1
Llegué veinte minutos tarde a mi cita con el Detective Salvaje porque me pasé de largo un par de veces. A plena luz del día, una mañana despejada, en un coche alquilado con un GPS que solo sirvió para confundirme. Lo que más me confundió fue la sensación que transmitía el lugar. En concreto, la sensación de que era un lugar para pasarlo de largo y, por tanto, no pisé el freno. Estuco blanco, con columnas forradas de secuoya y tejado de terracota. Una terraza alrededor de la planta alta, con unas escaleras de acceso desde el aparcamiento lateral. Todas las ventanas tenían rejas.
Las señalizaciones de las diversas puertas eran de plástico malo o simples letreros impresos en vertical clavados a las columnas por unos ojales. Una anunciaba TATUAJES, otra SPA. Arriba, PIERCINGS SUTRA DEL GUERRERO. En la ventana del SPA, por delante de las cortinas corridas, unas bombillas de neón rojo y azul rezaban ABIERTO. Supuse que entendía a qué aludía SPA en este caso. Eran las nueve de un sábado por la mañana, el 14 de enero de 2017. O las nueve y veinte, puesto que, como he dicho, llegaba tarde. Parecía imposible llegar tarde a nada en semejante edificio.
Concertar una cita allí equivalía a haberse hundido en el subsuelo de la vida, estar fuera del tiempo ordinario. Si eras yo, no debías estar allí.
Después de pasar de largo mi destino, conduje un rato por Foothill Boulevard antes de darme cuenta. Los centros comerciales, las áreas de servicio y las cadenas de restaurantes terminaron conformando un único telón de fondo, como cuando Pedro Picapiedra circulaba a toda velocidad. El espacio allí era distinto. Di media vuelta y aminoré. El edificio no estaba exactamente a oscuras, nada lo estaba con aquel resplandor. Pero tenía una densidad imperfecta que hacía que fuera fácil pasarlo por alto.
El problema también eran los alrededores. Detrás del aparcamiento se extendía un parque de caravanas dispersas. A la derecha, detrás de la valla, una tundra de hoyos y montones de grava, en un solar del tamaño aproximado de Central Park. Tal vez exagere. Exagero. La mitad del tamaño de Central Park. En ese baldío el edificio parecía falso. Exigía un contexto donde no había contexto posible. Es decir, seres humanos, con los que quisieras coincidir o entablar relación. La fuerza que me había empujado a pasar de largo no era solo repulsión. El edificio te hacía cobrar conciencia de las cerrazones mentales. Aparcar allí significaba no ser quien creías ser. Quizá yo no lo fuese ahora.
Además, no podía más. El azul del cielo me estaba matando, eso y la manera en que, al otro lado de la carretera, sin el menor sentido del gusto ni la proporción, las cimas nevadas se enzarzaban de forma violenta e intrincada con el azul galáctico, plano. Por debajo, franjas blancas de niebla se adherían a los contornos de las rocas. En el cielo en sí no había nada que se le pareciera.
Si me quedaba mirando los puntos donde el azul tocaba con el blanco, se me iba la cabeza. Era algo que solo se veía en las películas, con actores disfrazados de enanitos corriendo por una montaña generada por ordenador, salvo que aquí no había un marco negro alrededor ni un cartel de salida flotando en la periferia. Solo azul. Pensé en la palabra «sobrenatural», pero la descarté por tonta. Precisamente aquello era natural. Aparqué detrás del edificio y busqué la habitación número ocho.
Tuve que subir las escaleras para encontrarla. La terraza de la primera planta me dio una nueva perspectiva de la extensión de caravanas y el vacío de extrarradio más allá. Aunque no resolvió el misterio de qué escondían los lechos secos de grava ni cómo la niebla blanca podía adherirse a las montañas cuando no había una sola nube en el cielo.
«Es culpa tuya, señorita. Te fuiste al oeste. Ahora, apechuga». Llamé a la puerta.
