Lo que le incordiaba era la realidad. Después de diez años en las trincheras, su despacho seguía repleto de testamentos, escrituras y disputas contractuales de tres al cuarto, sin un solo caso penal decente, ni un solo accidente de tráfico prometedor.

Atrás quedaba su momento de gloria. Carl Lee Hailey había sido absuelto hacía tres años. A veces Jake temía haber tocado techo. Al final, como siempre, desechó sus dudas y se recordó que solo tenía treinta y cinco años. Era un gladiador con muchas y grandes victorias ante sí en los tribunales.

Ya no tenían perro al que pasear. Max se les había muerto en el incendio que había destruido tres años antes su bonita, querida e hipotecadísima casa victoriana de Adams Street, a la que había prendido fuego el Ku Klux Klan en julio de 1985, cuando más encendidos estaban los ánimos por el juicio de Hailey. Primero habían quemado una cruz en el jardín, y después habían intentado volar la casa. La decisión de Jake de alejar a Carla y Hanna había resultado de lo más sensata. Después de un mes intentando matarle, al final el Ku Klux Klan había reducido su casa a cenizas. Jake había pronunciado sus conclusiones con un traje prestado.

El asunto de adoptar un perro nuevo era demasiado incómodo para hacerle frente. Lo habían tanteado un par de veces, pero al final siempre lo rehuían. Hanna quería un perro, y probablemente lo necesitase, por ser hija única y quejarse a menudo de que se aburría jugando sola, pero Jake y, sobre todo, Carla sabían muy bien quién correría con la responsabilidad de adiestrar al cachorro y cuidar de él. Por si fuera poco vivían de alquiler, y distaban mucho de tener la vida resuelta. Un perro podía aportar cierta normalidad, o todo lo contrario... Jake solía dar vueltas al tema durante los primeros minutos del día. Lo cierto era que echaba de menos tener perro.

Después de una ducha rápida se vistió en el pequeño dormitorio de invitados que usaban Carla y él para guardar la ropa. De hecho, todas las habitaciones eran pequeñas en aquella casa endeble que, por no ser, no era ni suya. Todo era provisional. El mobiliario consistía en una triste colección de regalos y restos de mercadillo, de la que se desprenderían por completo si llegaban a cumplirse sus planes, aunque, por mucho que le doliera tener que reconocerlo, casi nada estaba saliendo bien. Su demanda contra la compañía de seguros se había empantanado en tecnicismos antes de llegar a los tribunales, y parecía un caso perdido. Jake la había interpuesto seis meses después del veredicto de Hailey, cuando estaba en la cresta de la ola, lleno de confianza. ¿Cómo se atrevía una aseguradora a intentar fastidiarle le vida? Que le pusieran frente a un nuevo tribunal en el condado de Ford y lograría otro veredicto espléndido. Poco a poco, sin embargo, su arrogancia se había esfumado, a medida que Carla y él y se daban cuenta de las graves carencias de su cobertura. Seguían teniendo su solar a cuatro manzanas de distancia, vacío, chamuscado y cubierto de hojas secas. Su vecina, la señora Pickle, le echaba un ojo, pero no había mucho que vigilar. El resto del vecindario aún esperaba ver alzarse una casa nueva y bonita, y asistir al regreso de los Brigance.

Entró de puntillas en el cuarto de Hanna, le dio un beso en la mejilla y le subió un poco la manta. Ya tenía siete años. Su única hija. No tendrían más. Iba a segundo curso en la escuela primaria de Clanton, y su aula casi tocaba la sección de parvulario, donde trabajaba su madre de maestra.

Entró en la cocina estrecha, encendió la cafetera y se la quedó mirando hasta que empezó a hacer ruido. Después abrió su maletín, tocó la pistola semiautomática de nueve milímetros y guardó unos cuantos expedientes. Se había acostumbrado a ir a todas partes con pistola, cosa que le entristecía. ¿Cómo se podía tener una vida normal con un arma cerca a todas horas? Normalidades al margen, sin embargo, era una necesidad. Te incendian la casa después de haber intentado volarla con una bomba; amenazan por teléfono a tu mujer; queman una cruz en tu patio; le pegan una paliza tan brutal al marido de tu secretaria que al final no sobrevive; recurren a un francotirador que, en vez de pegarte un tiro a ti, se lo pega a un vigilante; hacen uso del terror durante todo el juicio, y se reafirman en sus amenazas mucho después de todo haya terminado...

Ahora cuatro de los terroristas cumplían condena en la cárcel: tres de ellos en un centro federal y el otro en Parchman. Solo cuatro, se recordaba constantemente Jake. A esas alturas las condenas ya deberían haber sido doce, y esta opinión la compartían Ozzie y otros líderes negros del condado. Al menos una vez a la semana, por costumbre y frustración, llamaba al FBI para preguntar si había novedades en la investigación. Después de tres años no siempre devolvían sus llamadas. También escribía cartas. El expediente ocupaba todo un archivador de su despacho.

Solo cuatro. Sabía muchos más nombres de sospechosos, o de quienes al menos él consideraba como tales. Algunos se habían ido a otro lugar. Otros se habían quedado. Sin embargo, todos tenían en común que seguían viviendo como si no hubiera ocurrido nada. Por eso Jake llevaba una pistola, con todos los permisos y todo el papeleo necesarios. Tenía una en el maletín, otra en el coche, dos en el despacho y alguna más. Sus escopetas de caza se habían quemado en el incendio, pero poco a poco iba recomponiendo su colección.

Salió al pequeño porche de ladrillo y respiró hondo el aire frío. Justo enfrente de la casa había un coche de la policía del condado, con un tal Louis Tuck al volante, un agente a tiempo completo que hacía el turno de noche y cuya principal misión consistía en dejarse ver desde el anochecer al alba por el barrio, y más concretamente permanecer aparcado todas las mañanas al lado del buzón a las seis menos cuarto, hora exacta en que, de lunes a sábado, el señor Brigance salía al porche e intercambiaban saludos. Los Brigance habían sobrevivido una noche más.

