La tapadera

John Grisham

Fragmento

1

El decano del bufete estudió el informe por enésima vez, y una vez más —por lo menos sobre el papel— no encontró nada que le desagradara acerca de Mitchell Y. McDeere. Era inteligente, ambicioso y bien parecido. Además, estaba hambriento; con sus antecedentes tenía que estarlo. Era un hombre casado, condición indispensable en la empresa, que nunca había contratado a ningún abogado soltero y que censuraba severamente el divorcio, así como la bebida y el puterío. Someterse a una prueba de consumo de drogas formaba parte del contrato. Era especialista en contabilidad, había aprobado al primer intento y deseaba convertirse en abogado tributario, condición evidentemente indispensable en un bufete especializado en asuntos tributarios. Era blanco; la empresa jamás había contratado a ningún negro. Lo lograban actuando con suma discreción, en círculos cerrados y sin pedir jamás solicitudes de empleo. Otros bufetes lo hacían y contrataban negros, pero este se mantenía escrupulosamente blanco. Además, estaba situado curiosamente en Memphis y a los negros de altos vuelos les apetecía Nueva York, Washington o Chicago. McDeere era varón y no había mujeres en la empresa. Habían cometido ese error a mitad de los setenta, al contratar al número uno de la promoción de Harvard, que había resultado ser una mujer genial en asuntos tributarios. Después de cuatro turbulentos años, había fallecido en un accidente de tráfico.

Sus referencias eran impecables; constituía su mejor elección. A decir verdad, aquel año era su única perspectiva. La lista era muy corta. Se trataba de McDeere o nadie.

El gerente del bufete, Royce McKnight, examinaba un informe titulado «Mitchell Y. McDeere, Harvard». El documento, de un par de centímetros de grosor, impreso en letra pequeña y con algunas fotografías, había sido redactado por ex agentes de la CIA, en una agencia privada de Bethesda. Eran clientes del bufete y cada año se ocupaban gratuitamente de la investigación. Según ellos era cosa fácil investigar a confiados estudiantes de derecho. Averiguaron, por ejemplo, que prefería vivir en el nordeste, que tenía tres ofertas de empleo, dos en Nueva York y una en Chicago, y que la mejor oferta era de setenta y seis mil dólares, mientras que la peor era de sesenta y ocho mil. Estaba muy solicitado. En el segundo curso se le había brindado la oportunidad de copiar, en un examen sobre valores y obligaciones, pero la había rechazado y había obtenido la mejor nota de la clase. Hacía dos meses, en una fiesta de la facultad de derecho, se le había ofrecido cocaína. No quiso probarla y abandonó la fiesta cuando todo el mundo empezó a esnifar. De vez en cuando tomaba una cerveza, pero la bebida era cara y no disponía de dinero. Debía cerca de veintitrés mil dólares en préstamos estudiantiles. Tenía hambre.

Royce McKnight hojeó el informe y sonrió. McDeere era su hombre.

Lamar Quin tenía treinta y dos años y no era todavía socio de la empresa. Le habían contratado a fin de aparentar, desempeñar y proyectar una imagen juvenil en Bendini, Lambert & Locke, que en realidad era una empresa joven, ya que la mayoría de los socios se retiraban alrededor de los cincuenta años, forrados de dinero. Llegaría a convertirse en socio de la empresa. Con unos ingresos de seis cifras garantizados para el resto de su vida, Lamar podía disfrutar de los trajes a medida de mil doscientos dólares, que con tanta elegancia colgaban de su atlético cuerpo. Cruzó impasible la sala de mil dólares diarios de alquiler y se sirvió otra taza de descafeinado. Consultó el reloj. Echó una ojeada a los dos decanos sentados junto a la pequeña mesa de conferencias, cerca de la ventana.

A las dos y media en punto, alguien llamó a la puerta. Lamar miró a los decanos, que guardaron el informe en una cartera abierta. Se pusieron todos sus respectivas chaquetas. Lamar se abrochó el botón superior y abrió la puerta.

—¿Mitchell McDeere? —preguntó con una radiante sonrisa, al tiempo que le tendía la mano.

—Sí —respondió, estrechándosela vigorosamente.

—Encantado de conocerte, Mitchell. Me llamo Lamar Quin.

—El gusto es mío. Llámame Mitch, te lo ruego.

Entró y examinó rápidamente la amplia sala.

—Por supuesto, Mitch —dijo Lamar, al tiempo que le colocaba la mano sobre el hombro y lo conducía al otro extremo de la sala, donde los decanos se presentaron a su vez.

El recibimiento fue sumamente cordial y efusivo. Le ofrecieron café y luego agua. Sentados alrededor de una reluciente mesa de caoba, intercambiaron galanterías. McDeere se desabrochó la chaqueta y cruzó las piernas. Era ya un veterano en la búsqueda de empleo y sabía que deseaban contratarle. Se relajó. Con tres ofertas de los bufetes más prestigiosos del país, podía prescindir de aquella entrevista y de aquella empresa. Ahora podía permitirse estar muy seguro de sí mismo. Había venido por curiosidad. Aunque también anhelaba un clima más caluroso.

Oliver Lambert, el socio decano, se inclinó con los codos sobre la mesa y dirigió la charla preliminar. Hablaba con simpatía, en un tono suave y locuaz, casi de barítono profesional. A sus sesenta y un años, era el abuelo de la empresa y dedicaba la mayor parte de su tiempo a equilibrar y cuidar de los desmesurados egos de algunos de los abogados más ricos del país. Era el consejero al que acudían sus colegas de menor edad cuando tenían problemas. El señor Lambert se ocupaba también del reclutamiento y era su misión contratar a Mitchell Y. McDeere.

—¿Estás harto de entrevistas? —preguntó Oliver Lambert.

—A decir verdad, no. Forma parte del proceso.

Claro, claro, coincidieron todos. Parecía que era ayer cuando ellos mismos eran entrevistados y presentaban informes, muertos de miedo ante la perspectiva de no encontrar ningún trabajo, con lo que los tres años de sudor y tortura habrían sido inútiles. Sabían exactamente lo que se sentía.

—¿Puedo formular una pregunta? —dijo Mitch.

—Por supuesto.

—Claro.

—Adelante.

—¿Por qué estamos reunidos en esta habitación de hotel? Las demás empresas realizan sus entrevistas en la universidad, a través de la oficina de empleo.

—Buena pregunta —asintieron todos, mirándose entre sí.

—Tal vez yo pueda responderte, Mitch —dijo Royce McKnight, el gerente de la empresa—. Debes comprender nuestra empresa. Somos diferentes y nos enorgullecemos de ello. Tenemos cuarenta y un abogados, y por consiguiente la empresa es pequeña comparada con otras. No contratamos a demasiada gente; aproximadamente uno cada dos años. Ofrecemos los mejores sueldos y beneficios del país, sin exageración alguna. Por consiguiente, somos muy selectivos. Te hemos seleccionado a ti. La carta que recibiste el mes pasado se mandó después de una criba entre más de dos mil estudiantes de último curso, en las mejores facultades de derecho. Solo se mandó una carta. No anunciamos vacantes, ni admitimos solicitudes. Actuamos con suma discreción y de un modo distinto a los demás. He ahí nuestra explicación.

—Parece razonable. ¿De qué tipo de bufete se trata?

—Impuestos. Algunas obligaciones, propiedad inmobiliaria e inversiones, pero el ochenta por ciento del trabajo está relacionado con los impuestos. Esta es la razón por la que deseábamos conocerte, Mitch. Tienes una formación increíblemente sólida en el campo tributario.

—¿Qué te impulsó a ir a Western Kentucky? —preguntó Oliver Lambert.

—Es muy sencillo, me ofrecieron una beca para jugar al fútbol. De no haber sido así, no habría podido asistir a la universidad.

—Háblanos de tu familia.

—¿Qué importancia puede tener eso?

—Para nosotros es muy importante, Mitch —dijo Royce McKnight, con suma ternura.

Todos dicen lo mismo, pensó McDeere.

—De acuerdo. Mi padre falleció en una mina de carbón cuando yo tenía diecisiete años. Mi madre volvió a casarse y vive en Florida. Tenía dos hermanos. Rusty murió en Vietnam. Ahora tengo un solo hermano, llamado Ray McDeere.

—¿Dónde está?

—Me temo que esto no es de su incumbencia —respondió, mirando fijamente a Royce McKnight.

McDeere acababa de manifestar un enorme complejo. Curiosamente, en su informe no se mencionaba nada referente a Ray.

—Lo siento —dijo con ternura el gerente.

—Nuestro bufete está en Memphis, Mitch —agregó Lamar—. ¿Te preocupa?

—En absoluto. No me gusta el frío.

—¿Has estado alguna vez en Memphis?

—No.

—Pronto te invitaremos. Te encantará.

Mitch sonrió, asintió y les siguió la corriente. ¿Hablaban en serio? ¿Cómo podía pensar en trabajar para una empresa tan pequeña, en una ciudad tan insignificante, cuando tenía Wall Street al alcance de la mano?

—¿Qué lugar ocupas en tu curso? —preguntó el señor Lambert.

—Entre los cinco primeros.

No entre el cinco por ciento de los mejores, sino entre los cinco primeros. Esto les pareció a todos perfectamente satisfactorio. Entre los cinco primeros, de un total de trescientos. Podía haber dicho que era tercero, con escasa diferencia del segundo y al alcance del primero. Pero no lo hizo. Recordaba, después de haber examinado por encima la guía jurídica Martindale-Hubbell, que procedían de escuelas inferiores: Chicago, Columbia y Vanderbilt. Sabía que no harían hincapié en aspectos intelectuales.

—¿Por qué elegiste Harvard?

—A decir verdad, Harvard me eligió a mí. Solicité el ingreso a diversas universidades y todas me aceptaron. Harvard fue la que me ofreció mayor ayuda económica. Pensé que se trataba de la mejor universidad y sigo creyéndolo.

—Te han ido bastante bien los estudios, Mitch —comentó el señor Lambert, admirando el resumen, mientras el informe seguía en la cartera, debajo de la mesa.

—Muchas gracias. Me ha costado mucho trabajo.

—Sacaste unas notas extraordinariamente altas en los cursos de tributación y valores y obligaciones.

—Es lo que más me interesa.

—Hemos examinado la muestra de tu escritura y resulta bastante impresionante.

—Gracias. Me gusta la investigación.

Asintieron en reconocimiento de aquella evidente mentira. Formaba parte del ritual. A ningún estudiante de derecho, ni abogado en su sano juicio, le gusta la investigación. Sin embargo, todo candidato profesa ineludiblemente un profundo amor por la biblioteca.

—Háblanos de tu esposa —dijo Royce McKnight, en un tono casi sumiso.

Se prepararon para recibir otra reprimenda. Pero se trataba de un área no sagrada, que habitualmente exploraban todas las empresas.

—Se llama Abby. Es licenciada en pedagogía por la Universidad de Western Kentucky. Nos casamos a la semana de licenciarnos. Desde hace tres años, es maestra de un parvulario privado cerca de la Universidad de Boston.

—Y en el matrimonio...

—Somos muy felices. Nos conocimos en el instituto.

—¿En qué posición jugabas? —preguntó Lamar, pasando a un tema menos peliagudo.

—Quarterback. Gozaba de mucha popularidad, hasta que me lastimé una rodilla en mi último partido en el instituto. Todo el mundo desapareció, a excepción de Western Kentucky. Durante cuatro años jugué algún que otro partido y me inicié incluso como junior, pero la rodilla no aguantaba.

—¿Cómo te las arreglabas para sacar sobresalientes sin dejar de jugar al fútbol?

—Colocaba los libros en primer lugar.

—Imagino que Western Kentucky no es un instituto de alto nivel intelectual —sonrió estúpidamente Lamar, deseando en aquel mismo momento haberse mordido la lengua.

Lambert y McKnight fruncieron el entrecejo y reconocieron el error.

—Más o menos como el estatal de Kansas —respondió Mitch.

Quedaron todos paralizados y, durante unos instantes, intercambiaron incrédulas miradas. McDeere sabía que Lamar Quin había cursado sus estudios en el instituto estatal de Kansas. Nunca había visto a Lamar Quin, ni tenía la más remota idea de quién aparecería en nombre de la empresa para conducir la entrevista. Sin embargo, lo sabía. Había acudido al Martindale-Hubbell y consultado sus antecedentes. Había leído el sumario biográfico de los cuarenta y un abogados del bufete y en una fracción de segundo había recordado que Lamar Quin, uno de los cuarenta y uno, había estudiado en Kansas. Maldita sea, los dejó impresionados.

—Lamento haber dado una impresión equivocada —se disculpó Lamar.

—No tiene importancia —sonrió calurosamente Mitch.

Asunto zanjado. Oliver Lambert se aclaró la garganta y decidió volver al terreno personal.

—Mitch, nuestra empresa tiene aversión a la bebida y al puterío. No es que seamos un puñado de santurrones, pero colocamos los negocios ante todo lo demás. Actuamos con discreción y trabajamos muy duro. Además, ganamos mucho dinero.

—Me parece todo perfectamente aceptable.

—Nos reservamos el derecho de someter a cualquier miembro de la empresa a un control antidroga.

—No consumo drogas.

—Bien. ¿Cuál es tu afiliación religiosa?

—Metodista.

—Magnífico. Encontrarás una amplia variedad de religiones en nuestra empresa: católicos, anabaptistas, episcopalianos... En realidad no nos concierne, pero nos gusta saberlo. Queremos familias estables. Un abogado feliz es un abogado productivo. De ahí que formulemos esas preguntas.

Mitch sonrió y asintió. No era la primera vez que oía aquello.

Los tres se miraron entre sí y a continuación a Mitch. Esto significaba que habían llegado al punto de la entrevista en el que se supone que el entrevistado formula un par de preguntas inteligentes. Mitch se cruzó de piernas. El dinero era el quid de la cuestión, especialmente comparado con sus otras ofertas. Si no era suficiente, pensó Mitch, habría tenido mucho gusto en conocerlos. Si el salario era atractivo, entonces podrían hablar de familias, bodas, fútbol e iglesias. Pero sabía que, al igual que todas las demás empresas, eludirían el tema hasta sentirse realmente incómodos, por haber hablado de todo lo imaginable, a excepción del dinero. Sin embargo, decidió empezar con una pregunta inofensiva.

—¿Cuál será inicialmente mi tipo de trabajo?

Asintieron, satisfechos de la pregunta. Lambert y McKnight miraron a Lamar. La respuesta era suya.

—Tenemos algo parecido a dos años de aprendizaje, aunque no es así como lo llamamos. Te mandaremos por todo el país, para asistir a grupos de estudios tributarios. Te falta todavía mucho para concluir tu formación. El próximo invierno pasarás dos semanas en Washington, en el Instituto Tributario Norteamericano. Nos sentimos orgullosos de nuestra pericia técnica, y la formación, para todos nosotros, es permanente. Si deseas hacer un máster en tributación, te lo financiaremos. En cuanto a la práctica de la abogacía, no será muy emocionante durante los dos primeros años. Harás mucha investigación y trabajo generalmente aburrido. Pero tendrás un magnífico sueldo.

—¿Cuánto?

Lamar miró a Royce McKnight, que fijó la mirada en Mitch y dijo:

—Hablaremos de honorarios y otros beneficios cuando vengas a Memphis.

—Sin un sueldo de futbolista, puede que no vaya a Memphis —sonrió con arrogancia, pero cordial.

Habló como el que cuenta con tres ofertas de empleo. Los socios se miraron entre sí y el señor Lambert fue el primero en hablar.

—De acuerdo. Un salario base de ochenta mil dólares el primer año, más primas. Ochenta y cinco el segundo, más primas. Un préstamo a bajo interés para que puedas comprarte una casa. Afiliación gratuita a dos clubes de campo. Y un nuevo BMW. El color, evidentemente, de tu elección.

Centraron la mirada en sus labios, a la espera de que se formaran arrugas en su mejillas y asomaran los dientes. Intentó disimular la sonrisa, pero no pudo. Soltó una carcajada.

—Es increíble —susurró.

Ochenta mil en Memphis equivalían a ciento veinte mil en Nueva York. ¿Había dicho un BMW? Su Mazda de cinco puertas llevaba un millón de kilómetros y solo arrancaba empujando, hasta que pudiera permitirse reemplazar el motor de arranque por otro de segunda mano.

—Más algunos beneficios de los que tendremos el gusto de hablar en Memphis.

De pronto le entró un fuerte deseo de visitar Memphis. ¿No estaba junto al río?

Se esfumó la sonrisa y recuperó su compostura. Miró a Oliver Lambert de un modo austero y solemne y, como si hubiera olvidado el dinero, la casa y el BMW, dijo:

—Háblame de la empresa.

—Cuarenta y un abogados. El año pasado ganamos más por abogado que cualquier otra empresa de nuestro tamaño o mayor, incluidos todos los grandes bufetes del país. Solo aceptamos clientes ricos: compañías, bancos y potentados, que pagan nuestras elevadas tarifas sin rechistar. Nos hemos especializado en tributación internacional, que es muy emocionante y aporta grandes beneficios. Solo tratamos con clientes que puedan pagar.

—¿Cuánto se tarda en convertirse en socio?

—De promedio, unos diez años, y son diez años muy duros. No es inusual que nuestros socios ganen medio millón al año, y en su mayoría se jubilan antes de los cincuenta. El esfuerzo es indispensable, ochenta horas de trabajo a la semana, pero compensa al convertirse en socio.

—No es preciso ser socio para ganar cantidades de seis cifras —agregó Lamar, inclinándose hacia delante—. Yo llevo siete años en la empresa y superé los cien mil hace cuatro años.

Mitch reflexionó unos instantes y calculó que a los treinta años podría ganar más de cien mil, probablemente cerca de los doscientos. ¡A los treinta años! Le observaban atentamente y sabían con exactitud lo que pensaba.

—¿Qué hace una empresa internacional en Memphis? —preguntó.

Esto provocó una sonrisa. El señor Lambert se quitó las gafas y empezó a jugar con ellas.

—Buena pregunta. El señor Bendini fundó la empresa en mil novecientos cuarenta y cuatro. Se había especializado en derecho tributario en Filadelfia y en el sur tenía algunos clientes ricos. Le dio por viajar y aterrizó en Memphis. Durante veinticinco años, contrató exclusivamente abogados especializados en tributación y la empresa no dejó de progresar. Ninguno de nosotros es oriundo de Memphis, pero el lugar ha llegado a encantarnos. Es una vieja ciudad sureña muy agradable. Por cierto, el señor Bendini falleció en mil novecientos setenta.

—¿Cuántos socios tiene la empresa?

—Veinte, en activo. Procuramos que la proporción sea de un socio por cada miembro asociado. Es alta para el sector, pero así nos gusta. Una vez más, somos distintos a los demás.

—Todos nuestros socios son multimillonarios a los cuarenta y cinco años —agregó Royce McKnight.

—¿Todos?

—Sí, señor. No te lo garantizamos, pero si te incorporas a nuestra empresa, trabajas de lo lindo durante diez años, te conviertes en socio, trabajas otros diez años y no eres millonario a los cuarenta y cinco años, serás el primero en veinte años.

—Una estadística muy impresionante.

—Lo impresionante es la empresa, Mitch —dijo Oliver Lambert—, y nos sentimos orgullosos de ella. Formamos una fraternidad muy unida. Somos pocos y nos cuidamos mutuamente. No practicamos la competencia despiadada que caracteriza a las grandes empresas. Cuidamos con mucho esmero a quien contratamos y nuestro objetivo es el de que todo nuevo miembro llegue cuanto antes a convertirse en socio. Con este fin invertimos una enorme cantidad de tiempo y de dinero en nosotros mismos, especialmente en los recién llegados. Es raro, extraordinariamente raro, que algún abogado abandone la empresa. Es simplemente inaudito. Nos esforzamos especialmente en proteger la carrera de cada uno. Queremos que nuestra gente sea feliz. Creemos que es la forma más ventajosa de operar.

—Tengo otra impresionante estadística —agregó el señor McKnight—. El año pasado, en empresas de nuestro nivel o mayores, el promedio de cambio entre miembros asociados fue de un veintiocho por ciento. En Bendini, Lambert & Locke fue de cero. El año anterior, cero. Ha transcurrido mucho tiempo desde que un abogado abandonó nuestra empresa.

Le observaban atentamente, para asegurarse de que asimilaba todo lo que le contaban. Cada aspecto y condición del empleo era importante, pero la permanencia, el compromiso de su aceptación, superaba todos los demás requisitos. De momento se lo explicaron lo mejor que pudieron. Más adelante se lo aclararían con mayor amplitud.

Evidentemente, sabían mucho más de lo que podían haber hablado. Por ejemplo, su madre vivía en un aparcamiento de remolques barato en la playa de la ciudad de Panamá, casada por segunda vez con un camionero jubilado, gravemente alcoholizado. Sabían que había recibido cuarenta y un mil dólares a raíz de la explosión en la mina, malgastado casi la totalidad y que había enloquecido al enterarse de la muerte de su hijo mayor en Vietnam. Sabían que había sido desatendido, criado en la pobreza por su hermano Ray (a quien no lograban localizar) y por algunos parientes compasivos. La pobreza dolía y suponían, acertadamente, que le había dotado de un intenso deseo de triunfar. Había trabajado treinta horas a la semana en una tienda abierta día y noche, al mismo tiempo que jugaba al fútbol y sacaba excelentes notas. Sabían que apenas dormía. Sabían que estaba hambriento. Era su hombre.

—¿Te gustaría hacernos una visita? —preguntó Oliver Lambert.

—¿Cuándo? —preguntó Mitch, soñando con un 318i negro de techo deslizable.

El vetusto Mazda de cinco puertas, con solo tres tapacubos de rueda y el parabrisas agrietado, estaba junto a la alcantarilla con las ruedas frontales ladeadas contra la acera, para evitar que el vehículo se deslizara por la pendiente. Abby agarró la manecilla interior y le dio un par de sacudidas para abrir la puerta. Introdujo la llave en el contacto, puso el pie en el embrague y giró el volante. El Mazda comenzó a descender lentamente. Cuando aumentó la velocidad, aguantó la respiración, soltó el embrague y se mordió el labio, hasta que el motor de escape libre comenzó a chirriar.

Con tres ofertas de empleo sobre la mesa, podrían tener un coche nuevo dentro de cuatro meses. El viejo resistiría. Durante tres años habían soportado la pobreza en un piso estudiantil de dos habitaciones, situado en un campus donde abundaban los Porsches y los pequeños Mercedes descapotables. En general, solían hacer caso omiso del desprecio de los demás estudiantes y colegas, en aquel bastión de esnobismo de la costa oriental. Eran campesinos de Kentucky, con pocos amigos. Pero lo habían resistido, y triunfaron sin ayuda ajena.

Ella prefería Chicago a Nueva York, aunque el salario fuera inferior, principalmente porque estaba más lejos de Boston y más cerca de Kentucky. Pero Mitch seguía sin querer comprometerse, evaluándolo todo meticulosamente, como solía hacerlo, y guardándoselo en gran parte para sí. A ella no la habían invitado a visitar Nueva York ni Chicago con su marido. Y estaba harta de especulaciones. Quería una respuesta.

Aparcó en zona prohibida, en la cuesta más próxima a su casa, y caminó dos manzanas. Vivían en uno de los treinta pisos de un edificio rectangular de ladrillo rojo. Abby se detuvo frente a la puerta y metió la mano en el bolso, en busca de las llaves. De pronto se abrió la puerta de par en par. Su marido la agarró, tiró de ella hacia el interior del diminuto apartamento, la arrojó sobre el sofá y lanzó un ataque labial contra su cuello. Ella chillaba y se reía, al tiempo que agitaba piernas y brazos. Se dieron uno de aquellos prolongados besos húmedos, diez minutos de beso, manoseo, caricias y gemidos, como solían hacer de adolescentes, cuando besarse era divertido, misterioso y el colmo del placer.

—Dios mío —exclamó Abby cuando acabaron—. ¿Qué celebramos?

—¿Hueles algo? —preguntó Mitch.

—Bien, sí, ¿de qué se trata? —dijo, mientras volvía la cabeza y olía.

—Pollo chow mein y huevos foo yung. De Wong Boys.

—Muy bien. ¿Qué celebramos?

—Además de una botella de Chablis, que cuesta un dineral. Incluso lleva tapón de corcho.

—¿Qué has hecho, Mitch?

—Sígueme.

Sobre la pequeña mesa pintada de la cocina, rodeadas de textos jurídicos y sumarios, había una enorme botella de vino y una bolsa de comida china. Echaron a un lado los documentos de la facultad y sirvieron la comida. Mitch descorchó la botella y llenó dos vasos de plástico.

—Hoy he tenido una magnífica entrevista —dijo.

—¿Con quién?

—¿Recuerdas aquella empresa de Memphis que me mandó una carta el mes pasado?

—Sí. No estabas muy impresionado.

—Exacto. Ahora sí lo estoy. El trabajo es exclusivamente tributario y el dinero parece bueno.

—¿Cómo de bueno?

Sirvió ceremoniosamente el chow mein en dos platos y a continuación abrió dos diminutas bolsas de salsa de soja. Ella esperaba la respuesta. Mitch abrió otro recipiente y empezó a dividir los huevos foo yung. Probó el vino y chascó los labios.

—¿Cuánto? —insistió Abby.

—Más que en Chicago. Más que en Wall Street.

Ella tomó un largo y deliberado sorbo de vino y le miró con recelo. Sus ojos castaños se estrecharon y brillaron. Descendieron sus cejas y se le arrugó la frente. Seguía a la espera.

—¿Cuánto?

—Ochenta mil el primer año, más primas. Ochenta y cinco el segundo, más primas —respondió, sin darle importancia, mientras observaba los trozos de apio del chow mein.

—Ochenta mil —repitió Abby.

—Ochenta mil, cariño. Ochenta mil pavos en Memphis, Tennessee, equivalen a unos ciento veinte mil en Nueva York.

—¿A quién le importa Nueva York?

—Además de un préstamo a bajo interés para comprar una casa.

El término préstamo hipotecario no se había mencionado en el apartamento desde hacía mucho tiempo, A decir verdad, en aquel momento no recordaba cuándo se había hablado por última vez de la compra de una casa, ni nada por el estilo. Desde hacía muchos meses se habían hecho a la idea de que alquilarían algún lugar hasta un futuro lejano e inimaginable, en el que serían lo suficientemente ricos para acceder a un cuantioso crédito hipotecario.

—¿Te importaría repetírmelo? —dijo con absoluta tranquilidad, después de dejar el vaso de vino sobre la mesa.

—Un crédito hipotecario a bajo interés. La empresa presta el dinero necesario para comprar una casa. Para esos individuos es muy importante que los miembros asociados de la empresa tengan aspecto próspero y por ello nos ofrecen el dinero a un interés bajísimo.

—¿Te refieres a un verdadero hogar, rodeado de césped y matorrales?

—Efectivamente. No de un piso de precio sobrevalorado en Manhattan, sino de una casa de tres dormitorios en una zona residencial, con nuestro propio camino de acceso y un garaje doble, donde aparcar el BMW.

Su reacción se retrasó un par de segundos, pero por fin Abby exclamó:

—¿BMW? ¿Qué BMW?

—El nuestro, cariño. Nuestro BMW. La empresa lo adquiere y nos entrega las llaves. Es una especie de prima inicial, en el momento de firmar el contrato. Equivale a otros cinco mil anuales. Nosotros elegimos el color, por supuesto. Me parece que estaría bien de color negro. ¿Qué opinas?

—Adiós por fin a las carracas, comida sobrante y ropa de segunda mano —dijo, mientras movía lentamente la cabeza.

Mitch se llevó una cucharada de fideos a la boca y le brindó una sonrisa. Se dio cuenta de que soñaba probablemente en el mobiliario, la decoración de las paredes y tal vez en una piscina, en un futuro no muy lejano. Y niños, con pequeños ojos oscuros y cabello castaño claro.

—También hay otras ventajas, de las que se hablará más adelante.

—No lo comprendo, Mitch. ¿Por qué son tan generosos?

—Yo también se lo he preguntado. Son muy selectivos y se sienten muy orgullosos de ser quienes mejor pagan. Quieren al mejor y no les importa rascarse el bolsillo. El porcentaje de personal que abandona la empresa es cero. Además, creo que es más caro persuadir a los mejores para que vayan a Memphis.

—Estaríamos más cerca de casa —dijo Abby, sin mirarle.

—Yo no tengo casa. Estaríamos más cerca de tus padres, y eso me preocupa.

—Estarías más cerca de Ray —agregó, olvidando el comentario sobre su familia, como solía hacer.

