Instrucciones para enamorarse

Nicola Yoon

Fragmento

instrucciones_para_enamorarse-4

1

Una mejor versión de mí misma

Los libros ya no ejercen sobre mí la misma magia que antes. Cuando estaba de bajón o me encontraba en ese árido desierto que existe entre la tristeza y el enfado, siempre tenía la posibilidad de sacar cualquier volumen del estante de mis libros favoritos y acomodarme en mi mullida butaca de color rosa a pasar un buen rato con la lectura. Al llegar al capítulo tres (como máximo al capítulo cuatro), ya me sentía mucho mejor.

Ahora, en cambio, los libros no son más que un conjunto de letras ordenadas en palabras ortográficamente correctas, ordenadas en frases gramaticalmente correctas y en párrafos claramente estructurados y en capítulos temáticamente coherentes. Han dejado de ser mágicos y evocadores.

En una vida pasada debí de ser bibliotecaria, porque tengo los libros ordenados por géneros. Hasta que empecé a deshacerme de ellos, la sección de novelas románticas contemporáneas era la más nutrida. Mi favorita de todos los tiempos es Magdalenas y besos. La saco de la estantería y hojeo sus páginas por enésima vez, para darle una última oportunidad de ser mágica. Mi escena preferida es aquella en que la chef protagonista, normalmente sensata, y su guapísimo cocinero, siempre melancólico y de pasado misterioso, se pelean lanzándose comida en la cocina. Ambos terminan cubiertos de harina y glaseado. Hay un montón de besos y de juegos de palabras relacionados con los postres:

«Labios de azúcar».

«Bollito dulce».

«Situaciones pegajosas».

No hace más de seis meses esta escena me habría derretido por dentro. (¿Lo pilláis?)

¿Pero ahora? Nada de nada.

Y comoquiera que las frases y las palabras no han cambiado desde la última vez que las leí, tendré que asumir que el problema no es el libro.

El problema soy yo.

Cierro la novela y la amontono sobre las otras de las que voy a desprenderme. Mañana haré una última excursión a la biblioteca, y ya me habré despedido de toda mi colección de novelas románticas.

Justo cuando estoy metiéndolas en la mochila, mi madre asoma la cabeza por la puerta de mi habitación. Sus ojos trazan un recorrido que empieza por mi cara, pasa por la torre de libros y por las cuatro hileras vacías de la estantería, y termina nuevamente en mi cara.

Frunce el ceño y parece que está a punto de decir algo, pero no lo hace. Se limita a alargar la mano y tenderme el teléfono.

—Es tu padre —dice.

Sacudo la cabeza con tanta fuerza que las trenzas me golpean la cara como si fueran látigos.

Ella insiste.

—Cógelo. Cógelo —gesticula con la boca.

—No, no, no —gesticulo a mi vez.

Nunca he visto a dos mimos discutiendo, pero supongo que la escena se parecerá bastante a esta.

Mi madre se separa del umbral y entra en la habitación. Aprovechando el pequeño hueco que deja, la rodeo a toda prisa para salir. Hago un esprint por el corto pasillo y me encierro en el cuarto de baño.

La llamada inevitable de mi madre llega diez segundos más tarde.

Abro la puerta.

Ella me mira y suspira.

Yo suspiro también.

Últimamente, nos comunicamos sobre todo mediante estas breves exhalaciones. Las suyas denotan frustración, sufrimiento, exasperación, impaciencia y decepción.

Las mías son producto del desconcierto.

—Yvette Antoinette Thomas —dice—. ¿Cuánto tiempo vas a seguir en este plan?

La respuesta a su pregunta (que me parece muy pertinente) es «eternamente».

Estaré eternamente enfadada con mi padre.

Aunque, en realidad, una pregunta más adecuada es: ¿cómo es posible que ella no lo esté?

Mi madre guarda el teléfono en el bolsillo del delantal. Tiene rastros de harina en la frente y también en el pelo, corto y afro, que parece que se le haya encanecido de repente.

—¿Sigues donando los libros? —pregunta.

Asiento.

—Antes te encantaban —dice. Por su manera de expresarlo, da la impresión de que vaya a quemarlos en una hoguera, en vez de entregarlos a una biblioteca.

La miro a los ojos. Es posible que estemos teniendo un breve momento de conexión. Si está dispuesta a hablar de que yo done los libros, tal vez signifique que está dispuesta a hablar de algo real, como por ejemplo de mi padre y del divorcio y de cómo han ido las cosas desde entonces.

—Mamá… —intento decir.

Pero ella desvía la mirada, se seca las manos en el delantal y me interrumpe.

—Danica y yo estamos haciendo galletas de chocolate —me informa—. ¿Por qué no bajas a ayudarnos?

Lo de las galletas es una novedad. Empezó el día en que mi padre se fue de nuestra antigua casa, y no ha parado desde entonces. Cuando no tiene guardia en el hospital, está horneando en la cocina.

—Esta noche he quedado con Martin, Sophie y Cassidy. Vamos a empezar a planificar el viaje.

—Últimamente pasas más tiempo fuera que en casa —dice ella.

Cuando me sorprende con este tipo de comentarios, no sé cómo reaccionar. No se trata de una pregunta ni de una acusación, pero tiene algo de ambas. En lugar de responder, miro el delantal. Lleva estampada la frase «Besad a la cocinera» y el dibujo de dos enormes pares de labios que se están besando.

Tiene razón en que últimamente no estoy mucho en casa. La idea de pasar las próximas horas horneando galletas con ella y con mi hermana, Danica, no es que me desespere, pero sí que me produce un sentimiento similar a la desesperación. Seguro que Danica irá ataviada a la perfección para la ocasión, con un delantal de estilo vintage y un sombrero de chef a juego en lo alto de su peinado afro. Hablará de su último novio, con el cual está (muy) ilusionada. Mi madre contará anécdotas truculentas sobre la sala de urgencias y se empeñará en escuchar reggae, en especial algún disco de la vieja escuela, tipo a los de Peter Tosh o de Jimmy Cliff. O bien (si Danica se sale con la suya) escucharán algo de trip hop mientras mi hermana inmortaliza la escena en las redes sociales. Ambas harán ver que en nuestra familia todo va estupendamente.

Pero no todo va estupendamente.

Mi madre suspira de nuevo y se frota la frente, de manera que esparce todavía más la harina.

—Tienes harina en la frente —le aviso, alargando la mano para limpiarla.

Ella me la aparta.

—Déjalo. De todos modos voy a seguir ensuciándome.

Mi madre nació en Jamaica. Se trasladó a Estados Unidos a los catorce años con mis abuelos. Solo se le nota el acento jamaicano cuando está nerviosa o enfadada. En este momento tiene un acento muy ligero, pero lo detecto perfectamente.

Da media vuelta y baja de nuevo a la cocina.

Mientras me visto, intento no pensar en este nuevo amago de discusión, pero acabo dándole vueltas de todas formas. ¿Por qué le afecta tanto que vaya a regalar mis últimas novelas románticas? Es como si le decepcionara que yo no sea la misma persona que hace un año.

Por supuesto que no soy la misma persona. ¿Cómo podría serlo? Ojalá el divorcio me hubiera afectado tan poco como a Danica o como a ella. Ojalá pudiera dedicarme a hornear galletas alegremente con ellas. Ojalá pudiera volver a ser la chica que creía que sus padre

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos