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George March habÃa escrito otro libro.
Era un volumen grueso, y la cubierta mostraba un óleo de la escuela holandesa en el que una joven sirvienta se tocaba el cuello con recato. La señora March pasó por delante de una de las librerÃas del barrio y, en el escaparate, vio una pirámide impresionante de ejemplares de tapa dura. El libro pronto serÃa proclamado la obra maestra de George March y, aunque ella no lo supiera, ya habÃa empezado a ascender en todas las listas de los más vendidos y más sugeridos para clubes de lectura, se estaba agotando hasta en las librerÃas menos frecuentadas e inspiraba recomendaciones entusiastas entre grupos de amigos. «¿Has leÃdo el último libro de George March?» se habÃa convertido en la frase de moda para iniciar una conversación en los cócteles.
Se dirigÃa a su pastelerÃa favorita, una tiendecita encantadora con un toldo rojo y un banco de madera blanqueada delante. Era un dÃa frÃo, pero no desagradable, y la señora March se tomó su tiempo y contempló los árboles sin hojas que flanqueaban las calles, las flores de Pascua aterciopeladas que enmarcaban los escaparates, las vidas que se vislumbraban detrás de las ventanas de los edificios.
Cuando llegó a la pastelerÃa, se miró en la puerta de cristal antes de abrirla y entrar; entonces la campanilla que colgaba del techo tintineó anunciando su presencia. El calor y el aliento de los cuerpos que habÃa dentro, mezclados con el calor de los hornos del obrador, enseguida la sofocaron. Delante de la caja registradora se habÃa formado una cola considerable que serpenteaba entre las escasas mesitas ocupadas por parejas y joviales hombres de negocios que tomaban café o desayunaban sin reparar en el ruido que hacÃan.
A la señora March se le aceleró el pulso, una señal que siempre acompañaba el nerviosismo y la aprensión que manifestaba justo antes de interactuar con alguien. Se puso en la cola, sonrió a los desconocidos que tenÃa alrededor y se quitó los guantes de cabritilla. Se los habÃa regalado George por Navidad hacÃa dos años, y eran de un color poco habitual: verde menta. A ella jamás se le habrÃa ocurrido comprarse una prenda de ese color, pues no se habrÃa creÃdo capaz de ponérsela; sin embargo, le entusiasmaba la idea de que los desconocidos, cuando la vieran con aquellos guantes, la tomaran por la clase de mujer despreocupada y segura de sà misma que no habrÃa tenido ningún reparo en elegir un color tan atrevido.
George habÃa comprado los guantes en Bloomingdale’s, lo que a ella siempre la habÃa impresionado. Se imaginaba a George en el mostrador de los guantes, charlando con las aduladoras dependientas, en absoluto avergonzado de estar comprando en la sección de artÃculos femeninos. Una vez, ella habÃa intentado comprarse lencerÃa en Bloomingdale’s. Era un dÃa de verano especialmente caluroso, y la blusa se le adherÃa a la espalda y a sus sandalias les costaba despegarse del pavimento. ParecÃa que hasta las aceras exudaran sudor.
Las mañanas de los dÃas laborables, Bloomingdale’s atraÃa sobre todo a amas de casa adineradas, mujeres que se acercaban a los percheros con languidez, con una sonrisa de color rosa pastel pintada en los labios fruncidos; se dirÃa que en realidad no querÃan estar allÃ, pero, ¡ay!, era inevitable, porque ¿qué podÃas hacer, francamente, sino probarte unas cuantas prendas y quizá comprarte dos o tres? A la señora March la intimidaba más aquella atmósfera que la que imperaba en los grandes almacenes a última hora de la tarde, cuando las mujeres trabajadoras se abalanzaban sobre los percheros sin un ápice de elegancia ni dignidad y pasaban las perchas a toda velocidad y sin molestarse en recoger la ropa que caÃa al suelo.
