Si te gusta la oscuridad

Stephen King

Fragmento

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Para los gemelos, Thomas y Edward

Dos cabrones con talento

1

Mi padre —mi famoso padre— murió en 2023, a los noventa años. Dos años antes de su fallecimiento, recibió un e-mail de una periodista freelance llamada Ruth Crawford en el que le pedía una entrevista. Se lo leí yo, como hacía con toda su correspondencia personal y profesional, porque para entonces él había renunciado a los dispositivos electrónicos, primero el ordenador de sobremesa, después el portátil y por último su querido móvil. Conservó bien la vista hasta el final, pero decía que fijar la mirada en la pantalla del iPhone producía dolor de cabeza. En la recepción posterior al funeral, el doctor Goodwin me comentó que era posible que mi padre hubiera sufrido varios miniderrames cerebrales antes del grande.

Más o menos cuando renunció a su teléfono —debió de ser cinco o seis años antes de su muerte—, me jubilé anticipadamente de mi cargo de superintendente escolar del condado de Castle y pasé a trabajar para mi padre a jornada completa. Había mucho que hacer. Él tenía una asistenta, pero las tareas de esta recaían en mí por la noche y los fines de semana. Por la mañana lo ayudaba a vestirse, y por la noche, a desvestirse. Cocinaba yo casi siempre, y limpiaba a mi padre cuando, alguna que otra vez, en plena noche, no conseguía llegar al cuarto de baño a tiempo y se lo hacía encima.

También contaba con la ayuda de un encargado de mantenimiento, pero para entonces Jimmy Griggs también iba ya para los ochenta, así que acabé ocupándome yo de los quehaceres para los que Jimmy no daba abasto, desde cubrir con mantillo los preciados arriates de flores de mi padre hasta desatascar los desagües cuando era necesario. Nunca nos planteamos la posibilidad de una vivienda tutelada, pese a que desde luego mi padre habría podido permitírselo; después de una docena de megabestsellers a lo largo de cuarenta años, su situación económica era más que holgada.

El último de sus «amenos mamotretos» (Donna Tartt, New York Times) se publicó cuando mi padre tenía ochenta y dos años. Él se sometió a la obligada ronda de entrevistas, posó para las obligadas fotografías y después anunció que se retiraba. Ante la prensa, lo hizo con deferencia, recurriendo a su «característico humor» (Ron Charles, Washington Post). Ante mí, dijo: «Por fin se acabaron las chorradas, gracias a Dios». Salvo por la entrevista informal junto a la cerca de estacas que concedió a Ruth Crawford, nunca volvió a hacer declaraciones públicas. Se lo pidieron muchas veces y siempre se negó; sostenía que ya había dicho todo lo que tenía que decir e incluso alguna que otra cosa que quizá debería haberse callado.

«Si concedes demasiadas entrevistas —me dijo una vez—, estás abocado a meter la pata en una o dos ocasiones. Esas son las citas que perduran, y cuanto más viejo te haces, más probable es que ocurra».

Aun así, sus libros continuaron vendiéndose, de modo que su actividad profesional prosiguió. Yo estudiaba con él las renovaciones de los contratos, las ideas para el diseño de portadas y alguna que otra opción para el cine o la televisión, y comencé a leerle diligentemente todas las propuestas de entrevista a partir del momento en que ya no era capaz de leerlas él mismo. Siempre decía que no, y la propuesta de Ruth Crawford no fue una excepción.

«Dale la respuesta de costumbre, Mark: “Me siento muy halagado por su petición, pero no, gracias”». Sin embargo, vaciló, porque esta era un poco distinta.

Crawford quería escribir un artículo sobre mi padre y su amigo de toda la vida David «Butch» LaVerdiere, que había muerto en 2019. Mi padre y yo fuimos a su funeral, en la Costa Oeste, a bordo de un Gulfstream alquilado. Mi padre fue siempre comedido con el dinero —no tacaño, pero sí comedido—, y el exorbitante gasto de aquel viaje de ida y vuelta decía mucho sobre sus sentimientos por el hombre a quien en la infancia yo llamaba «tío Butch». Pese a que no se veían en persona desde hacía diez años o más, esos sentimientos seguían siendo profundos.

Pidieron a mi padre que pronunciara unas palabras en el funeral. Yo pensé que no accedería —su rechazo a la atención pública no se limitaba a las entrevistas, sino que se extendía en todas direcciones—, pero accedió. No subió al podio; con la ayuda de su bastón, se puso en pie allí donde estaba. Siempre fue buen orador, y eso no cambió con la edad.

«Butch y yo, de niños, antes de la Segunda Guerra Mundial, fuimos a un colegio con una sola aula. Nos criamos en un pueblo donde las calles estaban sin asfaltar y no había un solo semáforo. Allí nos dedicamos a arreglar coches, a remendarlos; practicamos deportes y acabamos siendo entrenadores. De mayores, participamos en la vida política del pueblo y nos ocupamos del mantenimiento del basurero…, dos tareas muy afines, ahora que lo pienso. Íbamos a cazar y a pescar, apagábamos incendios en los pastizales en verano y limpiábamos las calles de nieve en invierno, con lo que nos llevamos por delante no pocos buzones. Yo conocía a Butch cuando nadie conocía aún su nombre —ni el mío— más allá de un radio de treinta kilómetros a la redonda. Debería haber venido a verlo en estos últimos años, pero mis asuntos me tenían muy atareado. Pensaba: hay tiempo. Es lo que siempre pensamos, supongo. Un día el tiempo se acaba. Butch era un artista excelente, pero era también un buen hombre, lo que, en mi opinión, es más importante. Puede que aquí algunos no lo piensen, y da igual, da igual. La cuestión es que yo siempre pude contar con él y él siempre pudo contar conmigo».

Se interrumpió y, pensativo, bajó la cabeza.

«En mi pueblo, en Maine, usamos una expresión para referirnos a esa clase de amistad. “Nos guardábamos el uno al otro”».

Así era, y eso incluía guardar secretos.

Ruth Crawford tenía un sólido dosier de recortes de prensa; lo comprobé. Había publicado artículos, sobre todo semblanzas de personalidad, en diez o doce medios, muchos locales o regionales (Yankee, Downeast, New England Life), pero algunos a nivel nacional, incluido un reportaje sobre la atrasada localidad de Derry en el New Yorker. En cuanto a Laird Carmody y Dave LaVerdiere, me pareció que tenía un elemento con gancho en el que basar la historia propuesta. Había tratado su tesis de refilón en artículos sobre mi padre o el tío Butch, pero quería profundizar en el tema: dos hombres del mismo pueblecito de Maine que habían alcanzado la fama en dos ámbitos distintos de la actividad cultural. Además, no solo eso, sino que Carmody y LaVerdiere habían conseguido la fama ya pasados los cuarenta, una edad a la que la mayoría de los hombres y las mujeres han desistido de las ambiciones de la juventud. Edad a la que, como lo expresó mi padre en una ocasión, se han labrado ya una rutina y se dedican a alimentarla. Ruth deseaba explorar cómo se había dado una coincidencia tan improbable… en el supuesto de que fuera una coincidencia.

—¿Tiene que haber un motivo? —preguntó mi padre cuando terminé de leerle la carta de la señorita Crawford—. ¿Es eso lo que da a entender? Imagino que no ha oído hablar de los hermanos gemelos que ganaron grandes sumas de dinero en las loterías de sus respectivos estados el mismo día.

—Bueno, puede que eso no fuera totalmente una coincidencia —dije—. En el supuesto, claro, de que no acabes de sacarte esa historia de la manga ahora mismo.

Le dejé tiempo para añadir algún comentario, pero se limitó a esbozar una sonrisa que podría haber significado cualquier cosa. O nada. Así que insistí.

—Es decir, esos dos gemelos podrían haberse criado en una casa donde se diese gran importancia al juego. En tal caso, sería un poco menos improbable, ¿no? Además, ¿qué me dices de todos los billetes de lotería que compraron y salieron perdedores?

—No acabo de entender tu razonamiento, Mark —dijo mi padre, aún con la sonrisa en los labios—. ¿Lo hay, al menos?

—Es sencillamente que entiendo el interés de esa mujer en explorar el hecho de que Dave y tú salierais de un rincón perdido y alcanzarais el éxito en la madurez de la vida. —Alcé las manos junto a la cabeza como si enmarcara un titular—. ¿Podría ser… el destino?

Mi padre se detuvo a pensar, frotándose con una mano el asomo de barba blanca a un lado del rostro, surcado de profundas arrugas. Llegué incluso a creer que estaba a punto a cambiar de idea y acceder. Entonces negó con la cabeza.

—Escríbele una de esas cartas amables tuyas, dile que paso y deséale suerte en sus futuras empresas.

Y eso hice, aunque algo en la expresión de mi padre se me quedó grabado. Era la expresión de un hombre que podía decir mucho sobre cómo su amigo Butch y él lograron fama y fortuna… pero prefería no hacerlo. Prefería, de hecho, guardárselo.

Puede que Ruth Crawford se llevara una decepción por la negativa de mi padre a la entrevista, pero no abandonó el proyecto. Tampoco lo abandonó cuando yo mismo me negué a que me entrevistara, aduciendo que a mi padre no le gustaría que accediera después de que hubiese rehusado él, y además lo único que yo sabía era que a mi padre siempre le había gustado la narrativa. Leía mucho, no iba a ningún sitio sin un libro en rústica metido en el bolsillo trasero del pantalón. Me contaba unos cuentos maravillosos al acostarme, y a veces los escribía en cuadernos de espiral. ¿Y en cuanto al tío Butch? Pintó un mural en mi habitación: niños que jugaban a la pelota, niños que atrapaban luciérnagas, niños con cañas de pescar. Ruth quería verlo, claro, pero cuando crecí y dejé atrás esas puerilidades, todo eso quedó debajo de una mano de pintura. En la época en que primero mi padre y después el tío Butch despegaron como cohetes, yo estudiaba en la Universidad de Maine para licenciarme en Educación Avanzada. Porque, según una vieja falacia, aquellos que no sirven para algo dan clases, y aquellos que no sirven para dar clases dan clases a los maestros. El éxito de mi padre y su mejor amigo, le dije, fue una sorpresa para mí en igual medida que para cualquier otro vecino del pueblo. Según otra vieja falacia, de Nazaret no puede salir nada bueno.

Así se lo expliqué a la señorita Crawford en una carta, porque me sabía mal —hasta cierto punto— no concederle la entrevista. Le decía también que sin duda ellos dos tenían sus sueños, igual que la mayoría de los hombres, y como la mayoría de los hombres, mantenían en secreto esos sueños. Yo había dado por sentado que los cuentos de mi padre y las alegres pinturas del tío Butch eran solo pasatiempos, como hacer tallas de madera o tocar la guitarra, hasta que empezó a entrar el dinero. Escribí eso en el ordenador y luego, tras imprimirlo, añadí a mano una posdata: «¡Y bravo por ellos!».

Veintisiete pueblos constituyen el condado de Castle. Castle Rock es el más grande; Gates Falls es el segundo en tamaño. Harlow, donde me crie, hijo de Laird y Sheila Carmody, no se encuentra ni entre los diez primeros. No obstante, ha crecido considerablemente desde que yo era pequeño, y a veces mi padre —que también pasó toda su vida en Harlow— decía que apenas lo reconocía. Asistió a un colegio de una sola aula; yo fui a uno de cuatro aulas (dos cursos por aula); ahora hay un colegio de ocho aulas con un sistema geotérmico de calefacción y refrigeración.

Cuando mi padre era niño, en el pueblo no había ninguna calle asfaltada, excepto la carretera 9, que iba a Portland. Cuando yo llegué al mundo ya solo eran de tierra Deep Cut y Methodist Road. Hoy día se han pavimentado todas. En los años sesenta había únicamente una tienda, Brownie’s, donde los viejos se sentaban alrededor de un barril de pepinillos en vinagre auténtico. Ahora hay dos o tres, y una especie de zona centro (si se quiere llamarlo así) en Quaker Hill Road. Contamos con una pizzería, dos salones de belleza y —aunque cueste creerlo— un salón de manicura que parece ir viento en popa. Pero no hay instituto; eso no ha cambiado. Los chicos de Harlow tienen tres opciones: el instituto de Castle Rock, el instituto de Gates Falls o la escuela secundaria de Mountain View, conocida más comúnmente como la «academia de los curas». Aquí somos un atajo de pueblerinos: vamos en camioneta, escuchamos country, bebemos carajillos, somos paletos republicanos del culo del mundo. No hay gran cosa por la que merezcamos ser recomendados, aparte de los dos hombres que salieron de aquí: mi padre y su amigo Butch LaVerdiere. Dos cabrones con talento, como dijo mi padre durante su breve conversación con Ruth Crawford junto a la cerca.