Mientras el sheriff del condado de Ford fuera Ozzie Walls, que ocuparía el cargo como mínimo tres años más, él y sus hombres harían cuanto estuviera en sus manos para proteger a Jake y su familia. Jake había aceptado el caso de Carl Lee Hailey y había echado toda la carne en el asador, esquivando balas, haciendo oídos sordos a amenazas muy reales y perdiéndolo casi todo hasta obtener un veredicto de inocencia cuyos ecos aún resonaban en el condado. Protegerle era la principal prioridad de Ozzie.

Tuck se fue a dar la vuelta a la manzana. En pocos minutos, cuando se hubiera ido Jake, volvería y se quedaría vigilando la casa hasta que la luz de la cocina le indicase que Carla se había levantado.

El Saab rojo de Jake, uno de los dos únicos vehículos de aquella marca en todo el condado de Ford, acumulaba más de trescientos mil kilómetros. Ya era hora de cambiarlo, pero Jake no podía permitírselo. En su momento le había parecido buena idea conducir un coche tan exótico por una ciudad pequeña, pero ahora los gastos de reparación eran terribles. El concesionario que quedaba más cerca era el de Memphis, a una hora de camino, por lo que cada visita al taller consumía medio día y mil dólares. Jake ya estaba preparado para pasarse a una marca americana. Pensaba en ello todas las mañanas al girar la llave y aguantar la respiración hasta que el motor se ponía en marcha. Hasta ahora siempre había arrancado, pero desde hacía unas semanas notaba un pequeño retraso, una o dos revoluciones suplementarias de mal agüero, como si estuviera a punto de estropearse algo. Su paranoia le hacía percibir otros ruidos, nuevos traqueteos. Miraba constantemente los neumáticos, cada vez menos perfilados. Salió marcha atrás hacia Culbert Street que, pese a hallarse a pocas manzanas de Adams Street y del solar vacío de los Brigance, pertenecía claramente a una zona de menor nivel. La casa de al lado también era de alquiler. Adams Street estaba bordeada por casas mucho más antiguas y elegantes, y con más carácter, mientras que Culbert era un batiburrillo de bloques de tipo suburbano sembrados sin orden ni concierto antes de que el ayuntamiento se hubiera puesto serio en materia de urbanismo.

Aunque Carla no solía hablar del tema, Jake sabía que tenía ganas de irse a vivir a cualquier otro lugar.

De hecho, lo habían comentado. Habían hablado de marcharse de Clanton. Los tres años transcurridos desde el juicio de Hailey habían sido mucho menos prósperos de lo esperado y deseado. Si el destino de Jake era una larga trayectoria de abogado sin lustre, ¿por qué no esforzarse en otro sitio? Como maestra, Carla podía trabajar donde fuese. Seguro que podrían vivir bien, sin armas ni vigilancia policial a todas horas. Por mucho que Jake gozase de la veneración de los negros del condado de Ford, muchos blancos seguían mirándolo con recelo, y los locos seguían en libertad. Por otro lado, vivir entre tantos amigos aportaba cierta seguridad. Los vecinos de los Brigance vigilaban el tráfico, y ningún coche o camioneta con pinta sospechosa se pasaba por alto. Todos los policías de la ciudad, y del condado, sabían de la enorme importancia que suponía la seguridad de la pequeña familia Brigance.

No, Jake y Carla no se irían, aunque a veces resultara divertido jugar a «dónde te gustaría vivir», un simple juego, porque Jake era consciente de la cruda realidad, la de que nunca encajaría en un bufete importante de una ciudad importante, ni encontraría nunca una localidad, fuera del estado que fuese, que no estuviera ya a reventar de abogados ambiciosos. Tenía claro su futuro y lo aceptaba. Solo necesitaba ganar algo de dinero.

Al pasar junto al solar vacío de Adams Street masculló unas palabrotas contra los cobardes que habían prendido fuego a su casa. Aceleró tras dedicarle otras lindezas similares a la compañía de seguros y circuló por Jefferson y Washington, calle esta última que discurría de este a oeste por el lado norte de la plaza principal de Clanton. Tenía allí su despacho, frente al solemne edificio del juzgado. Aparcaba todas las mañanas en el mismo lugar a las seis en punto, una hora en la que había sitio donde elegir. En la plaza aún quedaban dos horas de calma, hasta que abriesen sus puertas el juzgado, las tiendas y las oficinas.

En cambio, el Coffee Shop le recibió con un trajín de obreros, granjeros y policías, a los que saludó. Como siempre, era el único con traje y corbata. Los oficinistas se reunían una hora después al otro lado de la plaza, en el Tea Shoppe, para hablar de los tipos de interés y de política internacional. En el Coffee Shop se hablaba de fútbol, de política local y de la pesca de la lubina. Jake era uno de los pocos profesionales liberales bien integrado en el local, por toda una serie de razones: porque caía bien, porque le resbalaba todo y por su buen talante. También porque siempre se le podía pedir algún consejillo legal gratis si un mecánico o un camionero se metía en líos. Colgó la chaqueta en la pared y encontró un asiento vacío en la misma mesa que un policía, Marshall Prather. Dos días antes Ole Miss, la Universidad de Mississippi, había perdido por tres touchdowns contra Georgia. Era el tema del día. Dell, la camarera, siempre con su chicle, siempre insolente, le echó café al tiempo que lograba propinarle un golpe con su generoso culo: lo mismo seis días por semana. En cuestión de minutos trajo lo que Jake nunca pedía: una tostada de avena, gachas de sémola y jalea de fresa, como siempre. Mientras Jake sacudía el tabasco para echárselo en la sémola, Marshall le hizo una pregunta:

—Una cosa, Jake: ¿tú conocías a Seth Hubbard?

—Personalmente no —dijo él, mientras le miraban varios ojos—. He oído el nombre un par de veces. Tenía una casa cerca de Palmyra, ¿no?

—Sí.

Prather masticó un trozo de salchicha, mientras Jake tomaba sorbos de café.

—Me imagino —dijo Jake tras esperar un poco— que a Seth Hubbard le ha pasado algo malo, porque lo has dicho en pasado.

—¿Qué dices que he hecho? —preguntó Prather.

El policía tenía la engorrosa costumbre de soltar en voz alta una pregunta malintencionada durante el desayuno, seguida de un silencio. Estaba al corriente de todos los detalles y los trapos sucios, y siempre tanteaba a los demás por si tenían algo que añadir.

—Hablar en pasado. Has dicho «conocías», no «conoces», que querría decir que aún está vivo, ¿no?

—Supongo.

—Pues eso, ¿qué ha pasado?

—Que ayer se suicidó —dijo en voz alta Andy Furr, un mecánico de la Chevrolet—. Le encontraron colgado de un árbol.

—Hasta dejó una nota —añadió Dell al acercarse con la cafetera.

Teniendo en cuenta que el café llevaba una hora abierto, seguro que Dell ya estaba al corriente de toda la información disponible sobre el fallecimiento de Seth Hubbard.

—Ya. ¿Y qué ponía en la nota? —preguntó tranquilamente Jake.

—Eso no puedo decírtelo, cariño —trinó ella—. Es un secreto entre Seth y yo.

—Pero si tú no conocías a Seth —dijo Prather.

Dell era gata vieja, y tenía la lengua más viperina de toda la ciudad.

—Nos acostamos una vez, o dos, no sé... A veces me falla la memoria.

—Claro, es que ha habido tantos... —comentó Prather.

—Pues sí, chaval, pero tú lo tienes crudo —dijo ella.

—No tienes mala memoria tú ni nada —replicó Prather, provocando algunas risas.

—¿Dónde estaba la nota? —preguntó Jake, en un intento por devolver la conversación a su cauce.

Prather se llenó la boca de tortitas y estuvo un rato masticando.

—En la mesa de la cocina —contestó cuando acabó—. Ahora la tiene Ozzie. Aún la están investigando, pero no da para mucho. Se ve que Hubbard fue a la iglesia y que le vieron bien. Después volvió a su finca, cogió una escalera de mano y una cuerda, y lo hizo. Le encontró ayer hacia las dos uno de sus peones, balanceándose bajo la lluvia con sus mejores galas de domingo.

Interesante, insólito, trágico, pero a Jake le costó compadecerse de un desconocido.

—¿Tenía algo? —preguntó Andy Furr.

—No lo sé —dijo Prather—. Creo que Ozzie le conocía, pero apenas suelta prenda.

Dell les sirvió más café y se quedó a charlar un rato.

—No, yo no le conocía —dijo con una mano en la cadera—, pero tengo un primo que conoce a su primera esposa; tuvo al menos dos, y según la primera Seth tenía tierras y dinero. Decía que Seth intentaba no llamar la atención, tenía secretos y no se fiaba de nadie. También comentaba que era un hijo de puta y un cabrón, pero bueno, eso siempre lo dicen después de divorciarse.

—Lo sabrás por experiencia —añadió Prather.

—Pues sí, chaval. A experiencia te gano de largo.

—¿Hay testamento? —preguntó Jake.

Las sucesiones no eran su campo favorito, pero si los bienes eran de cierta enjundia alguien de la ciudad se cobraría sus buenos honorarios. Era todo papeleo, más un par de comparecencias en los tribunales; nada difícil, ni especialmente aburrido. Jake sabía que a las nueve de la mañana todos los abogados de Clanton estarían intentando averiguar quién había redactado el testamento de Seth Hubbard.

—Aún no lo sé —dijo Prather.

—Los testamentos no son públicos, ¿verdad, Jake? —preguntó Bill West, electricista en la fábrica de zapatos del norte de Clanton.

—Hasta que no mueres, no. No tendría sentido, porque puedes cambiarlos en el último momento. Además, quizá no quieras que se sepa lo que pone en tu testamento antes de que te hayas muerto... Cuando ya lo estás, y se ha legitimado el documento, se presenta en el juzgado y se hace público.

Mientras hablaba, Jake miró a su alrededor y contó al menos a tres hombres a quienes había redactado el testamento. Los hacía cortos, rápidos y baratos, como era bien sabido en la ciudad. Así siempre tenía clientela.

—¿Cuándo empieza la legitimación? —preguntó Bill West.

—No hay límite de tiempo. El testamento lo suelen encontrar el cónyuge o los hijos de la persona difunta y lo llevan al abogado. Van al juzgado y ponen en marcha el procedimiento más o menos un mes después del entierro.

—Y ¿si no hay testamento?

—Es el sueño de cualquier abogado —dijo Jake entre risas—. Se monta un pollo... Si el señor Hubbard se ha muerto sin testar, y ha dejado a dos ex mujeres, y puede que a unos cuantos hijos adultos, o nietos, a saber, lo más probable es que se pasen los próximos cinco años peleándose por sus bienes, siempre y cuando los tuviera, claro.

—Tranquilo, que los tenía —dijo desde el fondo del bar Dell, que siempre llevaba encendido el radar: si tosías, te preguntaba por tu salud; si estornudabas, se acercaba corriendo con un pañuelo de papel; si estabas más callado que de costumbre, se entrometía en tu vida familiar o en tu trabajo; si intentabas hablar en voz baja, la tenías enseguida al lado de la mesa, rellenando las tazas de café sin importarle que estuvieran llenas; no se le escapaba nada, de todo se acordaba, y nunca dejaba de recordarles a sus chicos algo que podían haber dicho tres años antes en sentido contrario a como lo decían ahora.

Marshall Prather puso los ojos en blanco como diciéndole a Jake: «Está como una cabra». Sin embargo, tuvo la prudencia de no hablar. Se acabó las tortitas y ya no pudo quedarse más tiempo.

Tampoco Jake tardó en marcharse. A las 6.40 pagó la cuenta y salió del Coffee Shop, no sin antes darle un abrazo a Dell, cuyo perfume barato estuvo a punto de asfixiarle con sus efluvios. El alba teñía de naranja el cielo al este. Las lluvias del día anterior habían dejado el ambiente fresco y despejado. Jake fue hacia el este, como siempre, en dirección opuesta a su despacho, con la rapidez de quien llega tarde a una reunión importante, cuando en realidad no tenía ninguna en todo el día más allá de un par de visitas rutinarias de gente con problemas.

