Ella, yo y la gran idea de ser valientes

Cherry Chic

Fragmento

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1

Piso la arena blanca con la cabeza alta y una seguridad que estoy muy lejos de sentir. A un lado y al otro, el césped que decora los jardines delanteros de las encantadoras casas de madera. Respirar. Tengo que acordarme de respirar y cambiar la cara de bicho disecado que debo de tener ahora mismo.

Me quito las Converse rojas y camino descalza. Me clavo las pequeñas piedras de la arena y, lejos de molestarme, sonrío, porque echaba de menos esta sensación. Cuando era niña, me encantaba correr descalza por aquí. Al principio era molesto, incluso me hacía alguna herida, pero pasados un par de días y con los pies acostumbrados, era una maravilla sentir la tierra sin las barreras que para mí significaban los zapatos. Mi padre siempre me ha dicho que, en eso, mis hermanos y yo somos iguales que mi madre. Según él, yo tengo muchísimos más rasgos suyos. Según mi madre, somos una versión mejorada de ella. A veces nos llama generación 2.0.

A través de mis auriculares suena A Thousand Miles. Podría apagar el mp3; debería, de hecho, porque en cualquier momento alguien va a reconocerme, vendrá a saludarme y acabaré gritando por encima de una música que solo yo oigo. Ya me ha pasado otras veces, pero el caso es que, cuando la música suena, mi mente se apaga, y en días como hoy eso se agradece muchísimo.

—No pasa nada —me repito en un susurro—. Todo está bien.

Quizá, si lo repito tanto como sea posible, acabaré creyéndolo y volveré a ser la Victoria alegre y despreocupada de siempre. Además, más me vale aplicarme el cuento, porque en mi familia me conocen tan bien que, en cuanto me miren, sabrán que ocurre algo. Ese es mi mayor temor y, al mismo tiempo, mi mayor deseo.

Quiero mirar a mi padre y que sepa que algo va mal, pero que no haga preguntas. Imposible, porque mi padre es un neurótico en todo lo que concierne a nosotros, y a la mínima monta una investigación que ni el CSI en sus mejores tiempos, pero, oye, mi deseo sigue ahí. De mi madre mejor no digo nada, porque ella puede reaccionar de cualquier manera.

Y, de todas formas, ¿por qué me preocupo tanto? El tema está solucionado, he tomado las decisiones correctas y, si no es así, pues que me den por el mismísimo aire del norte y así aprendo para la próxima. Joder, con lo poco que me gusta estar amargada y darle vueltas a la cabeza y la rachita que llevo.

Esto se arregla en cuanto localice el cáliz de oro. O, lo que es lo mismo, la barra libre que seguro que han montado para la celebración.

—¿Rosa? —No sé si me sobresalta más el grito o el tirón en la oreja para arrebatarme el auricular. Está a mi espalda y procuro no sonreír, pero me resulta inevitable en cuanto me rodea y se pone frente a mí con cara de indignación—. ¿En serio, Vic? ¿Rosa? No te pega nada.

—Sabrás tú lo que me pega o no me pega —contesto con chulería.

—Te pegaba el azul.

Toca mi melena, tan igual y, a la vez, tan distinta a la suya. Tenemos el mismo largo, por debajo de los hombros, pero ella mantiene el castaño natural y yo luzco un bonito rosa chicle que me pareció de lo más acertado cuando lo descubrí en la carta de colores. El pensamiento me duró hasta que me vi en el espejo. Por supuesto, no admití estar arrepentida y salí de la peluquería con la frente en alto y la confianza en mí misma que siempre me ha caracterizado.

Joder, solo hace unos días y siento que ha pasado un año entero.

—¿Insinúas que este no me queda bien?

—No es que no te quede bien, es que no te pega. No sé, es demasiado dulce para ti.

—Soy muy dulce.

—Uy, sí, tanto como la pimienta.

Me río y empujo su hombro con firmeza, pero sin llegar a hacerle daño. Con mis hermanos y mis primos, las cosas siempre son así. No es que no sepamos demostrarnos afecto, pero lo hacemos de una forma un tanto... especial. Lo que, traducido, quiere decir que tenemos una facilidad pasmosa para patearnos el culo y abrazarnos en un lapso de tiempo relativamente corto.

—¿Vas a abrazarme de una vez o piensas quedarte lo que queda de día ahí de pie, criticándome?

Ella se abalanza sobre mí y vuelvo a reír. A veces olvido que somos gemelas. Que nuestras caras son idénticas en esencia, aunque la mía haya lucido distintos piercings en el pasado y mi pelo haya pasado por toda la carta de colores, prácticamente.

Emily, mi hermana, no solo se parece a mí en el físico. Las dos tenemos un carácter fuerte y un optimismo innato. Ella, sin embargo, procura no llamar mucho la atención y viste de manera informal; bonita, pero no llamativa.

Yo... Bueno, yo soy un poco distinta, y llamar la atención nunca me ha supuesto un problema. Era una de esas niñas que sostenían la mirada cuando alguien las observaba y, cuanto más tiempo pasaba, más seguridad ganaba. Todavía es así, solo que estos son tiempos raros. Difíciles. Pero pasará... Todo pasa.

—Mamá está como loca porque lleva llamándote desde ayer sin respuesta.

—Ah, sí, apagué el móvil durante el vuelo.

—¿Y aún lo tienes apagado? Te ha vuelto a llamar hace un rato.

—Sí, me olvidé de encenderlo.

Mi hermana eleva las cejas, y no es de extrañar, teniendo en cuenta que yo vivía pegada al móvil, de forma casi literal. La sola idea de que siga preguntando me pica tanto que me pongo a hablarle de lo que he comido en el avión mientras la hago caminar hacia el césped del jardín principal, donde estará toda la familia.

¿Y qué se celebra?, te preguntarás. Pues nada más y nada menos que el inicio de las vacaciones. Parece poca cosa, pero si conocieras a mi familia, comprenderías que es un gran evento. Un gran gran gran evento. No es solo que mi madre tenga tres hermanos de su misma edad, pues son cuatrillizos, es que, además, todos están casados y tienen hijos, con lo que la lista de primos es casi interminable. Además de ellos está Babu, mi primo, que en realidad es como si fuera un hermano más, porque cuando nosotras nacimos, él ya vivía con mis padres. Ahora también está casado y con hijos. Somos tanta gente que, para ir de vacaciones, alquilábamos autobuses. En serio, lo hacíamos, y lo siguen haciendo, los que todavía viven en mi urbanización, que son casi todos. Reconozco que en mi etapa adolescente me parecía una cutrez eso de montarme en un autobús con mi extensa familia y pasar las vacaciones en un camping del sur, pero fue una etapa temporal de la que me recuperé más o menos rápido. Más o menos, porque aún hoy en día sufro algún que otro ramalazo de niñata.

Además, debo reconocer que muchos de mis mejores recuerdos tienen como escenario este camping junto al mar. Sus casitas de madera, su arena blanca, sus piscinas, sus parques infantiles y hasta sus discotecas arrancan momentos de mi memoria que espero no olvidar nunca. También tengo recuerdos regulares y malos, claro, pero como todo aquello ya pasó, prefiero no pensar en ello.

Volviendo al tema que me ha traído hasta aquí: cada año se celebra una fiesta de inicio de vacaciones que empezó organizando uno de los dueños del camping, Fran. Yo adoraba esas fiestas porque me encontraba con sus hijas y porque él también tiene un montón de hermanos y, por ende, un montón de sobrinos. Juro por lo más sagrado que a veces pensé que en el camping se alojaban más niños que adultos. La fiesta

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