Esa mañana, en Bloomingdale’s, habÃan acompañado a la señora March a un amplio probador de color rosa. En un rincón habÃa un diván de terciopelo junto a un teléfono privado que servÃa para llamar a las dependientas, a quienes ella se imaginaba riendo y susurrando detrás de la puerta. Todo lo que habÃa en la salita, incluida la moqueta, era de un rosa cursi y empalagoso, como el aliento con olor a chicle de una niña de quince años. El sujetador que le habÃan escogido, que colgaba provocativamente de una percha forrada de seda en la puerta del probador, era suave y ligero y tenÃa un olor dulzón, y por todo eso recordaba a la nata montada. Pegó contra su cara una de las tiras de encaje y la olió, y se llevó una mano, indecisa, a la blusa, pero no se atrevió a desnudarse y probarse aquella prenda tan delicada.
Acabó comprándose la ropa interior en una tiendecita del centro regentada por una mujer coja y con muchos lunares que le acertó la talla de sujetador con una sola ojeada a su cuerpo completamente vestido. A la señora March le habÃan gustado los mimos de aquella mujer, que habÃa elogiado su figura y, mejor aún, habÃa criticado la de otras clientas sin reprimir sus exclamaciones de desánimo. Las otras mujeres que habÃa en la tienda se habÃan quedado mirando la ropa sofisticada de la señora March con evidente anhelo. Ya nunca volvió a comprar en Bloomingdale’s.
Ahora, en la cola de la pastelerÃa, miró los guantes de cabritilla que acababa de quitarse, y luego se miró las uñas, y quedó consternada al ver que las tenÃa secas y partidas. Volvió a ponerse los guantes y, al levantar la cabeza, se dio cuenta de que alguien se le habÃa colado. Convencida de que debÃa de tratarse de un error, intentó discernir si aquella mujer solo habÃa ido a saludar a alguien que ya estaba en la cola, pero no: la mujer estaba plantada delante de ella en silencio. Nerviosa, la señora March trató de decidir si debÃa confrontar a la mujer con lo ocurrido. Colarse era de muy mala educación, si es que esa habÃa sido su intención, pero ¿y si se equivocaba? Asà que no dijo nada y se mordió la cara interna de las mejillas (un hábito compulsivo que habÃa heredado de su madre) hasta que la mujer pagó y se marchó y le llegó el turno a la señora March.
Desde su lado del mostrador, sonrió a Patricia, la dependienta de mejillas coloradas y melena rizada y frondosa que llevaba la tienda. Patricia le caÃa bien: la veÃa como a una especie de mesonera rolliza y malhablada pero amable; el clásico personaje que protegerÃa a una pandilla de humildes huérfanos en una novela de Dickens.
—¡Aquà llega la mujer más elegante del barrio! —dijo Patricia al ver acercarse a la señora March, que le sonrió y se dio la vuelta para comprobar si alguien lo habÃa oÃdo—. ¿Lo de siempre, tesoro?
—SÃ, pan de aceitunas negras y... Bueno, sà —dijo—: hoy también me llevaré dos cajas de macarons, por favor. De las grandes.
Patricia rebuscó detrás del mostrador, agitando su gran mata de rizos de un lado a otro mientras completaba el pedido. La señora March sacó la cartera sin dejar de sonreÃr, complacida por el halago de Patricia, y acarició con la yema de los dedos las protuberancias de la piel de avestruz.
—Estoy leyendo el libro de su marido —dijo Patricia; estaba agachada detrás del mostrador y se habÃa perdido momentáneamente de vista—. Me lo compré hace dos dÃas y casi lo he terminado. No puedo parar. Me encanta. ¡Es buenÃsimo!
La señora March se acercó un poco más y se apoyó en el expositor de cristal lleno de magdalenas de todo tipo y tartas de queso, esforzándose para oÃrla a pesar del bullicio.
—Oh —dijo; esa conversaciÃ