«¿Tus padres se pasaron allí toda la vida? —podría preguntar un urbanita—. Y después ¿TÚ te pasaste allí toda la vida? ¿Estás mal de la cabeza o qué?».

Pues no.

Robert Frost dijo que el hogar es el sitio en el que, cuando vas, tienen que acogerte. También es el sitio donde empezaste y, si te cuentas entre los afortunados, donde terminas. Butch murió en Seattle, un extraño en tierra extraña. Quizá a él le pareciera bien, pero no puedo por menos que preguntarme si al final no habría preferido una pequeña calle de tierra y la zona a orillas del lago conocida como Bosque de los Cincuenta Kilómetros.

Aunque la mayor parte de las indagaciones de Ruth Crawford —su investigación— se centraron en Harlow, donde se criaron sus sujetos de estudio, en el pueblo no hay moteles, ni siquiera una pensión, así que su base de operaciones fue el motel Gateway de Castle Rock. En Harlow sí hay, de hecho, una residencia para la tercera edad, donde Ruth entrevistó a un tal Alden Toothaker, compañero de colegio de mi padre y amigo suyo. Fue Alden quien le contó el origen del apodo de Dave. Este siempre llevaba en el bolsillo de atrás un tubo de cera para el cabello de la marca Lucky Tiger Butch, que se aplicaba con frecuencia para que el pelo, cortado a cepillo, le quedara levantado por delante. Llevó el cabello (el poco que tenía) así toda la vida. Se convirtió en unos de sus rasgos característicos. A saber si, después de hacerse famoso, aún usaba cera Butch. Ni siquiera sé si todavía la fabrican.

«Ya solían andar juntos en la escuela —le contó Alden—. No eran más que un par de chicos a los que les gustaba pescar y salir a cazar con sus padres. Crecieron en un entorno en el que se trabajaba mucho y no esperaban otra cosa. Es posible que hable usted con hombres de mi edad que le dirán que esos chicos iban a llegar lejos, pero yo no me cuento entre ellos. Eran tipos normales y corrientes hasta que dejaron de serlo».

Laird y Butch fueron al instituto de Gates Falls. Los metieron en lo que por entonces llamaban cursos de «educación general», dirigidos a chicos que no tenían previsto ir a la universidad. Nadie salió y dijo que les faltara inteligencia para eso; simplemente se dio por sentado. Tenían asignaturas como Matemáticas para el Día a Día y Lenguaje Comercial, cuyo libro de texto dedicaba varias páginas a explicar, con diagramas incluidos, cómo se plegaba correctamente una carta comercial. Pasaban mucho tiempo en el taller de carpintería y el taller de mecánica. Los dos jugaban al fútbol y al baloncesto, aunque mi padre chupaba mucho banquillo. Los dos acabaron con una nota media de Bien y se graduaron juntos el 8 de junio de 1951.

Dave LaVerdiere se fue a trabajar con su padre, fontanero. Laird Carmody y su padre arreglaban coches en la granja de la familia y los vendían en el concesionario Peewee’s de Gates Falls. Tenían también un puesto de fruta en Portland Road que generaba un buen dinero.

El tío Butch y su padre no se llevaban muy bien, y al final Dave se independizó y se dedicó a reparar desagües, tender cañerías y a veces cavar pozos en Gates y Castle Rock. (Su padre acaparaba toda la clientela de Harlow, y no estaba dispuesto a compartirla.) En 1954, los dos amigos crearon Transportes L&D, que en esencia consistía en acarrear los desperdicios de los veraneantes al basurero. En 1955 compraron el basurero, y el ayuntamiento se alegró de quitárselo de encima. Ellos, además de establecer un primitivo programa de reciclaje, lo mantenían en orden, realizaban quemas controladas y ahuyentaban a las alimañas. El ayuntamiento les pagaba un estipendio que complementaba los sueldos que obtenían con sus empleos corrientes. La chatarra, sobre todo el alambre de cobre, representaba otra aportación de dinero. Los vecinos del pueblo los llamaban los Gemelos de la Basura, pero Alden Toothaker (y otros ancianos con la memoria intacta) aseguró a Ruth Crawford que era una broma inocente y que así se lo tomaban ellos.

El basurero abarcaba una superficie de unas dos hectáreas y lo circundaba una valla alta de tablones. Dave la pintó con murales de la vida en el pueblo, y cada año iba ampliando su obra. Aunque la valla desapareció hace tiempo (y el basurero es ahora un vertedero controlado), todavía se conservan fotos. Esos murales recuerdan a la gente la obra posterior de Dave. Había grupos de costureras que se fundían con partidos de béisbol, partidos de béisbol que se fundían con caricaturas de vecinos de Harlow muertos hacía mucho, escenas de la siembra de primavera y la cosecha de otoño. Quedaron reflejados todos los aspectos de la vida en un pueblo pequeño, pero el tío Butch incluyó también a Jesús seguido por los apóstoles (Judas el último de la fila, con una sonrisa de comemierda en la cara). Aunque en realidad ninguna de esas escenas tenía nada de extraordinario, eran exuberantes y alegres. Eran, podría decirse, precursoras.

Poco después de la muerte del tío Butch, un LaVerdiere que retrataba a Elvis Presley y a Marilyn Monroe paseando cogidos de la mano por la avenida central cubierta de serrín de una feria de pueblo se vendió por tres millones de dólares. Era mil veces mejor que los murales del tío Butch en el basurero, pero no habría desentonado allí: el mismo sentido del humor delirante, realzado por un trasfondo de desesperación y —tal vez— desprecio. Los murales de Dave en el basurero eran el capullo; Elvis & Marilyn eran la flor.

El tío Butch no llegó a casarse; mi padre, sí. Había tenido una novia en el instituto llamada Sheila Wise, que después de graduarse se marchó a la Facultad de Magisterio de Vermont. Cuando regresó a dar clases a los alumnos de quinto y sexto en la escuela primaria de Harlow, mi padre se alegró mucho de que siguiese soltera. La cortejó y la conquistó. Se casaron en agosto de 1957. Dave LaVerdiere fue el padrino de mi padre. Yo llegué un año después, y el padrino de mi padre se convirtió en mi tío Butch.

Yo había leído una reseña del primer libro de mi padre, La tormenta eléctrica, en la que el crítico escribía lo siguiente: «En las cien primeras páginas del relato de suspense del señor Carmody, no ocurre gran cosa, pero la trama arrastra igualmente al lector, porque hay violines».

Me pareció una manera ingeniosa de expresarlo. Para Ruth Crawford sonaron pocos violines; la imagen de fondo que le transmitieron Alden y otros en el pueblo fue la de dos hombres decentes e íntegros, prácticamente al mismo nivel en lo que se refería a honradez. Eran hombres de campo que llevaban vidas de campo. Uno se casó y el otro era lo que por entonces se llamaba «un soltero empedernido», pero sin que su vida privada diera pie al menor cotilleo.

La hermana menor de Dave, Vicky, accedió a dejarse entrevistar. Dijo a Ruth que a veces Dave iba a «la ciudad» —refiriéndose a Lewiston— a visitar los clubes de cerveza y baile de la parte baja de Lisbon Street. «Se lo pasaba bien en el Holly —explicó, en alusión al Holiday Lounge (desaparecido hacía mucho)—. Tendía a ir sobre todo si actuaba allí Little Jonna Jaye. Dios, estaba colado por ella. Nunca la trajo a casa… ¡no tuvimos esa suerte…! Pero no siempre volvía solo».

Al llegar ahí Vicky se interrumpió, según me contó Ruth más tarde, y luego añadió: «Ya sé lo que seguramente está pensando, señorita Crawford, lo que casi todo el mundo piensa hoy día cuando un hombre se pasa la vida sin una relación duradera con una mujer, pero no es eso. Puede que mi hermano acabara siendo un artista famoso, pero le aseguro que no era gay».

Los dos caían bien; en eso coincidía casi todo el mundo. Y eran buenos vecinos. Cuando Philly Loubird tuvo un infarto, con el heno a medio cortar en su campo y una tormenta en ciernes, mi padre lo trasladó al hospital de Castle Rock; entretanto, Butch reunió a un grupo de rebuscadores de basura y terminaron la faena antes de que empezaran a caer las primeras gotas. Colaboraban con el departamento local de bomberos voluntarios para sofocar incendios en los pastizales y alguno que otro en casas. Mi padre, si no tenía muchos coches que reparar o trabajo en el basurero, acompañaba a mi madre de un lado a otro para recaudar lo que por entonces se llamaba Fondo para los Pobres. Entrenaban a equipos juveniles. Hombro con hombro, preparaban el asado de cerdo en la cena del departamento de bomberos voluntarios en primavera y el pollo a la barbacoa que marcaba el final del verano.

No eran más que hombres de campo que llevaban vidas de campo.

Sin violines.

Hasta que llegó una orquesta entera.

Yo ya conocía gran parte de todo eso. Descubrí algún detalle más por medio de la propia Ruth Crawford en el Korner Kof­fee Kup, el café situado enfrente del motel Gateway y más o menos a una manzana de la oficina de correos. Allí recibía mi padre la correspondencia, que solía llegarle a carretadas. Yo, después de recoger las cartas, siempre paraba en el Koffee Kup. En el Kup sirven un café aceptable a secas, sin más, pero ¿los bollos de arándanos? No los hay mejores.

Me hallaba revisando la correspondencia, separando la morralla de lo valioso, cuando alguien dijo:

—¿Puedo sentarme?

Era Ruth Crawford, muy esbelta y en forma con su pantalón blanco, una blusa rosa sin mangas y una mascarilla a juego (era el primer año de la Covid). Hacía ya ademán de acomodarse en el lado opuesto del reservado, ante lo cual me reí.

—No se rinde, ¿eh?

—Ninguna bella damisela ha ganado el Premio Nobel por su timidez —dijo, y se quitó la mascarilla—. ¿Qué tal es el café de aquí?

—No está mal. Como ya sabrá, teniendo en cuenta que se aloja justo enfrente. Los bollos son mejores. Pero sigo sin prestarme a la entrevista. Lo siento, señorita Crawford, no es posible.

—Nada de entrevistas, entendido. Todo lo que digamos será rigurosamente confidencial, ¿vale?

—Lo que significa que no puede usted utilizarlo.

—Eso es lo que significa.

Vino la camarera, Suzie McDonald. Le pregunté si seguía con las clases nocturnas. Sonrió detrás de su propia mascarilla y contestó que sí. Ruth y yo pedimos café y bollos.

—¿Conoce usted a todos los vecinos de los tres pueblos? —preguntó Ruth cuando Suzie se marchó.

—A todos, no. Antes conocía a más, y a muchos más cuando era superintendente escolar. Confidencial, ¿no?

—Por descontado.

—Suzie tuvo un hijo a los diecisiete años y sus padres la echaron de casa. Unos fanáticos religiosos, de la Parroquia de Cristo Redentor. Se fue a vivir a Gates con su tía. Desde entonces ha terminado la secundaria y ahora estudia en los cursos de extensión universitaria del condado, organizados por el Bates College. Quiere ser veterinaria. Creo que lo conseguirá, y su hija sale adelante. ¿Y a usted cómo le va? ¿Se lo pasa bien? ¿Ha reunido mucha información sobre mi padre y el tío Butch?

Sonrió.

—Me he enterado de que su padre era todo un loco del volante antes de casarse con su madre… Por cierto, lo acompaño en el sentimiento.

—Gracias. —Pese a que ese verano, el de 2021, habían pasado ya cinco años desde la muerte de mi madre.

—Su padre conducía el Dodge de un viejo granjero y le retiraron el carnet durante un año, ¿lo sabía?

Desconocía ese dato, y así se lo dije.

—He averiguado que a Dave LaVerdiere le gustaban los bares de Lewiston, y se encaprichó de una cantante de allí que se hacía llamar Little Jonna Jaye. También he descubierto que abandonó el Partido Republicano después del Watergate; no así su padre.

—No, mi padre votará a los Republicanos hasta el día que se muera. Pero… —Me incliné hacia delante—. ¿Sigue siendo una conversación confidencial?

—¡Totalmente! —Con una sonrisa, aunque a sus ojos asomó un destello de curiosidad.

Bajé la voz y, casi en un susurro, dije:

—No votó a Trump la segunda vez. No se animó a votar por Biden, pero estaba hasta la coronilla de Donald. Espero que se lleve usted eso a la tumba.