Dio su paseo matinal por la plaza de Clanton, con sus bancos, sus aseguradoras, sus inmobiliarias, sus tiendas y sus bares, todos pegados los unos a los otros, y cerrados a esas horas. Salvo contadas excepciones, los edificios eran de ladrillo y de dos plantas, con balcones de hierro forjado sobre las aceras, que dibujaban un rectángulo perfecto alrededor del juzgado y su césped. No podía decirse que la economía de Clanton fuera muy boyante, pero a diferencia de muchas localidades del sur rural tampoco agonizaba. Según el censo de 1980 su población era ligeramente superior a ocho mil habitantes, la cuarta parte de la de todo el condado, y se preveía que las cifras aumentasen un poco en el siguiente recuento. No había locales vacíos ni tapiados. Tampoco carteles de SE ALQUILA tristemente colgados en las ventanas. Jake era de Karaway, un pueblo de dos mil quinientos habitantes, a veintinueve kilómetros al oeste de Clanton, con una calle principal que sufría el abandono de los comerciantes, el cierre de los bares y el paulatino traslado de los abogados a la capital del condado. Ahora en la plaza de Clanton había veintiséis, número en alza que provocaba la asfixia de la competencia. Jake se preguntaba a menudo cuántos más podían aguantar.

Disfrutaba pasando junto a los otros bufetes y mirando sus puertas cerradas y sus recepciones vacías. Era una especie de vuelta de honor. Satisfecho, podía plantarle cara al día mientras sus competidores aún no habían despertado. Pasó junto al bufete de Harry Rex Vonner, quizá su mejor amigo dentro de la profesión, un guerrero que rara vez llegaba antes de las nueve, y que se encontraba a menudo con la recepción plagada de clientes en proceso de divorcio y con los nervios de punta. Casado varias veces, Harry Rex tenía una vida familiar caótica que le hacía preferir el trabajo nocturno. Jake pasó al lado del odiado bufete de Sullivan, sede de la mayor colección de abogados del condado: nueve, según el último recuento. Nueve tontos de capirote a quienes Jake, entre otras cosas por envidia, procuraba evitar. Sullivan tenía a los bancos y las aseguradoras. Sus abogados eran los que más dinero ganaban. Pasó junto al problemático bufete, cerrado con candado, de un viejo amigo, Mack Stafford, de quien hacía dieciocho meses que nadie sabía nada. Al parecer se había fugado en plena noche con el dinero de sus clientes. Su mujer y sus dos hijas todavía le esperaban. También le esperaba una acusación formal. Jake albergaba la secreta esperanza de que Mack estuviera en alguna playa, tomando combinados de ron sin intención de volver. Había sido un infeliz, infelizmente casado. «Sigue corriendo, Mack», decía cada mañana al tocar el candado sin detenerse.

Pasó al lado de las oficinas de The Ford County Times; del Tea Shoppe, que apenas empezaba a despertarse; de una sastrería donde se compraba los trajes en rebajas; de un bar propiedad de unos negros, el Claude’s, donde comía todos los viernes con otros liberales blancos de la ciudad; de una tienda de antigüedades a cuyo dueño, un timador, había denunciado dos veces; de un banco donde había hipotecado su casa por segunda vez y con el que aún estaba enzarzado en demandas; y de un edificio administrativo donde trabajaba el nuevo fiscal del distrito cuando estaba en la ciudad. El anterior, Rufus Buckley, ya no ocupaba el puesto; le habían expulsado los votantes y se había retirado permanentemente de cualquier cargo electo. Al menos así lo esperaban Jake y muchos otros. Jake y Buckley habían estado a punto de estrangularse mutuamente durante el juicio de Hailey, y el odio entre ambos seguía siendo intenso. El antiguo fiscal había vuelto a su localidad de origen, Smithfield, en el condado de Polk, donde se lamía las heridas mientras pugnaba por ganarse las lentejas en una calle mayor atestada de bufetes.

Ya había dado la vuelta. Abrió con la llave la puerta de su bufete, que solía considerarse el más bonito de la ciudad. El edificio, como muchos de la plaza, lo había construido la familia Wilbanks hacía un siglo, casi el mismo tiempo durante el que algún Wilbanks en su interior había ejercido la abogacía, tradición que se rompió cuando Lucien, el último superviviente de los Wilbanks, y con toda certeza el más chiflado, fue expulsado del colegio de abogados. En esa época acababa de contratar a Jake, recién salido de la facultad con todos sus ideales intactos. Lucien pretendía corromperle, pero no tuvo tiempo, porque el colegio de abogados del estado le expulsó definitivamente. En ausencia de Lucien y de cualquier otro representante de los Wilbanks, Jake había heredado unas oficinas espléndidas, aunque solo usaba cinco de las diez salas disponibles. En la planta baja había una recepción enorme, donde la actual secretaria trabajaba y recibía a los clientes. Arriba, en una majestuosa sala de cien metros cuadrados, Jake pasaba el tiempo detrás de una gran mesa de roble que habían usado Lucien, el padre de Lucien y su abuelo. Si se aburría, cosa frecuente, iba a las puertas acristaladas y las abría para salir al balcón, con bonitas vistas del juzgado y la plaza.

A las siete, con gran puntualidad, se sentó a la mesa y bebió un poco de café. Después miró la agenda del día y reconoció en su fuero interno que no parecía ni prometedora ni provechosa.

cap-3

3

La actual secretaria tenía treinta y un años y cuatro hijos; Jake solo la había contratado por falta de otras candidatas, hacía cinco meses, cuando él estaba desesperado y ella, disponible. Respondía al nombre de Roxy, y entre sus pros se encontraban que cada mañana se presentaba hacia las ocho y media o pocos minutos después y se mostraba más o menos cumplidora al responder al teléfono, saludar a los clientes, ahuyentar a la chusma, mecanografiar, archivar y mantener cierta organización en sus dominios. En el lado negativo, que pesaba algo más, estaban su desinterés por el trabajo, que veía como algo provisional hasta encontrar algo mejor, su manía de salir a fumar al porche trasero, el que el olor la delatase, su insistencia en lo poco que cobraba, sus comentarios (vagos pero malévolos) sobre lo ricos que eran según ella todos los abogados, y lo desagradable de su compañía en términos generales. Natural de Indiana, se había visto arrastrada al sur al casarse con un militar y, como mucha gente del norte, no soportaba la cultura que la rodeaba. Vivir en un poblacho, con una educación como la suya... Jake no se lo había preguntado, pero albergaba la clara sospecha de que no estaba en absoluto contenta de su vida conyugal. El marido se había quedado sin trabajo por negligencia. Roxy le había pedido a Jake que presentara una demanda a su favor, y aún estaba resentida por la negativa de su jefe. Encima faltaban unos cincuenta dólares en calderilla, y Jake se temía lo peor.

