La teoría imperfecta del amor

Julie Buxbaum

Fragmento

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1

David

Un acontecimiento sin precedentes: Kit Lowell se acaba de sentar a mi lado en la cafetería. Yo siempre me siento solo y cuando digo siempre no lo digo en esa lengua vernácula exagerada que hablan mis compañeros de clase. En los 622 días que he asistido a este instituto, nadie se ha sentado jamás a mi lado a la hora de comer, por eso llamo «acontecimiento» al hecho de que ella esté ahora a mi lado; tan cerca de mí que su codo casi roza el mío. Mi primer instinto es sacar mi libreta y buscar las páginas que he escrito sobre ella. Están en la «K» de «Kit» y no en la «L» de «Lowell» porque, aunque se me dan bien los hechos demostrables y las actividades académicas, soy un negado para los nombres. Por un lado, se debe a que los nombres propios son palabras providenciales totalmente desprovistas de contexto y, por el otro, a que creo que casi nunca encajan con las personas a quienes pertenecen. Si lo piensas bien, tiene mucho sentido. Los padres eligen el nombre de sus hijos en el momento en el que menos información tienen sobre la persona a la que se lo van a dar. Es una costumbre ilógica, la mires por donde la mires.

Pongamos a Kit como ejemplo. En realidad no se llama Kit, sino Katherine, pero nunca he oído a nadie llamarla Katherine, ni siquiera cuando íbamos a primaria. Kit no tiene cara de Kit de ninguna manera, ya que es un nombre adecuado para alguien cuadriculado, rígido y fácil de comprender con unas instrucciones paso a paso. El nombre de la chica que está sentada a mi lado debería contener una zeta, porque me desconcierta, es zigzagueada y siempre aparece en los lugares más insospechados —como en mi mesa a la hora de comer—, y quizá también el número ocho, porque tiene cintura de avispa, y la letra «s», porque es mi preferida. Kit me cae bien porque nunca ha sido mala conmigo, que no es algo que pueda decir de la gran mayoría de mis compañeros de clase. Es una pena que sus padres se equivocasen tanto con su nombre.

Yo me llamo David, un nombre que tampoco me queda bien, porque hay muchos Davides en el mundo (la última vez que lo comprobé, 3.786.417 solo en Estados Unidos) y, a juzgar por la frecuencia, se diría que soy como mucha otra gente. O al menos, relativamente neurotípico, que es una forma científica y menos ofensiva de decir «normal». Debo decir que no es mi caso. En el instituto nadie me llama de ninguna manera, excepto por el ocasional «marica» o «idiota», ninguno de los cuales son apelativos precisos. Mi coeficiente intelectual es de 168 y me atraen las chicas, no los chicos. Además, «marica» es un término peyorativo para referirse a una persona homosexual y, aunque mis compañeros tuvieran razón respecto a mi orientación sexual, tampoco deberían usar esa palabra. En casa mi madre me llama «hijo», y no tengo ningún problema con ello porque es cierto, mi padre me llama «David», que es como llevar un jersey que pica con el cuello demasiado cerrado, y mi hermana me llama Pequeño D, que, por alguna razón inexplicable, parece encajar conmigo, aunque de pequeño no tengo ni pizca. Mido 1,89 y peso 75 kilos. Mi hermana mide 1,61 y pesa 48 kilos. Soy yo quien debería llamarla a ella Pequeña L, por Pequeña Lauren, pero no la llamo así. La llamo Esmía, que es como la he llamado desde que yo era un bebé, porque siempre he sentido que, en este mundo tan confuso, ella era lo único que me pertenecía.

Esmía se ha ido a la universidad y la echo de menos. Es mi mejor amiga. Técnicamente, es la única que tengo, pero creo que si tuviese más amigos ella seguiría siendo la mejor. A día de hoy, es la única persona que conozco que me ha ayudado a ser un poco menos rígido.

Llegados a este punto, probablemente ya te habrás dado cuenta de que soy distinto. La gente no suele tardar mucho en verlo. Un médico nos dijo una vez que quizá estuviese «rozando el síndrome de Asperger», lo que es absurdo, no puedes estar rozando el síndrome de Asperger. En realidad, ya no puedes tener síndrome de Asperger y punto, porque en 2013 lo eliminaron del DSM-V (la edición en vídeo del Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales). Ahora se considera que las personas que cumplen con ese grupo de características tienen autismo de alto funcionamiento (o AAF), algo que también es engañoso. El espectro del autismo es multidimensional, no lineal. Obviamente, aquel médico era un idiota.

Por curiosidad, yo mismo he leído sobre el tema (me compré un DSM-IV de segunda mano en eBay, porque el V era demasiado caro) y, aunque carezco de los conocimientos de medicina necesarios para hacer un diagnóstico completo, no creo que esa etiqueta pueda aplicarse en mi caso.

Sí, tengo problemas en situaciones sociales; me gustan el orden y la rutina; cuando me interesa algo puedo experimentar hiperconcentración, hasta el punto de excluir el resto de actividades; y sí, vale, soy torpe. Pero soy capaz de establecer contacto visual cuando tengo que hacerlo. No me aparto si me tocan. Reconozco la mayoría de modismos y frases hechas, aunque tengo una lista que voy actualizando en mi libreta por si acaso. Me gusta pensar que tengo empatía, pero no sé si es verdad.

De todos modos, no creo que en realidad importe si tengo síndrome de Asperger o no, sobre todo porque ya no existe. Solo es una etiqueta más. Pongamos como ejemplo la palabra «deportista». Si así lo quisiera un número suficiente de psiquiatras, podrían añadirla al DSM y diagnosticar a todos los jugadores del equipo de fútbol americano de Mapleview. Sus características comprenderían al menos dos de las siguientes: 1. condición física atlética, sobre todo con prendas de licra; 2. una comodidad antinatural ante el hecho de ponerse una coquilla en el pene; y 3. ser un cabrón. Puedes llamarme «aspi», «rarito» o incluso «idiota», da igual cuál elijas; la verdad sigue siendo que me gustaría mucho parecerme más a los demás. No necesariamente a los deportistas de mi instituto; no quiero ser de ese tipo de personas que se lo hacen pasar mal a chicos como yo. Pero si tuviese la oportunidad de sufrir una mejora de niveles estratosféricos (de cambiar al David 1.0 a una versión 2.0 que supiera qué decir en las típicas conversaciones del día a día), lo haría sin pensármelo dos veces.

Quizá cuando los padres eligen el nombre de sus hijos lo hacen según sus deseos y expectativas. Como cuando vas a un restaurante y pides un bistec poco hecho y, aunque no existe ninguna definición universal para «poco hecho», esperas que te traigan exactamente lo que quieres.

Mi madre y mi padre pidieron un David y les salí yo.

En mi libreta pone:

KIT LOWELL: altura: 1,62 metros. Peso: aproximadamente 57 kilos. Pelo castaño ondulado. Lo lleva recogido en una coleta los días que hay examen, los días de lluvia y casi todos los lunes. La piel es amarronada, porque su padre —que es dentista— es blanco y su madre es india (del sudeste asiático, no nativa americana). Puesto en la clasificación de notas de alumnos del curso: 14. Actividades extraescolares: periódico del instituto, club de francés, organización de eventos del consejo de alumnos.

Encuentros relevantes

1. Tercero: evitó que Justin Cho me tirase de los calzoncillos.

2. Sexto: me hizo una tarjeta de San Valentín. (Nota: KL hizo tarjetas de San Valentín para todos los chicos, no solo para mí. Pero cuenta. Era bonita, excepto

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