2
Por si acaso no resulta evidente, en esta historia aparece un detective. Pero no soy yo. Medio me adjudiqué el papel al subir al avión, pero no. Perdón. Eso sí, en la historia hay una persona desaparecida, que podría ser yo. O tú o prácticamente cualquiera. Como me dijo él una vez: ¿quién no ha desaparecido? Era dado a esos comentarios de oráculo deprimido. Sorprendentemente, acabaron por gustarme.
3
Una voz detrás de la placa n.º 8 respondió: «Está abierto». Empujé. Regía la consabida ley del sol deslumbrante, así que me cegó la penumbra. No había vestíbulo ni sala de espera, mucho menos una secretaria que cribara las visitas. Había entrado directamente en la supuesta suite, un espacio tenebroso, amplio y atestado que todavía se oscureció más cuando la voz me pidió que cerrase la puerta y obedecí. En el instante que había tenido para adivinar contornos, había identificado un escritorio del tamaño de una barca, una persona detrás, las siluetas junto a las paredes, todos ellos objetos inanimados. Al no haber nadie más emboscándome, me sentí razonablemente segura. Podía salir por la misma puerta antes de que él rodeara el escritorio. Llevaba un espray de pimienta en el bolso y una diminuta bocina de aire comprimido. No había usado ni el uno ni la otra, y puede que la bocina fuera de broma.
—¿Phoebe Siegler?
La única lámpara de la habitación estaba sobre el escritorio. Solo vi unos vaqueros y unas botas. La lámpara tenía por toda compañía un teléfono fijo, un pesado aparato negro de oficina. Nada de ordenadores.
—Siento el retraso —me disculpé, por decir algo.
Él bajó los pies de la mesa y echó la silla hacia delante y mis ojos se adaptaron a la penumbra para ver primero la ajada cazadora de cuero rojo, de corte y adornos propios de una camisa de vaquero, con puños y bolsillos ribeteados en cuero blanco. El cuero estaba tan reseco y tieso que parecía una camisa de vaquero hecha con un molde de bronce que luego hubieran pintado con un espray. Era ridícula, pero al final me acostumbré. Es más, la consideré un símbolo. Todavía no he vuelto a ver otra igual.
Por encima, asomó a la luz su enorme cabeza. Tenía ojos castaños bajo unas cejas espesas de arco mefistofélico. El pelo iba remitiendo desde la frente amplia y las patillas eran anchas y lo bastante barbudas para dar la impresión de que también remitían a partir de las mejillas. Como si la cara se hubiera colado por un hueco en una maraña de pelo, pensé tontamente. El final de las patillas pedía un afeitado desde hacía al menos un par de días. Recordaba a una de esas máscaras de hojas de cerámica que cuelgan en los cobertizos de los jardines pretendidamente ingleses. La nariz y los labios gruesos, la hendidura de la barbilla y el surco labial profundos, todo parecía de cerámica o de madera. Sin embargo, pese a ello o quizá precisamente por eso, me resultó atractivo, con cierta repulsión de fondo. Quizá la repulsión fuera hacia mí misma por fijarme en él.
Siempre me ha reconcomido un poco el misterio de qué le veía Meryl a Clint. Creo que vi la película en la tele por cable cuando tenía once o doce años, y a mí Clint me pareció raro y desconcertante. Así que quizá ese fuera el misterio que había ido a resolver allí. A menudo es así como descubro que alguien me resulta atractivo, con mi cerebro poniéndose al día de algo tan remoto que parece un planeta lejano. Supongo que ya podía tacharlo de la lista: por fin me había despertado un cosquilleo un vaquero cincuentón. Ya ves.
Lo cual no significaba que quisiera coquetear. Estaba aterrada y se me notaba. Se presentó: «Soy Charles Heist», y se adentró más en la luz, pero no tendió la mano. La vista se me había adaptado lo suficiente para valorar la exposición de objetos que había junto a las paredes. A la izquierda, una cama estrecha de hierro cubierta por un montón de mantas apiladas y con las almohadas dispuestas a lo largo, contra la pared. Confié en que él no esperara que tomara aquello por un sofá. A la derecha, la funda negra y gastada de una guitarra acústica, un archivador de dos cajones y un armario ropero de madera clara que, no pude evitar notarlo, podría haberse considerado una pijada de estilo moderno danés de no estar tan deteriorado. Pero todo eso lo hacía mi cabeza, entreteniéndose con tonterías.