Tendría que despedirla, aunque no quería ni pensarlo. Cada mañana, durante sus momentos de tranquilidad, rezaba y le pedía a Dios paciencia para convivir con aquella última incorporación a la lista de secretarias.

Y qué lista tan larga... Las había contratado jóvenes porque había muchas y cobraban menos. Las mejores se casaban, se quedaban embarazadas y pretendían estar seis meses de baja. Las peores tonteaban, se ponían minifaldas ceñidas y hacían comentarios insinuantes. Una de ellas, a la que Jake despidió, le amenazó con una falsa denuncia de acoso sexual. Al final la detuvieron por firmar cheques sin fondo y se fue.

También las había contratado maduras, para evitar las tentaciones físicas, pero en general le habían salido mandonas, maternales, menopáusicas y tenían más citas médicas, amén de más achaques y dolores sobre los que hablar, y más entierros a los que acudir.

El despacho había estado varias décadas al mando de Ethel Twitty, presencia legendaria que había gestionado el bufete Wilbanks en sus momentos de esplendor y que, a lo largo de más de cuarenta años, había mantenido a raya a los abogados, aterrorizado al resto de las secretarias y reñido con los socios de menor edad, que en ningún caso duraban más de uno o dos años. Pero Ethel ya estaba jubilada. Jake se había librado de ella por la fuerza, durante el circo del caso Hailey. Su marido había recibido una paliza de una banda de matones, probablemente del Ku Klux Klan, aunque el caso estaba pendiente de resolución, y la investigación daba palos de ciego. Jake se había mostrado encantado con su marcha. Ahora casi la echaba de menos.

A las ocho y media, ni un minuto más, se sirvió otro café en la cocina. Después pasó un rato por el almacén, como si buscara un expediente antiguo. A las 8.39, hora en que Roxy cruzó la puerta trasera, Jake mataba el tiempo hojeando un documento al lado de la mesa de su secretaria, y una vez más se cercioraba de que Roxy llegaba con retraso. A él le importaba muy poco que tuviera cuatro hijos, un marido en paro y conflictivo, y un trabajo que no le gustaba (encima de mal pagado, según ella), sin contar toda una ristra de problemas. Si Roxy le hubiera parecido simpática, tal vez se hubiera compadecido de ella, pero a medida que pasaban las semanas le caía cada vez peor. Jake iba acumulando pruebas, engrosando el expediente de sanciones no impuestas y armándose de razones para que, llegado el momento de sentarse con ella y mantener la charla que tanto temía, no anduviera falto de hechos. Le parecía una mezquindad tener que tramar el despido de una secretaria indeseable.

—Buenos días, Roxy —dijo, lanzando un vistazo a su reloj de pulsera.

—Hola. Perdona que llegue tarde. Es que he tenido que llevar a los niños al colegio.

Otra cosa que le tenía harto eran sus mentiras, por pequeñas que fuesen. A los niños los llevaba y los traía el marido en paro. Jake lo sabía por Carla.

—Mmm —masculló al coger un fajo de sobres que Roxy acababa de dejar sobre la mesa.

Cogió el correo antes de que ella pudiera abrirlo y miró si había algo interesante. Era el típico montón de correo basura y bobadas de abogados: cartas de otros bufetes, una de la oficina de un juez, gruesos sobres con copias de escritos, mociones, instancias... Cosas que él no abría. Era trabajo de la secretaria.

—¿Buscas algo? —preguntó Roxy al dejar el bolso y la cartera y empezar a instalarse.

—No.

Se la veía bastante descuidada, como siempre, sin maquillar y peinada de cualquier manera. Fue rápidamente al baño para arreglarse, que a menudo le ocupaba un cuarto de hora. Más motivos de queja.

Al final del fajo, en el último sobre de tamaño normal del día, Jake vio escrito su nombre en tinta azul y letra cursiva. El remite le dejó tan atónito que casi se le cayeron las otras cartas. Tras arrojar al centro de la mesa de Roxy el resto del correo, subió corriendo la escalera, se encerró en su despacho y se sentó en una esquina frente a un escritorio de tapa corredera, bajo un retrato de William Faulkner comprado por el señor John Wilbanks, el padre de Lucien. Examinó el sobre: genérico, normal, blanco, de tamaño carta y de papel barato, probablemente comprado en caja de cien por cinco dólares, con un sello de veinticinco centavos en honor de un astronauta. A juzgar por su grosor podía contener diversas hojas. Estaba dirigido a él: «Jake Brigance, Abogado, 146 Washington Street, Clanton, Mississippi». Sin código postal.

El remite era «Seth Hubbard, Apdo. de Correos 277, Palmyra, Mississippi, 38664».

El sobre llevaba matasellos del 1 de octubre de 1988, el sábado anterior, en la oficina de correos de Clanton. Jake respiró profundamente y se tomó su tiempo para evaluar la situación. Si eran dignos de crédito los cotilleos del Coffee Shop (y no tenía por qué dudarlo, al menos por ahora), Seth Hubbard se había ahorcado hacía menos de veinticuatro horas, el domingo a mediodía. Ahora eran las 8.45 de la mañana del lunes. Para que a la carta le hubieran puesto matasellos en Clanton el sábado, Seth Hubbard, o alguien de su parte, tenía que haberla metido en la ranura de Destinos Locales a última hora del viernes o el sábado antes de mediodía, cuando cerraba la oficina de correos. En Clanton solo ponían matasellos al correo local. El resto lo mandaban en camión a un centro regional de Tupelo, donde lo clasificaban, marcaban y distribuían.

