El aguijón del escorpión (Nora Kelly 2)

Lincoln Child
Douglas Preston

Fragmento

aguijon-2

1

Desde que se graduara en la academia hacía ocho meses, la agente especial Corrie Swanson había aprendido a no tener casi ninguna expectativa. No obstante, lo que nunca había esperado era que debería entregar órdenes judiciales a adolescentes histéricos. Mientras regresaba a través de las montañas con el resto del equipo del FBI, pensó con alivio que estaba a punto de acabar un día duro.

Volvían de la ciudad de Edgewood después de entregar una orden judicial a un hacker con la cara llena de granos que rompió a llorar cuando abrió la puerta de la casa de su madre y los vio. Corrie se había sentido mal por el crío, y luego se sintió mal por sentirse mal, porque, después de todo, había entrado «solo por diversión» en una red confidencial del Laboratorio Nacional de Los Álamos. Ahora sus ordenadores, sus discos duros externos, su iPhone, su PlayStation e incluso el sistema de seguridad de la casa de su madre estaban en el Navigator negro con los vidrios tintados que seguía su coche con la agente Liz Khoury al volante y el agente Harry Martinez de copiloto.

Corrie iba sentada al lado de su jefe, el agente especial Hale Morwood, su supervisor, que conducía el coche menos atractivo para un ladrón que Corrie había visto en su vida: un modelo antiguo de camioneta Nissan con todos los extras, del color rojo de una manzana bañada en caramelo, con unas franjas de coche de carreras y un adhesivo de un dragón chino que cruzaba en diagonal el capó. Era la antítesis de la personalidad de Morwood. Cuando Corrie por fin reunió el valor para preguntar a su jefe por qué conducía aquello, su respuesta fue: «Me muevo de incógnito».

—Bueno —dijo Morwood adoptando su voz de mentor—, ¿ha tenido suficiente emoción por hoy?

Difícil o no, Corrie sabía que lo de hoy había sido una especie de premio. Había dedicado más horas que las que le correspondían al trabajo burocrático, se había esforzado en impresionar a Morwood e incluso había conseguido desempeñar un papel importante en un caso reciente. Era obvio que para Mor­wood aquello equivalía a un viaje de final de curso.

Aun así, también sabía que su jefe torcería el gesto si se deshacía en agradecimientos.

—Me he sentido un poco idiota llevando puesto el chaleco antibalas en una misión así.

—Nunca se sabe. En vez de gritarnos, la madre podría haber sacado un Magnum .357.

—¿Qué van a hacer con todo ese equipo informático?

—El laboratorio lo revisará para averiguar qué ha hecho y cómo, y luego volveremos y detendremos al chico… Y su vida habrá terminado.

Corrie tragó saliva.

—¿Le parece excesivo?

—Sinceramente, no se ajusta a mi idea de delincuente.

—A la mía tampoco. Un chico inteligente, de una familia estable de clase media, un estudiante de sobresalientes, con un futuro prometedor… En cierta manera eso lo hace peor que, digamos, un chico que crece en los barrios marginales de la ciudad y empieza a trapichear con drogas porque no conoce otra cosa. Nuestro chico tiene dieciocho años, es adulto y ha jaqueado un sistema que guarda información confidencial sobre bombas nucleares.

—Lo pillo, se lo aseguro.

Un momento después Morwood dijo:

—La compasión está bien, muchos agentes la pierden con los años, pero hay que equilibrarla con el sentido de la justicia. Tendrá un juicio justo ante doce sensatos ciudadanos estadounidenses de a pie. Así es como funciona… y es un sistema precioso.

Corrie asintió. Morwood era agente desde hacía veinte años y su falta de cinismo no dejaba de sorprenderla. Tal vez por eso lo habían elegido para ejercer de mentor de los agentes nuevos durante el periodo de prueba de dos años. Muchos de sus compañeros novatos —la mayoría de los tíos y algunas mujeres— tenían como mentor a un tipo duro y muy macho, cínico y amargado.

Cuando atravesaban Tijeras por la vieja Ruta 66, Morwood se inclinó y subió el volumen de la radio policial, cuyo murmullo había estado sonando de fondo.

«Altercado doméstico. Zona de acampada de Cedro Peak. Informan de disparos…».

Corrie abandonó sus divagaciones y prestó atención.

«Informan de una discusión doméstica y de disparos en una caravana. Posible víctima de disparos. Posibles rehenes. Lugar: zona de acampada de Cedro Peak, Nuevo México, 252, desvío de Sabino Canyon…».

—Maldita sea —dijo Morwood toqueteando el programa de navegación—. Está a la vuelta de la esquina. —Cogió el micro—. Aquí los agentes especiales Morwood y Swanson y Khoury y Martinez. Estamos en la Ruta 66 pasando por Tijeras, cogemos la 337 de Nuevo México en dirección sur. Llegaremos en diez minutos.

Morwood aceleró mientras hablaba con la persona de la centralita y los agentes que nos seguían en el otro coche. Los neumáticos chirriaron cuando tomó la salida 337 de la Ruta 66 en dirección a las estribaciones de las montañas Sandía al mismo tiempo que daba un manotazo a la sirena instalada en el salpicadero y encendía los faros ocultos. En el SUV enseguida hicieron lo mismo.

La agente de la centralita compartió con los agentes toda la información que tenía, que era bastante poca; básicamente, otros usuarios del camping habían llamado al 911 para informar de un incidente en una caravana extensible: una discusión acalorada, gritos de una mujer, disparos. Uno de ellos también había dicho que le había parecido oír llorar a una niña pequeña. Por supuesto todos los campistas se habían largado escopeteados.

—Al parecer, vamos a tener un poco de acción de verdad, no solo un hacker llorica —dijo Morwood—. Somos los primeros en responder al aviso. Revise su arma.

Corrie sintió que se le aceleraba el corazón. Sacó la Glock 19M de la funda que llevaba a la altura de la axila y extrajo el cargador, lo revisó, lo introdujo de nuevo y volvió a guardar la pistola. De acuerdo con el procedimiento estándar, ya había una bala en la recámara. Se alegró de no haberse quitado el chaleco antibalas.

—Discusión doméstica —dijo Morwood recuperando el modo mentor—. Como sin duda le enseñaron en la academia, puede ser la más peligrosa de las intervenciones. Es posible que el responsable no atienda a razones, esté nervioso y tenga impulsos suicidas.

—Correcto.

El velocímetro subió a los ciento diez kilómetros por hora, lo cual, si bien en sí mismo no era una velocidad excesiva, en una carretera de montaña con caídas escarpadas y escasos guardarraíles asustaba un poco. Los neumáticos protestaban tímidamente con un chirrido de goma en cada curva.

—¿Cuál es el plan? —preguntó Corrie. No los esperaba un crío con espinillas; esto era real. Se trataba de su primera intervención en una situación con una persona armada.

—Han llamado a un equipo SWAT y a un negociador del CNU, y el FBI ha avisado al CIRG. De modo que tomaremos posiciones defensivas, anunciaremos nuestra llegada, evaluaremos la situación y rebajaremos la tensión. En definitiva, daremos conversación al tipo hasta que lleguen los profesionales.

—¿Y si tiene un rehén?

—En ese caso, la clave es darle conversación, tranquilizarlo y centrarnos en convencerlo para que suelte al rehén. A no ser que se trate una crisis, cuanto menos hagamos, mejor. El momento más peligroso es cuando lleguemos y la persona armada nos vea. Así que nos pre

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos