1
Cuando tenía nueve años y su madre bailó su primera danza mortal con el cáncer, se convirtió en ladrón. En aquel momento no lo vio como una elección, una aventura o algo emocionante, aunque años después sí pensaría que su carrera era todo aquello. Para el joven Harry Booth, robar equivalía a sobrevivir.
Había que comer, pagar la hipoteca y a los médicos, y comprar medicamentos, a pesar de que su madre estaba demasiado enferma como para trabajar. Ella hacía todo lo que podía; siempre hacía todo lo que podía, esforzándose aun cuando el cabello se le caía a puñados y los kilos se le escapaban de un cuerpo ya de por sí delgado.
La pequeña empresa que había montado con su hermana, su tía Mags la loca, no bastaba para hacer frente a los costes del cáncer, a la colosal cantidad de dólares necesaria para combatir lo que le invadía el cuerpo. Su madre constituía el pilar fundamental de los Servicios de Limpieza Hermanas Relucientes y, aunque Harry echaba una mano los fines de semana, perdieron clientes.
A menos clientes, menos ingresos. Y a menos ingresos, uno tenía que buscar dinero para pagar la hipoteca de la encantadora casita de dos habitaciones en el West Side de Chicago. Tal vez no fuera gran cosa como casa, pero era suya… y del banco. Su madre no se había saltado ni una sola de las estúpidas cuotas hasta que cayó enferma, pero, en cuanto uno empezaba a retrasarse, a los bancos eso les daba igual. Todo el mundo quería su dinero, y si no pagabas a tiempo, la deuda aumentaba cada vez más. Si uno tenía tarjeta de crédito, podía comprar cosas como medicinas y zapatos (los pies de Harry no dejaban de crecer), pero entonces llegaban más facturas y más recargos por demora y más intereses y más de todo, hasta que al final oía llorar a su madre por la noche cuando creía que estaba dormido.
Harry sabía que Mags ayudaba. Se esforzaba mucho por conservar a los clientes y pagaba algunas de las facturas o de los recargos por demora con su propio dinero. Pero no era suficiente.
A los nueve aprendió que las palabras «acción hipotecaria» significaban que podías quedarte en la calle, y «embargo», que podían venir a llevarse tu coche. Así pues, aprendió por las malas que respetar las reglas, tal y como hacía su madre, no tenía demasiado valor para la gente de traje, corbata y maletín.
Harry sabía robar carteras. Su tía Mags la loca había pasado un par de años en una feria ambulante y había aprendido unos cuantos trucos, que le había enseñado a él como si se tratara de una especie de juego. Y se le daba bien, se le daba de vicio, así que había aprovechado su talento. El bien y el mal, que su madre le había enseñado a distinguir cuidadosamente, tampoco significaban gran cosa cuando acababa vomitando en el baño tras la quimio o cuando se ataba un pañuelo alrededor de la cabeza calva para arrastrarse a limpiar alguna casa elegante con vistas a un lago.
Harry no culpaba a la gente de las casas elegantes con vistas a un lago, ni a la de los áticos impecables, ni a la de los impolutos edificios de oficinas. Esa gente simplemente había tenido más suerte que su madre.
Harry viajaba en trenes, deambulaba por las calles, elegía a las víctimas. Tenía buen ojo para distinguirlas. Los turistas descuidados, el tipo que se había pasado con la bebida durante la hora feliz, la mujer demasiado ocupada con los mensajes del móvil como para estar pendiente del bolso. Aquel muchacho delgado, a punto de dar el estirón, con su mata ondulada de pelo castaño y los ojos azules de párpados perezosos que irradiaban inocencia, no tenía pinta de ladrón. Era capaz de mostrar una sonrisa encantadora o esbozar lentamente otra tímida. Un día se cubría la cabellera con una gorra de los Chicago Cubs vuelta hacia atrás (su look de pringado) o se la engominaba para convertirse en lo que él llamaba un relamido de colegio privado.
Durante el tiempo en el que su madre estuvo demasiado enferma como para enterarse de lo que pasaba, se pagó la hipoteca (Mags no preguntó y él no le dijo nada) y las luces permanecieron encendidas. Y aún le llegó para rebuscar por las tiendas de segunda mano lo que consideró un vestuario apropiado: una americana clásica, pantalones de vestir y una sudadera gastada de los Chicago Bears. Se cosió bolsas y bolsillos por dentro de un abrigo de invierno de segunda mano, o puede que de tercera. Y se compró su primer juego de ganzúas.