—Lo juro. Me he enterado de que Dave ganó el concurso anual de atracones de tarta en la feria del pueblo desde 1960 hasta 1966, fecha en que se retiró de la competición. He averiguado que su padre ocupó la silla de inmersión en las fiestas de la Semana del Regreso a Casa hasta 1972. Se conservan fotos de él muy graciosas con uno de esos trajes de baño antiguos y un bombín… impermeable, supongo.

—No se imagina la vergüenza que pasaba yo —dije—. No vea las pullas que tenía que aguantar en el colegio.

—Me he enterado de que Dave, cuando se marchó al oeste, cargó todo lo que pensó que necesitaría en las alforjas de su Harley-Davidson y se fue sin más. Sus padres, los de usted, vendieron todas sus demás pertenencias en una subasta de jardín y le mandaron el dinero. Su padre además se ocupó de la venta de su casa.

—Y a muy buen precio —precisé—. Por suerte. En esa época el tío Butch se dedicaba exclusivamente a pintar y recurrió a ese dinero hasta que empezó a vender su obra.

—Y su padre se dedicaba exclusivamente a escribir.

—Sí, y aún atendía el basurero. Siguió con eso hasta que volvió a vendérselo al ayuntamiento a principios de los noventa. Fue entonces cuando se convirtió en vertedero controlado.

—También compró el concesionario Peewee’s y lo vendió. Cedió las ganancias al municipio.

—¿En serio? Eso no me lo había contado. —Aunque no dudé de que mi madre sí lo sabía.

—Pues sí, ¿y por qué no? No necesitaba el dinero, ¿no? Para entonces su trabajo era escribir, y sus actividades en el pueblo eran solo un pasatiempo.

—Las buenas obras nunca son un pasatiempo —dije.

—¿Eso se lo enseñó su padre?

—Mi madre.

—¿Qué pensó ella de ese repentino giro en el destino? ¿Junto con el giro en el destino de su tío Butch?

Reflexioné sobre la pregunta mientras Suzie nos servía el café con los bollos. Finalmente dije:

—La verdad es que prefiero no seguir por ese camino, señorita Crawford.

—Llámeme Ruth.

—Pues Ruth…, aun así, prefiero no seguir por ese camino.

Untó su bollo con mantequilla. Me miraba con una especie de perplejidad sagaz —no sé de qué otro modo describir su expresión— que me incomodó.

—Con lo que ya tengo, puedo escribir un buen artículo y vendérselo a la revista Yankee —dijo—. Diez mil palabras, rebosantes de color local y anécdotas graciosas. Todas esas chorradas de Maine que tanto gustan a la gente, muchos «Ajá» y «Sonreiría y daría un beso a un cerdo». Tengo fotos de los murales de Dave LaVerdiere en el basurero. Tengo fotos de su padre, el famoso autor, ataviado con un traje de baño de los años veinte mientras los lugareños intentan hundirlo en un depósito de agua.

—Dos pavos por tres intentos en la gran Palanca de Inmersión. La recaudación se destinaba a diversas obras benéficas en el pueblo. Aplaudían cada vez que se llevaba un chapuzón.

—Tengo fotos de ellos sirviendo pollo a turistas y veraneantes, los dos con delantales y gorros de chef donde se leía PUEDES BESAR AL COCINERO.

—Muchas mujeres lo hacían.

—Tengo anécdotas de pesca, anécdotas de caza, buenas obras realizadas, como aquella del hombre que sufrió un infarto. Tengo la anécdota de Laird cuando se fue a dar una vuelta en un coche que no era suyo y se quedó sin carnet de conducir. Tengo todo eso, y no tengo nada. Es decir, nada realmente jugoso. A la gente le encanta hablar de ellos: Conocí a Laird Carmody cuando tal, conocí a Butchie LaVerdiere cuando cual, pero nada de todo eso explica cómo llegaron a ser lo que fueron. ¿Ves adónde quiero ir a parar?

Contesté que sí.

—Tú debes de saber algunas de esas cosas, Mark. ¿Qué coño pasó? ¿No vas a contármelo?

—No hay nada que contar —dije. Mentía, y creo que ella se dio cuenta.

Recuerdo una llamada que recibí en otoño de 1978. La «mamá de la residencia» (por aquel entonces, en efecto, existía esa función) subió resollando hasta la segunda planta de Roberts Hall y me dijo que mi madre estaba al teléfono y parecía alterada. Me apresuré a bajar al pequeño apartamento de la señora Hathaway, temiendo una posible mala noticia.

—¿Mamá? ¿Va todo bien?

—Sí. No. No sé. A tu padre le ha pasado algo durante la salida de caza al Bosque de los Cincuenta Kilómetros. —A continuación, como si acabara de venirle a la cabeza, añadió—: Y a Butch.

Tuve la sensación de que el estómago se me caía hacia los pies y los testículos subían a su encuentro.

—¿Ha habido un accidente? ¿Están heridos? ¿Alguien…? —No pude completar la frase, como si preguntar si alguien había muerto fuese a provocar ese desenlace.

—Están bien. Físicamente bien. Pero ha pasado algo. Tu padre está como si hubiera visto un fantasma. Y Butch… lo mismo. Dicen que se han perdido, pero eso es una memez. Esos dos hombres se conocen los Cincuenta Kilómetros como la palma de la mano. Quiero que vengas a casa, Mark. No ahora mismo, este fin de semana. A lo mejor tú consigues sonsacárselo.

Sin embargo, cuando le pregunté, mi padre insistió en que solo se habían perdido, al final habían conseguido volver hasta el torrente, el Jilasi (una deformación de la palabra «hola» en lengua micmac), y habían ido a parar detrás del cementerio de Harlow, un lugar hermoso como pocos.

No me tragué esa gilipollez más que mi madre. Volví a la facultad, y antes de Navidades cobró forma en mi cabeza una idea espantosa: que uno de ellos había disparado a otro cazador —cosa que ocurre varias veces al año durante la temporada de caza— y lo había matado y enterrado en el bosque.

En Nochebuena, después de que se acostara mi madre, por fin hice acopio de valor para plantearle esa posibilidad a mi padre. Sentados en el salón, contemplábamos el árbol. Él se quedó atónito… y al cabo de un momento se echó a reír.

—¡No, por Dios! Si hubiese ocurrido algo así, habríamos dado parte y cargado con las consecuencias. Solo nos perdimos. Le puede pasar al más pintado, hijo.

Me acordé de la palabra que había utilizado mi madre, y casi la pronuncié en voz alta: «memez».

Mi padre tenía un mordaz sentido del humor, y nunca lo exhibió en la misma medida que cuando su gestor vino de Nueva York —eso ocurrió más o menos en la época en que mi padre publicó su última novela— y le anunció que su patrimonio neto ascendía a más de diez millones de dólares. No eran cifras comparables a las de J.K. Rowling (ni siquiera a las de James Patterson), pero era una cantidad considerable. Mi padre se detuvo a pensar y dijo: «Parece que los libros sirven para mucho más que amueblar una habitación».

El gestor quedó desconcertado, pero yo capté la referencia y me reí.

«No te dejaré en la ruina, Markey», dijo mi padre.

Debió de advertir que yo torcía el gesto, o acaso simplemente cayó en la cuenta de lo que acababa de insinuar. Se inclinó hacia mí y me dio unas palmadas en la mano, como hacía cuando yo era niño y algo me preocupaba.

Yo ya no era un niño, pero estaba solo. En 1988 me había casado con Susan Wiggins, una abogada de la fiscalía del condado. Ella decía que quería tener hijos, pero lo aplazaba una y otra vez. Poco antes de nuestro duodécimo aniversario de boda (para el que le había comprado un collar de perlas), me anunció que me dejaba por otro hombre. Sobre ese asunto habría mucho más que contar —como siempre sucede, imagino—, pero eso es lo único que necesitáis saber, porque yo no soy el protagonista de esta historia, en realidad, no. La cuestión es que cuando mi padre dijo eso de que no me dejaría en la ruina, lo que yo me pregunté —lo que creo que nos preguntamos ambos— es a quién dejaría yo esos diez millones, o lo que quedara de ellos, cuando llegara mi hora.

Probablemente al Distrito Escolar 19 de Maine. Los colegios siempre necesitan dinero.

—Tú tienes que saberlo —me dijo Ruth aquel día en el Koffee Kup—. Por fuerza. Confidencialmente, ¿recuerdas?

—Confidencial o no, la verdad es que no lo sé —contesté.

Yo solo sabía que a mi padre y al tío Butch les había pasado algo en noviembre de 1978, en su salida anual de caza. Después de eso mi padre se convirtió en un escritor de voluminosas novelas de éxito, de esas que los críticos describen como «epopeyas», y Dave LaVerdiere se hizo famoso primero como ilustrador y luego como pintor «que combina el surrealismo de Frida Kahlo con el romance americano de Norman Rockwell» (ArtReview).

—Quizá fueron hasta el cruce de caminos —comentó ella—. Ya sabes, como Robert Johnson, supuestamente. Hicieron un pacto con el diablo.

Me reí, aunque mentiría si no admitiese que esa idea ya se me había pasado por la cabeza, sobre todo en las noches tormentosas de verano en las que me desvelaban los truenos.

—Si fue así, la duración prevista en el contrato debió ser de mucho más de siete años. Mi padre publicó su primer libro en 1980, el mismo año que el retrato de John Lennon que hizo el tío Butch apareció en la portada de la revista Time.

—Casi cuarenta años para LaVerdiere —dijo ella, pensativa—, y tu padre se ha retirado, pero se conserva fuerte.

—«Fuerte» quizá sea mucho decir —contesté, acordándome de las sábanas mojadas de orina que había cambiado esa misma mañana antes de poner rumbo a Castle Rock—. Pero va tirando. ¿Y tú qué cuentas? ¿Vas a seguir mucho más tiempo en nuestro rincón del mundo hurgando en los trapos sucios de Carmody y LaVerdiere?

—Es una manera un poco borde de decirlo.

—Disculpa. Ha sido una broma de mal gusto.

Ruth se había comido su bollo (ya os he dicho que estaban muy buenos) y recogía las pocas migas que quedaban aplastándolas con el índice.

—Un día o dos más. Quiero volver a la residencia de ancianos de Harlow, y quizá hablar otra vez con la hermana de LaVerdiere, si se presta. Saldré de aquí con un artículo muy vendible, pero no es ni mucho menos lo que buscaba.

—Quizá lo que buscabas es algo que no existe. Quizá la creatividad deba seguir siendo un misterio.

Arrugó la nariz y dijo:

—No malgastes conmigo esas ideas metafísicas. ¿Me dejas que pague la cuenta?

—No.

En Harlow todo el mundo conoce nuestra casa de Benson Street. A veces los admiradores de los libros de mi padre llegados de lejos paran a echar una ojeada si casualmente están de vacaciones, aunque por lo general los defrauda; es la típica casa antigua de dos plantas de Nueva Inglaterra en un pueblo donde hay muchas iguales. Un poco más grande que la mayoría, al fondo de un amplio jardín salpicado de arriates de flores. Las plantó mi madre, y las cuidó hasta su muerte. Ahora Jimmy Griggs, nuestro encargado de mantenimiento, las riega y las poda. Excepto los lirios de día que crecen junto a la cerca de la parte delantera, claro. Mi padre prefiere ocuparse de esas personalmente, porque eran las que más le gustaban a mi madre. Cuando mi padre las riega, o pasa por su lado sin más, renqueando despacio con ayuda del bastón, pienso que lo hace para recordar a la mujer a quien siempre llamó «mi querida Sheila». A veces se agacha para acariciar una de las flores, coronas que se forman en tallos sin hojas conocidos como escapos. Las hay de color amarillo, rosa y naranja, pero a él le gustan sobre todo las rojas, que, según dice, le recuerdan las mejillas de ella cuando se ruborizaba. Mi padre tenía una imagen pública de persona huraña y un poco cínica —unida a ese sentido del humor mordaz—, pero en el fondo siempre fue un romántico y podía ponerse un tanto sensiblero. Una vez me dijo que mantenía oculta esa parte de sí porque podía lastimarse con facilidad.

Ruth sabía dónde estaba la casa, naturalmente. Yo la había visto pasar por delante en su pequeño Corolla varias veces, y en una ocasión se detuvo a tomar fotografías. Estoy convencido de que también estaba al tanto de que mi padre, a media mañana, solía pasearse junto a la cerca para contemplar los lirios, y si a estas alturas no sabéis ya que era una mujer muy resuelta, no he hecho bien mi trabajo.