Buscó unas tijeras y recortó meticulosamente una fina tira de papel en uno de los extremos del sobre, el opuesto al del remite, cerca del sello pero no tanto como para deteriorarlo. No se podía descartar que fueran pruebas. Ya lo copiaría todo después. Apretó un poco el sobre y lo sacudió hasta que se cayeron los papeles. Se le aceleró el pulso al desdoblarlos. Eran tres simples hojas blancas sin membrete. Pasó el dedo por los pliegues, alisó las hojas en la mesa y cogió la primera. El autor había escrito en tinta azul y letra pulcra, más de lo normal en un varón:

1 de octubre de 1988

Apreciado señor Brigance:

No me consta que nos conozcamos, ni nos conoceremos. Cuando usted lea esta carta yo estaré muerto, y la horrible ciudad donde usted vive será, como siempre, un nido de cotillas. Me he suicidado, pero solo porque estaba a punto de morir de cáncer de pulmón. Los médicos me han dado pocas semanas de vida, y estoy cansado de sufrir. Estoy cansado de muchas cosas. Si fuma usted, siga el consejo de un muerto y déjelo ahora mismo.

Le he elegido porque tiene fama de honrado, y porque admiré su valentía durante el juicio de Carl Lee Hailey. Tengo la clara intuición de que es usted un hombre tolerante, cosa que por desgracia se echa en falta en esta parte del mundo.

Yo a los abogados los desprecio, sobre todo a los de Clanton. A estas alturas de mi vida no voy a dar nombres, pero me moriré con una cantidad enorme de malevolencia no resuelta hacia diversos miembros de su profesión. Buitres. Vampiros.

Adjunto a la presente mi testamento, redactado, fechado y firmado de mi puño y letra. He consultado la legislación del estado de Mississippi y estoy seguro de que responde a todos los requisitos de los testamentos ológrafos y es acreedor por tanto a que lo ejecuten las autoridades judiciales. No hay testigos de la firma, ya que como bien sabe los testamentos ológrafos no los requieren. Hace un año firmé una versión más extensa en el bufete Rush de Tupelo, pero es un documento al que he renunciado.

Lo más probable es que esta nueva versión dé algunos problemas. Por eso quiero que sea usted el abogado de mi herencia. Deseo que este testamento sea defendido a toda costa, y sé que es usted capaz de ello. He excluido específicamente a mis dos hijos adultos, a sus respectivos hijos y a mis dos ex esposas. No es buena gente. Prepárese, porque querrán guerra. Mis propiedades son considerables —hasta un punto que ellos ni siquiera sospechan—. Cuando se sepa, atacarán. Luche usted sin cuartel, señor Brigance. Es necesario que venzamos.

Junto a mi nota de suicidio he dejado instrucciones para el funeral y el entierro. No mencione usted mi testamento hasta después del funeral. Deseo que mi familia se vea obligada a cumplir todos los rituales del luto antes de descubrir que no recibirán nada. Obsérvelos fingir. Se les da muy bien. A mí no me quieren.

Le agradezco de antemano el celo con el que velará por mis intereses. No será fácil. Me consuela saber que no estaré presente para soportar tan dura prueba.

Atentamente,

SETH HUBBARD

Jake estaba demasiado nervioso para leer el testamento. Respiró profundamente, se levantó, dio un paseo por el despacho, abrió la cristalera del balcón y, por primera vez aquella mañana, contempló el juzgado y la plaza antes de regresar al escritorio de tapa corredera, donde releyó la carta. Serviría como prueba para determinar que Seth Hubbard estaba en pleno uso de sus facultades al otorgar testamento. Por unos instantes le paralizó la indecisión. Se secó las manos en los pantalones. ¿Qué era mejor: dejar la carta, el sobre y los demás papeles donde estaban y correr en busca de Ozzie, o avisar a un juez?

No. La carta se la habían enviado confidencialmente. Tenía todo el derecho del mundo a examinar su contenido. Aun así tenía la impresión de estar manipulando una bomba de relojería. Apartó lentamente la misiva y contempló la hoja siguiente. Con el corazón desbocado y las manos temblorosas, miró la tinta azul y tuvo la certeza de que aquellas palabras consumirían uno o dos años de su vida.

Decía así:

ÚLTIMA VOLUNTAD Y TESTAMENTO

DE HENRY SETH HUBBARD

Yo, Seth Hubbard, de setenta y un años de edad, en pleno uso de mis facultades mentales, pero en un estado físico de deterioro, dicto por la presente mi última voluntad y testamento:

1. Resido en el estado de Mississippi. Mi domicilio legal es el 4498 de Simpson Road, Palmyra, condado de Ford, Mississippi.

2. Renuncio a cualquier testamento que haya firmado anteriormente, y en concreto al que con fecha de 7 de septiembre de 1987 otorgué ante el señor Lewis McGwyre, del bufete Rush de Tupelo, Mississippi, y en el que a mi vez renunciaba expresamente a otro firmado en mayo de 1985.

3. Este documento se presenta como un testamento ológrafo, enteramente de mi puño y letra, sin colaboración de nadie. Está fechado y firmado por mí. Lo he redactado yo solo, en mi despacho, a fecha de hoy, 1 de octubre de 1988.

4. Me hallo en pleno uso de mis facultades mentales, y en plena capacidad para testar. Nadie ejerce o intenta ejercer ningún tipo de influencia sobre mí.

5. Designo como albacea de mis bienes a Russell Amburgh, del 762 de Ember Street, Temple, Mississippi. El señor Amburgh ha sido vicepresidente de mi grupo empresarial y posee un conocimiento directo de mis activos y de mis pasivos. Al señor Amburgh le emplazo a contratar los servicios del señor Jake Brigance, abogado de Clanton, Mississippi, a efectos de representación jurídica. Es mi voluntad que ningún otro abogado del condado de Ford toque mis bienes o gane un solo centavo validándolos.

6. Tengo dos hijos, Herschel Hubbard y Ramona Hubbard Dafoe, padres a su vez, aunque no sé de cuántos hijos, ya que hace tiempo que no nos hemos visto. Excluyo específicamente a todos mis hijos y nietos de heredar cualquiera de mis bienes. No recibirán nada. Ignoro cuál es el término jurídico para decir que se «saca» a una persona de una herencia, pero mi intención, por la presente, es evitar por completo que mis hijos y nietos obtengan algo de mí. Si impugnan este testamento, y pierden, es mi voluntad que corran de su cuenta todos los gastos judiciales y de representación letrada en que hayan incurrido movidos por la codicia.