Siguió sacando buenas notas. Tenía una mente ávida y brillante; estudiaba, hacía los deberes y no se metía en líos. Se planteó poner en marcha un negocio: cobrar por hacerles la tarea a sus compañeros, pero entendió que la mayoría de los chavales se iría de la lengua. Así que se dedicó a practicar con las ganzúas y a investigar sobre sistemas de seguridad y alarmas en el ordenador de la biblioteca.
Entonces su madre se puso mejor. Aunque seguía pálida y muy delgada, cogió fuerzas. Los médicos lo llamaron «remisión»: se convirtió en su palabra favorita.
Su vida fue normal durante los tres años siguientes. Siguió mangando carteras. También robó en tiendas, aunque con mucha cautela. Nada demasiado caro ni reconocible. Había llegado a un acuerdo bastante ventajoso con una casa de empeños del South Side. Tenían una montaña de facturas a las que hacer frente, y con el dinero que ganaba dando clases particulares a sus compañeros no les llegaba. Además, le había cogido el gusto.
Su madre y Mags remontaron el negocio y, durante tres años, Harry se pasó los veranos limpiando, restregando y ojeando casas y negocios. Era un jovencito con la vista puesta en el futuro. Entonces, cuando la montaña de deudas se había erosionado hasta convertirse en una pequeña colina, cuando la preocupación dejó de velar los ojos de su madre, el cáncer volvió para sacarla a bailar.
Dos días después de su duodécimo cumpleaños, Harry allanó su primera casa. El terror que había sentido a que lo descubrieran y lo mandaran a la cárcel, así como el trauma que esto supondría y que, unido al cáncer, mataría a su madre, se evaporó en cuanto puso el pie en la oscuridad silenciosa del interior.
Años después, al echar la vista atrás, entendió que aquel había sido el momento en el que encontró su propósito en la vida. Tal vez no fuera uno bueno ni aceptable entre la sociedad respetable, pero era el suyo. Allí estaba, un chico alto tras el esperadísimo estirón, mirando por los ventanales a la luz de la luna que rielaba sobre el lago. Olía a rosas, a limones y a libertad. Solo él sabía que se encontraba allí. Podía tocar lo que quisiera, llevarse lo que quisiera. Sabía qué salida en el mercado tenían la electrónica, la plata, la joyería…, aunque las joyas buenas se hallarían a buen recaudo. Aún no sabía cómo abrir cajas fuertes, pero aprendería, se prometió a sí mismo. En ese momento no tenía ni tiempo ni capacidad para llevarse todo lo que relucía.
Habría querido quedarse allí y saborear el momento, pero se obligó a ponerse manos a la obra. Había aprendido que la mayoría de la gente no tenía reparos en hablar más de la cuenta delante del servicio, sobre todo cuando dicho servicio era un niño de doce años que restregaba el suelo de la cocina mientras tú y tu vecina planeabais un acto benéfico tomando café en el comedor. Así que, con la cabeza gacha, las manos ocupadas y el oído avizor, se enteró de la existencia de la colección de sellos del marido de la vecina de su clienta. La mujer se rio al mencionarla.
—Desde que heredó la colección de su tío el año pasado, se ha convertido en una obsesión. ¿Te puedes creer que acaba de gastarse cinco mil dólares en una cosa de esas?
—¿En un sello?
—Por no hablar de los sistemas de control de la temperatura y la humedad que ha instalado en el despacho donde los guarda. Solía reírse del pasatiempo de su tío, pero ahora está entregadísimo. Anda a la caza en subastas y páginas web, ha creado sus propios álbumes. A ver, es una inversión, así que no pasa nada. Es decir, ¿a mí qué más me da que tenga un montón de estúpidos sellos en el escritorio? Pero anda mirando subastas y agentes en Roma para echarles un vistazo cuando vaya el mes que viene.
—Deja que se compre sus sellos —le aconsejó la clienta—, y tú cómprate zapatos.
Harry se guardó toda la información y entendió que el universo le había mandado una señal enorme y luminosa cuando la amiga habló de cargar las cajas para el acto en su coche. Se acercó al comedor, todo inocencia.
—Disculpe, señora Kelper, ya he acabado en la cocina. Esto…, ¿necesita que la ayude a llevar algo?
—La verdad es que…, Alva, este es Harry. Harry, a la señora Finkle le vendría bien una espalda fuerte.
El muchacho sonrió de oreja a oreja y flexionó un bíceps.
—Puedo echarle una mano antes de subir a ayudar a mi tía a acabar en el piso de arriba.