Charles Heist me devolvió a la realidad.
—Por teléfono me dijo que busca a alguien.
Le había telefoneado el día antes y él me había devuelto la llamada, quizá desde el teléfono de ese escritorio.
—A la hija de una amiga, sí.
—Siéntese.
Señaló una silla plegable entre el archivador y el ropero. Mientras yo la cogía y la abría, él me miraba sin el menor atisbo de vergüenza por su falta de galantería. Yo de momento prefería que el escritorio siguiera separándonos y tal vez él lo intuyera, o sea que de hecho estaba siendo galante.
—¿Viene de parte de Jane Toth?
—Sí.
Jane Toth era la asistente social cuyo nombre me había facilitado la policía local tras desentenderse desganadamente de mis esperanzas de obtener su colaboración en mi búsqueda de Arabella Swados, cuyo rastro me había conducido hasta Upland. Las chicas de dieciocho años que llevaban tres meses desaparecidas tras abandonar los estudios en el Reed College no cumplían los requisitos para que la policía ampliara su carga de casos. De modo que había acudido a la señorita Toth, especialista local en marginados y fugitivos. Después de someterme también ella a toda una serie de gestos destinados a moderar mis expectativas, había garabateado el nombre y el teléfono de Heist al dorso de una tarjeta y había mencionado su extraño apodo. También me había advertido de que el detective tenía métodos un poco heterodoxos, pero que en ocasiones conseguía milagros para familias que habían agotado todas las pistas, como la de Arabella.
—¿Trae material?
—Perdón. —Intentaría dejar de decirlo. Busqué en el bolso el pasaporte de Arabella, con una fotografía sacada hacía solo un año, cuando tenía diecisiete—. Supongo que esto significa que no tenemos que buscarla en México.
—México no queda tan cerca, señorita Siegler. Pero si usted quisiera, hay lugares por donde podría cruzar la frontera solo con el carnet de conducir.
—Creo que ella no tiene carnet.
—¿Ha utilizado las tarjetas de crédito?
—Tenía una de su madre, pero no la ha usado. Ya lo hemos comprobado.
—Si no, no estaría aquí.
El pasaporte que había deslizado sobre la mesa estaba limpio y rígido, y la tensión de las tapas hizo que se cerrara de golpe, aunque él no se percató. Heist —debería llamarle Charles, pero para mí no lo era, todavía no— no miró el pasaporte. Estaba mirándome a mí. Yo ya había soportado mi buena dosis de esas miradas masculinas que te desnudan, pero aquello fue más franco, como dos almas encontrándose en un claro soleado. Por un instante pareció tan impactado de que hubiera entrado en su despacho como yo.
—Supongo que esta no es su línea de trabajo, rastrear documentos y tal. —Uf. No paraba de decir tonterías.
—En absoluto.
—En el instituto, ella trabajó en una granja ecológica de Vermont. —Nada más decirlo, volví a ver las montañas, las condenadas extensiones de las que acababa de escapar. El azul. Ahora Arabella y yo estábamos espantosamente lejos de la versión verde pueblo de la ruralidad de Vermont—. Creo que de allí sacó alguna idea rara de escapar y vivir a su aire. De otros críos privilegiados igual de estúpidos que ella.
—Vivir a tu aire no siempre es mala idea. —Lo dijo sin mostrar la menor desaprobación, pese a que se lo había puesto en bandeja.
—No, por supuesto, no quería decir eso. En fin, ¿se encarga de casos así?
—Sí.
Ahora el azul de su mirada era como el del cielo: matador. Tal vez con ánimo compasivo, relajó la tensión y abrió el cajón de la derecha del escritorio. Desde luego podía sacar una pistola. O quizá fuera el momento del guion en que sacaba una botella y dos vasos. Puede que yo me pareciera a la mujer que le había roto el corazón. Me incliné un poco hacia delante. El cajón era hondo y se deslizó pesadamente. Heist hundió la mano y extrajo una bola peluda a rayas grises con un morro cónico blanco y unas garras rosas y blandas como las manos de una muñeca. Me sorprendió saber el nombre correcto sin tener que pensarlo: zarigüeya.