7. Tengo dos ex mujeres a quienes no nombraré. Dado que en los respectivos divorcios se lo quedaron prácticamente todo, no les asigno ningún bien en el presente documento. Las excluyo específicamente. Que mueran con dolor, como yo.

8. Doy, lego, entrego, transfiero (o como demonios se diga) el 90 por ciento de mis propiedades a mi amiga Lettie Lang, en gratitud por la entrega y amistad que me ha demostrado en los últimos años. Su nombre completo es Letetia Delores Tayber Lang, y su dirección el 1488 de Montrose Road, Box Hill, Mississippi.

9. Doy, lego, etc., el 5 por ciento de mis propiedades a mi hermano Ancil F. Hubbard, en caso de que aún esté con vida. Hace años que no tengo noticias suyas, aunque he pensado con frecuencia en él. Fue un niño desatendido, que se merecía algo mejor. De niños fuimos testigos de cosas que ningún ser humano debería ver, y Ancil quedó traumatizado de por vida. Si en estos momentos estuviera muerto, su 5 por ciento pasaría a formar parte de la masa hereditaria.

10. Doy, lego, etc., el 5 por ciento de mis propiedades a la Iglesia Cristiana de Irish Road.

11. Solicito a mi albacea que venda mi casa, mis tierras, mis bienes inmuebles, mis pertenencias personales y mi depósito de madera situado cerca de Palmyra al valor de mercado, en cuanto sea conveniente, y añada el fruto de la venta a mi masa hereditaria.

SETH HUBBARD

1 de octubre de 1988

 

La firma era pequeña, pulcra, bien legible. Jake volvió a secarse las manos en los pantalones. Releyó el testamento. Ocupaba dos páginas, con una letra dispuesta en renglones perfectos, como si Seth hubiera usado metódicamente algún tipo de regla.

Había una docena de preguntas que requerían su atención a gritos. La más evidente, ¿quién narices era Lettie Lang? La segunda, con poca diferencia, ¿qué había hecho exactamente para merecer el 90 por ciento? Y una más: ¿cuál era la cuantía de la herencia? Si de verdad era tan grande, ¿qué parte se llevaría el impuesto de sucesiones? Pregunta a la que siguió rápidamente otra: ¿a cuánto podían ascender los honorarios del abogado?

Sin embargo, antes de dejarse llevar por la codicia, dio otro paseo por el despacho. Le daba vueltas la cabeza, y se le había disparado la adrenalina. Qué reyerta jurídica más soberbia. Habiendo dinero de por medio, seguro que la familia de Seth sacaría su propio arsenal de abogados y atacaría con furia el testamento. Pese a no haberse encargado nunca de ningún gran litigio por cuestiones sucesorias, Jake sabía que se dirimían en los tribunales, y a menudo con jurado. En el condado de Ford era raro que un muerto dejara gran cosa tras de sí, pero de vez en cuando fallecía alguien de cierta riqueza sin tener bien planeada su sucesión, o con un testamento sospechoso, y esas ocasiones eran un filón para los abogados del lugar, que entraban y salían del juzgado sin descanso, mientras se evaporaban los bienes en gastos legales.

Metió en una carpeta el sobre y las tres hojas, con delicadeza, y se la llevó abajo, a la mesa de Roxy, cuyo aspecto había mejorado un poco. Estaba abriendo el correo.

—Lee esto —dijo Jake—. Despacio.

Roxy hizo lo que le pedía.

—Uau —dijo al acabar—. Buena manera de empezar la semana.

—No para Seth —dijo Jake—. Haz el favor de fijarte en que ha llegado en el correo esta mañana, 3 de octubre.

—Ya me fijo. ¿Por qué?

—Quizá algún día las fechas sean decisivas en los tribunales. Sábado, domingo, lunes.

—¿Tendré que declarar?

—Puede que sí y puede que no. De momento solo tomamos precauciones, ¿vale?

—Tú eres el abogado.

Jake hizo cuatro copias del sobre, la carta y el testamento. Una de ellas se la dio a Roxy para que inaugurase el nuevo expediente del bufete. Las otras dos las guardó bajo llave en un cajón de su escritorio. Esperó. En cuanto dieron las nueve salió del despacho con el original y una copia. A Roxy le dijo que iba al juzgado. Cruzó la puerta de al lado, la del Security Bank, y depositó el original en la caja fuerte del bufete.

Ozzie Walls tenía su oficina en la cárcel del condado, a dos manzanas de la plaza, en un achaparrado búnquer de cemento construido escatimando recursos hacía una década. Más tarde habían añadido una especie de anexo para alojar al sheriff, su equipo y los alguaciles, lleno de mesas baratas, sillas plegables y una moqueta sucia toda deshilachada en los zócalos. Normalmente las mañanas de los lunes eran de mucho trabajo, ya que había que poner orden en la juerga del fin de semana. Llegaban mujeres cabreadas para pagar la fianza de sus maridos resacosos y sacarlos de la cárcel. Otras entraban como furias para firmar el documento que llevaría a sus esposos a prisión. Los padres esperaban asustados los detalles de la redada antidroga en la que habían pillado a sus hijos. Los teléfonos sonaban más que de costumbre, y en muchos casos nadie respondía. Todo era un ir y venir de policías que engullían dónuts y café cargado. Si al frenesí habitual se le añadía el extraño suicidio de un hombre misterioso, el resultado era una mañana de lunes más ajetreada aún de lo normal.

Al fondo del anexo, y de un pequeño pasillo, había una puerta maciza donde ponía en letras grandes, pintadas a mano: OZZIE WALLS, SHERIFF DEL CONDADO DE FORD. Estaba cerrada. El sheriff, que los lunes llegaba temprano, estaba hablando por teléfono. Su interlocutora era una mujer compungida de Memphis cuyo hijo había sido pillado al volante de una camioneta que, entre otras cosas, transportaba una cantidad nada desdeñable de marihuana. Los hechos se habían producido el sábado por la noche, cerca del lago Chatulla, en una zona forestal conocida por ser escenario de prácticas ilícitas. El chaval era inocente, por supuesto. La madre se moría de ganas de ir a Clanton y sacarle de la cárcel de Ozzie.