Dos días después de nuestra conversación confidencial en el Kofee Kup, bajó en coche lentamente por Benson Street y, en lugar de pasar de largo, se arrimó a la acera y paró justo enfrente de los dos letreros dispuestos a los lados de la cancela. Uno reza: POR FAVOR, RESPETE NUESTRA INTIMIDAD. En el otro se lee EL SEÑOR CARMODY NO FIRMA AUTÓGRAFOS. Yo, como tengo por costumbre, acompañaba a mi padre mientras inspeccionaba los lirios; había cumplido ochenta y ocho años ese verano de 2021, y a veces se tambaleaba incluso con el bastón.

Ruth se apeó y se aproximó a la cerca, aunque no hizo siquiera ademán de ir hacia la cancela. Tenaz, pero también consciente de los límites. Eso me gustó de ella. Demonios, me gustaba todo en ella, y punto. Llevaba una mascarilla con estampado de flores. Mi padre no usaba (según él, con la mascarilla le costaba respirar), aunque no había puesto reparos a las vacunas.

La miró con curiosidad, pero también con un asomo de sonrisa. Era una mujer atractiva, sobre todo a la luz de una mañana de verano. Blusa de cuadros, falda vaquera, calcetines y zapatillas blancos, el cabello recogido en una coleta de adolescente.

—Como dice en ese cartel, señora, no firmo autógrafos.

—Ah, no creo que sea eso lo que quiere —dije. Me hacía gracia el descaro de esa mujer.

—Señor, me llamo Ruth Crawford. Le escribí para pedirle una entrevista. Usted se negó, pero he pensado probar una vez más en persona antes de salir de camino a Boston.

—Ah —dijo mi padre—. Butch y yo, ¿no? ¿Y su perspectiva sigue siendo la casualidad?

—Sí. Aunque tengo la sensación de que nunca llegaré al corazón del asunto.

—El corazón de las tinieblas —bromeó él, y se echó a reír—. Un chiste literario. Conozco un buen puñado, aunque acumulan polvo desde que me retiré de las entrevistas. Voto que me propongo cumplir por más que parezca usted simpática, y Mark me ha dicho que ha hecho un buen trabajo.

Me sorprendió y complació a la vez verlo tender la mano por encima de la cerca. También ella pareció sorprenderse, pero se la estrechó, con cuidado de no apretar demasiado.

—Gracias. He pensado que debía intentarlo. Por cierto, tiene unas flores preciosas. Me encantan los lirios de día.

—¿De verdad o lo dice por decir?

—De verdad.

—A mi mujer también le gustaban. Y como ha tenido usted la gentileza de elogiar algo que mi querida Sheila adoraba, voy a ofrecerle un trato de cuento de hadas. —Le destellaban los ojos. La belleza de Ruth, y quizá su descaro, le habían hecho revivir tal como revivían las flores de su querida Sheila al salpicarlas con agua.

Ella sonrió.

—¿En qué consiste, señor Carmody?

—Le concedo tres preguntas, y puede incluir mis respuestas en su artículo. ¿Cómo lo ve?

Me alegré, y Ruth Crawford al parecer también.

—Excelente, sin duda —contestó.

—Pregunte, pues, joven.

—Déjeme un segundo. Me está presionando.

—En efecto, pero cuando se somete el carbón a presión, salen diamantes.

Ella no preguntó si podía grabarlo, lo cual me pareció inteligente. Se golpeteó los labios con el dedo índice sin apartar la mirada de mi padre.

—Vale, primera pregunta. ¿Qué le gustaba más del señor LaVerdiere?

Mi padre ni se lo pensó.

—La lealtad. La honradez. Se reducen a lo mismo, supongo, o casi. Los hombres, si tienen aunque solo sea un amigo, son afortunados. Las mujeres, sospecho, tienen más…, pero usted lo sabrá mejor que yo.

Ella reflexionó.

—Creo que yo tengo dos amigas a quienes confiaría mis secretos más íntimos. No…, tres.

—Entonces es usted afortunada. Siguiente pregunta.

Ella vaciló, porque seguramente tenía al menos un centenar de preguntas y esa breve entrevista por encima de la cerca, para la que no se había preparado, iba a ser su única oportunidad. Y la sonrisa de mi padre —no del todo benévola— revelaba que era consciente de que la había puesto en una posición difícil.

—El tiempo corre, señorita Crawford. Pronto tendré que entrar y dar reposo a mis piernas viejas y cansadas.

—De acuerdo. ¿Cuál es el mejor recuerdo que guarda del tiempo que pasó con su amigo? Me gustaría saber también cuál fue el peor momento, pero quiero reservarme la última pregunta.

Mi padre se echó a reír.

—Esa se la responderé gratis, porque me gusta su persistencia y porque su presencia es un regalo para la vista. El peor momento fue en Seattle, durante el que, imagino, será mi último viaje a la otra punta del país, mientras miraba un ataúd y sabía que dentro estaba mi viejo amigo. Su talentosa mano derecha inmóvil para siempre.

—¿Y el mejor?

—Nuestros viajes de caza a los Cincuenta Kilómetros —respondió en el acto—. Íbamos siempre la segunda semana de noviembre, desde la adolescencia hasta que Butch montó en su potro de acero y puso rumbo al dorado oeste. Nos alojábamos en una pequeña cabaña que había construido mi abuelo en el bosque. Butch sostenía que su abuelo lo había ayudado a techarla, lo cual podría ser cierto o no. Estaba más o menos a unos quinientos metros pasado el Jilasi. Teníamos un viejo jeep Willys, y hasta el año 54 o 55 cruzábamos en él el puente de tablas, aparcábamos en el lado opuesto y nos encaminábamos hacia la cabaña cargados con las mochilas y los rifles. Más adelante ya no nos atrevíamos a pasar por el puente con el Willys, porque se había resentido un poco con las crecidas, y aparcábamos en el lado del pueblo y lo cruzábamos a pie.

Suspiró y miró a lo lejos.

—Con tanta tala de la empresa Diamond Match y esa urbanización a orillas del lago Dark Score, donde antes estaba Noonan, ahora el Bosque de los Cincuenta Kilómetros se ha quedado más bien en el Bosque de los Treinta Kilómetros. Pero por entonces había bosque suficiente para que dos chicos… y luego dos hombres jóvenes… rondaran de acá para allá. A veces cazábamos un ciervo, y en una ocasión un pavo que se puso bravo y arisco, pero la caza era lo de menos. Sencillamente nos gustaba vivir a nuestro aire durante cinco, seis o siete días. Imagino que muchos hombres se van al bosque para beber y fumar, quizá para ir de bares y echar algún polvo, pero no era lo nuestro. Bueno, sí, bebíamos algo, pero si llevábamos una botella de Jack, nos duraba toda la semana y aún nos sobraba un poco, que tirábamos al fuego para ver cómo se elevaban las llamas. Hablábamos de Dios y los Red Sox, y de política y de cómo podía acabar el mundo en un incendio nuclear.

»Recuerdo una vez que nos sentamos en un tronco y de pronto un ciervo macho, el más grande que he visto en mi vida, con una cornamenta de dieciocho puntas, quizá el más grande que haya visto nadie, al menos por aquella zona…, vino a través del pantano por debajo de donde estábamos, con una elegancia impresionante. Levanté el rifle, y Butch apoyó la mano en mi brazo. «No», dijo. «No, por favor. Ese no». Y no disparé.

»Por las noches encendíamos fuego en la chimenea y nos echábamos un par de tragos de Jack. Butch se llevaba un bloc y dibujaba. A veces, mientras estaba en ello, me pedía que le contara una historia, y yo se la contaba. Al final, una de esas historias se convirtió en mi primer libro, La tormenta eléctrica.

Yo percibía los esfuerzos de Ruth por memorizarlo todo. Para ella era como oro, y para mí era como oro. Mi padre nunca hablaba de la cabaña.

—Supongo que no ha leído un ensayo titulado «Come Back to the Raft Ag’ain, Huck Honey», ¿verdad?

Ruth negó con la cabeza.

—¿No? No, claro que no. Ya nadie lee a Leslie Fiedler, lo cual es una lástima. Era graciosísimo, implacable con las vacas sagradas, y por eso resultaba tan divertido. En ese ensayo sostenía que el homoerotismo era el gran motor de la literatura estadounidense, que las historias de vinculación afectiva entre hombres eran en realidad historias sobre el deseo sexual reprimido. Una chorrada, por supuesto, y probablemente dice más de Fiedler que de la sexualidad masculina. Porque… a ver, ¿por qué? ¿Quién de los dos puede contestar?

Dio la impresión de que Ruth no se atrevía a romper el hechizo (en el que habían caído tanto él como ella), así que tomé la palabra.

—Es superficial. Convierte la amistad entre hombres en un chiste verde.

—Una simplificación excesiva, pero acertada —dijo mi padre—. Butch y yo éramos amigos, no amantes, y durante esas semanas en el bosque disfrutábamos de esa amistad en su estado más puro. Lo cual es una especie de amor. No era que yo quisiese menos a Sheila, o que Butch disfrutase menos con sus visitas a la ciudad…, le chiflaba el rock and roll, que él llamaba bop…, pero en los Cincuenta Kilómetros todo el ruido, el bullicio y el clamor del mundo quedaban atrás.

—Os guardabais el uno al otro —dije.

—Así es. Señora, ha llegado el momento de la última pregunta.

Ella no titubeó.

—¿Qué pasó? ¿Cómo fue que dejaron de ser hombres de pueblo y se convirtieron en hombres del mundo? ¿En iconos culturales?

A él se le demudó el semblante, y me acordé de la consternación de mi madre cuando me llamó a la universidad: «Tu padre está como si hubiera visto un fantasma». Si fue eso lo que ocurrió, pensé, estaba viéndolo otra vez. De pronto sonrió, y el fantasma desapareció.

—Solo éramos dos cabrones con talento —respondió—. Dejémoslo en eso. Ahora tengo que entrar para no estar bajo este sol tan intenso.

—Pero…

—No. —Adoptó un tono cortante, y ella retrocedió un poco—. Ya hemos terminado.

—Me parece que ya has recibido más de lo que esperabas —le dije—. Date por satisfecha.

—Qué remedio. Gracias, señor Carmody.

Me padre alzó una mano artrítica en un gesto de reconocimiento. Lo guie de regreso a la casa y lo ayudé a subir por los peldaños del porche. Ruth Crawford permaneció allí un momento; después se montó en el coche y se marchó. No volví a verla, pero naturalmente leí el artículo que escribió sobre mi padre y el tío Butch. Era una descripción vívida y abundaban las anécdotas graciosas, aunque carecía de profundidad. Se publicó en la revista Yankee, y su extensión era el doble de la que acostumbraban a asignar a sus artículos. Estoy seguro de que realmente recibió más de lo que esperaba cuando paró junto a la casa al salir del pueblo, y eso incluía el título: «Dos cabrones con talento».

Mi madre —Sheila Wise Carmody, Nuestra Señora de los Lirios de Día— murió en 2016, a la edad de 78 años. Entre quienes la conocían, nadie se lo esperaba. No fumaba, solo bebía alguna que otra copa de vino en ocasiones señaladas y no estaba por encima ni por debajo de su peso. Su madre había vivido hasta los 97, su abuela hasta los 99, pero mi madre sufrió un infarto agudo mientras volvía en coche a casa desde el IGA de Castle Rock con el maletero cargado de comida. Salió al arcén en Sirois Hill, echó el freno de mano, apagó el motor, cruzó las manos en el regazo y se sumió en la oscuridad que envuelve ese intenso destello que llamamos vida. La muerte de su viejo amigo Dave LaVerdiere afectó mucho a mi padre, pero la pérdida de su mujer lo dejó sumido en el mayor desconsuelo.

«Debería haber seguido viva —dijo en su funeral—. Alguien en el departamento clerical ha cometido un error espantoso». No muy elocuente, no su mejor versión, pero estaba conmocionado.

Durante seis meses, mi padre durmió abajo, en el sofá cama. Finalmente, a petición mía, vaciamos el dormitorio que habían compartido más de veintiuna mil noches. La mayor parte de la ropa de mi madre fue a la tienda de Goodwill de Lewiston, que era su organización benéfica preferida. Mi padre repartió las joyas entre sus amigas, a excepción del anillo de compromiso y la alianza de boda, que llevó en el bolsillo pequeño de los vaqueros hasta el día que murió.

