1
Era una de esas crudas, ventosas y grises tardes de lunes de febrero en las que el paisaje se empapaba de melancolía y proliferaba la depresión estacional. Era día inhábil en los juzgados; el teléfono no sonaba. Los delincuentes comunes y demás clientes en potencia estaban ocupados en alguna otra parte, sin la menor intención de contratar los servicios de un abogado. Si entraba alguna llamada de vez en cuando, lo más probable era que fuese de un hombre o mujer que aún no había superado el impacto del despilfarro navideño y buscaba consejo sobre el impago de los cargos de la tarjeta de crédito. A esos los remitía rápidamente al bufete de al lado, o a uno del otro extremo de la plaza o de donde fuera.
Jake, en su escritorio del piso de arriba, hacía poca mella en la pila de papeleo que llevaba postergando semanas, si no meses. Dado que se avecinaban varios días sin juicios ni vistas programados, hubiera sido un buen momento para ponerse al día con el material atrasado: esos expedientes abandonados que tenía todo abogado, a los que había dicho que sí hacía un año por algún motivo y ahora solo quería perder de vista. Lo bueno de ejercer la abogacía en una localidad pequeña, sobre todo si se trataba del lugar donde habías nacido, era que todo el mundo sabía cómo te llamabas, algo muy deseable. Era importante que la gente pensara bien de ti y te apreciara, tener buena reputación. Cuando a un vecino le surgía un problema, querías que fuese a ti a quien llamara. Lo malo era que los casos siempre eran de poca monta y rara vez salían rentables, pero no podías negarte. El chismorreo era implacable e incesante, y un abogado que diera la espalda a sus amigos no duraría mucho.
Interrumpió su abatimiento Alicia, su actual secretaria a tiempo parcial, al hablar por el interfono.
—Jake, ha venido a verte una pareja.
Una pareja. Casada pero con ganas de dejarlo de estar. Otro divorcio barato. Echó un vistazo a su agenda, aunque sabía que no había nada.
—¿Tienen cita? —preguntó, pero solo para recordarle a Alicia que no debía incordiarlo con esa clase de clientes.
—No, pero son muy majos y dicen que es muy urgente. Están decididos a verte y me han dicho que solo necesitaban un par de minutos.
Jake odiaba que lo presionaran en su propia oficina. En un día más ajetreado se hubiera librado de ellos por cuestión de principios.
—¿Aparentan tener dinero? —La respuesta siempre era que no.
—Bueno, la verdad es que parecen bastante acomodados.
¿Acomodados? En el condado de Ford. Le picó un poco la curiosidad.
—Son de Memphis y solo están de paso —continuó Alicia— pero, como digo, insisten en que es importante.
—¿Alguna idea acerca de qué se trata?
—No.
Bueno, no sería un divorcio si vivían en Memphis. Repasó una lista de posibilidades: el testamento de la abuela, un viejo terreno de la familia, quizá un hijo arrestado por tema de drogas en la Universidad de Mississippi. Como estaba aburrido, un tanto intrigado y necesitaba una excusa para evitar el papeleo, preguntó:
—¿Les has dicho que estoy ocupado negociando una conciliación por videoconferencia con una docena de abogados?
—No.
—¿Les has dicho que me esperan en los juzgados federales de Oxford y solo puedo dedicarles un momento?
—No.
—¿Les has dicho que tengo la agenda repleta de citas?
—No. Es bastante obvio que esto está vacío y el teléfono no suena.
—¿Dónde estás?
—En la cocina, para poder hablar.
—Vale, vale. Prepara café y llévalos a la sala de juntas. Bajo en diez minutos.
2
Lo primero en lo que reparó Jake fue en lo bronceados que estaban. Era evidente que llegaban de algún sitio soleado. En Clanton, nadie estaba moreno en febrero. Lo segundo que le llamó la atención fue el peinado corto y elegante de la mujer, con un toque de gris, con mucha clase y a todas luces caro. Se fijó en la fina chaqueta de sport del caballero. Los dos iban bien vestidos y arreglados, lo cual los distanciaba del cliente inesperado habitual.
Les estrechó la mano mientras se presentaban. Gene y Kathy Roupp, de Memphis. Cincuenta y muchos años, muy agradables, con sendas sonrisas confiadas que revelaban dentaduras bien alineadas y cuidadas. Jake se los imaginaba perfectamente en un campo de golf de Florida dándose la buena vida al amparo de vallas y guardias de seguridad.
—¿En qué puedo ayudarlos? —les preguntó.
Gene esbozó una sonrisa y tomó la palabra.
—Bueno, lamento decir que no venimos en calidad de posibles clientes.
Jake mantuvo el clima distendido con una sonrisa falsa y un encogimiento de hombros resignado, como si dijera: «¡Qué caray! ¿Qué abogado necesita que le paguen por su tiempo?». Les concedería unos diez minutos más y una taza de café antes de darles puerta.
—Acabamos de volver de pasar un mes en Costa Rica, uno de nuestros sitios favoritos. ¿Ha estado alguna vez?
—No. Tengo entendido que es genial. —No tenía entendido nada semejante, pero ¿qué otra cosa iba a decir? Jamás reconocería que había salido de Estados Unidos exactamente una vez en sus treinta y ocho años. Los viajes al extranjero eran solo un sueño.
—Nos encanta ir allí, es un verdadero paraíso. Unas playas preciosas, montañas, selva tropical, una cocina riquísima. Tenemos varios amigos con casa allí; el metro cuadrado está bastante barato. La gente es encantadora, educada; casi todos hablan inglés.
Jake aborrecía el juego de las curiosidades turísticas, porque él nunca había viajado a ninguna parte. Los peores eran los médicos locales, siempre alardeando de los destinos más de moda.
Kathy ardía en deseos de tomar el relevo de la conversación.
—Para jugar al golf es increíble —terció—, hay un montón de campos fabulosos.
Jake no jugaba al golf porque no era miembro del Club de Campo de Clanton. Entre sus socios había demasiados médicos, trepas y gente de familia rica de toda la vida.
Sonrió, asintió a lo que ella le decía y esperó a que uno de los dos continuase. De un bolso que le quedaba a la vista, la mujer sacó medio kilo de café en una lata reluciente y dijo:
—Tome un regalito: San Pedro Select, nuestro preferido. Increíble. Siempre traemos maletas llenas.
Jake lo aceptó por educación. A falta de honorarios en efectivo, le habían pagado con sandías, venado fresco, leña, reparaciones de coche y más productos y servicios de trueque de los que quería recordar. Su mejor amigo dentro de la profesión, Harry Rex Vonner, había aceptado una vez una segadora John Deere a modo de emolumento, aunque no tardó en averiarse. Otro abogado, que ya no ejercía, había cobrado en favores sexuales de una cliente de divorcio. Cuando perdió el caso, ella lo demandó por negligencia alegando «rendimiento insatisfactorio».
Sea como fuere, Jake admiró la lata e intentó leer la etiqueta en español. Reparó en que no habían tocado su café, y de repente le preocupó que fueran unos entendidos y su bufete no estuviera a la altura de sus expectativas.
Gene retomó la conversación.
—Pues bien, hace dos semanas estábamos en uno de nuestros ecoresorts favoritos, en lo alto de la montaña, en mitad de la selva tropical, un sitio pequeño de solo treinta habitaciones, con unas vistas increíbles.
¿Cuántas veces serían capaces de usar la palabra «increíble»?
—Y estábamos desayunando fuera, mirando a los monos araña y los periquitos, cuando un camarero se para en nuestra mesa para servirnos más café. Era muy amable…
—Allí la gente es amabilísima, y les encantan los americanos —intercedió Kathy.
¿Cómo no iban a encantarles?
Gene asintió a la interrupción y continuó.
—Charlamos un rato con él y nos contó que se llamaba Jason y que era de Florida, aunque llevaba veinte años viviendo allí. Lo vimos a la hora de comer y hablamos un poco más. Después nos fuimos encontrando con él y siempre disfrutábamos conversando un rato. El día antes de que nos fuéramos, nos pidió que compartiésemos con él una copa de champán en un pequeño bar que era una casa en un árbol. Había acabado su turno y dijo que invitaba él. Las puestas de sol sobre las montañas son increíbles y estábamos la mar de a gusto, cuando de pronto se puso serio.
Gene hizo una pausa y miró a Kathy, que estaba al quite y se lanzó con:
—Dijo que tenía algo que contarnos, algo muy confidencial. Dijo que en realidad no se llamaba Jason ni era de Florida. Se disculpó por haber faltado a la verdad y nos contó que su verdadero nombre era Mack Stafford y era de Clanton, Mississippi.
Jake intentó mantenerse impertérrito, pero fue imposible. Se le abrió la boca y se le pusieron los ojos como platos.
Los Roupp observaron atentamente su reacción.
—Entiendo que conoce a Mack Stafford —dijo Gene.
Jake exhaló, sin saber muy bien qué decir.
—Vaya, no me lo puedo creer.
—Nos dijo que ustedes eran viejos amigos —añadió Gene.
Atónito, a Jake le seguían faltando las palabras.
—Me alegro de que esté vivo, la verdad.
—¿O sea que lo conoce bien?
—Ya lo creo, muy bien.
3
Tres años antes, la ciudad se había visto sacudida por la escandalosa noticia de que Mack Stafford, un abogado bien conocido en la plaza, había perdido la chaveta, se había declarado en quiebra, se había divorciado de su mujer y había abandonado a su familia en mitad de la noche. Fue la comidilla de la ciudad durante semanas enteras y dio pábulo a toda clase de conjeturas descabelladas; cuando las aguas por fin comenzaron a calmarse, pareció que, por una vez, la mayoría de los rumores no iban desencaminados.
Mack llevaba diecisiete años practicando el derecho civil y Jake lo conocía bien. Era un abogado decente con una reputación digna. Como la mayoría de ellos, se ocupaba de los asuntos rutinarios de los clientes que acudían a su despacho y a duras penas lograba salir a flote. Su mujer, Lisa, era vicedirectora del instituto de Clanton y ganaba un sueldo fijo. El padre de ella era propietario de la única planta de hormigón del condado, lo que situaba a su familia un peldaño o dos por encima de las demás, pero todavía a considerable distancia de los médicos. Lisa no era antipática pero sí un poco estirada, y por eso Jake y Carla nunca habían tenido mucho trato con ellos.
Tras la desaparición de Mack, porque pronto quedó claro que, en efecto, se había esfumado sin dejar rastro, corrió la voz de que se había dado a la fuga con un dinero que no era exactamente suyo. Lisa se lo llevó todo en el divorcio, aunque el pasivo de la pareja casi igualaba el activo. Mack le endosó sus archivos, carpeta de clientes y problemas legales a Harry Rex, quien explicó a Jake en confidencia que había cobrado en efectivo por las molestias, y que Mack además había dejado algo de dinero para sus dos hijas y Lisa. Esta no tenía ni idea de la procedencia.
El hecho de que hubiera desparecido de forma tan drástica no hacía sino dar pábulo a las conjeturas de que había hecho algo malo, y robar el dinero de algún cliente era la hipótesis más verosímil. Todos los abogados manejaban el dinero de sus clientes, aunque solo fuera durante breves periodos de tiempo, y la vía más rápida y habitual para acabar inhabilitado era sisar un poco de aquí y de allá. No faltaban casos legendarios de abogados que habían sucumbido a la tentación de saquear fondos fiduciarios enteros, bienes de menores tutelados y fondos comunes para indemnizaciones. Por lo general intentaban esconderse durante una temporada, pero siempre los pillaban, los inhabilitaban y los metían en la cárcel.
Sin embargo, a Mack nunca lo pillaron ni se supo nada más de él. A medida que pasaban los meses, Jake le iba preguntando a Harry Rex, siempre con una cerveza de por medio, si había tenido noticias suyas. Ni una palabra, jamás, y entre los abogados locales la leyenda fue creciendo. Mack había logrado ejecutar la gran evasión. Había dado carpetazo a un matrimonio infeliz y una carrera profesional lamentable y estaba en la playa en alguna parte, tomando rones. O por lo menos esa era la fantasía entre los abogados que había dejado atrás.
4
—Nos dio la impresión de que había hecho algo malo por aquí —dijo Kathy—, pero no llegó a mencionar el qué. A ver, era lógico pensar que un tipo como él, que vivía en un lugar exótico allí abajo y usaba un alias, tenía un pasado bastante pintoresco. Pero claro, no nos reveló gran cosa.
—Cuando volvimos a casa —continuó Gene—, escarbamos un poco y descubrimos un par de noticias en los periódicos locales, pero no había ningún detalle interesante. Su divorcio, la quiebra y la desaparición.
Kathy tomó el relevo.
—¿Le podemos preguntar, señor Brigance, si Mack hizo algo malo? ¿Es un fugitivo?
Jake no tenía la menor intención de hacer confidencias a aquellos desconocidos, dos personas agradables a las que probablemente jamás volvería a ver. La verdad era que Jake no sabía a ciencia cierta que Mack hubiese cometido un delito. Desvió la pregunta con un:
—No lo creo. No es ningún crimen divorciarse y mudarse a otro sitio.
La respuesta resultó del todo insatisfactoria. Flotó en el aire durante unos segundos y luego Gene se le acercó un poco más y preguntó:
—¿Hicimos algo malo al hablar con él?
—Por supuesto que no.
—¿Somos encubridores o algo parecido?
—De ninguna manera. Es imposible; tranquilos.
Respiraron hondo.
—El auténtico interrogante es: ¿qué hacen aquí? —preguntó Jake.
Cruzaron una sonrisilla cómplice y Kathy metió la mano en el bolso. Sacó un sobre de papel manila liso, sin marcas ni sellos, de once por veinte, y se lo entregó a Jake, que lo aceptó con suspicacia. La solapa estaba enganchada con pegamento, celo y grapas.
—Mack nos pidió que pasáramos a verlo y lo saludáramos de su parte —explicó Gene—. Y nos pidió que le diéramos esto. No tenemos ni idea de qué es.
Kathy volvía a estar nerviosa.
—Esto es correcto, ¿no? No nos hemos metido en ningún lío, ¿verdad?
—Por supuesto que no. Nadie lo sabrá nunca.
—Dijo que usted era de confianza.
—Lo soy. —Jake no estaba seguro de qué le estaban confiando, pero no quería preocuparlos.
Gene le tendió un trozo de papel y dijo:
—Este es nuestro teléfono en Memphis. Mack quiere que nos llame dentro de un par de días y diga, simplemente, sí o no. Eso es todo. Solo sí o no.
—Vale.
Jake cogió el trozo de papel y lo colocó junto al sobre y la lata de café. Kathy por fin dio un sorbo de su taza y se mantuvo impasible.
Habían completado su misión y estaban listos para marcharse. Jake les aseguró que todo quedaría en la más estricta confidencialidad y no informaría a nadie de aquel encuentro. Los acompañó hasta la entrada, salió con ellos a la acera y los vio subirse a un reluciente sedán BMW, en el que partieron.
Después volvió al trote a la sala de juntas, cerró la puerta y abrió el sobre.
5
La carta estaba mecanografiada en una sola hoja de papel blanco doblada en tres pliegues, con un sobre más pequeño metido entre ellos.