Las patas y la cola gruesa y pelada de la criatura colgaban a los lados del brazo de Heist, pero el animal no estaba muerto. Le brillaban los ojos negros. Me eché un poco hacia atrás. La habitación olía a madera cálida, como a sotobosque, y lo atribuí al animal que hasta entonces no había sabido que se ocultaba en el cajón. Heist lo acarició con fuerza con un dedo entre las orejas gatunas y fue bajando por el lomo, aparentemente hipnotizándolo. O quizá la hipnotizada fuera yo.
—¿Hace de sabueso? —bromeé—. Se me ha olvidado traer una prenda de ropa.
—Se llama Jean. —El tono era calmado, seguía sin dejarse ofender por mis impertinencias—. Está recuperándose de una infección del tracto urinario, si es que no la mata.
—Entonces es solo una mascota.
—Algunos pensaban eso, pero estaban mal informados. Tuve que quitársela.
—Ah. ¿Y ahora vive en su escritorio?
—De momento.
—¿Y luego qué? ¿La soltará para que vuelva a la naturaleza?
—Si sobrevive. No es probable.
A mí me sonaba a aires de superioridad moral, pero carecía de conocimientos zoológicos para objetar nada. No obstante, no pude evitar la sensación de que las caricias de Heist no buscaban el bien del animal, ni siquiera impresionarme a mí, sino mitigar su propia desolación. Tal vez oír hablar de chicas desaparecidas era algo que le superaba. Yo empezaba a fustigarme por el mero hecho de haber imaginado que aquel hombre podría encontrar a alguna.
—¿Qué necesita para empezar? —pregunté—. Me refiero a Arabella.
—Preguntaré por ahí. —Acarició a la zarigüeya, que me miró pestañeando.
—¿Le pago ahora?
—Esperemos a ver qué encuentro y luego hablamos. ¿Hay otros nombres?
—¿Otros nombres?
—Nombres que pueda estar utilizando. O nombres que haya mencionado en esta etapa de su vida. Amigos, novios, enemigos.
—Creo que dejó de dar nombres. Dejó de telefonear a casa. Pero le preguntaré a su madre.
—Lo que sea es mejor que nada.
—Se me ocurre uno, aunque no sé…
Heist y Jean esperaron, sin quitarme ojo.
—Leonard Cohen.
—Siga.
—Estaba un poco obsesionada con él, por eso lo digo. Incluso antes de que muriese. Podría explicar este, eh… destino.
Por no mencionar que no se me ocurría ninguna otra puta razón en el mundo para que una vegana adolescente sensible y sensata migrase a semejante lugar, pero no quería insultar al distrito que Charles Heist y su amiguita consideraban su hogar.
—Cree que subió a la montaña.
—Una coincidencia llamativa.
Mis investigaciones me habían llevado hasta allí: Mount Baldy, una de las montañas a cuyos pies se extendía Upland, era el lugar de residencia del gurú budista de Leonard Cohen y, desde hacía más o menos una década, el lugar de retiro del cantante. Yo no la distinguía del resto de las cimas nevadas que se alineaban más allá, pero para eso tenía el GPS de alquiler, y ahora, quizá, a aquel tipo.
La idea pareció inquietarle y retrasó un rato su réplica, en absoluto satisfactoria.
—Vale. Lo añado a la lista.
Deseé que me enseñara una lista de verdad, ni que fuera garabateada en un pósit, pero al menos le oí pronunciar la palabra. Acciones, procedimientos, protocolos, cualquier cosa menos aquel fenómeno de circo con chupa de cuero rojo tranquilizando a su zarigüeya de compañía o dejándose tranquilizar por ella.