Así que se fue con la señora Finkle hasta la enorme y bonita casa de al lado, con sus enormes y bonitas vistas al lago, y vio de cerca el sistema de alarma que había en su interior. No tenían perro, advirtió, lo que siempre era un punto a favor.
—Eeeh, ¿se va a mudar, señora Finkle?
—¿Cómo? —Lo miró de soslayo mientras atravesaban el amplio vestíbulo—. Ah, por las cajas. No, vamos a celebrar un acto benéfico, una subasta silenciosa. Soy la encargada de recoger los objetos.
—Qué bonito gesto por su parte.
—Debemos hacer lo que podamos por los menos afortunados.
«Y tanto», pensó Harry mientras contemplaba el espacio diáfano y el recodo a la izquierda. También vio las puertas dobles de cristal, cerradas, tras las cuales se distinguía un despacho de aire masculino. Acarreó las cajas y las apiló en la parte trasera de un Mercedes SUV de un blanco reluciente. Y, aunque lo quería y le habría venido bien, rechazó los cinco dólares de propina.
—Es por solidaridad —dijo—, pero se lo agradezco.
Volvió al trabajo y pasó el resto de la soleada mañana de verano con las manos metidas en agua caliente y jabonosa. Mags y él tomaron el tren de vuelta a casa en silencio porque aquel era día de quimio, y su tía se pasó el viaje meditando y sosteniendo una de sus piedras mágicas para concitar vibraciones saludables. O algo por el estilo. Luego, con su madre ataviada con un pañuelo rosa chicle, se fueron al hospital y pasaron el mejor y el peor de los días. El mejor porque la enfermera (a Harry le caía mejor la enfermera que el médico) les dijo que su madre estaba mejor. El peor porque el tratamiento le sentaba fatal.
Se sentó con ella para leerle en voz alta el que llamaban su libro para el Día C. Permaneció con los ojos cerrados mientras la máquina bombeaba los medicamentos al interior de su cuerpo, pero Harry la hizo sonreír y hasta reír un poco al cambiar la voz para interpretar a los distintos personajes.
—Eres el mejor, Harry —murmuró con Mags sentada en el suelo con las piernas cruzadas a sus pies. Imaginando, les dijo, cómo una luz blanca y brillante destruía el cáncer.
Como siempre en el mejor y peor de los días, Mags preparó una cena que, según ella, tenía propiedades curativas y olía casi peor de lo que sabía. Quemaba incienso, colgaba cristales, cantaba y hablaba de espíritus guías o algo así, pero, por loca que estuviera, siempre se quedaba la noche del día de quimio y dormía en un colchón hinchable dispuesto en el suelo junto a la cama de su hermana. Si llegó a enterarse de la frecuencia con que Harry se escabullía de casa, jamás dijo nada. Y si alguna vez se preguntó de dónde sacaba aquellos cien dólares extra, nunca lo mencionó.
En ese momento se hallaba en mitad de la callada quietud de la casa con vistas al lago de los Finkle. Se movió por su interior en silencio, aunque no había nadie que oyese nada si trastabillaba de camino a aquellas puertas dobles de cristal.
Dentro del despacho, respiró un aire que olía vagamente a humo y a cerezas. Puros, dedujo Harry al ver el humidificador en el escritorio amplio y ornamentado. Abrió la tapa y olisqueó con curiosidad. Extrajo un puro y fingió darle varias bocanadas con aire importante. Y porque sí, porque al fin y al cabo tenía doce años, se lo guardó en la mochila. Luego se sentó en la silla de cuero, con su respaldo alto y su color del vino de Oporto, y se meció adelante y atrás, frunciendo el ceño igual que imaginó que haría un hombre rico al dirigir una reunión.
—¡Estáis todos despedidos! —exclamó, agitando un dedo en el aire y soltando una carcajada.
Entonces se puso manos a la obra. Había venido preparado para enfrentarse a un cajón bajo llave, pero por lo visto Finkle consideraba su casa lo bastante segura como para molestarse en ello.
Harry encontró los álbumes (cuatro en total) y, apuntando con la linterna, empezó a hojearlos. No se los llevaría todos. No le parecía justo y, además, tardaría demasiado en trasladarlos. No obstante, durante las últimas tres semanas había investigado un montón sobre sellos.