Mitch sonrió, al tiempo que mordía una empanada de huevo e imaginaba la primera visita de sus suegros, aquel dulce momento en el que aparcarían su viejo Cadillac y contemplarían aturdidos la nueva casa de estilo colonial francés, con dos coches nuevos en el garaje. Se morirían de envidia y se preguntarían cómo podía aquel pobre chico, sin familia ni linaje, permitirse todo aquello a los veinticinco años, recién salido de la facultad de derecho. Se esforzarían en sonreír, comentarían lo bonito que era todo, pero al cabo de poco tiempo el señor Sutherland no podría resistir la tentación de preguntarle cuánto le había costado la casa y Mitch le respondería que no era asunto suyo, con lo que el viejo se enfurecería. La visita sería breve y regresarían a Kentucky, donde todos sus amigos se enterarían de lo bien que les iban las cosas a su hija y a su yerno en Memphis. Abby se lamentaría de que no se llevaran mejor, pero no diría gran cosa. Desde el primer momento le habían tratado como a un leproso. Le consideraban tan indeseable, que habían boicoteado su pequeña boda.

—¿Has estado alguna vez en Memphis? —preguntó Mitch.

—Una vez, de niña. Para asistir a algún tipo de convención relacionada con la iglesia. Lo único que recuerdo es el río.

—Quieren que vayamos a visitarlos.

—¡Vayamos! ¿A mí también me han invitado?

—Sí. Insisten en que me acompañes.

—¿Cuándo?

—Dentro de un par de semanas. Nos pagan el avión del jueves por la tarde, para pasar el fin de semana.

—Esta empresa empieza a gustarme.

2

El edificio de cinco pisos había sido construido hacía un siglo, por un comerciante algodonero y por sus hijos después de la reconstrucción, durante la reactivación del comercio del algodón en Memphis. Estaba en pleno Cotton Row, en Front Street, cerca del río. A través de sus salas, puertas y escritorios se habían comprado millones de fardos de algodón, procedentes de los deltas del Mississippi y del Arkansas, para ser vendidos en el mundo entero. Desierto, abandonado, renovado una y otra vez desde la primera guerra, en 1951 lo había adquirido finalmente Anthony Bendini, un agresivo abogado especializado en tributaciones. Después de renovarlo una vez más, empezó a llenarlo de abogados y le dio el nuevo nombre de edificio Bendini.

Mimó el edificio, le brindó cariño y benevolencia, agregando cada año una nueva capa de lujo a su bastión. Lo fortificó, asegurando puertas y ventanas, y contrató guardias armados para proteger el edificio y a sus ocupantes. Instaló ascensores, vigilancia electrónica, códigos de seguridad, circuito cerrado de televisión, un gimnasio, baños turcos, salas con armarios y un comedor para los socios en el quinto piso, con una vista cautivadora del río.

En veinte años había construido el bufete más próspero de Memphis e, indiscutiblemente, el más discreto. Le apasionaba el secreto. A todo miembro asociado contratado por la empresa se le inculcaban los infortunios de irse de la lengua. Todo era confidencial: sueldos, beneficios, promociones y, muy especialmente, los clientes. Se advertía a los principiantes que el hecho de divulgar información de la empresa podía retrasar la concesión del santo grial: convertirse en socio. Nada salía de la fortaleza de Front Street. A las esposas se les decía que no preguntaran, o se les mentía. De los miembros asociados se esperaba que trabajaran duro, que mantuvieran la boca cerrada y gastaran sus generosos salarios. Lo hacían todos, sin excepción.

Con sus cuarenta y un abogados, la empresa era la cuarta de Memphis. Sus miembros no se anunciaban y eludían la publicidad. Tenían espíritu de clan y no fraternizaban con otros abogados. Las esposas jugaban al tenis, al bridge y se relacionaban entre sí. Bendini, Lambert & Locke era una especie de gran familia. Una familia bastante próspera.

A las diez de la mañana del viernes, el lujoso coche de la empresa se detuvo en Front Street y el señor Mitchell Y. McDeere se apeó del mismo. Dio cortésmente las gracias al chófer y observó el vehículo mientras este se alejaba. Parado en la acera, junto a una farola, admiró la singular, pintoresca y ciertamente impresionante sede de la discreta empresa Bendini. En nada se parecía a las pantagruélicas estructuras de cristal y acero que ocupaban las mejores firmas neoyorquinas, ni al descomunal cilindro que había visitado en Chicago. Pero supo inmediatamente que le encantaría. Era menos ostentoso. Se parecía más a él mismo.

Lamar Quin salió por la puerta principal y bajó unos escalones. Llamó a Mitch y le indicó con la mano que se acercara. Los había recibido la noche anterior en el aeropuerto, y los instaló en el Peabody, gran hotel del sur.

—¡Buenos días, Mitch! ¿Cómo has dormido?

Se estrecharon la mano como viejos amigos.

—Muy bien. Es un hotel magnífico.

—Sabíamos que te gustaría. A todo el mundo le encanta el Peabody.

Entraron en el vestíbulo, donde en un pequeño tablón de anuncios se daba la bienvenida al señor Mitchell Y. McDeere, invitado del día. Una recepcionista bien vestida, pero carente de atractivo, le sonrió calurosamente, le dijo que se llamaba Sylvia y que si necesitaba cualquier cosa durante su estancia en Memphis, no tenía más que decírselo. Mitch le dio las gracias. Lamar le condujo a otro prolongado vestíbulo, donde empezó a mostrarle el edificio. Le explicó la distribución del mismo y le presentó a varias secretarias y pasantes mientras caminaban. En la biblioteca principal del segundo piso había un montón de abogados alrededor de una gigantesca mesa de conferencias, comiendo tartas y tomando café. Todos guardaron silencio en presencia del invitado.

Oliver Lambert saludó a Mitch y le presentó a los demás. Había aproximadamente una veintena, casi todos los miembros asociados de la empresa y en su mayoría escasamente mayores que el invitado. Lamar le había explicado que los socios estaban demasiado ocupados y que le recibirían más tarde, en un almuerzo privado. Se quedó de pie al extremo de la mesa, mientras el señor Lambert les pedía a todos que guardaran silencio.

—Señores, este es Mitchell McDeere. Todos habéis oído hablar de él y aquí lo tenemos. Es nuestro elegido del año, el número uno de la selección, por así decirlo. Le están cortejando los gigantes de Nueva York, Chicago y quién sabe de dónde, de modo que tenemos que venderle nuestra pequeña empresa aquí en Memphis.

Todos sonrieron y asintieron con aprobación. El invitado se sentía incómodo.

—Terminará en Harvard dentro de dos meses y se licenciará con matrícula de honor. Es director asociado de la Harvard Law Review.

Mitch se dio cuenta de que esto los impresionaba.

—Realizó sus estudios secundarios en Western Kentucky —prosiguió Lambert—, donde se lo otorgó un summa cum laude.

Esto ya no era tan impresionante.

—También ha jugado al fútbol durante cuatro años —siguió diciendo—, desde que empezó de juvenil como quarterback.

Ahora estaban realmente impresionados. Algunos parecían mirarle atónitos, como si contemplaran a Joe Namath.

El decano continuó con su monólogo, con Mitch de pie e incómodo junto a él. Habló de lo muy selectivos que siempre habían sido y de lo bien que Mitch encajaría en la empresa. Mitch se metió las manos en los bolsillos y dejó de escuchar. Observó el grupo. Eran jóvenes, triunfadores y prósperos. La indumentaria parecía ajustarse a una norma rígida, pero no distinta de Nueva York o Chicago: traje gris oscuro o azul marino, camisa clásica de algodón blanco o azul, medianamente almidonada, y corbata de seda. Nada ostentoso o inconformista. A lo sumo un par de pajaritas. La pulcritud era obligatoria. Nadie llevaba barba, bigote, ni pelo sobre las orejas. Había un par de enclenques, pero dominaba la guapura.

—Lamar le mostrará a Mitch nuestras oficinas —concluía Lambert—, de modo que todos tendréis oportunidad de charlar con él. Esta noche, él y su encantadora esposa, Abby, y conste que es auténticamente encantadora, comerán costillas en el Randezvous y, evidentemente, mañana por la noche se celebra la cena de la empresa en mi casa. Espero que os comportéis debidamente —sonrió y miró al invitado—. Mitch, si te cansas de Lamar, dímelo y te buscaremos a alguien mejor calificado.

Estrechó la mano de cada uno de ellos al despedirse y procuró recordar tantos nombres como le fuera posible.

—Empecemos la visita —dijo Lamar, cuando se vació la sala—. Esto, evidentemente, es una biblioteca y hay una idéntica en cada uno de los cuatro primeros pisos. Las utilizamos también para las grandes reuniones. Los libros son distintos en cada piso, de modo que nunca sabes adónde te conducirá tu investigación. Tenemos dos bibliotecarios fijos y utilizamos extensamente microfilmes y microfichas. Por regla general, no investigamos fuera del edificio. Disponemos de más de cien mil volúmenes, incluidos todos los servicios imaginables de información tributaria. Estamos mejor equipados que algunas facultades de derecho. Si necesitas un libro que no tenemos, limítate a comunicárselo a uno de los bibliotecarios.

Pasaron junto a la larga mesa de conferencias y entre docenas de estanterías de libros.

—Cien mil volúmenes —susurró Mitch.

—Sí, gastamos casi medio millón anual en actualizaciones, suplementos y nuevos ejemplares. Los decanos siempre se quejan, pero no se les ocurriría reducir el presupuesto. Es una de las bibliotecas jurídicas privadas más extensas del país y nos sentimos orgullosos de ello.

—Muy impresionante.

—Procuramos que la investigación sea lo menos dolorosa posible. Sabes perfectamente lo aburrida que puede ser y el tiempo que puede perderse en busca del material adecuado. Pasarás mucho tiempo aquí durante los dos primeros años y, por consiguiente, procuramos que sea un lugar agradable.

Detrás de un desordenado mostrador, en uno de los rincones posteriores de la sala, un bibliotecario se presentó a sí mismo y les mostró brevemente la sala de informática, donde había una docena de terminales dispuestos a asistir con la última investigación informatizada. El bibliotecario se ofreció para hacerles una demostración del software más reciente, que era verdaderamente increíble, pero Lamar le dijo que tal vez volverían más tarde.

—Es un tipo agradable —dijo Lamar cuando salieron de la biblioteca—. Le pagamos cuarenta mil al año, solo para llevar el control de los libros. Es asombroso.

Verdaderamente asombroso, pensó Mitch.

El segundo piso era prácticamente idéntico al primero, al tercero y al cuarto. El centro de cada piso estaba lleno de secretarias, con sus escritorios, ficheros, copiadoras y otras máquinas indispensables. A un lado de dicha zona estaba la biblioteca y al otro un conglomerado de pequeñas salas de conferencias y despachos.

—No verás a ninguna secretaria atractiva —dijo Lamar en voz baja, mientras observaban cómo trabajaban—. Parece ser una norma oficiosa de la empresa. Oliver Lambert contrata deliberadamente a las más viejas y hogareñas que encuentra. Claro que algunas llevan aquí veinte años y han olvidado más derecho que el que aprendimos en la facultad.

—Tienen un aspecto más bien regordete —observó Mitch, hablando casi consigo.

—Sí, forma parte de la estrategia general, para incitarnos a guardar las manos en los bolsillos. Galantear está estrictamente prohibido y, que yo sepa, nunca ha ocurrido.

—¿Y si ocurriera?

—Quién sabe. A la secretaria sin duda la despedirían. Y supongo que el abogado sería severamente castigado. Puede que le costara su participación en la empresa. Nadie está dispuesto a averiguarlo, especialmente con ese rebaño de reses.

—Visten bien.

—No me malinterpretes. Solo contratamos a las mejores secretarias jurídicas y pagamos mejor que cualquier otra empresa de la ciudad. Ante tus ojos tienes lo mejor, aunque no necesariamente lo más hermoso. Necesitamos experiencia y madurez. Lambert no contrata a nadie menor de treinta años.

—¿Una por cada abogado?

—Sí, hasta que te conviertas en socio de la empresa. Entonces tienes otra, y para entonces la necesitarás. Nathan Locke tiene tres, todas con veinte años de experiencia, y las mantiene a todas en vilo.

—¿Dónde está su despacho?

—En el cuarto piso. Es zona prohibida.

Mitch se dispuso a formular una pregunta, pero cambió de idea.

Lamar le explicó que los despachos de las esquinas eran de nueve por nueve y que los ocupaban los socios más decanos. Despachos del poder, los denominaba con gran admiración. Los decoraban cada uno a su gusto, sin reparar en gastos; solo los abandonaban al jubilarse o por defunción, y los socios más jóvenes luchaban entre sí por conseguirlos.

Lamar pulsó el interruptor de uno de ellos, entraron y cerraron la puerta.

—Bonita vista, ¿no te parece? —dijo, mientras Mitch se acercaba a la ventana y contemplaba el lento movimiento del río, más allá de Riverside Drive.

—¿Cómo consigue uno este despacho? —preguntó Mitch, al tiempo que admiraba una barcaza que avanzaba penosamente bajo el puente de Arkansas.

—Es cuestión de tiempo. Y cuando llegues serás muy rico, estarás muy ocupado y no dispondrás de tiempo para disfrutar de la vista.

—¿De quién es?

—De Victor Milligan. Es el jefe de la sección de impuestos y un hombre muy agradable. Es oriundo de Nueva Inglaterra, pero lleva aquí veinticinco años y, para él, Memphis es su casa —dijo Lamar, antes de meterse las manos en los bolsillos y dar una vuelta por la sala—. Los suelos y techos de madera ya formaban parte del edificio hace más de un siglo. La mayor parte del edificio está enmoquetada, pero en algunos lugares la madera está bien conservada. Podrás elegir alfombras y tapices cuando llegues aquí.

—Me gusta la madera. ¿Qué me dices de la alfombra?

—Es una antigüedad persa. No conozco su historia. El escritorio perteneció a su bisabuelo que, según dice, fue una especie de juez en Rhode Island. Es un auténtico cuentista y nunca sabes cuándo te toma el pelo.

—¿Dónde está?

—Creo que de vacaciones. ¿Te han hablado de las vacaciones?

—No.

