Rebeca y Julieta

Fragmento

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1.1 Rebeca — La entrevista

Al abrir un día más la puerta de marco negro y centro acristalado, sentí aquel olor a chocolate que emanaba de los bombones, pasteles y creaciones que teníamos expuestos en la pastelería. El sonido de las bisagras de la puerta me recordaba que había llegado a mi lugar de trabajo y que, por mucho olor a cacao que hubiera, tenía una dura semana por delante. Además, sabía que el aroma a chocolate no me la iba a hacer más dulce.

Esa semana, acompañada de mi jefe, tenía la misión de encontrar a la candidata perfecta para formar parte del Departamento Comercial y de Encargos Especiales conmigo. Todas mis esperanzas estaban puestas en los candidatos, porque ya no podía más con toda la montaña de trabajo que tenía por delante. Pero, después de haber hecho siete entrevistas y haber probado a más de seis candidatas para ese puesto sin obtener buenos resultados, encontrar a la persona adecuada en la nueva candidata era la única esperanza de afrontar la siguiente semana de manera más dulce, por mucho azúcar y chocolate que me rodearan diariamente.

Mi dulce rincón del mundo estaba en la Pastelería Balasch, lugar emblemático en Barcelona donde los haya. La filosofía de mi lugar de trabajo se basaba, como siempre, en ilusionar, sorprender y crear momentos únicos e irrepetibles. Y lo lográbamos desde el momento en que se cruzaba el umbral hasta el instante en que, con una cuchara o con tenedor y cuchillo, se tenía la oportunidad de probar el sabor de la fantasía creada por los artesanos reposteros, siempre hecha con los mejores ingredientes.

Durante mi tiempo en ese templo del sabor y el chocolate, fue todo un lujo poder conocer los entresijos de cada una de las creaciones que daban forma a las ilusiones de las personas. Mi misión era escuchar a cada uno de los clientes que quería hacer un evento, fiesta o momento inolvidable y darles forma a sus ideas de la manera más única, creativa y dulce posible de la mano del gran equipo con el que trabajaba allí.

Aquella mañana me tocaba estar con Andreu para la entrevista con la nueva candidata. Estaba expectante e ilusionada a la par.

—Andreu, te recuerdo que a las once y media tenemos la entrevista con esta chica. ¿Podrás estar? ¿Has podido mirar su currículum?

—Sí, lo miré ayer y me dio buena sensación. Se llama Julia, ¿verdad?

—No, Julieta. Como la de la obra de Shakespeare. Curioso, ¿no? Crucemos los dedos, la verdad es que tiene muy buena pinta, habla hasta francés.

—Por el bien de todos, ya puede ser ella la elegida.

—Pues sí. Veremos.

Como cada día, Andreu me iba contestando a la conversación mientras daba vueltas por el obrador porque quería solucionar mil cosas al mismo tiempo. Siempre con sus tejanos, zapatillas y camisa.

Andreu era de buen paladar y, algunos días, el tallaje de la camisa que vestía no era el más idóneo. Desde las primeras jornadas tuve muy presente que la calidad de sus camisas era extraordinaria, o por lo menos el hilo que cosía los botones que cerraban la prenda. Me distraje mientras caminábamos y comentábamos algún detalle más del currículum de Julieta.

—Yo no voy a poder estar al principio de la entrevista. Empieza tú. Me uno en cuanto pueda.

—No, Andreu, no me dejes sola. Yo no he hecho nunca una entrevista de trabajo, y con las cualidades de esta tal Julieta, como para hacer una entrevista mal planteada. Esa chica parece que sabe mucho y tú tienes más responsabilidad en esta decisión.

—Rebeca, si no te viera capaz de hacerlo bien, no te dejaría hacerla. Empiézala tú. Avísame cuando llegue. ¡En cuanto pueda me uno!

Dejé a Andreu dando vueltas por la sala y subí a mi despacho de paredes azules, donde empecé a gestionar en el ordenador los numerosos correos que iban apareciendo en mi bandeja de entrada. El tiempo había volado y ya eran las diez y media. Tenía que darme prisa porque solo me quedaba una hora para poder contestar a los más importantes y revisar los encargos especiales del día con Mario, el nuevo jefe de obrador. En una hora llegaría Julieta y no tenía del todo claro lo que podía alargarse la dichosa entrevista, que me partía el trabajo de toda la mañana.

Sonó el teléfono del despacho y descrucé las piernas por el sobresalto, descolgué y rodé por la oficina con la silla de color azul, a juego con las paredes.

—Pastisseria Balasch, bon dia.

—Está claro que, si yo no cuido a mi Rebeca, no lo hace nadie. ¿A que no has desayunado todavía?

Ahí estaba mi compañero Pedro, capitaneando la parte de tienda y cafetería. Un tipo majísimo que siempre me cuidaba. Los dos sabíamos lo estricto que era nuestro trabajo, el estrés que podíamos soportar y la importancia del buen ambiente laboral.

—Pues no, Pedro, aquí estoy liada y solo he tomado una fruta esta mañana. Por cierto, en diez minutos debe llegar una chica que viene a hacer una entrevista para el departamento. Julieta se llama. Avísame cuando llegue, porfa.

—Ya está aquí. La he acompañado a sentarse en la mesa cuadrada, la que está enfrente de la vitrina de los pasteles. Ha llegado hace un rato.

—Ofrécele un café o un té, o algo. ¡Bajo en cinco minutos!

—Ya se lo están sirviendo. Rebeca, ¿por quién me tomas? Por cierto, después de atender a Julieta, que por tu bien espero que sea la correcta para el puesto, te subo un sándwich de esos sanos que te gustan.

—Pedro, qué haríamos sin ti... Eres un sol. Bajo en un momento.

Acabé de escribir las últimas líneas de un correo, minimicé Outlook, abrí el cajón donde tengo mi neceser y saqué el espejo y me cercioré de que el maquillaje y el pintalabios estaban en perfecto estado. Cogí el currículum impreso de la candidata, junto con mi cuaderno, y bajé las escaleras.

—¡A la quinta va la vencida, Rebeca!

El que gritaba era Pelayo, el gran artista chocolatero. Era capaz de crear y dar forma a cualquier cosa con chocolate. Recuerdo aquella vez en la que elaboró una moto de motocross a tamaño real con total naturalidad y eficacia. Le miré sonrojada y él me guiñó un ojo mientras me dirigía a la mesa donde me esperaba la chica nueva.

Llegué a la tienda y desde el centro de la sala me puse a buscar a mi candidata. Alcancé a ver la mesa donde la había dejado Pedro, pero no había nadie, solo una taza de té con una marca de pintalabios en la porcelana blanca.

—¿Y la chica? —le pregunté a Pedro.

—Ha ido un momento al baño, no creo que tarde en salir.

Parecía que no me quedaba más remedio que esperar, así que dejé mis cosas en la mesa y me senté hasta que, pasados unos minutos, escuché el sonido de unos tacones acercarse a mí. Alcé la cabeza y contemplé a nuestra candidata.

Una chica esbelta, de cabello moreno y largo, tez clarita y extremidades largas. Llevaba un vestido de color negro con topitos en rojo, una americana negra, medias oscuras que dejaban entrever tímidamente la pierna y zapatos stiletto a juego con la americana.

—Hola, ¿Julieta? â

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