La limpieza fue un trabajo difícil para él (para los dos), pero cuando llegó el momento de vaciar el pequeño despacho de mi madre, poco más que un armario contiguo al zaguán, se negó en redondo.

—Me veo incapaz, Mark —dijo—. Sencillamente incapaz. Me vendría abajo. Tendrás que ocuparte tú. Guarda sus papeles en cajas y bájalos al sótano. Algún día les echaré un vistazo y decidiré qué hay que conservar.

Pero, que yo sepa, nunca echó ese vistazo. Las cajas siguen donde yo las dejé, debajo de la mesa de ping-pong que nadie ha utilizado desde que mi madre y yo jugábamos animadas partidas ahí abajo, con ella profiriendo juramentos subidos de tono cada vez que le hacía un mate que era incapaz de devolver. Vaciar su pequeño «cuarto de reflexión», como ella lo llamaba, fue duro. Contemplar la mesa de ping-pong polvorienta, con la red verde combada, fue más duro aún.

Uno o dos días después de la extraordinaria entrevista de mi padre con Ruth Crawford por encima de la cerca, recordé de pronto que, para hacer acopio de fuerzas, me había tomado un Valium antes de entrar en su cuarto de reflexión con un par de cajas archivadoras vacías. Cuando llegué al cajón inferior del escritorio, encontré una pila de cuadernos de espiral, y cuando abrí uno, vi la inconfundible letra inclinada hacia atrás de mi padre. Eran anteriores a su gran salto, tras el cual todos los libros, incluso el primero, se convirtieron en superventas.

Sus primeras tres novelas, escritas antes de que los procesadores de texto y los ordenadores empezaran a ser algo corriente, salieron de una Selectric IBM, que se traía a cuestas cada tarde desde el ayuntamiento de Harlow. Me dio a leer aquellos manuscritos mecanografiados, que recordaba bien. En algunos sitos había tachado palabras y añadido otras entre líneas, y había trazado una raya oblicua sobre uno o dos párrafos cuando consideraba que se alargaban demasiado; así es como se hacía antes de que se inventara la tecla de borrar. A veces usaba la «x», y «Un día bonito y precioso» podía convertirse en «Un día xxxxxx y precioso».

Comento esto porque en los manuscritos acabados de La tormenta eléctrica, La generación horrible y Carretera 19 había poco texto eliminado de un modo u otro. Los cuadernos de espiral, en cambio, estaban llenos de tachaduras, algunas tan vehementes que habían rasgado el papel. Había reescrito a mano de arriba abajo algunas páginas, como en un arrebato de ira. Añadió notas al margen, por ejemplo «¿Qué pasa con Tommy?» y «¡¡¡Recuerda la cómoda!!!». Encontré una docena de esos cuadernos en total, y el último era a todas luces una primera tentativa de Tormenta eléctrica. No era pésima… pero tampoco muy buena.

Pensando en la última pregunta de Ruth —y también en la consternación de mi madre en aquella llamada de 1978—, fui a por la caja archivadora que contenía los cuadernos viejos. Extraje el que buscaba y leí un fragmento sentado con las piernas cruzadas bajo una bombilla desnuda.

¡Venía una tormenta!

Jason Jack estaba en el porche observando como se formaban los nubarrones negros en el oeste. ¡Tronó! ¡Los rayos caían por todas partes! ¡golpeaban la tierra como arietes de fuego! Empezó a soplar aullar el viento. Jack estaba muerto de miedo, pero no podía dejar de mirar. El fuego precede a la lluvia, pensó. ¡EL FUEGO PRECEDE A LA LLUVIA!

Esas palabras transmitían una imagen y constituían una narración, pero era trillada en el mejor de los casos. En esa página y en las posteriores, percibí los esfuerzos de mi padre por reproducir lo que veía. Como si fuera consciente de que lo que hacía no era muy bueno y aun así siguiera intentándolo e intentándolo e intentándolo para mejorarlo. Resultaba doloroso, porque el texto quería ser bueno… y no lo era.

Bajé al despacho de mi padre a por un ejemplar de La tormenta eléctrica del estante de pruebas de imprenta. Pasé a la primera página y leí:

Se avecinaba tormenta.

Jack Elway, de pie en el porche con las manos en los bolsillos, observaba los negros nubarrones que se elevaban por el oeste como humo, tapando las estrellas. Se oyó el rumor de un trueno. Los rayos iluminaron las nubes, que en el resplandor parecieron cerebros, o eso pensó él. Empezó a levantarse el viento. El fuego precede la lluvia, pensó el muchacho. El fuego precede la lluvia. La idea lo aterrorizó, pero no podía apartar la mirada.

Al comparar la copia mala (que sin embargo aspiraba con tanto empeño a ser buena) escrita a mano y la versión del libro acabado, de pronto me acordé primero de los murales pintados por Butch LaVerdiere en el basurero y después de su cuadro de Elvis y Marilyn en la avenida central de la feria, que se había vendido por tres millones de dólares. Volví a pensar que lo uno era el capullo, y lo otro, la flor.

En todo el país —en todo el mundo— hombres y mujeres pintan, escriben, tocan instrumentos. Algunos de esos aspirantes a artista asisten a seminarios, talleres y clases de arte. Algunos contratan a profesores. El fruto de sus esfuerzos se ve debidamente correspondido con comentarios de admiración por parte de amigos y familiares que dicen cosas como «¡Uau, muy bueno!» y luego lo olvidan. A mí, de niño, siempre me gustaron los cuentos de mi padre. Me quedaba embelesado y pensaba: «¡Uau, muy bueno, papá!». Como sin duda la gente que pasaba por la calle del Basurero veía los murales audaces y abigarrados sobre la vida del pueblo y pensaba «¡Uau, muy buenos!» y seguía su camino. Porque siempre hay alguien pintando, siempre hay alguien contando una historia, siempre hay alguien tocando «Call Me the Breeze» a la guitarra. El resultado es en la mayoría de los casos poco memorable. Algunas veces es apto. En contadas ocasiones es indeleble. No sé por qué es así. Tampoco sabía cómo aquellos dos hombres de campo habían dado el salto de bueno a bastante bueno y a extraordinario.

Pero lo averigüé.

Dos años después de su breve entrevista con Ruth Crawford, mi padre estaba inspeccionando una vez más los lirios de día que crecían junto a la cerca de estacas. Me enseñaba cómo algunos elementos aislados habían empezado a asomar al otro lado de la cerca, incluso al otro lado de Benson Street, cuando oí un crujido sordo. Pensé que quizá mi padre había pisado una rama caída. Me miró con los ojos desorbitados, la boca abierta, y pensé (lo recuerdo con toda claridad): Esa es la cara que ponía papá cuando era niño. A continuación, se ladeó. Tendió la mano hacia la cerca. Yo tendí la mano hacia su brazo. Ni él ni yo alcanzamos nuestro objetivo. Cayó en la hierba y se puso a gritar.

Yo no siempre llevo el móvil encima —no pertenezco a esa generación que antes saldría a la calle sin ropa interior que sin teléfono—, pero aquel día lo había cogido. Llamé al 911 y dije que necesitaba una ambulancia en el número 29 de Benson porque mi padre había sufrido un accidente.

Me arrodillé a su lado e intenté enderezarle la pierna. Lanzó un alarido y dijo «No, no, no, me duele, Markey, me duele». Tenía la cara blanca como nieve recién caída, como el vientre de Moby Dick, como la amnesia. Rara vez me sentía viejo, quizá porque el hombre con quien vivía era mucho más viejo, pero en ese momento me sentí muy viejo. Me obligué a no perder el conocimiento. Me obligué a no tener un infarto. Y confié en que el vehículo de emergencias de Harlow (que mi padre y Butch habían pagado) estuviese en los alrededores, porque una ambulancia desde Gates Falls tardaría media hora en llegar, y desde Castle Rock, posiblemente aún más.

Todavía oigo los gritos de mi padre. Se desmayó poco antes de que llegara el vehículo de emergencias de Harlow. Fue un alivio. Metieron la camilla en la parte trasera con un elevador y lo trasladaron al St. Stephen’s, donde lo estabilizaron —en el supuesto de que sea posible estabilizar a un hombre de noventa años— y le hicieron radiografías. Se le había roto la cadera izquierda. No era atribuible a causa alguna; sencillamente había ocurrido. Tampoco era una simple fractura, me explicó el traumatólogo. El hueso había estallado.

—No sé bien cuál es el procedimiento adecuado —dijo el doctor Patel—. Si tuviera la misma edad que usted, sin duda recomendaría un implante de cadera, pero el señor Carmody padece una osteoporosis avanzada. Tiene los huesos como cristal. Todos. Y es de edad muy avanzada, claro. —Separó las manos por encima de las radiografías—. Aconséjeme usted.

—¿Está despierto?

Patel hizo una llamada. Preguntó. Escuchó. Colgó.

—Está amodorrado por la medicación para el dolor, pero consciente, y puede contestar a preguntas. Quiere hablar con usted.

Pese a que la Covid estaba perdiendo fuerza, en el St. Stevie’s escaseaba el espacio. Aun así, asignaron a mi padre una ha­bitación individual. Fue porque podía pagar, pero también porque era famoso. Y una persona muy querida en el condado de Castle. Una vez le regalé una camiseta en la que se leía ESCRITOR ESTRELLA DE ROCK, y se la ponía.

Ya no estaba tan blanco como el vientre de Moby Dick, pero se lo veía encogido. Tenía ojeras y le brillaba la piel a causa del sudor. El cabello apuntaba en todas las direcciones.

—Me he roto la maldita cadera, Markey. —Su voz era poco más que un susurro—. Dice ese médico paquistaní que lo raro es que no me pasara hace cinco años, cuando fuimos al funeral de Butchie. ¿Te acuerdas?

—Cómo no voy a acordarme. —Me senté a su lado y me saqué el peine del bolsillo.

Levantó una mano en su habitual gesto imperioso de oposición.

—Eso no, no soy un bebé.

—Ya lo sé, pero pareces un loco.

Dejó caer la mano en la sábana.

—De acuerdo. Pero solo porque en otro tiempo te cambié los pañales cagados.

Pensé que de esa tarea seguramente se había encargado mi madre, pero no se lo discutí, me limité a arreglarle el pelo lo mejor que pude.

—Papá, el médico está intentando decidir si implantarte una prótesis de cad…

—Calla —atajó—. Mi pantalón está en el armario.

—Papá, no vas a ir a ning…

Alzó la vista al techo.

—Por Dios, ya lo sé. Tráeme el llavero.

Lo encontré en el bolsillo delantero izquierdo, debajo de un algo de calderilla. Se lo acercó a los ojos con mano trémula (me horrorizó verlo temblar así) y buscó entre las llaves hasta que dio con una pequeña de plata.

—Esta abre el cajón inferior de mi escritorio. Si no salgo de esta mierda…

—Papá, te pondrás bi…

Levantó la mano con el llavero sujeto, su gesto habitual.

—Si no salgo de esta, encontrarás la explicación de mi éxito, y el de Butch, en ese cajón. Todo lo que despertaba tanta curiosidad a aquella mujer…, no recuerdo cómo se llamaba. No se lo habría creído, y tampoco te lo creerás tú, pero es la verdad. Considéralo mi última epístola al mundo.

—Bien. Entendido. Y ahora ¿qué dices de la operación?

—Bueno, ya veremos. Pensémoslo. Si no me opero, ¿qué? ¿Una silla de ruedas? Y alguien que me atienda, supongo. No una enfermera guapa; un cachas grande y peludo con la cabeza rapada que se ponga colonia English Leather. Tú desde luego no podrás cargar conmigo de acá para allá, a tu edad no.

Supuse que tenía razón.

—Me parece que voy a intentarlo. Puede que muera en el quirófano. Puede que salga, haga seis semanas de fisioterapia y me rompa la otra cadera. O el brazo. O el hombro. Dios tiene un sentido del humor abominable.

Tenía los huesos frágiles, pero el cerebro aún le funcionaba a la perfección, incluso drogado hasta las cejas. Me alegré de que no me hubiera dejado a mí la responsabilidad de la decisión, y sus consecuencias.

—Se lo diré al doctor Patel.

—Eso, y dile que tenga el tren de los calmantes listo para arrancar. Te quiero, hijo.

—Yo también te quiero, papá.

—Devuélveme las llaves si salgo de esta. Mira en el cajón si no salgo.

—Me ha quedado claro.

—¿Cómo se llamaba aquella mujer? ¿Crockett?

—Crawford. Ruth Crawford.