Menuda engreída criticona de la élite del corredor nordeste de Acela estaba hecha. Acarreaba a la espalda como la concha de un caracol la burbuja de la que había escapado viniendo al oeste, una burbuja donde solo cabía uno. Al remitir el miedo, ocupó su lugar una rabia que me recorrió el cuerpo, la rabia por aquel viaje absurdo, por haber confiado a Arabella a semejantes manos. O porque Arabella me hubiera confiado a ellas, podía verse de las dos maneras. Heist, que por lo visto había vuelto a calarme, apartó la mano libre de las orejas de Jean el tiempo suficiente para guardarse el pasaporte en un bolsillo interior de la cazadora. Ya no podía recuperarlo. Había sido una idiota por no fotocopiarlo y dejar el original al alcance de aquel tipo.
—¿Cómo puedo localizarla? —preguntó.
—Me hospedo en el Doubletree, en Foothill…
—¿Con su nombre real?
—Sí, pero quería preguntarle si puedo acompañarlo. Tal vez podría describirle…
Callé al oír golpeteos y crujidos a mi espalda. Casi me cago encima. ¿Otro animal rescatado? El panel frontal del ropero se abrió y asomaron de lado dos pies sucios y desnudos, con los tobillos cubiertos por unas mallas grises. Giraron para posarse en el suelo y el resto de la persona salió contorsionándose hasta agacharse como el animal por el que la había tomado.
Una niña, de unos trece o catorce años, calculé. Pelo negro y lacio hasta los hombros, con aspecto de haber sido cortado con el cortaúñas que nadie le había enseñado a usar en sus propias uñas mordidas. Se abrazó las rodillas y me miró de soslayo, sin terminar de girar la cabeza almendrada en mi dirección. Llevaba un vestido negro de tubo por encima de las mallas. Tenía los brazos muy bronceados y ligeramente cubiertos por un vello aclarado por el sol que contrastaba con el pelo negro de los sobacos.
—No pasa nada —dijo Heist. Miró por encima de mí, a la muchacha—. No te busca a ti.
La chica siguió sentada como estaba, temblando levemente y frunciendo la comisura del labio.
—La ha tomado por un agente judicial —explicó Heist.
Me gustó que se sintiera obligado a explicármelo, supongo. Me había medio incorporado en la silla. Volví a sentarme.
—Ve —dijo Heist.
La niña salió disparada hacia el montículo de mantas de la cama baja. Adoptó la misma postura que antes, ovillada en torno a las rodillas pero por debajo de las mantas, con los ojos asomando por encima como desde una trinchera.
¿Era aquello un mensaje para mí, una forma de recordarme que algunos objetos perdidos no desean que los encuentren?
Heist devolvió con delicadeza a Jean al cajón y lo cerró.
—Te presento a Phoebe —le dijo a la niña—. Está buscando a otra persona, alguien que se fugó. Nosotros vamos a ayudarla.
¿Nosotros? Me dieron ganas de llorar. ¿La niña cabalgaba sobre Jean cuando salían juntos a investigar? No, necesitaría un animal mayor, un lobo o una cabra. O quizá el detective la llevara bajo el brazo libre, con el que no sujetaba a la zarigüeya.
—Pasaré a verla por el Doubletree —me dijo. No fue cortés ni rudo, pero me estaba despachando. Me sentí como si se hubiera abierto una trampilla debajo de mi silla.
—¿Está seguro de que no puedo acompañarle? —me oí suplicarle—. Me gustaría familiarizarme con el terreno. He venido solo para esto.
—Quizá después de que haya hecho algunas pesquisas.
—Genial —respondí, y luego añadí con torpeza—, mientras seguiré investigando por mi cuenta.
Las palabras que intercambiamos habrían resultado bastante creíbles de haberse pronunciado en un ambiente creíble. Allí, parecían un ensayo mecánico, algo sin la menor relación con lo que de verdad ocurría en la habitación, algo que no lograba identificar y en lo que participaba a regañadientes.
