Todas mis respuestas (Dunas 1)

Cherry Chic

Fragmento

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Prólogo

Costa del sol, 1970

Antonio abrió la verja de casa y se dio prisa en quitarse el chubasquero. El viento no le molestaba, era un hombre hecho a la mar y estaba acostumbrado. El agua tampoco le molestaba. Era pescador, lo llevaba dentro. En cambio, el viento con agua de tormenta, aun siendo primavera, era molesto. Lo admitía. No es que no pudiera soportarlo, pero tenía ganas de entrar en calor. Aquella noche había sido especialmente larga y, por desgracia, ni siquiera había merecido del todo la pena porque no habían conseguido pescar mucho. Un mal día en general, por lo que pudo ver en la lonja.

—¡Rosario! —exclamó cuando entró en casa—. ¡Ya estoy aquí!

Su mujer no contestó de inmediato, pero cuando apareció lo hizo con el delantal puesto, como casi siempre, con un barreño bajo un brazo y con una mano puesta en los riñones, que seguramente ya tendría doloridos por su estado avanzado de gestación.

—¿Cómo ha ido? —preguntó.

Su cara debió de decirlo todo. El trabajo en el mar no solo era duro, sino, a menudo, ingrato. Su cara se contrajo un poco, pero de inmediato asintió y enderezó la espalda.

—Mañana será mejor —dijo para animarla.

—Seguro que sí.

No parecía muy convencida, pero era lógico. No es que les fuera mal en la vida, pero siempre podía irles mejor. Antonio soñaba con construir una casa en el terreno que su suegro le había dejado en herencia, cerca de allí. Iba en sus ratos libres y hacía lo que podía, pero construir una casa precisaba de tiempo y dinero. Él no tenía ni una cosa ni la otra.

Aun con todo, no se quejaba. Iba a ser padre y vivía en la casita familiar, esa que su padre ayudó a construir frente al mar. Vivía allí porque era pescador, como su padre y como el padre de su padre, como todos los hombres de su familia. No era una casa grande ni lujosa, pero tenía chimenea y había comida suficiente para poner un plato caliente a diario en la mesa. Había que dar gracias a Dios, como decía Rosario.

Se sentó a comer con su mujer, la miró y, cuando ella le sonrió, Antonio lo supo: algún día la vida le daría tantas alegrías como peces tenía el mar. Lo sabía porque estaba seguro de que, si un día faltaba, su Rosarillo se haría cargo de la familia con la misma soltura que él o más. No faltaría el pan mientras ella estuviera en pie.

—Cuando construya la casa del terreno, voy a hacerte un jardín que ni la reina de España, Rosario. Ya verás.

Ella se rio y masajeó su barriga.

—Yo, con que tenga un techo y una cama, ya me avío, Antoñillo de las Dunas.

Antonio se rio. Lo llamaba así porque era como lo conocía todo el mundo. Siempre habían vivido allí, entre dunas de arena, y la gente del pueblo diferenciaba ya a sus antepasados de ese modo. Bueno, eran conocidos por eso y porque sus hermanos y él mismo se habían ganado a pulso la fama de ser un tanto rebeldes. No eran malos, pero reconocía que sí eran un culo inquieto. Los chicos de las dunas eran tan conocidos que casi parecía que ese fuese su apellido. Estaba orgulloso de hacerse llamar así porque le hacía recordar a un linaje que, aun con sus defectos, era trabajador y honrado.

Miró a su mujer, que volvía a masajearse el vientre. Él no era ningún entendido en embarazos y era el primero, pero algo le decía que lo que fuera, venía de camino. Y cuando la vio sonreír, pese a estar dolorida, lo volvió a pensar. Su Rosario diría que ella no necesitaba más, pero de todas formas él pensaba dejarse la piel que tan ajada tenía por el mar para que ella tuviera un día un jardín que la hiciera sentir como la reina que era.

Así dejara de llamarse Antonio de las Dunas si no lo conseguía.

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1

Felipe

—Señora, no puede llevárselos así, por las buenas.

—¡Claro que puedo! Son mis nietos y me los llevo ahora mismo.

—¡Han destrozado una vivienda!

—¡Mi vivienda! ¡Mía! Si yo digo que no pasa nada, es que no pasa nada.

—Pero alguien tendrá que denunciar y...

—Mire, señor agente, yo respeto mucho su trabajo y agradezco profundamente que me hayan avisado, pero aquí nadie va a denunciar nada, ¿me oye? Estos tres mequetrefes son míos y me los llevo ahora mismo.

Mi abuela deja de mirar al policía para mirarnos a nosotros, que de inmediato nos envaramos en nuestras sillas. Su boca torcida en un gesto de desagrado, su pelo castaño, antaño natural y ahora teñido, cardado y perfectamente peinado. Sus ojos vivos y, ahora, echando fuego y centrados en nosotros. Me acojona tanto que, a ratos, se me olvida que ya tengo veintisiete años y que no puede hacerme nada. O eso me gusta pensar.

—Levantaos inmediatamente de las sillas. Nos vamos.

—Abu, yo...

La vena. La vena de su cuello es la clave. En cuanto oye a mi primo Jorge, se hincha tanto que temo que le estalle aquí mismo.

—Tú nada, Jorge de las Dunas. No quiero oírte ni media palabra. —Hago amago de hablar y centra su ira en mí—. ¡A ninguno de los tres!

Me callo. No me merece la pena explicarle que la culpa de todo esto no es mía, sino de estos dos inútiles que tengo por primos. De esos hay muchos en mi familia. Inútiles, digo. Bueno, y primos. Somos muchos, para mi desgracia, porque me encantaría ser hijo y nieto único y no tener ni primos ni hermanos. Ni uno.

Quizá, si fueran más calmados o más listos o simplemente mejores, no me quejaría tanto. Mi madre dice que eso son celos. Bueno, ella dice «pelusa», pero no es cierto. Simplemente tengo hermanos y primos gilipollas y nadie parece verlo con tanta claridad como yo. Bueno, sí, ellos lo ven, pero al contrario.

Salimos de la comisaria y, cuando hago amago de echar a andar hacia la casa, un carraspeo de mi abuela me detiene.

—Os venís a la casa grande. Vuestras madres están esperando.

—Pero yo tengo que estudiar un montón y...

La mirada que mi abuela dedica a mi primo pequeño, Mario, es suficiente para que cierre el pico. Normal, por otro lado, porque acaba de terminar los exámenes de la universidad y, de hecho, esa es la razón por la que todo se haya acabado yendo de madre. Una de ellas, al menos. Luego fija sus ojos en mí y trago saliva. Otra vez.

—No creo que haga falta ir a la casa. Te he dicho que ha sido un malentendido. Estos dos inútiles invitaron a esa gente, yo no tuve nada que ver y...

—Vamos a la casa grande, he dicho.

Tengo veintisiete años. ¿Lo he dicho ya? Pues veintisiete, con sus veintisiete inviernos, sus veintisiete otoños, sus veintisiete primaveras y sus veintisiete veranos. Y aun así, cuando mi abuela Rosario da una orden, yo no sé qué me pasa que me siento incapaz de negarme. Lo intento, pero hay una fuerza sobrehumana que me empuja a hacerle caso.

El taxi que pide tarda poco en llegar. Subimos, dejándola a ella delante, y nos metemos detrás como buenamente podemos.

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