—Quería una respuesta. Una explicación. La Teoría del Campo Unificado de la Creatividad, Dios salve a la reina. Y al final lo único que podría haberle ofrecido era un misterio aún mayor. —Se le cerraron los ojos—. No sé qué me han dado, pero debe de ser muy fuerte. Ahora mismo no noto ningún dolor. Volverá, pero ahora creo que puedo dormir.

Se durmió, y nunca despertó. El sueño se convirtió en un coma. Había firmado una orden de no reanimación años antes. Me hallaba junto a su cama y lo tenía cogido de la mano cuando se le paró el corazón a las 21.19 del día siguiente. Ni siquiera ocupó el espacio preferente en las necrológicas del New York Times, porque esa misma noche murió un exsecretario de Estado en un accidente de tráfico. Mi padre habría dicho que es la historia de siempre: en la muerte como en la vida, la política casi siempre se impone al arte.

Casi todos los vecinos de Harlow asistieron al funeral, celebrado en la iglesia bautista de la Gracia, junto con un nutrido contingente de periodistas. Ruth Crawford no vino, estaba en California, pero mandó flores y una amable nota de condolencia. Por suerte, el organizador del funeral fue previsor y colocó altavoces en el jardín de la iglesia para quienes no pudieran acceder al interior. Propuso añadir pantallas; me negué, aduciendo que era un funeral, no un concierto de rock. El oficio junto a la tumba fue más breve y acudió menos gente, y cuando volví al cabo de una semana a poner flores (lirios de día, naturalmente), era el único: la última hoja del árbol genealógico de los Carmody, ya de un marrón otoñal. Sic transit gloria mundi.

Me arrodillé para apoyar el jarrón contra la lápida. «Hola, papá, tengo la llave que me diste. Voy a respetar tu última voluntad y abrir ese cajón, pero si ahí dentro hay cualquier cosa que explique algo, me convertiré…, ¿cómo decías tú?…, en un testículo de mono».

Lo primero que encontré fue una carpeta manila. O el viejo zorro no había abandonado del todo su portátil, o bien había encontrado a alguien en la biblioteca que le imprimiera aquello, porque la primera hoja era un artículo de la revista Time, con fecha del 23 de mayo de 2022. El titular rezaba: EL CONGRESO POR FIN SE TOMA EN SERIO LOS OVNIS.

Lo leí por encima y descubrí que hoy en día los ovnis en realidad se llaman fanis: fenómenos aéreos no identificados. Las audiencias en el Congreso, presididas por Adam Schiff, eran las primeras que se celebraban sobre el tema desde el Proyecto Libro Azul, llevado a cabo cincuenta años antes, y todas las personas que prestaron declaración se apresuraron a señalar que las investigaciones no se centraban en hombrecillos verdes de Marte ni de ningún otro sitio. Todos los testigos sostenían que, si bien no podía descartarse la presencia de naves de origen extraterrestre, se consideraba que era sumamente improbable. Lo que les preocupaba era la posibilidad de que otro país —Rusia, China— hubiera desarrollado tecnología hipersónica muy superior a la nuestra.

Debajo del artículo impreso había recortes, amarillentos y un poco quebradizos, de septiembre y octubre de 1978. En uno del Press Herald se leía el titular DETECTADAS UNAS LUCES MISTERIOSAS SOBRE MARGINAL WAY. El del Castle Rock Call decía DETECTADO «OVNI» EN FORMA DE PURO SOBRE EL MIRADOR DE CASTLE. Incluía una foto del mirador, en cuyo costado ascendía en zigzag la herrumbrosa Escalera del Suicida (desaparecida hacía tanto tiempo como los murales del tío Butch en el basurero). Pero no se veía ni rastro del puro volador en cuestión.

Debajo de la carpeta de recortes había un cuaderno de espiral. Abrí la tapa, esperando encontrarme con otro de los esfuerzos iniciales de mi padre, una tentativa con La generación horrible, quizá, o con Carretera 19. Era su letra inclinada hacia atrás, inconfundible, pero sin tachaduras, borrones ni garabatos en el afán de expresar lo que pensaba. No se parecía en nada a los cuadernos anteriores que había encontrado tras la muerte de mi madre. Era un texto de Laird Carmody con pleno dominio de sus aptitudes literarias, aunque a veces la letra pareciera vacilante. No podía tener la certeza absoluta, pero me dio la impresión de que esa narración la había escrito en algún momento tras su presunto retiro.

Mi padre era un novelista en sentido pleno, respetado en general por su habilidad narrativa, y me bastaron tres páginas para darme cuenta de que en ese cuaderno contaba también una historia, aunque protagonizada por personas reales —Laird Carmody y Dave LaVerdiere— que había reelaborado como personajes ficticios. En otras palabras, era metaficción. Se trataba de un recurso bastante común; muchos buenos escritores han jugueteado con ese concepto (o quizá habría que llamarlo más bien «artificio»). Desde luego Dave no podía poner reparo alguno, habría pensado mi padre, porque su viejo amigo había muerto. Si mi padre, en su habitación del hospital, había afirmado que eso era la verdad, fue solo por el estado de confusión que le provocaban los fármacos y el dolor. Esas cosas pasaban. ¿Acaso Nathaniel Hawthorne, al final de su vida, no creía ser el reverendo Dimmesdale? ¿No había abandonado este mundo Emily Dickinson diciendo «Debo entrar, se está levantando la niebla»?

Mi padre nunca había escrito fantasía ni metaficción, y ese texto era lo uno y lo otro; sin embargo, exhibía su maestría de siempre. Me atrapó de inmediato y leí sin parar de principio a fin el texto de ese cuaderno. Y no solo porque conociera a esas personas y también el entorno de Harlow. Laird Carmody sabía contar una historia, lo reconocían hasta sus detractores más acérrimos, y esa era una buena historia. Pero ¿era verdad?

En cuanto a eso, sostengo que es pura fábula.

2

En los viejos tiempos, cuando Butch y yo nos encargábamos del basurero del pueblo, teníamos el Martes de los Rebuscadores. Fue idea de Butch. (Teníamos también el Sábado de las Ratas, pero eso es otra historia.)

«Si van a venir a rebuscar de todas maneras —dijo Butch—, deberíamos fijar un día para que lo hagan, y así podemos vigilarlos y asegurarnos de que ningún borrachuzo o porrero se hace un tajo en una pierna y acaba con gangrena».

Uno de los viejos borrachines que aparecía por allí casi todos los martes era Rennie Lacasse. Era lo que la gente de Maine llamaba un «boquirroto»; probablemente hablaba incluso dormido. Siempre que se ponía a hablar de los viejos tiempos, empezaba diciendo: «Esa imagen no se me borra de la memoria».

La misma sensación tengo yo sobre aquella salida de caza de 1978 que cambió nuestras vidas. Esas imágenes no se me borran de la memoria.

Partimos el 11 de noviembre de ese año, un sábado, y el plan era volver el 17 o 18, quizá antes si uno de nosotros o los dos capturábamos nuestro ciervo. Así tendríamos tiempo de sobra para llevarlos a desollar y despiezar a la carnicería Ordway de Gates Falls. A todo el mundo le gustaba comer venado el día de Acción de Gracias, sobre todo a Mark, que llegaría a casa de la universidad el día 21.

Butch y yo habíamos comprado entre los dos un jeep Wil­lys excedente del Ejército a principios de los cincuenta. En 1978 tenía ya sus años, pero seguía siendo el vehículo perfecto para cargar el material y los víveres, y adentrarnos en el bosque. Sheila me decía cada año que a NellyBelle iba a rompérsele una biela o averiársele la caja de cambios en algún lugar de los Cincuenta Kilómetros, pero nunca ocurrió. Fuimos hasta allí en ese Willys hasta que Butch se marchó al oeste. Aunque a partir de 1978 apenas salimos ya de caza. Incluso eludíamos el tema. Sí pensábamos en ello, por supuesto. Cómo no íbamos a pensar. Por entonces yo había vendido mi primer libro, y Butch se ganaba la vida dibujando cómics y novelas gráficas. No ingresaba al mismo nivel que años más tarde, pero, como quizá habría dicho Rennie Lacasse, tenía el riñón bien cubierto.

Di un beso a Sheila, Butch la abrazó, y nos marchamos. Chapel Road nos llevó hasta Cemetery Road, luego a tres pistas forestales, cada una más invadida por la vegetación que la anterior. Para entonces nos hallábamos ya en lo más hondo de los Cincuenta Kilómetros y muy pronto oiríamos el sonido del Jilasi. Algunos años era poco más que un gorjeo, pero ese verano y ese otoño había llovido a mares, y el viejo Jilasi atronaba.

—Espero que el puente siga ahí —comentó Butch.

Allí seguía, aunque un poco escorado a estribor. Un cartel amarillo clavado a un montante advertía: PELIGROSO. Con el deshielo de primavera del año siguiente, las crecidas se llevarían el puente por completo. Después de eso habría que recorrer treinta kilómetros cauce abajo para cruzar el Jilasi. Casi hasta Bethel.

Nosotros no necesitábamos el cartel. Hacía años que no nos atrevíamos a cruzar el puente en el jeep, y aquel día ni siquiera teníamos muy claro si nos atreveríamos a cruzarlo a pie.

—A ver —dijo Butch—. Yo ni loco conduzco ahora otros treinta kilómetros por la carretera 119, más los treinta de vuelta.

—Y seguro que nos pararía la policía si lo intentáramos —dije, y di una palmada en el costado al Willys—. NellyBelle no ha pasado la inspección desde 1964.

Él cogió la mochila y el saco de dormir, y se acercó al borde del viejo y chirriante puente de madera. Allí se detuvo y miró atrás.

—¿Vienes?

—Esperaré a ver si tú llegas al otro lado —contesté—. Si el puente cede, te sacaré del agua. Y si se te lleva la corriente, diré adiós con la mano. —En verdad consideraba más prudente no atravesarlo los dos a la vez. Habría sido tentar al destino.

Butch empezó a cruzar. Oí el taconeo hueco de sus botas por encima del fragor del torrente. Cuando llegó al lado opuesto, dejó sus cosas, se bajó el pantalón y me enseñó el culo.

Mientras atravesaba el puente, noté que temblaba como si estuviera vivo, y dolorido. Volvimos a cruzarlo —de uno en uno— y cogimos las cajas de comida. Contenían las cosas que comen los hombres en el bosque: estofado Dinty Moore, latas de sopa, sardinas, huevos, beicon, vasitos de pudin, café, mucho pan de molde, dos packs de seis cervezas y nuestra botella anual de Jack Daniel’s. También un par de chuletas. Por aquel entonces nos atracábamos de comida, pero no precisamente saludable. En el último viaje cargamos con los rifles y el botiquín. Era un botiquín grande. Los dos pertenecíamos al Departamento de Bomberos Voluntarios, y el curso de primeros auxilios era obligatorio. Sheila insistía en que nos lleváramos el botiquín en nuestra semana de caza, porque en el bosque siempre puede producirse algún accidente. A veces grave.

Mientras tapábamos a NellyBelle con una lona para que no entrara la lluvia, Butch dijo: «Esta vez uno de los dos acaba en el agua, espera y verás».

No fue así, pese a que ese último viaje tuvimos que hacerlo los dos juntos, sujetando cada uno un extremo del botiquín, que pesaba unos quince kilos y era del tamaño de un baúl. Nos habíamos planteado dejarlo en el jeep, pero al final lo llevamos.

En el lado opuesto del puente, había un pequeño claro. Habría sido un sitio agradable para pescar, solo que el Jilasi pasaba por Mexico y Rumford antes de llegar allí, y cualquier pez que capturásemos sería tóxico por los vertidos de las fábricas textiles. Más allá del claro, nacía un camino cubierto de hierba que llevaba a nuestra cabaña, a menos de quinientos metros. La cabaña estaba bastante bien, con dos dormitorios, un fogón de leña en la parte del espacio principal destinada a la cocina y una letrina exterior detrás. No tenía electricidad, por supuesto, pero sí un surtidor de agua bajo un cobertizo. Todo lo que un par de aguerridos cazadores podía desear.

Para cuando terminamos de acarrear el material hasta la cabaña, ya era casi de noche. Preparé la cena (Butch siempre estaba dispuesto a asumir su parte de las tareas, pero, como decía Sheila, ese hombre era capaz de quemar el agua), y Butch encendió el fuego en la chimenea. Yo me acomodé con un libro —nada mejor que una novela de Agatha Christie cuando uno está en el bosque—, y Butch se había llevado un bloc de dibujo Strathmore, que llenaría de caricaturas y escenas del bosque. Había dejado la Nikon en la mesa a su lado. Los rifles descansaban en el rincón, descargados.