¿Podía pedirle que me devolviera el pasaporte? No. La niña me siguió con la mirada mientras me dirigía a la puerta y la abría al sol cegador. Por primera vez me fijé en los cuencos de agua y de comida del rincón, el comedero de Jean. O tal vez de la niña peluda. Caí en la cuenta de que Heist me había presentado a la zarigüeya, pero no a la niña. Me sentía loca de desesperación por haber ido hasta allí. Por mi gesto radical de abandonar mi jaula dorada y volverme intrépida. Asumir el papel de rescatadora. Y sin embargo era como si me hubiera visto reducida de buen grado, me hubiera revelado como poco más que la zarigüeya o la niña de las mantas. Mi misión había terminado en otra rendición a la autoridad masculina, el mismo guion resollante que dirigía el mundo del que había huido. Todas esas niñas perdidas a la espera de sus detectives. Y yo, yo estaría esperando en el Doubletree, para meditar sobre todas las comodidades a las que había renunciado. Con todo, también intuía la total incompetencia de la autoridad a la que me había rendido, un tipo que ni siquiera guardaba una pistola o una botella de whisky o un corazón roto en el cajón, solo un marsupial con una infección en el tracto urinario. Estaba, como poco, desconcertada. Me largué.
4
Sería culpa de las elecciones. Estaba trabajando para el venerable The New York Times, en un puesto insignificante ganado a pulso y pensado para garantizarme una vida dedicada por entero a ir subiendo en el escalafón. Así debían ser las cosas, hasta que salí pitando. Lo había hecho todo bien, como cierta primera candidata en la que todos, incluso mis amigos varones que la odiaban, confiábamos para que controlara la desaforada locura del mundo. Ahora la candidata hacía caminatas por las montañas de Chappaqua y yo me hospedaba en el Doubletree, a kilómetro y medio de Upland, California.
Me habían educado como a un producto típico de Manhattan, de clase media disimulada, en Yorkville. Mis padres eran los dos psiquiatras, y su matrimonio el recurso para tratar el romanticismo nervioso y maltrecho de mi madre. Hija única y, quizá, hija de más, pasé gran parte de la niñez buscándome otros hogares con varios hijos, casas bulliciosas donde casi podían confundirme con una más de la familia. No se trataba tanto de que mis padres no quisieran que invitara a mis amigos a casa. Cuando lo hacía siempre se mostraban encantados y nos ofrecían té y galletas, y nos sentaban para una sesión de lo que, según imaginaba entonces —y sigo imaginando ahora—, debía de ser una terapia de pareja.
Les ahorré a mis padres una suma escandalosa inscribiéndome en el instituto Hunter College, y luego les obligué a gastarse esa suma escandalosa matriculándome en una universidad en Boston. El verano anterior había entrado de becaria en una revista literaria y, cuando regresé a Nueva York después de graduarme, me contrataron. Era un lugar donde se fomentaba la reivindicación de ciertas actitudes teóricas feministas radicales que había cultivado en la universidad, incluso mientras medraba en un ambiente «tutorial» hostigador sobre el que se ironizaba superficialmente en una oficina plagada de hombres diez años mayores que yo. De allí a la NPR, la radio pública, donde me dediqué a la investigación, preparando los resúmenes que conseguían que pareciera que los locutores se habían leído libros que ni siquiera habían abierto. Y luego, la columna de opinión, el pie que metí en la puerta del baluarte.
El famoso día de noviembre en que mi jefe y todos los demás se sentaron deferentemente a una mesa larga y a puerta cerrada con la Bestia Electa para empaparse de censuras y adulaciones, decidí dejarlo. De hecho, nada más comenzar la semana siguiente, abrí la bocaza y dimití, con una declaración de principios perversa que me sorprendió a mí y a todo el que la escuchó. Era asombroso el odio que guardaba en mi corazón. Culpé a mi ciudad por haber creado al monstruo de la torre y no ser capaz de derrotarlo. Ya tenía trazado el plan de huida y no escuché las opiniones de nadie, ni las de mis padres ni las de ninguno de los mentores que había ido acumulando. Tamaña pataleta a los treinta y un años me valió el apodo de La Chica Que Se Largó. Creo que aquel día superé a Facebook. Hablo, por supuesto, de un círculo reducido.
Roslyn Swados había sido mi supervisora en la NPR. Con veinte años más que yo y condenada a perpetuidad a la radio pública, entablamos amistad cuando acababa de divorciarse. Yo salía de una ruptura juvenil reciente. Roslyn me invitó a su perfecto dúplex de Cobble Hill para degustar una cena consistente en una botella de vino blanco con una baguette y una cuña gigante de Humboldt Fog, un queso que no había probado hasta esa noche. Nos lo pulimos todo en una orgía de conmiseraciones y luego pasamos a la tableta de Toblerone.