Decía así:
Hola, Jake:
A estas alturas ya habrás conocido a mis dos flamantes mejores amigos, Gene y Kathy Roupp, de Memphis; buena gente. Iré al grano. Quiero hablar contigo, aquí en Costa Rica. Quiero volver a casa, Jake, pero no estoy seguro de que sea posible. Necesito tu ayuda. Os pido a Carla y a ti que hagáis una escapadita y vengáis a verme, el mes que viene, durante las vacaciones de primavera. Doy por sentado que Carla sigue enseñando y doy por sentado que los institutos siguen tomándose libre la segunda semana de marzo. Os reservaré seis noches en el Terra Lodge, un espléndido resort de ecoturismo en las montañas. Os encantará. Adjunto mil ochocientos dólares en metálico, más que suficiente para dos billetes de ida y vuelta de Memphis a San José, Costa Rica. Allí tendré un coche esperándoos para traeros hasta aquí. Son unas tres horas y el trayecto es precioso. Habitaciones, comidas, visitas, todo corre de mi cuenta. Las vacaciones soñadas de toda una vida. En cuanto lleguéis, os encontraré tarde o temprano y hablaremos. La discreción es mi especialidad de un tiempo a esta parte, por lo que te aseguro que nadie se enterará jamás de que hemos quedado. Cuanto menos hables de las vacaciones, mejor. Ya sé cuánto le gusta chismorrear a la gente en esa espantosa ciudad.
Te lo pido por favor, Jake. Te valdrá la pena, aunque solo sea por un viaje inolvidable.
Lisa no está bien. Puedes hablar de esto con Harry Rex, pero, por favor, asegúrate de que ese bocazas jure que guardará silencio.
No haré nada que ponga en peligro vuestro bienestar.
Piénsatelo. Dentro de unos días, llama a Gene y di o bien «Sí» o bien «No».
Te necesito, amigo.
MACK
El sobrecito contenía un satinado folleto de Terra Lodge.
6
El lugar más peligroso del centro de Clanton en lunes era sin duda el bufete de abogados de Harry Rex Vonner. Con su merecida reputación de abogado de divorcios más rastrero del condado, atraía a clientes con bienes por los que valía la pena pelear. Los lunes eran movidos por varias razones: mal comportamiento el sábado por la noche, demasiado tiempo en casa discutiendo de esto y aquello o incluso otra comida explosiva de domingo con los suegros. No faltaban los detonantes, y los cónyuges, ya quemados y en pie de guerra, corrían a obtener consejo legal lo antes posible. Para el mediodía, la oficina era un polvorín donde los teléfonos sonaban sin tregua y los litigantes, tanto en curso como nuevos, entraban y salían con y sin cita. Los atribulados secretarios intentaban mantener el orden mientras Harry Rex paseaba de un lado a otro como una fiera, gruñendo a todo el mundo, o bien se escondía en el búnker de su despacho para escapar de la refriega. No era inusual que, en lunes, saliera hecho una furia de su guarida para ordenarle a alguien, cliente o no, que se largara.
Siempre lo obedecían porque tenía fama de impredecible. Y esa también se la había ganado a pulso. Unos años antes, una secretaria había irrumpido en su despacho para informarle de que acababa de recibir una llamada de un marido que se dirigía hacia allí con una pistola. Harry Rex abrió su armario y, de entre su impresionante arsenal, seleccionó su favorita, una escopeta semiautomática Browning del calibre 12. Cuando el marido aparcó la camioneta delante de los juzgados y enfiló hacia su despacho, Harry Rex salió a la acera y efectuó dos disparos a las nubes. El marido se batió en retirada hasta su vehículo y huyó. Las detonaciones resonaron en la plaza como cañonazos, y las oficinas y los comercios se vaciaron cuando la gente salió corriendo a ver qué pasaba. Alguien llamó a la policía. Para cuando el sheriff Ozzie Walls aparcó delante de la oficina, ya se había reunido una multitud en el césped de los juzgados, a una prudencial distancia. Ozzie entró para hablar con Harry Rex; disparar un arma de fuego en un espacio público era un delito, sin duda, pero en una cultura en la que se reverenciaba la Segunda Enmienda y cada vehículo transportaba por lo menos dos armas de fuego, la legislación en raras ocasiones se aplicaba. Harry Rex alegó defensa propia y juró apuntar más bajo la próxima vez.
Al atardecer del lunes, Jake bordeó la plaza y, para evitar el caos de la entrada, se metió por un callejón y entró en la oficina por la puerta de atrás. Harry Rex estaba sentado a su escritorio, con la ropa arrugada como siempre, la corbata desanudada, manchas de comida en la camisa y el pelo hecho un desastre. Contra todo pronóstico, sonrió, antes de preguntar:
—¿Qué cojones haces aquí?
—Tenemos que echar una cerveza a medias —dijo Jake.
Era un mensaje en clave que significaba: «Tenemos que hablar, ahora mismo, y es máximo secreto». Harry Rex cerró los ojos y respiró hondo.
—¿De qué se trata? —preguntó en voz baja.
—Mack Stafford.
Otro suspiro y luego una expresión de incredulidad.
—Nos vemos en el Riviera a las ocho.