—Te dan dos semanas al año durante los cinco primeros años. Pagadas, por supuesto. A continuación tres semanas hasta que te conviertas en socio de la empresa, cuando tomas todas las que se te antojan. La empresa tiene una torre en Vail, una cabaña junto a un lago en Manitoba y dos apartamentos en la playa de Seven Mile, en la isla de Gran Caimán. Son gratuitos, pero hay que hacer la reserva con antelación. Los socios tienen prioridad. Por lo demás, son del primero que llega. Las islas Caimán son sumamente populares en la empresa. Es un paraíso tributario internacional y muchos de nuestros viajes son amortizados. Creo que allí es donde Milligan está ahora, probablemente buceando, mientras finge que está de viaje de negocios.

En uno de sus cursos de tributación, Mitch había oído hablar de las islas Caimán y sabía que se encontraban en algún lugar del Caribe. Estuvo a punto de preguntar por su situación exacta, pero prefirió callarse y comprobarlo él mismo.

—¿Solo dos semanas? —exclamó.

—Pues sí. ¿Algún problema?

—No, en realidad no. Las empresas de Nueva York ofrecen por lo menos tres.

Hablaba como un crítico discriminador de vacaciones caras. No lo era. A excepción del largo fin de semana al que se referían como luna de miel, y de algún desplazamiento en coche por Nueva Inglaterra, no había estado nunca de vacaciones ni salido del país.

—Puedes tomarte una semana adicional, sin paga.

Mitch asintió, como si esto le pareciera aceptable. Salieron del despacho de Milligan y prosiguieron con la visita. El pasillo desembocaba en un largo rectángulo, con los despachos de los abogados en la parte exterior, todos ellos con ventanas, sol y buenas vistas. Lamar le explicó que los que tenían vistas al río gozaban de mayor prestigio y solían ocuparlos socios de la empresa. Había lista de espera.

Las salas de conferencias, bibliotecas y escritorios de las secretarias estaban en la parte interior, alejados de las ventanas y de las distracciones.

Los despachos de los miembros asociados eran más pequeños, de cinco por cinco, pero magníficamente decorados y mucho más impresionantes que los de cualquier asociado en Nueva York o Chicago. Según Lamar, la empresa gastaba una pequeña fortuna en asesores de diseño. El dinero, al parecer, llovía del cielo. Los abogados más jóvenes eran amables, estaban dispuestos a charlar y parecían encantados de que se les interrumpiera. La mayoría ofrecía un breve testimonio de las maravillas de la empresa y de Memphis. Uno se va acostumbrando a esa vieja ciudad, con el transcurso del tiempo, le decían. Ellos también habían sido contratados por los jefazos en Washington y Wall Street, y no lo lamentaban.

Los socios de la empresa estaban más ocupados, pero eran igualmente amables. Le repitieron una y otra vez que le habían elegido cuidadosamente, y que encajaría a la perfección. Era su tipo de empresa. Prometieron seguir hablando durante el almuerzo.

Una hora antes, Kay Quin había dejado a sus hijos con la criada y la niñera, para reunirse a desayunar con Abby en el Peabody. Era oriunda de una pequeña ciudad, como Abby. Se había casado con Lamar al terminar en la universidad y habían vivido tres años en Nashville, mientras él estudiaba derecho en Vanderbilt. Lamar ganaba tanto dinero, que ella había abandonado el trabajo y había tenido dos hijos en catorce meses. Ahora que había acabado con el trabajo y los embarazos, dedicaba la mayor parte de su tiempo al club de jardinería, la fundación cardíaca, el club de campo, la asociación de padres y la iglesia. A pesar del dinero y de la influencia, era modesta y sin pretensiones, e independientemente del éxito de su marido, no parecía dispuesta a cambiar. Abby encontró en ella a una amiga.

Después de comer unos cruasanes y huevos a la Benedict, se sentaron a tomar café en el vestíbulo del hotel, mientras contemplaban los patos que nadaban en círculos alrededor de la fuente. Kay había sugerido dar unas vueltas por Memphis, para acabar almorzando cerca de su casa. Tal vez irían de compras.

—¿Han mencionado el préstamo a bajo interés? —preguntó.

—Sí, en la primera entrevista.

—Querrán que compréis una casa cuando os trasladéis. La mayoría de la gente no dispone del dinero necesario al salir de la facultad de derecho, de ahí que la empresa lo facilite a bajo interés y retenga la escritura.

—¿A qué interés?

—No lo sé. Hace siete años que vinimos y hemos comprado otra casa desde entonces. Pero será una ganga, créeme. La empresa se asegurará de que seáis propietarios de una casa. Es una especie de norma oficiosa.

—¿Por qué es tan importante?

—Por varias razones. En primer lugar, quieren que vengáis. Esta empresa es muy selectiva y, generalmente, consiguen lo que se proponen. Pero Memphis no está exactamente en las candilejas y, por tanto, tienen que ofrecer más. Además, la empresa es muy exigente, particularmente en lo que concierne a los miembros asociados. Hay presiones, exceso de trabajo, semanas de ochenta horas y tiempo fuera de casa. No será fácil para ninguno de vosotros y la empresa lo sabe. Según la teoría, un matrimonio sólido equivale a un abogado feliz, y un abogado feliz es un abogado productivo, de modo que en el fondo se trata de beneficios. Siempre beneficios.

»Además, hay otra razón. Esos individuos, entre los que no figura ni una sola mujer, se sienten muy orgullosos de su riqueza y se espera que todos ellos lo demuestren. Sería un agravio para la empresa que uno de sus miembros se viera obligado a vivir en un piso. Quieren que os instaléis en una casa y, al cabo de cinco años, en otra de mayor tamaño. Si tenemos tiempo esta tarde, te mostraré las casas de algunos socios. Cuando las veas, no te importarán las ochenta horas semanales.

—Ya estoy acostumbrada a ello.

—Eso está bien, pero el trabajo aquí no tiene nada que ver con el de la facultad. A veces trabajan cien horas a la semana, durante el período de recaudaciones.

Abby sonrió y movió la cabeza, como si estuviera muy impresionada.

—¿Tú también trabajas?

—No. La mayoría no trabajamos. No tenemos necesidad de hacerlo porque disponemos de dinero y recibimos muy poca ayuda de nuestros maridos para cuidar de los hijos. El trabajo, por supuesto, no está prohibido.

—¿Prohibido por quién?

—Por la empresa.

—No faltaría más...

Abby se repitió a sí misma la palabra «prohibido», pero lo dejó correr.

Kay tomaba sorbos de café y contemplaba los patos. Un niño se alejó de su madre, para acercarse a la fuente.

—¿Pensáis tener hijos? —preguntó Kay.

—Tal vez dentro de un par de años.

—Se recomienda tenerlos.

—¿Quién lo recomienda?

—La empresa.

—¿Qué puede importarle a la empresa que tengamos hijos?

—Una vez más es cuestión de familias estables. Un nuevo bebé provoca un gran revuelo en la oficina. Mandan flores y regalos a la clínica. Te tratan como a una reina. A tu marido le dan una semana de vacaciones, pero suele estar demasiado ocupado para tomársela. Ingresan mil dólares a plazo fijo, para la universidad. Es muy divertido.

—Parece una gran fraternidad.

—Es más bien como una gran familia. Nuestra vida social se desenvuelve alrededor de la empresa y esto es importante, porque ninguno de nosotros somos oriundos de Memphis. Hemos sido todos trasplantados.

—Muy interesante, pero yo no quiero que nadie me diga cuándo debo o no trabajar y cuándo tener hijos.

—No te preocupes. Se protegen entre sí, pero no se entrometen.