La vida de Roslyn seguía el patrón de la Nueva York que yo había idealizado de niña, una vida cada vez más inaccesible para los que veníamos detrás, la que se adivinaba en miles de relatos de los números del New Yorker de los años ochenta y noventa que seguían apilados en el lavabo de mis padres, algunos de los cuales me sabía de memoria. Normal que Roslyn viviera en Cheever Place, una mítica manzana arbolada que conformaba mi santuario y mi ideal.
Ninguna de las dos era lesbiana, así que no podía estar enamorada de Roslyn. No tenía sentido querer ser ella, puesto que yo aún no tenía de quién divorciarme. Tampoco era la hija de Roslyn, dado que yo todavía tenía madre y ella tenía a Arabella, que estaba terminando la secundaria cuando entré en sus vidas y que seguía viviendo con su madre a pesar de que en cierto modo se habían distanciado. Era más bien que había vuelto a buscarme otro hogar, igual que antes de la universidad. En este caso, me había acoplado a una familia donde podía ser la hermana pequeña de la madre y la hermana mayor de la hija. Estoy segura de que Roslyn esperaba que ayudara a mantenerlas unidas al menos un poco más. Jamás se lo recriminé. Nuestra amistad era sincera y sus cálculos se demostrarían erróneos. No pude unir a madre e hija, ni siquiera brevemente.
Pero intimé con Arabella. Confiaba en mí. Enseguida disfruté de dos extrañas amistades familiares, en las plantas alta y baja del mismo dúplex. Hablamos de una chica que se había vuelto vegetariana con doce años, después de leer el libro de Jonathan Safran Foer, y que tenía tres pósteres en la habitación: Sleater-Kinney, Pussy Riot y Leonard Cohen. Su sexualidad no estaba clara, pero yo intuía que tampoco lo estaba la sexualidad de todo el instituto de secundaria Saint Ann, de modo que la chica tenía compañía. Ya no se hablaba con su padre. Tocaba la guitarra, mal. Me preocupé cuando me contó que su canción favorita era «Chelsea Hotel #2» de Cohen («mamándomela en la cama deshecha»), pero dejé de hacerlo cuando resultó evidente que no se identificaba con el personaje femenino, sino con el cantante.
Arabella y sus amigos formaban esa generación que no recordaba la vida anterior al 11-S o solo muy vagamente, unas imágenes horribles entrevistas antes de que sus padres desenterrasen el mando de entre los cojines para cambiar de canal. Aunque hacían que me sintiera vieja, apoyaba a Arabella y sus compatriotas con la devoción absurda que otros reservan para equipos deportivos. Y la envidié sin reservas cuando anunció su indiferencia hacia las universidades de la Costa Este y presentó la solicitud para entrar en Reed. Pensé que allí le iría de maravilla.
Una noche de septiembre salí a cenar con Roslyn. Quedamos en Prune, en la calle Uno. Nos sentamos frente a unos mejillones con puerros, nuestro plato favorito, solo que esa noche nada salía bien, y no se trataba únicamente de la anunciada debacle electoral. Arabella no telefoneaba a casa. Mandaba unos mensajes mínimos, en tono hostil y a la defensiva. Roslyn no sabía qué hacer.
—¿Tú llamabas a tu madre cuando estabas en la universidad? —me preguntó Roslyn sin ambages.
—Mi madre no era alguien a la que llamar —empecé a explicar. Lo dije con un simplismo que lamenté al instante.
—Arabella piensa lo mismo de mí.
Cómo no. Se aclaró un misterio, la razón por la que me había insertado tan a fondo en aquella familia. Había podido contemplar y adorar a una madre y a una hija por igual, incluso aunque ellas no pudieran hacerlo. En el sistema de mi familia solo podía elegir un bando.
—La llamaré —dije. Sabía que era lo que esperaba de mí.