Ya en casa, Jake besó, abrazó e incordió a Carla mientras ella metía el pollo en el horno y preparaba la cena. Subió al piso de arriba y encontró a Hanna ocupada con los deberes. Fue al cuarto de Luke y lo vio jugando tranquilamente bajo la cama. Volvió a la cocina, le pidió a su mujer que se sentara a la mesa del desayuno y le enseñó la carta. Mientras la leía, ella empezó a sacudir la cabeza y darse golpecitos en los dientes con una uña esmaltada, un viejo hábito que podía significar varias cosas.
—Menudo pájaro.
—Mack siempre me cayó bien.
—Dejó a su mujer y sus hijas y desapareció. ¿Y no les robó dinero a sus clientes, además?
—Eso dice la leyenda. Se esfumó hace tres años, pero en realidad no abandonó a su mujer. Se estaban divorciando. ¿Está enferma?
—Madre mía, Jake. Lisa tiene cáncer de pecho desde hace ya un año; lo sabías.
—Debo de haberme olvidado. Hay tanto cáncer… Nunca te entusiasmó, si mal no recuerdo.
—No mucho, no. —Carla volvió a mirar la carta—. Echa un ojo a esas patatas.
Jake se acercó a los fogones y removió una olla en la que hervían patatas. Llenó un vaso de agua y volvió a la mesa.
—¿Por qué se dirige a ti? —preguntó ella—. ¿Su abogado no era Harry Rex?
—Lo era, y supongo que lo sigue siendo. A lo mejor es porque a Harry Rex le da miedo volar y Mack sabía que él no haría el viaje. No tiene nada de malo que vayamos; quiero decir, que no hay nada ilegal en ello.
—No hablarás en serio.
—¿Por qué no? Una semana con todos los gastos pagados en un elegante resort de las montañas.
—No.
—Vamos, Carla. Hace años que no disfrutamos de unas vacaciones de verdad.
—Jamás hemos tenido unas vacaciones de verdad; ya sabes, subirse a un avión y volar a alguna parte.
—Exacto. Esta es una oportunidad de las que se presentan una vez en la vida.
—No.
—¿Por qué no? El tío necesita ayuda. Quiere volver a casa y, no sé, a lo mejor arreglar las cosas con su familia. No tiene nada de malo bajar y encontrarnos con él. Mack es un tipo simpático.
—Tiene dos hijas a las que dejó tiradas.
—Es cierto, y es algo imperdonable, pero a lo mejor quiere enmendarse. Démosle una oportunidad.
—¿Es un prófugo?
—No estoy seguro. He quedado con Harry a las ocho y quiero preguntarle. Según los rumores, Mack se largó con un dineral, pero no recuerdo haber oído que presentaran cargos contra él ni nada parecido. Se declaró en quiebra, se divorció y desapareció. A la mayoría de los abogados de la ciudad lo que les dio fue envidia. A mí no, por supuesto.
—Por supuesto que no. Recuerdo los rumores. No se habló de otra cosa en la ciudad durante meses.
Jake le acercó el folleto deslizándolo por encima de la mesa y ella lo cogió.
7
El Riviera era un pequeño motel estilo años cincuenta situado a las afueras de la ciudad. Tenía dos alas de minúsculas habitaciones, algunas de las cuales se rumoreaba que estaban disponibles por horas, y un bar de mala muerte en el que abogados, banqueros y hombres de negocios se escondían para hablar de temas que no querían que nadie oyese. Jake no lo visitaba desde hacía años y atrajo unas cuantas miradas al entrar. Sonrió al camarero, pidió dos cervezas de barril y las llevó a una mesa junto a la gramola. Se fue bebiendo una durante quince minutos mientras esperaba. Harry Rex siempre llegaba tarde, sobre todo cuando quedaban para tomar algo. Llevarlo al bar, con todo, era la parte fácil. Sacarlo ya solía resultar más complicado. Las cosas con su tercera esposa no iban bien y prefería mantenerse alejado de casa.
Entró con paso pesado a las ocho y veinte, y por el camino se paró a hablar con tres caballeros sentados a una mesa. A veces daba la impresión de que conocía a todo el mundo.
Se desplomó en una silla enfrente de Jake, agarró su jarra y se bebió la mitad. Jake sabía que no era su primera cerveza de la noche. Tenía una neverita llena de Bud Light en el despacho y se abría una todas las tardes cuando se marchaba el último cliente.
—Ya vuelves a estar levantándome clientes, ¿eh? —dijo.
—Narices. Dudo que Mack esté buscando un abogado nuevo.
—Cuéntame lo que sabes.
—Se fue de la ciudad hace… ¿qué?, ¿tres años? ¿Has sabido algo de él desde entonces?
—Ni media palabra. Nada. La última vez que hablé con Mack fue en mi despacho repasando los papeles del divorcio. Se lo dejó todo a ella, incluidos cincuenta mil dólares en efectivo. Eso figura en el acuerdo. El abogado de ella era Nash y luego me contó que la pareja nunca había tenido cincuenta mil en efectivo, ni nada que se les acercara. Habló con Freda, su antigua secretaria, y ella tampoco tenía ni idea de dónde había salido el dinero. Dijo que, la mayoría de los meses, apenas les daba para pagar las facturas.
—Entonces ¿de dónde salió el dinero?
