La señora March

Virginia Feito

Fragmento

cap-2

1

George March había escrito otro libro.

Era un volumen grueso, y la cubierta mostraba un óleo de la escuela holandesa en el que una joven sirvienta se tocaba el cuello con recato. La señora March pasó por delante de una de las librerías del barrio y, en el escaparate, vio una pirámide impresionante de ejemplares de tapa dura. El libro pronto sería proclamado la obra maestra de George March y, aunque ella no lo supiera, ya había empezado a ascender en todas las listas de los más vendidos y más sugeridos para clubes de lectura, se estaba agotando hasta en las librerías menos frecuentadas e inspiraba recomendaciones entusiastas entre grupos de amigos. «¿Has leído el último libro de George March?» se había convertido en la frase de moda para iniciar una conversación en los cócteles.

Se dirigía a su pastelería favorita, una tiendecita encantadora con un toldo rojo y un banco de madera blanqueada delante. Era un día frío, pero no desagradable, y la señora March se tomó su tiempo y contempló los árboles sin hojas que flanqueaban las calles, las flores de Pascua aterciopeladas que enmarcaban los escaparates, las vidas que se vislumbraban detrás de las ventanas de los edificios.

Cuando llegó a la pastelería, se miró en la puerta de cristal antes de abrirla y entrar; entonces la campanilla que colgaba del techo tintineó anunciando su presencia. El calor y el aliento de los cuerpos que había dentro, mezclados con el calor de los hornos del obrador, enseguida la sofocaron. Delante de la caja registradora se había formado una cola considerable que serpenteaba entre las escasas mesitas ocupadas por parejas y joviales hombres de negocios que tomaban café o desayunaban sin reparar en el ruido que hacían.

A la señora March se le aceleró el pulso, una señal que siempre acompañaba el nerviosismo y la aprensión que manifestaba justo antes de interactuar con alguien. Se puso en la cola, sonrió a los desconocidos que tenía alrededor y se quitó los guantes de cabritilla. Se los había regalado George por Navidad hacía dos años, y eran de un color poco habitual: verde menta. A ella jamás se le habría ocurrido comprarse una prenda de ese color, pues no se habría creído capaz de ponérsela; sin embargo, le entusiasmaba la idea de que los desconocidos, cuando la vieran con aquellos guantes, la tomaran por la clase de mujer despreocupada y segura de sí misma que no habría tenido ningún reparo en elegir un color tan atrevido.

George había comprado los guantes en Bloomingdale’s, lo que a ella siempre la había impresionado. Se imaginaba a George en el mostrador de los guantes, charlando con las aduladoras dependientas, en absoluto avergonzado de estar comprando en la sección de artículos femeninos. Una vez, ella había intentado comprarse lencería en Bloomingdale’s. Era un día de verano especialmente caluroso, y la blusa se le adhería a la espalda y a sus sandalias les costaba despegarse del pavimento. Parecía que hasta las aceras exudaran sudor.

Las mañanas de los días laborables, Bloomingdale’s atraía sobre todo a amas de casa adineradas, mujeres que se acercaban a los percheros con languidez, con una sonrisa de color rosa pastel pintada en los labios fruncidos; se diría que en realidad no querían estar allí, pero, ¡ay!, era inevitable, porque ¿qué podías hacer, francamente, sino probarte unas cuantas prendas y quizá comprarte dos o tres? A la señora March la intimidaba más aquella atmósfera que la que imperaba en los grandes almacenes a última hora de la tarde, cuando las mujeres trabajadoras se abalanzaban sobre los percheros sin un ápice de elegancia ni dignidad y pasaban las perchas a toda velocidad y sin molestarse en recoger la ropa que caía al suelo.

Esa mañana, en Bloomingdale’s, habían acompañado a la señora March a un amplio probador de color rosa. En un rincón había un diván de terciopelo junto a un teléfono privado que servía para llamar a las dependientas, a quienes ella se imaginaba riendo y susurrando detrás de la puerta. Todo lo que había en la salita, incluida la moqueta, era de un rosa cursi y empalagoso, como el aliento con olor a chicle de una niña de quince años. El sujetador que le habían escogido, que colgaba provocativamente de una percha forrada de seda en la puerta del probador, era suave y ligero y tenía un olor dulzón, y por todo eso recordaba a la nata montada. Pegó contra su cara una de las tiras de encaje y la olió, y se llevó una mano, indecisa, a la blusa, pero no se atrevió a desnudarse y probarse aquella prenda tan delicada.

Acabó comprándose la ropa interior en una tiendecita del centro regentada por una mujer coja y con muchos lunares que le acertó la talla de sujetador con una sola ojeada a su cuerpo completamente vestido. A la señora March le habían gustado los mimos de aquella mujer, que había elogiado su figura y, mejor aún, había criticado la de otras clientas sin reprimir sus exclamaciones de desánimo. Las otras mujeres que había en la tienda se habían quedado mirando la ropa sofisticada de la señora March con evidente anhelo. Ya nunca volvió a comprar en Bloomingdale’s.

Ahora, en la cola de la pastelería, miró los guantes de cabritilla que acababa de quitarse, y luego se miró las uñas, y quedó consternada al ver que las tenía secas y partidas. Volvió a ponerse los guantes y, al levantar la cabeza, se dio cuenta de que alguien se le había colado. Convencida de que debía de tratarse de un error, intentó discernir si aquella mujer solo había ido a saludar a alguien que ya estaba en la cola, pero no: la mujer estaba plantada delante de ella en silencio. Nerviosa, la señora March trató de decidir si debía confrontar a la mujer con lo ocurrido. Colarse era de muy mala educación, si es que esa había sido su intención, pero ¿y si se equivocaba? Así que no dijo nada y se mordió la cara interna de las mejillas (un hábito compulsivo que había heredado de su madre) hasta que la mujer pagó y se marchó y le llegó el turno a la señora March.

Desde su lado del mostrador, sonrió a Patricia, la dependienta de mejillas coloradas y melena rizada y frondosa que llevaba la tienda. Patricia le caía bien: la veía como a una especie de mesonera rolliza y malhablada pero amable; el clásico personaje que protegería a una pandilla de humildes huérfanos en una novela de Dickens.

—¡Aquí llega la mujer más elegante del barrio! —dijo Patricia al ver acercarse a la señora March, que le sonrió y se dio la vuelta para comprobar si alguien lo había oído—. ¿Lo de siempre, tesoro?

—Sí, pan de aceitunas negras y... Bueno, sí —dijo—: hoy también me llevaré dos cajas de macarons, por favor. De las grandes.

Patricia rebuscó detrás del mostrador, agitando su gran mata de rizos de un lado a otro mientras completaba el pedido. La señora March sacó la cartera sin dejar de sonreír, complacida por el halago de Patricia, y acarició con la yema de los dedos las protuberancias de la piel de avestruz.

—Estoy leyendo el libro de su marido —dijo Patricia; estaba agachada detrás del mostrador y se había perdido momentáneamente de vista—. Me lo compré hace dos días y casi lo he terminado. No puedo parar. Me encanta. ¡Es buenísimo!

La señora March se acercó un poco más y se apoyó en el expositor de cristal lleno de magdalenas de todo tipo y tartas de queso, esforzándose para oírla a pesar del bullicio.

—Oh —dijo; esa conversaciÃ

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