Hablé con Arabella por teléfono, una vez. No le gustaban las clases ni Portland. Repitió una vieja promesa, que dejaría los estudios para irse a Mount Baldy a conocer a Leonard Cohen. Me lo tomé con escepticismo divertido: craso error. Y probablemente Arabella se lo olió; era demasiado lista para engañarla. Por primera vez yo había aceptado ser el topo de su madre, la intermediaria.
Entonces llegó la semana de noviembre en que, en consonancia con la calamidad nacional, Leonard Cohen murió. Cuando Roslyn telefoneó al móvil de Arabella, solo recibió el siguiente mensaje por respuesta: «Estoy bien». Pensé que, por lo que sea, «Estoy bien» nunca significa lo que dice.
Apremié a Roslyn para que contactara con el decano. Tenía la impresión de que se había conformado con muy pocas explicaciones por parte de su hija. Arabella era neoyorquina, le recordé. Lo cual significaba que tenía recursos, claro, pero también que para ella el resto del país, incluida la vibrante Portland, era un mundo extraterrestre… y más aún desde el 8 de noviembre.
Pero Roslyn también era neoyorquina. Distraída, estoica y ahora, como el resto de nosotros, un desastre, grande o pequeño. Le había estado pegando con ganas al vino blanco sin suficiente baguette y Humboldt Fog para suavizar el golpe. No la culpaba. Se conformó con un puñado más de escuetos mensajes de Arabella hasta mediados de diciembre, cuando dejó de recibirlos y las llamadas al número de Arabella se estrellaban contra un buzón de voz lleno.
Roslyn despertó del trance y compró un billete de avión a Portland. Estaba tan alterada que me ofrecí a acompañarla. Volamos el viernes por la noche y estábamos juntas cuando el equipo de seguridad de Reed nos abrió el cuarto de Arabella, una habitación individual por la que había tenido que pelear mucho. El desorden abarcaba correo sin abrir desde septiembre, montones de trabajos académicos por empezar y el pasaporte abandonado, el que ahora yo le había entregado a Heist. Como la mayoría de los neoyorquinos de dieciocho años, Arabella no sabía conducir, por tanto había desaparecido sin ninguna identificación, lo cual hizo saltar las alarmas. Hablamos con el decano el lunes antes de regresar al este, pero desde el principio Arabella había evitado discretamente la red de consejeros y asesores de la institución y nadie la conocía.
De vuelta en Nueva York, intenté ayudar a una Roslyn al borde de la locura a hacer algunas pesquisas. Un resguardo de la tarjeta de crédito situaba a Arabella en un tren de Amtrak a Union Station, en Los Ángeles. No tardé mucho en descubrir que Leonard Cohen últimamente ya no vivía en Mount Baldy, sino en el mismo Los Ángeles, entre los judíos y las estrellas del pop, como haría cualquiera con dos dedos de frente. Bueno, pues Arabella no. Lo último que revelaba el rastro de su tarjeta de crédito era que había comprado varios comestibles en un supermercado llamado Stater Bros., en el centro comercial Mountain Plaza de Upland, California, a unos ochenta kilómetros del océano Pacífico. Aquello apuntaba a un peregrinaje a la cima del monte zen, tal como había prometido. Por tanto, después de jurarle a Roslyn que encontraría a su hija, llegué a Upland para echar un vistazo.
Harvard, Hillary, Trump, The New York Times. Nombres que detestaba pronunciar, como si me ataran a una vida cuyas premisas se habían agotado. Tal vez podría resumirse en que me sentía superior a aquello que odiaba, como por ejemplo el Votante Blanco Reaccionario, o los hombres que me habían negado la posibilidad de rechazarlos como maridos negándose a proponerme matrimonio.
Pues bien, a diferencia de las personas sobreprotegidas por una crianza helicóptero que me rodeaban, yo era capaz de mirarme al espejo sin necesitar que me lo sujetaran, o eso quería creer. Si en mi destino aguardaba un afuera, lo encontraría o me pudriría dentro del sistema autorreferencial de lo conocido. Tal vez podría traer de vuelta a Arabella y, con ella, un informe del exterior.