—Frena un poco. —Otro trago—. Está cerveza está caliente. ¿Cuánto tiempo lleva aquí?
—Bueno, la he pagado al llegar, puntual, a las ocho, la hora a la que habíamos quedado. De manera que sí, ya no está tan fría como cuando la he pedido.
Harry Rex se levantó, caminó hasta la barra y pidió dos cervezas más. Las dejó en la mesa y preguntó:
—¿Qué pasa?, ¿se ha puesto en contacto contigo?
—Pues sí.
Jake relató la historia de Gene y Kathy Roupp y su sorprendente visita de esa mañana. Le enseñó la carta y Harry Rex la leyó poco a poco. Hizo una pausa y dijo:
—Sabes que Lisa tiene cáncer de pecho. Nash me lo contó hace meses.
—Sí.
Jake rara vez se molestaba en ponerse al día de los chismorreos, porque podía contar para ello con Harry Rex, que en ese momento terminó de leer y echó un trago.
—Me preguntó por qué no me ofrece a mí unas buenas vacaciones.
—Podría ser por el tema de los aviones.
—Eso y que no me imagino yendo a ninguna parte con Millie durante una semana. ¿Vas a aceptar el trato?
—Carla se opone, pero la convenceré. No tiene nada de malo, ¿verdad?
—No veo ningún problema. No es exactamente un prófugo de la justicia.
—Pero me suena que un juzgado de instrucción husmeó un poco.
—Es cierto. Pensé que la cosa podía ponerse peliaguda cuando el fiscal del distrito empezó a hacer preguntas. Joder, si hasta el FBI vino a verme un par de veces.
—Eso no me lo contaste nunca.
—Jake, amigo mío, hay muchas cosas que no sabes.
—Entonces ¿de dónde salió el dinero?
—No tengo ni idea, de verdad. Mack siempre estaba desesperado por ganar pasta porque su bufete hacía aguas y su esposa tenía sueños de grandeza.
—¿Y a ti te pagó?
—Jake, hijo, a mí siempre me pagan. Sí, Mack me pagó cinco de los grandes en efectivo. No hice preguntas.
—¿Y con la quiebra está exonerado de las deudas?
—Correcto. Eso también lo llevé yo. No hubo gran cosa por lo que a activos se refiere, y desde luego nada de dinero contante y sonante. Joder, el tipo no tenía donde caerse muerto, por lo menos de cara a la galería. Y ella se lo llevó todo. El banco ejecutó la hipoteca de su oficina. Un mes después de que se fuera, más o menos, llegó el FBI a husmear un poco, pero dieron palos de ciego.
—¿Qué querían?
—No lo sabían. No tenían nada, nadie se había quejado, pero les había llegado el rumor de que Mack se había largado con dinero robado, aunque no había testigos. Me dio la impresión de que solo querían cubrir el expediente.
—O sea, ¿no hubo acusación ni orden de búsqueda? ¿Nadie anda a la caza de Mack?
—No, por cuanto a mí me es dado entender, que ya sabemos que es muchísimo. Claro, que eso no es lo mismo que decir que pueda venir tan tranquilo. Yo no me preocuparía por el divorcio; joder, la pobre probablemente se esté muriendo, por lo que tengo entendido. Si escondió dinero, la quiebra fraudulenta podría suponer un problema. Por eso todavía podrían investigarlo.
—¿Quién lo investigaría?
—Exacto. ¿A quién le importa? Lo han exonerado. No me puedo creer que tenga ganas de volver. Te toca.
Jake fue a la barra y volvió con dos cervezas de barril más. Echó un trago y se echó a reír.
—Sé sincero, Harry Rex, ¿cuántas veces has pensado en Mack y has soñado en secreto con mandarlo todo a tomar por culo y largarte a la playa?
—Por lo menos mil. La semana pasada pensé en él.
—Supongo que todos hemos tenido ese sueño, aunque no me veo dejando a Carla y los críos.
—Bueno, tú te llevaste a una buena chica. Lo mío ya es otra historia.
—En fin, ¿y por qué quiere volver?
—Así es donde entras tú, Jake. Tienes que ir a verlo. Acepta esas vacaciones de ensueño, lárgate de esta mierda de sitio durante una semana. Ve a divertirte un poco.
—¿Y no ves ningún riesgo en hacerlo?
—Ni de coña. Nadie te va a vigilar. Coge su dinero, sácate los billetes de ida y vuelta y lleva a Carla a las montañas de Costa Rica. Ojalá pudiera ir yo.
—Te mandaré una postal.
8
Ninguna postal podía hacerle justicia al Terra Lodge. Estaba escondido en la ladera de una montaña trescientos metros por encima del océano Pacífico, y desde sus tumbonas junto a la piscina Jake y Carla, hipnotizados, intentaban absorber las vistas con una bebida en la mano. Sin una sola nube sobre su cabeza, el sol pegaba fuerte y caldeaba sus gélidos huesos. Cuando habían partido de Memphis, granizaba. Por primera vez, Jake se preguntó por qué iba a querer alguien marcharse de aquel paraíso.
