Inapropiadamente hermosa

Marión Marquez

Fragmento

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1

El viaje ha sido largo. Oír a mamá hablar de lo mucho que puedo aprender de Beth en el tiempo que pase en Londres es tan agotador...

¡Hipócrita! Como si no supiera que ella solo trata de evitar el tema de su viaje con Francis. Por supuesto que lo hace, no quiere oír la verdad sobre esto: me está abandonando.

Y he estado encerrada en este maldito carruaje por tantas horas que creo que me voy a marchitar. Y Francis, mi queridísimo hermano, no está siendo de mucha ayuda. Oh, ya sé que no debo blasfemar, pero a veces es muy liberador.

No ha querido detenerse más que una vez y sé muy bien que es porque tiene prisa para tomar ese barco e irse al continente.

Y él se habría ahorrado todas mis quejas si tan solo me hubiese dejado traer mi montura para seguir con el viaje cuando tuviera la necesidad de tomar un poco de aire. Pero no, sus palabras exactas fueron: «Las damas en el carruaje, donde deben estar». ¡Tan solo era una sugerencia! Una amable sugerencia por mi parte, nada egoísta.

Amo a mi hermano, pero esto es demasiado injusto.

—Deja ese cuaderno, Emmeline. Te dije que no escribieras en el camino, puedes manchar de tinta tu vestido —ordenó su madre—. Ya estamos aquí.

«Gracias a Dios», pensó, pero no lo dijo. Un minuto más sentada y no estaba segura de si podría levantarse alguna vez. Sopló un poco el cuaderno para secar la tinta y lo cerró para así poder mirar hacia fuera.

Mientras ellos se acercaban cada vez más, los criados salían a recibirla y se acomodaban alrededor de una mujer y un hombre; creyó que podrían ser Elizabeth, su prima, y su esposo Sebastian.

—Recuerda comportarte, Emmeline, por favor. Sé respetuosa, no te metas en líos ni causes problemas y, sobre todo —enfatizó estas últimas palabras haciendo una pausa—, cierra la boca cuando sea necesario.

Emmie soltó una risa al ver la severa expresión de su madre.

—No tengo diez años, madre. Sé lo que tengo que hacer.

Annabeth besó su frente y elevó una plegaria en nombre de su problemática hija.

Emmie admiró la construcción que tenía enfrente, hacía al menos cinco o seis años que no visitaba ese lugar, no recordaba cuán hermoso e imponente era. La familia de su madre era adinerada y a veces olvidaba cuánto. Y no es que ellos no tuviesen recursos, pero siempre habían preferido ser un poco más discretos al respecto.

Además, estaba el hecho de que ellos no poseían una gran mansión en la ciudad, o en las cercanías de esta, solo su casa veraniega, ahora perteneciente a su hermano, el conde de Welltonshire, junto con el resto de las propiedades que había heredado de su padre, de las cuales Emmeline no tenía mucho conocimiento.

No necesitaban una casa en Londres, después de la muerte de su esposo, la condesa viuda había preferido llevar una vida tranquila y solo visitaba la ciudad de forma esporádica. Las temporadas ajetreadas habían terminado para ella y Francis había decidido comprar una pequeña residencia de soltero para cuando tenía que asistir a las sesiones del Parlamento durante la temporada.

Pero los Whitemore eran diferentes, el duque de Harsburn, su tío, era dueño de una fortuna inmensa con un título mucho más poderoso y respetado. Y luego estaba su primogénito, el marqués de Thornehill, quien con dos años menos que Francis, era doblemente acaudalado y solicitado.

Sacudió su vestido de viaje, se apartó los mechones de cabello que habían volado hasta su rostro y entonces miró hacia esas dos personas que lucían bastante diferente de los criados. De cerca, reconoció a Elizabeth y sonrió al ver que no tenía una barriga enorme como ella había imaginado. En silencio, de nuevo volvió a darle las gracias a Dios, aún tenía tiempo para divertirse un poco antes de ser confinada dentro de esa casa con una mujer embarazada o tener que salir obligatoriamente con una viuda aburrida y recta como carabina.

Su prima no había cambiado mucho en esos años. Seguía siendo divina, su cabello rubio estaba semirrecogido hacia un costado con un broche celeste agua que hacía juego con sus ojos.

Se acercó casi corriendo y abrió los brazos.

—Elizabeth —dijo cerrándolos alrededor de ella—. Estoy tan feliz de verte... Es un gran alivio comprobar que tu embarazo todavía no es visible. Me preocupaba mucho que no pudiésemos hacer nada juntas.

Su madre, detrás, miró al cielo. Si así iba a comenzar con su promesa de mantener la boca cerrada y comportarse...

—Emmie —rio Beth, tomándola de las manos—. Has crecido tanto, querida... Te has convertido en una damita muy hermosa. ¿Cómo ibas a creer que te traería aquí para mantenerte encerrada? Con tantos caballeros allí afuera... —murmuró cómplice—. Y hablando de hombres, este es mi esposo, Sebastian Greene.

Ella se volvió hacia él.

—Oh —fue lo primero que dijo y no se estaba refiriendo a lo guapo que era, ni a sus brillantes ojos marrones o su preciosa sonrisa, sino a su altura—. Oh —repitió—, es usted muy alto, señor. —Se volvió hacia su prima de nuevo y se inclinó para susurrarle, aunque su definición de susurro no era muy acertada—. ¿Cómo haces para besarlo, Beth? ¿Tienes que subirte en un banco? ¿O él se pone de rodillas?

Todos a su alrededor, incluso Francis, soltaron una risa; todos excepto, por supuesto, su madre, que parecía estar a punto de desmayarse.

—Oh, siempre tan ocurrente —respondió Beth, y se acercó un poco a su oído—. Te mostraría cómo lo hago ahora mismo, pero no quiero que tu madre te saque de aquí antes de que puedas entrar al salón.

Emmie la miró entre asombrada y curiosa. Quizá no estaría tan mal pasar un tiempo allí.

—Bienvenida, lady Emmeline —dijo Sebastian y se inclinó para besar su mano, como sería lo correcto para cualquier persona. Pero ella era distinta, ni de lejos esa era la forma de saludar a la familia, por más lejana que fuese. Así que lo abrazó aprovechando que estaba casi a su altura.

—Gracias —contestó luego, cuando su hermano, tomándola por los hombros, la impulsó hacia atrás.

—Creí que habíamos hablado de comportarnos, Emmeline —siseó Francis y ella solo rodó los ojos. Él no era una persona extremadamente recta y controladora como la condesa viuda, sino más bien del tipo encantador, simpático y arrebatador, pero era, con mucho, más sensato que su hermana menor y sabía cuándo tenía que comportarse como dictaban las normas.

Emmie se detuvo a observar a todas las personas reunidas allí en busca de alguien más que luciera diferente, pero no lo encontró.

Volvió a mirar a Beth, quien estaba ahora de espaldas a ella, mirando hacia la puerta principal. La imitó, justo en el momento en el que veía salir a un hombre, quizá de la altura de su hermano, tan solo unos centímetros más alto que ella, y vestido con las ropas propias de un rey o príncipe al menos. Prolijo y perfecto.

Tenía que ser él, se dijo.

Solo que no lo recordaba como el hombre que evidentemente era ahora, sino como un joven que no dejaba de pelear, discutir y competir con Francis por cualquier mínima tontería.

Annabeth apoyó una mano en la espalda de ella, pero Emmie se adelantó a hablar e imitar su voz.

—Compórtate —dijo en su lu

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