Finkle había montado los suyos en papel negro libre de ácido, con fundas de papel cristal para protegerlos. Tenía unas pinzas, pero Harry no se arriesgaría a usarlas. Sin práctica ni habilidad, podría rasgar o dañar un sello y reducir su valor. La mayoría de las fundas tenía cuatro sellos a lo ancho y seis a lo largo. Eligió una del primer álbum y la transfirió con cuidado al archivador que había llevado consigo.
Una de cada álbum parecía lo correcto, así que dejó el primero en su sitio y abrió el segundo. Con este se tomó su tiempo y, como Finkle tenía una tabla en cada álbum donde enumeraba los sellos y su valor, ni siquiera tuvo que esforzarse demasiado.
Acababa de elegir la hoja del último álbum cuando se encendieron unas luces al otro lado del cristal. Con el corazón en la garganta, cerró el cajón del escritorio con el último álbum dentro, agarró la funda que había sacado de él y se la llevó mientras se deslizaba bajo el escritorio.
Había alguien en la casa. Alguien más que él. Otro ladrón. Un adulto. Tres adultos. Con armas. En su mente entraron en tropel tres hombres, vestidos de negro, armados hasta los dientes. Tal vez no quisieran los sellos. Tal vez ni siquiera sabían de su existencia. Pero seguro que sí, y entrarían en el despacho. Lo encontrarían y le dispararían en la cabeza y lo enterrarían en un hoyo poco profundo.
Trató de encogerse, se imaginó invisible. Y pensó en su madre, cada vez más enferma por la preocupación. Tenía que salir de allí, esquivarlos de algún modo o encontrar un lugar mejor en el que esconderse. Comenzó a contar hasta tres. A la de tres, salió a gatas de debajo del escritorio.
El estruendo de la música hizo que diera un respingo y se golpease la cabeza con la base del escritorio tan fuerte que vio las estrellas. Mientras esta le daba vueltas, dijo para sus adentros todas las palabrotas que conocía. Dos veces. La segunda ronda se la dirigió a sí mismo, por estúpido. Los ladrones no encendían las dichosas luces ni ponían música a todo volumen. Había alguien en la casa, sí, pero no un grupo de ladrones con armas que le dispararían en la cabeza.
Con cuidado (con especial cuidado, ya que las manos seguían temblándole un poco), metió la funda en el archivador y se lo guardó en la mochila. Se arrastró sobre el vientre para salir de debajo del escritorio, sin apartar la vista de las puertas de cristal, lejos de la luz. Mientras se alejaba, vio a un chico (mayor que él, pero no demasiado) en calzoncillos. Estaba en la cocina, sirviendo lo que parecía vino en un par de copas. Harry casi se había adentrado ya entre las sombras cuando apareció la chica bailando en ropa interior. Llevaba un sujetador de encaje y un tanga como el del catálogo de Victoria’s Secret que la madre de su amigo Will recibía por correo y que Will y él, junto con otros chicos, ojeaban con avidez siempre que podían. El rojo chillón destacaba contra su piel y tenía todo el culo allí mismo. Justo allí. Y los pechos se le salían por encima del sujetador, balanceándose mientras agitaba los hombros y movía las caderas.
Si miraban hacia las puertas, lo verían, pero Harry fue incapaz de moverse. Era un chico de doce años, y el empalme instantáneo lo petrificó.
Ella tenía el pelo negro, una melena negra y larguísima que se levantó y volvió a dejar caer cuando cogió la copa de vino. Dio un sorbo y se acercó bailando al chico. Él también bailaba, pero para Harry no era más que una mancha. Solo existía ella.
Se llevó la mano a la espalda y se desabrochó el sujetador. Cuando cayó, cada mililitro de sangre del cuerpo de Harry le palpitó en la entrepierna. Nunca había visto unos pechos de verdad a una chica de verdad. Y eran alucinantes. Se mecían y rebotaban a un ritmo extraño con la música. Harry experimentó su primer y asombroso orgasmo con Dance, Dance de Fall Out Boy.
Temía que los ojos se le salieran de las órbitas, que el corazón se le detuviera. Después, solo quiso quedarse allí tumbado, sobre el suelo de parqué reluciente, durante el resto de su vida. Pero en ese momento el chico se abalanzó sobre la chica, y la chica sobre el chico. Estaban haciendo cosas, montones de cosas, y él le quitó el tanga. Entonces, madre mía, se quedó completamente desnuda. Harry los oía emitir ruidos sexuales por encima de la música. De repente estaban en el suelo y estaban haciéndolo. ¡Haciéndolo! Allí mismo, con la chica encima.