Después de pasar por recepción, los habían acompañado a su bungalow, uno de los treinta que tenía el resort. Se trataba de una suite privada de tres habitaciones con techo de paja, ducha exterior, piscina baja y mucho aire acondicionado que no era necesario, todo ello ubicado en mitad de unos exuberantes jardines tropicales. Ricardo, su nuevo mejor amigo, estaba a apenas unos segundos de distancia. Una lista de precios pegada a la puerta del baño indicaba que la villa costaba 600 dólares por noche.
—No sé cuánta influencia tendrá Mack en este sitio —dijo Jake—, pero debe de ser sustancial.
—Este lugar es increíble —replicó Carla mientras examinaba una honda bañera en la que cabían tres personas. Su renuencia a aceptar el viaje gratis se había disipado del todo, por fin, nada más ver el océano.
Ricardo los acompañó a la piscina, les llevó bebidas y les explicó que la cena se serviría a las siete, en una mesa privada, con vistas a una puesta de sol que no olvidarían nunca. Después de la primera copa, Jake se tiró a la piscina infinita, se acodó en el borde con el resto del cuerpo sumergido en la cálida agua salada y contempló boquiabierto el centelleante Pacífico azul.
Su luna de miel había consistido en un económico viaje al Caribe once años antes, el primer y único viaje de Jake al extranjero. Los padres de Carla tenían más posibles y ella había pasado un mes en Europa con un grupo de estudiantes. Nada, sin embargo, podía compararse con aquello.
Más tarde, el resto de clientes, todos adultos, se congregaron junto a la piscina para observar una gloriosa puesta de sol. La cena estaba montada allí cerca, en un patio: langosta recién cocida con verduras orgánicas frescas, criadas en la mismísima granja que el complejo hotelero tenía carretera abajo. Al acabar, se retiraron al Sky Lounge, un rincón inundado de estrellas, y bailaron al ritmo de una banda local.
La mañana siguiente durmieron hasta tarde y estuvieron a punto de perderse el ballenero, un gran pontón reconvertido que también servía desayunos, almuerzos y bebidas. Pasaron el día al sol, buscando ballenas, pero el capitán les pidió disculpas porque solo habían avistado delfines.
Esa noche, mientras estaban tumbados en la cama, exhaustos, Carla por fin sacó el tema ineludible.
—Entonces ¿ni rastro de Mack?
—No. Por lo menos, de momento. Pero me da la impresión de que anda cerca.
El Día Tres lo pasaron a caballo, que no era el medio de transporte favorito de Jake, pero el grupo derrochaba entusiasmo y el guía era un cachondo. Habló sin parar mientras señalaba aves exóticas, monos araña y flores que no podían encontrarse en ningún otro lugar del mundo. Hicieron paradas en fuentes termales y cascadas y disfrutaron de un almuerzo completo de tres platos, con su vino, en el borde de un volcán. A mil metros de altura, las vistas del Pacífico eran más espectaculares todavía.
El Día Cuatro consistió en una excursión de rafting en aguas rápidas por la mañana y una aventura en tirolina que les dejó las piernas temblando por la tarde, separadas ambas actividades por un delicioso brunch de fruta tropical y ponche de ron a orillas del río. Más tarde, mientras se duchaban y preparaban para los rigores de la cena, sonó el teléfono. Jake cojeó hasta él, con la entrepierna todavía resentida por las seis horas de monta del día anterior, y saludó.
Era Mack, por fin. Casi se habían olvidado de él.
—Hola, Jake, me alegro de oír tu voz.
—Y yo la tuya. —Jake le hizo una seña con la cabeza a Carla, que sonrió y volvió al baño.
—Confío en que os lo estéis pasando bien.
—Ya lo creo. Gracias por la hospitalidad; no es un mal sitio donde pasar una semana.
—No, nada malo. Mira, imagino que mañana os vendrá bien un descanso, así que he organizado un día en el spa, con todo incluido. A Carla le encantará. ¿Puedes reunirte conmigo para comer?
—Probablemente pueda encontrarte un hueco en mi agenda.
—Bien. ¿Qué tal la comida, de momento?
—Increíble. No comía tan bien desde que tomé bagre en el restaurante de Claude la semana pasada.
—Me acuerdo de Claude. ¿Cómo le va últimamente?
—Igual. No ha cambiado gran cosa, Mack.
—Estoy seguro. Delante del hotel encontrarás un camino de tierra al lado de un cartel que marca la Ruta de Barillo. Caminas alrededor de medio kilómetro por la selva y verás otro cartel que pone Kura Grille. Todas las mesas son de terraza, con buenas vistas y tal. Tengo una reservada a la una en punto.
—Allí estaré.
—Y mejor dejamos a Carla al margen de nuestras conversaciones, ¿vale? No le importará, ¿verdad?
—No, en absoluto.
—Tendrá el día ocupado con el spa y luego un almuerzo junto a la piscina.
—Seguro que se las apañará.
—Bien. Tengo ganas de verte, Jake.
—Lo mismo digo.
9
Mack había olvidado comentar que la Ruta de Barillo era cuesta arriba, siempre arriba, y al cabo de unos minutos Jake empezó a sentirse como si escalara una montaña, que en realidad era lo que estaba haciendo. El medio kilómetro de caminata se le antojó dos enteros, y tuvo que hacer un par de pausas para recuperar el aliento. Estaba cansado y frustrado al constatar lo poco en forma que se encontraba con solo treinta y ocho años. Muy lejos quedaban las interminables carreras cortas en velocidad del fútbol americano del instituto.