—Empiezo a tener mis dudas.

—Tranquilízate, Abby. La empresa es como una familia. Son gente maravillosa y Memphis es una vieja ciudad encantadora, donde vivir y criar a tus hijos. El coste de la vida es más bajo y el ritmo más lento. Puede que pensarais en ciudades de mayor tamaño. Nosotros también lo hacíamos, pero ahora prefiero Memphis a cualquier gran ciudad.

—¿Vamos a dar esa gran vuelta?

—Para eso he venido. He pensado que podríamos empezar por el centro de la ciudad, dirigirnos después al este para ver algunos de los barrios más elegantes, mirar tal vez alguna casa y almorzar en mi restaurante predilecto.

—Parece divertido.

Kay pagó el café, como lo había hecho con el desayuno, y salieron del Peabody en el nuevo Mercedes de la familia Quin.

El comedor, como escuetamente se lo denominaba, cubría el extremo oeste del quinto piso sobre Riverside Drive y muy por encima del río en la lejanía. En la pared, una hilera de ventanas de dos metros y medio ofrecían una vista fascinante de los remolcadores, los buques de propulsión a rueda, las barcazas, los muelles y los puentes.

La sala era terreno sagrado, santuario de los abogados con suficiente talento y ambición para alcanzar la categoría de socios en la discreta empresa Bendini. Cada día se reunían para saborear la comida preparada por Jessie Frances, una negra anciana, corpulenta y temperamental, servida por su marido, Roosevelt, con guantes blancos y un esmoquin arrugado, descolorido y excesivamente holgado, que el propio señor Bendini le había regalado de segunda mano, poco antes de morir. También se reunían algunas mañanas para tomar café y buñuelos, a fin de hablar de los negocios de la empresa y, ocasionalmente, para tomar un vaso de vino por la tarde, a fin de celebrar un buen mes o una minuta excepcionalmente cuantiosa. Era solo para los socios de la empresa, y, de vez en cuando, algún invitado de una gran compañía o un nuevo miembro potencial. Los miembros asociados solo podían comer allí dos veces por año, escrupulosamente contabilizados, y únicamente invitados por un socio.

Junto al comedor había una pequeña cocina donde Frances desempeñaba su función y donde había preparado la primera comida para el señor Bendini y algunos acompañantes, hacía veintiséis años. Durante veintiséis años había cocinado comida sureña, ignorando las súplicas de que experimentara con nuevos platos, cuyos nombres tenía dificultad en pronunciar.

—No lo coman si no les apetece —respondía siempre.

A juzgar por los restos que Roosevelt recogía de las mesas, la comida gustaba y se engullía. Todos los lunes colgaba la lista de platos de la semana, pedía que se le comunicaran las ausencias antes de las diez de la mañana y podía guardarle rencor a alguien durante varios años por haber anulado su reserva o no haberse presentado. Ella y Roosevelt trabajaban cuatro horas al día y cobraban mil dólares al mes.

Mitch compartía una mesa con Lamar Quin, Oliver Lambert y Royce McKnight. El plato principal eran unas excelentes chuletas, acompañadas de abelmosco frito y calabaza hervida.

—Hoy ha aflojado con la grasa —comentó el señor Lambert.

—Está delicioso —dijo Mitch.

—¿Tu metabolismo está acostumbrado a la grasa?

—Sí. Así es como cocinan en Kentucky.

—Yo me incorporé a la empresa en mil novecientos cincuenta y cinco —dijo el señor McKnight— y soy oriundo de New Jersey. Por precaución, evitaba los platos sureños en la medida de lo posible. Lo preparan todo rebozado y frito con grasa animal. Pero entonces el señor Bendini decidió abrir esta pequeña cafetería. Contrató a Jessie Frances y he tenido acidez durante los últimos veinte años. Tomates maduros fritos, tomates verdes fritos, berenjena frita, abelmosco frito, calabaza frita, todo y sin excepción frito. Un buen día, Victor Milligan habló demasiado. Él es de Connecticut. Y a Jessie Frances se le ocurrió freír un montón de encurtidos al eneldo. ¿Os lo imagináis? ¡Encurtidos al eneldo fritos! Milligan le dijo algo desagradable a Roosevelt y él se lo comunicó a Jessie Frances. Ella salió por la puerta posterior y se despidió. No se le vio el pelo en una semana. Roosevelt quería trabajar, pero ella le obligaba a permanecer en casa. Por fin, el señor Bendini logró tranquilizarla y accedió a volver, a condición de que no hubiera quejas. Pero también dejó de utilizar tanta grasa. Creo que todos tendremos otros diez años de vida.

—Está delicioso —dijo Lamar, mientras untaba con mantequilla otro panecillo.

—Siempre está delicioso —agregó el señor Lambert cuando Roosevelt pasaba junto a su mesa—. La comida es rica y engorda, pero raramente nos perdemos el almuerzo.

Mitch comió cuidadosamente, charló con nerviosismo y procuró aparentar que estaba completamente relajado. Fue difícil. Rodeado de abogados eminentemente prósperos, todos ellos millonarios, en aquel salón exclusivo y lujosamente decorado, tenía la sensación de estar en territorio sagrado. La presencia de Lamar, así como la de Roosevelt, le resultaban reconfortantes.

Cuando fue evidente que Mitch había acabado de comer, Oliver Lambert se secó los labios, se puso lentamente de pie y golpeó su copa con una cucharilla.

—Señores, atención, por favor.

Se hizo el silencio en la sala, al tiempo que aproximadamente unos veinte socios volvían la cabeza hacia la mesa presidencial. Dejaron las servilletas sobre la mesa y miraron al invitado. En algún lugar de cada uno de sus escritorios, había una copia de su informe. Dos meses antes habían votado unánimemente, para convertirle en su primer elegido. Sabían que corría seis kilómetros diarios, que no fumaba, que era alérgico a los sulfatos, que no tenía amígdalas, que su coche era un Mazda azul, que su madre estaba loca y que había realizado tres intercepciones en un cuarto. Sabían que lo más fuerte que tomaba, cuando estaba enfermo, era una aspirina y que estaba lo suficientemente hambriento para trabajar cien horas a la semana, si se lo pedían. Les gustaba. Era apuesto, de aspecto atlético, un hombre como Dios manda, con una mente privilegiada y un cuerpo musculoso.

—Como sabéis, hoy tenemos a un invitado muy especial, Mitch McDeere. Está a punto de licenciarse en Harvard con matrícula de honor...

—¡Bravo! —exclamaron un par de ex alumnos de dicha universidad.

—Bien, gracias. Él y su esposa, Abby, son nuestros invitados este fin de semana y se hospedan en el Peabody. Mitch acabará entre los cinco primeros, de un total de trescientos, y sus servicios están muy solicitados. Nosotros le queremos aquí y sé que hablaréis con él antes de que se marche. Esta noche cenará con Lamar y Kay Quin, y mañana por la noche se celebra la cena en mi casa. Confío en que todos asistiréis a la misma.

Mitch sonrió turbado, mientras el señor Lambert elogiaba la grandeza de la empresa. Cuando terminó de hablar, siguieron comiendo el pastel que sirvió Roosevelt y tomaron café.

El restaurante predilecto de Kay era un elegante local en la zona este de Memphis, frecuentado por jóvenes acomodados. Un sinfín de helechos colgaban de todas partes y la única música procedente de su

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