Charlamos un rato, como siempre hacíamos allí, en parte sobre el pasado, en parte sobre nuestras esperanzas de cara al futuro. En aquellos tiempos las esperanzas empezaban a desvanecerse —habíamos llegado ya a la mediana edad—, pero siempre parecían un poco más realistas, un poco más asequibles, allí en el bosque, donde invariablemente reinaba el silencio y la vida se antojaba menos… ¿ajetreada? No es del todo exacto. Menos agobiante. Sin teléfonos que atender ni incendios —tanto literales como metafóricos— que apagar. Creo que nunca fuimos al bosque a cazar, en realidad no, aunque, si un ciervo se ponía a tiro, ¿quiénes éramos nosotros para resistirnos? Creo que íbamos allí para encontrar la mejor versión de nosotros mismos. Bueno… quizá nuestra versión más sincera. Con Sheila, yo siempre procuraba ser mi mejor versión.

Recuerdo que aquella noche me acosté, me tapé con las mantas hasta la barbilla y escuché el murmullo del viento entre los árboles. Recuerdo que pensé que el desvanecimiento de las esperanzas y las ambiciones era en esencia indoloro. Eso estaba bien, pero a la vez tenía algo de espantoso. Yo quería ser escritor, pero empezaba a pensar que ser uno bueno no estaba a mi alcance. En ese caso, el mundo seguiría girando. Uno relajaba la mano…, abría los dedos… y algo escapaba. Recuerdo que pensé: Puede que dé lo mismo.

Por la ventana, a través de las ramas oscilantes, veía unas cuantas estrellas.

Esa imagen no se me borra de la memoria.

El día 12 nos pusimos el chaleco naranja y la gorra naranja, y nos adentramos en el bosque. Por la mañana nos separamos y al mediodía nos reunimos de nuevo para comer y comparar notas: qué habíamos visto y qué no. Ese primer día quedamos en la cabaña y preparamos una gran cazuela de pasta con queso y un cuarto de kilo de beicon. (Yo lo llamaba gulash húngaro, pero cualquier húngaro que se preciara habría echado un vistazo a aquello y se habría tapado los ojos.) Por la tarde cazamos juntos.

Al día siguiente hicimos un picnic en el claro, con la mirada en NellyBelle al otro lado del torrente, que ese día parecía más un río. Butch preparó unos bocadillos, tarea que se le podía confiar. Teníamos agua potable del pozo para beber y unos pastelitos de fruta Hostess de postre: de arándano para mí, de manzana para Butch.

—¿Has visto algún ciervo? —preguntó Butch al tiempo que se lamía el glaseado de los dedos. Bueno…, esos pastelitos de fruta no están exactamente glaseados, pero tienen un baño bastante sabroso.

—No. Ni hoy ni ayer. Pero ya sabes lo que decían antes: cuando llega noviembre, los ciervos se dan cuenta y se esconden.

—Personalmente creo que podría ser verdad —dijo Butch—. Tienden a desaparecer después de Halloween. Pero ¿y disparos? ¿Has oído alguno?

Me detuve a pensar.

—Ayer un par. Hoy ninguno.

—¿Vas a decirme que somos los únicos cazadores en los Cincuenta Kilómetros?

—No, por Dios. La parte del bosque de aquí al lago Dark Score es posiblemente la mejor zona de caza del condado, ya lo sabes. Esta mañana he visto a un par de hombres no mucho después de que nos pusiéramos en marcha, aunque ellos no me han visto a mí. Me parece que uno de ellos era aquel memo, Freddy Skillins. El que se las da de carpintero.

Butch movió la cabeza en un gesto de asentimiento.

—Yo he llegado a aquellos montes tan empinados y he visto a tres hombres en la ladera opuesta. Vestían como modelos de L. L. Bean y llevaban rifles con mira telescópica. Tenían que ser de fuera del estado. Y por cada uno que vemos seguro que habrá cinco o diez más. Deberían oírse muchos más tiros, porque no todos los ciervos han decidido levantar el campamento y poner rumbo a Canadá, ¿no?

—Es poco probable —contesté—. Los ciervos rondan por ahí, Butchie.

—Y entonces ¿por qué no los hemos visto? ¡Y escucha!

—¿Qué se supone que tengo que escu…?

—Calla un momento y lo oirás. Mejor dicho, no lo oirás.

Callé. Oí el rumor del Jilasi, cuya corriente sin duda debilitaba los puntales del puente mientras nosotros masticábamos nuestros pastelitos de fruta allí sentados en la hierba. Oí el zumbido lejano de un avión, probablemente camino del Jetport de Portland. Por lo demás, nada.

Miré a Butch. Me observaba sin sonreír. Solemne.

—Ningún pájaro —comenté.

—No. Y el bosque debería estar lleno.

En ese preciso momento, un cuervo lanzó un único graznido.

—Ahí tienes —dije, y de hecho sentí alivio.

—Un cuervo —respondió él—. Ya ves tú. ¿Qué ha sido de los tordos?

—¿Habrán volado al sur?

—Todavía no, no todos. Deberíamos estar oyendo trepadores y cardenales. Quizá algún jilguero, y herrerillos a montones. Sin embargo, no hay ni un puto pájaro carpintero.

Por lo general, permanezco ajeno a la banda sonora del bosque —uno se acostumbra—, pero Butch tenía razón: ¿dónde estaban los pájaros? Y algo más.

—Las ardillas —dije—. Deberían estar correteando por todas partes, preparándose para el invierno. Me parece que he visto un par… —Bajé la voz gradualmente, porque ni siquiera de eso estaba seguro.

—Es por los extraterrestres —bromeó Butch, adoptando una voz grave para dar miedo—. Podrían estar acercándose con sigilo por el bosque ahora mismo. Con sus pistolas de rayos desintegradoras.

—Supongo que viste aquel artículo en el Call —dije—. El del platillo volante.

—No era un platillo, era un puro —corrigió Butch—. Un puuu-ro volante.

—El Tiparillo llegado del planeta X —añadí.

—¡Ansiando a las mujeres de la Tierra!

Cruzamos una mirada y nos reímos.

Esa tarde se me ocurrió una idea para un relato —mucho después se convirtió en una novela titulada La generación horrible—, y por la noche empecé a tomar notas en uno de mis cuadernos de espiral. Buscaba un buen nombre para el joven villano en torno al que giraba la narración cuando la puerta de la cabaña se abrió de golpe e irrumpió Butch.

—Ven, Lare. Tienes que ver esto. —Agarró la cámara.

¿Ver qué?

—¡Tú ven!

Me fijé en sus ojos desorbitados, dejé el cuaderno y lo seguí afuera. Mientras recorríamos los escasos quinientos metros hasta el claro y el torrente, me explicó que había ido a comprobar si el puente se había ladeado más (si se hubiera desplomado del todo, lo habríamos oído). De pronto, al ver lo que flotaba en el cielo, se olvidó del puente.

—Mira —dijo cuando llegamos al claro, y señaló.

Había empezado a llover, era poco más que una ligera llovizna. En aquella oscuridad absoluta, no deberían haberse visto las nubes, cada vez más bajas, pero se veían, porque las iluminaban unos círculos de luz intensa en movimiento. Cinco, luego siete, luego nueve. Eran de distintos tamaños. El más pequeño tendría unos diez metros de diámetro. El más grande debía de medir unos treinta. No se reflejaban en las nubes, como habría ocurrido con el haz de un foco o una linterna potente; estaban dentro de las nubes.

—¿Qué son? —pregunté casi en un susurro.

—No lo sé, pero te juro que no son Tiparillos.

—Ni White Owls —añadí, y se echó a reír. No como uno ríe cuando algo le resulta gracioso, sino como cuando no puede salir de su asombro.

Butch sacó fotos. Por aquel entonces faltaban aún años para que la tecnología del microchip permitiese la gratificación inmediata, pero las vi más tarde en papel, cuando las reveló en su propio cuartito oscuro. Eran decepcionantes. Solo enormes círculos de luz por encima del perfil oscuro e irregular de las copas de los árboles. Desde entonces he visto fotos de ovnis (o fanis, si se prefiere), y suelen ser decepcionantes: siluetas borrosas que podrían ser cualquier cosa, incluso montajes fotográficos de embaucadores. Uno tenía que estar allí para asimilar lo extraordinario, y lo extraño, que era: unas luces enormes insonoras que se adentraban en las nubes, casi como si danzaran.

Lo que recuerdo con mayor claridad —aparte de la sensación de estupor— fue lo escindida que tuve la mente durante los cinco o diez minutos que duró aquello. Quería ver qué proyectaba aquellas luces… y a la vez no quería. Me explicaré: temía que nos halláramos cerca de artefactos —quizá incluso seres inteligentes— de otro mundo. Eso me causaba exaltación, pero también me horrorizaba. Volviendo la vista atrás, creo que, ante aquel primer contacto (porque sin duda es lo que fue), nuestras dos únicas opciones eran reír o gritar. Si hubiese estado solo, casi con toda seguridad habría gritado. Y huido, probablemente para esconderme debajo de la cama como un niño y convencerme de que no había visto nada. Como estábamos juntos, y éramos adultos, nos reímos.

Digo cinco o diez minutos, pero podrían haber sido quince. No lo sé. Se prolongó lo suficiente para que la llovizna arreciara hasta convertirse en auténtica lluvia. Dos de los intensos círculos menguaron y desaparecieron. Después se marcharon otros dos o tres. El más grande se quedó más tiempo. Luego también empezó a reducirse. No se movió de un lado a otro; simplemente se encogió hasta parecer del tamaño de un plato, luego una moneda de cincuenta centavos, luego una moneda de un centavo, luego un punto luminoso…, luego se esfumó. Como si hubiera salido disparado hacia arriba.

Nos quedamos allí plantados bajo la lluvia, esperando a que ocurriera algo más. No pasó nada. Al cabo de un rato, Butch me agarró por el hombro. Lancé un chillido.

—Perdona, perdona —musitó—. Pongámonos a cubierto. El espectáculo de luz ha terminado y nos estamos empapando.

Eso hicimos. No me había parado a coger una cazadora, así que avivé el fuego, que ya no era más que un rescoldo, y me quité la camisa mojada. Mientras me frotaba los brazos, temblando, Butch dijo:

—Podemos contar a la gente lo que hemos visto, pero nadie nos creerá. O harán gestos de indiferencia y dirán que ha sido algún fenómeno meteorológico inexplicable.

—Puede que lo haya sido. O… ¿a qué distancia está el aeropuerto de Castle Rock?

Se encogió de hombros.

—A cuarenta o cincuenta kilómetros al este de aquí.

—Las balizas de la pista…, a lo mejor con las nubes…, la humedad… podría, ya me entiendes…, algún efecto prismático…

Sentado en el sofá, con la cámara en el regazo, me miraba. Esbozaba una sonrisa. Guardaba silencio. No necesitaba hablar.

—Chorradas, ¿no? —dije.

—Sí. No sé qué era eso, pero no eran luces del aeropuerto ni era un puto globo meteorológico. Había ocho o diez cosas de esas, quizá una docena, y eran grandes.

—Hay más cazadores en el bosque. Yo vi a Freddy Skil­lins y tú viste a tres tipos que seguramente eran forasteros. Puede que ellos también lo hayan visto.

—Quizá sí, pero lo dudo. Sencillamente ha dado la casualidad de que yo estaba en el lugar adecuado, ese claro junto al torrente, en el momento adecuado. En cualquier caso, ya pasó. Me voy a la cama.

Al día siguiente, sería el 14, llovió de la mañana a la noche. A ninguno de los dos nos apetecía salir y acabar como sopas buscando ciervos que seguramente no encontraríamos. Leí y trabajé un rato en la idea para mi relato. Seguía intentando dar con un buen nombre para el chico malo, sin suerte, tal vez porque no tenía claro por qué el chico malo era malo. Butch se pasó casi toda la mañana con el bloc. Hizo tres dibujos distintos de las luces entre las nubes y al final desistió, con hastío.

—Espero que salgan las fotos, porque estos dibujos dan pena —dijo.

Les eché un vistazo y le dije que estaban bien, aunque no era cierto. No daban pena, pero no transmitían lo portentoso de lo que habíamos visto. La magnitud.

Miré todos los nombres tachados de mi presunto chico malo. «Trig Adams». No. «Vic Ellenby». No. «Jack Claggart». También muy acertado, «Carter Cantwell». Bah, vomitivo. La historia que me rondaba por la cabeza era amorfa: tenía una idea, pero nada concreto. Nada a lo que agarrarme. Me recordaba lo que habíamos visto la noche anterior. Allí había algo, pero era imposible decir qué, porque estaba dentro de las nubes.