En la cafetería no había vehículos a la vista, solo unas cuantas bicicletas. Para cuando pasó por delante de la barra hacia la terraza, ya sudaba. Mack lo esperaba en una mesa bajo una gran sombrilla de colores. Se dieron la mano y tomaron asiento.
—Tienes buen aspecto —dijo Mack, que había perdido un poco el acento sureño.
—Tú también. —Jake no estaba seguro de si lo hubiese reconocido por la calle. Para entonces debía de tener cuarenta y cinco años, y lucía el pelo entrecano mucho más largo. Su barba cuidada era más gris que castaña. Llevaba gafas con montura de carey y podría haber pasado por un apuesto profesor de universidad. También lo encontraba más delgado de lo que Jake recordaba.
—Gracias por el viaje y la hospitalidad —dijo Jake—. Este sitio es increíble.
—¿Es vuestro primer viaje a Costa Rica?
—En efecto. Espero que no sea el último.
—Puedes volver cuando quieras, Jake, como invitado mío.
—Debes de conocer al dueño.
—Soy el dueño. Yo y dos más. El ecoturismo está arrasando aquí abajo y compré una participación hace un año.
—¿O sea que vives por aquí?
—Aquí y allá. —Su primera evasiva; la primera de muchas. Jake no insistió.
—¿Cómo está la familia? —preguntó Mack.
—Mejor imposible. Carla sigue enseñando y Hanna va a tercero, crece rápido. Luke tiene un año.
—No sabía nada de Luke.
—Lo adoptamos. Es una larga historia.
—Yo tengo unas cuantas de esas.
—Estoy seguro.
—Echo de menos a mis niñas. —Apareció un camarero con bebidas para ellos. Jake estaba abierto a cualquier cosa, pero sintió alivio cuando Mack dijo—: Solo agua.
Jake asintió con la cabeza para indicar que quería lo mismo y, cuando se fue el camarero, preguntó:
—¿Cómo te llaman por aquí? Seguro que nadie te llama Mack.
Él sonrió y echó un trago.
—Bueno, tengo varios nombres, pero aquí soy Marco.
Jake bebió un sorbo de agua y esperó una explicación.
—Vale, Marco, ¿cuál es tu historia?
—Brasileño, de origen alemán. Por eso no parezco nativo. Soy del sur de Brasil, donde hay un montón de alemanes. Un hombre de negocios con intereses diversos en Centroamérica. Me desplazo mucho.
—¿Qué nombre pone en tu pasaporte?
—¿En cuál de ellos?
Jake sonrió y dio otro trago.
—Mira, no voy a curiosear, y doy por sentado que solo tengo que saber lo que tú estés dispuesto a contarme. ¿Correcto?
—Correcto. Han pasado muchas cosas en los últimos tres años y la mayor parte de ellas son irrelevantes por lo que a ti respecta.
—Me parece bien.
—¿Has hablado con Harry Rex?
—Por supuesto. Le enseñé tu carta. Está al corriente.
—¿Cómo le va a ese gordinflas?
—Como siempre, aunque creo que está peor de la mala leche.
—Pensaba que eso era imposible. Luego hablaremos de él.
Volvió el camarero y Mack pidió ensaladas de gambas. Cuando se fue, puso los codos sobre la mesa y dijo:
—Partí en mitad de la noche, como sabes, y me fui del país. La primera parada fue Belice, donde viví cerca de un año. Estuve bien; me pasé los tres primeros meses bebiendo demasiado, persiguiendo chicas y haciendo barbacoas en la playa. Pero me cansé pronto. Pesqué mucho macabí, también palometa y sábalo. Encontré trabajo de guía de pesca, que me gustaba mucho. Siempre era muy cuidadoso, siempre estaba pendiente de si veía a turistas, huéspedes del hotel, pescadores, alguien de casa. Es asombroso lo que oye uno cuando escucha con la suficiente atención. A la que oía un acento sureño, se me disparaba el radar. Revisaba los libros del hotel para ver quién llegaba y me mantenía alejado de cualquiera que procediese de Mississippi. Tampoco hubo muchos; la mayoría de mis pescadores provenían del noreste. No daba nada por sentado, pero me creía a salvo. Me dejé barba, me puse muy moreno, perdí nueve kilos, siempre llevaba gorra o sombrero.
—Tu acento ha cambiado.
—Sí, y no fue fácil. Hablo mucho conmigo mismo, por diversos motivos, y siempre estoy practicando. Sea como fuere, tuve un susto y decidí marcharme de Belice.
—¿Qué pasó?
—Una noche había una mesa de hombres, señores mayores, cenando en el hotel. Se alojaban allí al lado, era un viaje de pesca y se lo estaban pasando en grande. Todos del Sur. Reconocí a uno, un juez de circuito de Biloxi. El honorable Harold Massey. ¿Lo conoces?
—No, pero he oído el nombre. Es un estado pequeño.
—Vaya si lo es. Demasiado pequeño. Estaba en la barra, ligando con una, no muy lejos de la terraza del restaurante. Nuestros ojos se encontraron y se me quedó mirando un momento. Sie