No tan deprisa, le advirtió este último. Llamaron a la puerta. Tapó el auricular.

—¡Adelante! —dijo.

La puerta se abrió unos centímetros. Por la rendija asomó la cabeza de Jake Brigance. Ozzie sonrió inmediatamente y le hizo señas de que entrara. Jake cerró la puerta y se sentó en una silla. Ozzie estaba explicando que, aunque el crío tuviera diecisiete años, le habían pillado con casi un kilo y medio de maría, y por lo tanto no podían dejarle en libertad bajo fianza hasta que lo dictaminara un juez. Al oír despotricar a la madre, Ozzie frunció el ceño y apartó el auricular de la oreja. Sacudió la cabeza y volvió a sonreír. El rollo de siempre. Jake también lo había oído muchas veces.

Tras escuchar un poco más, Ozzie prometió hacer lo que pudiese, que obviamente no era mucho, y colgó. Se levantó a medias para darle la mano a Jake.

—Buenos días, señor letrado.

—Buenos días, Ozzie.

Hablaron de todo y de nada, hasta llegar al tema del fútbol. Ozzie había jugado una breve temporada con los Rams antes de destrozarse la rodilla, y aún seguía religiosamente al equipo. Dado que Jake era hincha de los Saints, como la mayoría de la gente en el estado de Mississippi, había poco de que hablar. Detrás de Ozzie, toda la pared estaba cubierta de recuerdos deportivos: fotos, premios, placas, trofeos... A mediados de los años setenta, cuando jugaba en el equipo de la universidad pública de Alcorn, le habían distinguido como uno de los mejores jugadores del país. A la vista estaba el esmero con que conservaba sus recuerdos.

Otro día, en otro momento, y preferiblemente con más público (por ejemplo en el juzgado, durante un descanso, con otros abogados escuchando), Ozzie podría haber tenido la tentación de referir la anécdota de cuando le había partido la pierna a Jake, que entonces era un quarterback flacucho de segundo curso en Karaway, un instituto mucho más pequeño que, por algún motivo, mantenía la tradición de ser aplastado por Clanton en la final de cada temporada. El partido, anunciado como el gran derbi del año, en ningún momento había tenido color. Ozzie, el placador estrella, había aterrorizado a la defensa de Karaway durante tres cuartos, y hacia el final del último se había lanzado a puntuar. El fullback, ya lesionado y atemorizado, ignoró a Ozzie, que atropelló a Jake, desesperado por huir. Ozzie siempre decía que había oído partirse el peroné. Según la versión de Jake, él solo había oído los bufidos y rugidos de un Ozzie sediento de sangre. Era una anécdota que, más allá de sus versiones, lograba contar al menos una vez al año.

Sin embargo, era lunes por la mañana, los teléfonos no paraban de sonar y los dos tenían trabajo. Era evidente que Jake venía por algo.

—Creo que me ha contratado Seth Hubbard —dijo.

Ozzie entrecerró los ojos mientras examinaba a su amigo.

—Creo que ya no está para contratar a nadie. Le tienen en el depósito de Magargel.

—¿Cortaste tú la cuerda?

—Digamos que le bajamos al suelo.

Ozzie cogió un expediente, lo abrió y sacó tres fotos en color de veinte por veinticinco que deslizó por la mesa. Jake las cogió. De frente, de espaldas y por el lado derecho; todas la misma imagen de Seth triste y muerto bajo la lluvia. Jake se quedó un segundo en estado de shock, pero disimuló. Estudió el rostro grotesco, tratando de reconocerlo.

—Nunca le había visto —farfulló—. ¿Quién le encontró?

—Uno de sus peones. Se ve que el señor Hubbard lo tenía todo planeado.

—Y que lo digas. —Jake metió la mano en el bolsillo de su americana y sacó las copias para acercárselas a Ozzie—. Esto ha llegado en el correo de esta mañana. Recién salido de imprenta. La primera página es una carta para mí. La segunda y la tercera se presentan como su testamento.

Ozzie cogió la carta y la leyó despacio. Después hizo lo propio con el testamento, sin traicionar ninguna emoción. Al acabar lo dejó todo en la mesa y se frotó los ojos.

—Vaya —consiguió decir—. ¿Es legal, Jake?

—En principio sí, pero seguro que lo va a impugnar la familia.

—¿Cómo lo impugnará?

—Con todo tipo de alegaciones: que si el viejo estaba mal de la cabeza, que si la mujer en cuestión le llevaba por el mal camino y le convenció de que cambiase el testamento... Hazme caso: si hay dinero en juego, tirarán con bala.

—La mujer en cuestión —repitió Ozzie, y sonrió, moviendo despacio la cabeza.

—¿La conoces?

—¡Y tanto!

—¿Negra o blanca?

—Negra.

Para Jake, que ya lo sospechaba, no fue una sorpresa ni una decepción. Al contrario: en ese instante empezó a sentir un primer brote de entusiasmo. Un hombre blanco con dinero, un testamento de última hora en que se lo dejaba todo a una mujer negra por quien evidentemente sentía un gran cariño, y un pleito a muerte ante un jurado, con él, Jake, en el ojo del huracán...

—¿Cuánto la conoces? —preguntó.

Era bien sabido que Ozzie conocía a todas las personas negras del condado de Ford, censadas o no, dueñas de tierras o indigentes, con trabajo o en paro voluntario, las que ahorraban o las que asaltaban domicilios, las de misa dominical o las de tugurio.

—La conozco —dijo, tan cauto como siempre—. Vive por Box Hill, en una zona que se llama Little Delta.

Jake asintió con la cabeza.

—Sí, he pasado en coche.

—Es el culo del mundo. Solo hay negros. Su marido se llama Simeon Lang y es un vago que vive a salto de mata y se engancha cada poco tiempo a la botella.

—Yo no conozco a ningún Lang.

—Pues a este no hace falta que le conozcas. Creo que cuando está sobrio conduce un camión y maneja un bulldozer. Sé que ha trabajado una o dos veces en plataformas de petróleo. Es un t

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