—¿Qué haces? —me preguntó Butch.

—Una mierda. Creo que me voy a echar una siesta.

—¿Y la comida?

—No me apetece nada.

Se quedó pensando y después contempló la lluvia incesante por la ventana. No hay nada más frío que una lluvia fría de noviembre. Se me pasó por la cabeza que alguien debería escribir una canción sobre eso… y al final alguien lo hizo.

—Un siesta es justo lo que necesito —convino Butch. Dejó el bloc y se puso en pie—. Te diré una cosa, Lare. Dibujaré toda mi vida, pero nunca seré un artista.

Dejó de llover alrededor de las cuatro de esa tarde. A las seis el cielo se había despejado y veíamos estrellas y un retazo de luna: la uña de Dios, como la llamaban los viejos del lugar. Nos comimos las chuletas para cenar (junto con mucho pan de molde para mojar en el jugo) y después nos acercamos al claro. No hablamos de ello, fuimos sin más. Nos quedamos allí de pie, alargando el cuello, quizá media hora. No se veían luces ni platillos ni puros voladores. Volvimos a la cabaña, Butch encontró una baraja Bicycle en la alacena del salón, y jugamos al cribbage hasta casi las diez.

—Oigo el Jilasi incluso desde aquí dentro —comenté cuando terminamos la última mano.

—Sí. Esa lluvia no le habrá hecho ningún bien al puente. Por cierto, ¿qué pinta ahí un puto puente? ¿Te lo has preguntado alguna vez?

—Creo que allá en los sesenta a alguien se le ocurrió hacer una urbanización. O lo necesitaban los fabricantes de pasta de papel. Todo esto debieron de deforestarlo antes de la Primera Guerra Mundial.

—¿Qué te parece si cazamos un día más y luego volvemos?

Me dio la impresión de que no pensaba solo en marcharse a casa, muy probablemente con las manos vacías. Ver esas luces entre las nubes le había afectado de algún modo. Tal vez nos había afectado a los dos. No voy a llamarlo revelación. Es solo que quizá uno ve algo, unas luces en el cielo o cierta sombra a cierta hora del día, la forma en que se proyecta en su camino. Uno la interpreta como una señal, pero decide seguir adelante. Se dice que de niño hablaba como un niño, entendía como un niño, pensaba como un niño, pero llega un momento en el que hay que dejar de lado las cosas de niños.

O tal vez no hubiera sido nada.

—¿Lare?

—De acuerdo. Un día más y nos volvemos. Tengo que limpiar los canalones antes de que lleguen las nieves, y siempre lo estoy retrasando.

El día siguiente amaneció fresco y despejado, perfecto para cazar, pero ni él ni yo vimos el menor vaivén de una cola blanca. No oí los trinos de los pájaros, solo algún que otro graznido de cuervo. Estuve atento por si aparecía alguna ardilla, pero tampoco vi ninguna. No vi siquiera de las listadas, y deberían haber estado correteando por todo el bosque. Oí algún que otro disparo, pero lejos, cerca del lago, y el hecho de que los cazadores dispararan no quería decir que tuvieran un ciervo en la mira. A veces la gente se aburría y sencillamente descerrajaba un tiro o dos, sobre todo si había llegado a la conclusión de que no había caza que espantar.

Nos reunimos en la cabaña a la hora de comer y luego salimos juntos. Ya no esperábamos ver ciervos, y no los vimos, pero era un día excelente para estar al aire libre. Recorrimos un par de kilómetros por la orilla del torrente y luego nos sentamos en un tronco caído a tomar unas latas de Bud.

—Esto no es normal —dijo Butch—, y no acaba de gustarme. Propondría que nos marcháramos esta tarde, pero cuando termináramos de cargar ya sería de noche, y no me fío de los faros de NellyBelle en esas pistas forestales.

Se levantó una brisa repentina que agitó las hojas de los árboles. Me sobresalté al oír el ruido y miré por encima del hombro. Butch reaccionó de la misma manera. Luego nos miramos y nos reímos.

—¿Nervioso? —pregunté.

—Solo un poco. ¿Te acuerdas de cuando fuimos a la casa del viejo Spier en plan desafío? Fue en 1946 o por ahí, ¿no?

Me acordaba. El viejo Spier volvió de Okinawa con un ojo menos y se voló los sesos en el salón de su casa con una escopeta. Fue la comidilla del pueblo.

—Contaban que la casa estaba encantada —dije—. Teníamos… ¿cuántos años? ¿Trece?

—Algo así. Entramos y cogimos algunas cosas para demostrar a nuestros amigos que habíamos estado allí.

—Yo me llevé un cuadro. Un paisaje que descolgué de una pared. ¿Tú qué te llevaste?

—Un puto cojín de sofá —contestó Butch, y se echó a reír—. ¡Hablando de estupideces! Me he acordado de la casa de Spier porque ahora me siento como me sentí entonces. No hay ciervos, no hay pájaros, no hay ardillas. Puede que aquella casa no estuviera encantada, pero estos bosques… —Se encogió de hombros y bebió parte de la cerveza.

—Podríamos irnos hoy. Seguramente esos faros aguantarán.

—No. Mañana. Recogeremos esta noche, nos acostaremos pronto y saldremos de madrugada. Si te parece bien.

—Me parece perfecto.

Las cosas habrían sido distintas para nosotros si nos hubiésemos fiado de los faros de NellyBelle. A veces pienso que lo hicimos. A veces pienso que existen un Laird Fantasmal y un Butch Fantasmal que llevaron vidas fantasmales. El Butch Fantasmal nunca se fue a Seattle. El Laird Fantasmal nunca escribió una novela, y menos una docena. Esos seres fantasmales fueron hombres decentes que llevaron vidas anodinas en Harlow. Administraron el basurero, fundaron una empresa de transporte, atendieron los asuntos municipales como debía hacerse, es decir, de manera que los libros cuadrasen en la asamblea de vecinos de marzo y hubiese menos quejas de los tradicionalistas, que gustosamente habrían recuperado el asilo para indigentes. El Butch Fantasmal se casó con alguna chica que conoció en un club de baile de Lewiston y tuvo una caterva de críos fantasmales.

Ahora me digo que fue una suerte que nada de eso ocurriera. Butch se decía lo mismo. Lo sé porque nos lo contábamos cuando hablábamos por teléfono o, más adelante, por Skype o FaceTime. Fue una verdadera suerte. Por supuesto. Nos hicimos famosos. Nos hicimos ricos. Nuestros sueños se hicieron realidad. Esas cosas no tienen nada de malo, y si alguna vez dudo sobre la forma que ha tomado mi vida, ¿acaso no le pasa a todo el mundo?

¿No te pasa a ti?

Esa noche Butch echó unas sobras en una cazuela y llamó estofado al mejunje resultante. Lo comimos con pan de molde y lo acompañamos de agua del pozo, lo que fue de hecho la mejor parte de la cena.

—No te dejaré cocinar nunca más —dije mientras fregábamos los escasos platos.

—Después de ese desastre, te tomo la palabra —respondió.

Recogimos el equipaje y lo dejamos junto a la puerta. Butch dio una patada de refilón al enorme botiquín.

—¿Por qué lo traemos siempre?

—Porque Sheila insiste. Está convencida de que uno de nosotros va a caerse en un hoyo o a acabar herido de bala. Probablemente por un forastero provisto de un rifle con mira telescópica.

—Chorradas. Yo creo que insiste por pura superstición. Piensa que la única vez que no carguemos con el botiquín hasta aquí será cuando lo necesitemos. ¿Quieres ir a echar otro vistazo?

No tuve que preguntarle a qué se refería.

—¿Por qué no?

Fuimos al claro y miramos al cielo.

Allí arriba no había luces, pero sí había algo en el puente. O mejor dicho, alguien. Una mujer, tendida boca abajo en los tablones.

—¿Qué coño…? —dijo Butch, y corrió hasta el puente.

Lo seguí. No me gustaba la idea de que estuviéramos los tres encima simultáneamente, y juntos, pero no íbamos a dejarla allí tirada, inconsciente o quizá muerta. Tenía el cabello largo y negro. Esa noche soplaba el viento, y advertí que a cada ráfaga el pelo se le movía en una greña apelmazada, como si tuviera los mechones adheridos con pegamento. No se le veía ni una sola guedeja suelta, solo esa greña.

—Cógela de los pies —dijo Butch—. Tenemos que sacarla de aquí antes de que se hunda el puto puente.

Tenía razón. Oía el gemido de los estribos y el ruido atronador del Jilasi, muy crecido después de tanta lluvia.

La sujeté por los pies. Llevaba botas y pantalón de pana, y también tenían un aspecto un poco raro. Pero estaba oscuro, y yo, temeroso, solo deseaba sentir tierra firme bajo los pies. Butch la levantó por los hombros y dejó escapar un grito de repulsión.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—¡Da igual! ¡Vamos, deprisa!

La sacamos del puente y la llevamos al claro. No eran más que veinte metros, pero me dio la sensación de que tardábamos una eternidad en llegar.

—Bájala, bájala. ¡Dios! ¡Dios bendito!

Butch soltó la mitad superior de la mujer, que cayó de bruces, pero él no prestó atención. Se cruzó de brazos y empezó a frotarse las manos bajo las axilas, como para desprenderse de algo desagradable.

Me dispuse a bajar las piernas y me quedé paralizado, incapaz de dar crédito a lo que me parecía estar viendo. Tuve la impresión de que se me habían hundido los dedos en las botas de la mujer, como si no fueran de cuero, sino de arcilla. Retiré las manos y me quedé mirando como un tonto las marcas de mis dedos mientras desaparecían.

—¡Dios mío!

—Es como si…, joder, como si fuera de plastilina o algo así.

—Butch.

—¿Qué? ¿Qué, por amor de Dios?

—Esa ropa no es ropa. Parece… pintura corporal. O camuflaje. O una cosa rara, maldita sea.

Se inclinó hacia ella.

—Está muy oscuro. ¿Tienes…?

—¿Una linterna? No. No he traído. Ese pelo…

Se lo toqué y aparté la mano de inmediato. No era pelo. Era algo sólido pero dúctil. No una peluca, más como una talla. No sabía qué era.

—¿Está muerta? —pregunté—. Lo está, ¿verd…?

Pero en ese preciso momento la mujer tomó aire en una inspiración larga y ronca. Sacudió una pierna.

—Ayúdame a darle la vuelta —dijo Butch.

La cogí de una pierna, procurando pasar por alto esa extraña ductilidad. Una palabra —Gumby, la figurilla de arcilla de los dibujos animados— me cruzó la mente como un meteorito y desapareció. Butch la agarró por el hombro. Le dimos la vuelta. Incluso a oscuras vimos que era joven y guapa, de un blanco espectral. Y vimos otra cosa. Su cara parecía la de un maniquí de grandes almacenes, tersa, sin una sola arruga. Tenía los ojos cerrados. Solo en los párpados se advertía color, un tono amoratado.

Esto no es un ser humano, pensé.

Tomó otra inspiración ronca. Cuando exhaló, el aire pareció quedársele atascado en la garganta, como prendido de un gancho. No volvió a respirar.

Creo que yo me habría quedado donde estaba, paralizado, y la habría dejado morir. Fue Butch quien la salvó. Se arrodilló, le bajó la mandíbula con dos dedos y pegó su boca a la de ella. Le pinzó la nariz e insufló aire. El pecho de la mujer se hinchó. Butch volvió la cabeza a un lado, escupió y respiró hondo otra vez. Sopló de nuevo en su boca y a ella volvió a hinchársele el pecho. Butch levantó la cabeza y me miró con los ojos fuera de las órbitas.

—Es como besar plástico —dijo, y repitió la maniobra.

Mientras Butch estaba inclinado sobre la mujer, ella abrió los ojos. Me miró a través del erizado cabello a cepillo de Butch. Cuando él se retiró, la mujer tomó aire con otra de aquellas inspiraciones ásperas y guturales.

—El botiquín —dijo Butch—. EpiPen. Y también Inogen. ¡Date prisa! ¡Corre, joder!

Me tambaleé y por un momento pensé que iba a desmayarme. Me di palmadas en la cara para despejar la mente y eché a correr hacia la cabaña. Esa mujer, esa cosa, lo que sea, estará muerta cuando vuelva, pensé (como he dicho, nada de esto se me ha borrado de la memoria). Probablemente sea mejor así.

El botiquín esta

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