Harry quería mirar, era lo que más deseaba en el mundo; pero el ladrón que llevaba dentro sabía que era hora de salir pitando. De marcharse mientras estuvieran demasiado ocupados para advertir su presencia. Abrió la puerta, salió arrastrándose sobre el vientre y usó el pie para cerrarla tras él. La chica ahora ronroneaba: «Terry. Ay, Dios. ¡Terry!». Harry pasó de arrastrarse sobre el estómago a caminar agachado, respiró hondo y echó a correr hacia la puerta. La oyó gritar de éxtasis mientras se escabullía al exterior. Aprovechó el viaje en tren para revivir cada momento.
Vendió los sellos por doce mil dólares. Sabía que habría conseguido más si hubiera sabido más. Y si no fuera un niño. Pero doce mil dólares eran una fortuna. Y era demasiado dinero para tenerlo guardado en su habitación. Así que tuvo que acudir a su tía Mags la loca.
Esperó a que estuvieran solos. Su madre insistía en ayudar, pero solo era capaz de asumir las tareas de limpieza más ligeras en una casa al día, y los jueves tenían dos. Ayudó a Mags a quitar la ropa blanca del elegante apartamento que un hombre soltero utilizaba para sus fiestas. La lluvia, que llevaba cayendo todo el día, golpeaba las ventanas mientras trabajaban. Mags reproducía en el equipo estéreo del cliente no sé qué porquería New Age.
Llevaba una camiseta que ella misma había teñido con nudos en verde y morado, y el pelo, con un tinte reciente de color caoba intenso, recogido bajo un pañuelo verde. Lucía piedras colgando de las orejas y un cristal de cuarzo rosa (para atraer el amor y la armonía) en una cadena alrededor del cuello.
—Quiero abrir una cuenta bancaria.
Harry miró a su tía mientras metía las sábanas arrugadas en el cesto. Tenía los ojos azules como su madre y él, pero de un tono más claro y soñador.
—¿Y eso?
—Ya ves.
—Ajá.
Mags desdobló la sábana bajera y juntos la sacudieron y empezaron a ajustarla al colchón. Harry sabía que podía dejarlo tal cual. En ese «ajá» que se estiraría por toda la eternidad.
—Tengo casi trece años y he ahorrado algo de dinero, así que quiero una cuenta en el banco.
—Si esa fuera toda la verdad y no solo una parte, estarías hablando de ello con tu madre y no conmigo.
—No quiero molestarla.
—Ajá.
Repitieron el proceso con la sábana de arriba.
—Necesito que venga un adulto conmigo y es probable que le toque firmar alguna cosa.
—¿Cuánto dinero?
Si lo acompañaba, lo descubriría de todas maneras, así que la miró directamente a los ojos.
—Casi quince mil.
Le dirigió una mirada dura. La minúscula piedra azul que lucía en la aleta de la nariz destelló.
—¿Vas a decirme de dónde has sacado todo ese dinero?
—He estado dando clases particulares, haciendo chapuzas y limpiando casas. Y no gasto mucho.
Mags se dio la vuelta para coger la colcha, negra como la medianoche, suave como una nube, y dijo:
—Ajá.
—Es mi dinero, y así puedo pagar algunas de las facturas y parte de la hipoteca. Estamos otra vez con las mierdas de las demoras y se ha presentado un tipo en la puerta: un tipo de la agencia de cobros. Mamá me dijo que me fuera a mi cuarto, pero oí lo suficiente.
Mags asintió mientras extendían la colcha sobre la cama y luego empezaron a poner las fundas a las almohadas.
—Eres un buen hijo, Harry, y si no se lo cuentas a Dana es porque no se iba a prestar a hacerlo. Te haría demasiadas preguntas, pero yo también tengo unas cuantas antes de aceptar.
—Vale.
—¿Has matado o has hecho daño a alguien para conseguir el dinero?
—Pero ¡qué dices! —El asombro que irradiaba sonó genuino—. No.
Mags dispuso las almohadas sobre la cama como si tal cosa.
—¿Estás traficando con drogas, aunque sea hierba, Harry?
Sabía que Mags fumaba hierba cuando la conseguía, pero esa no era la cuestión.
—No.
Lo miró largo y tendido con aquellos ojos soñadores.
—¿Te estás vendiendo, cariño? ¿Sexo?
Puede que la mandíbula no se le cayera hasta el suelo, pero esa fue la sensación que tuvo.
—¡Jo! No. Es solo… No.
—Bien. Menudo alivio. Eres un chico muy guapo; un bocado perfecto para algunos, así que estaba un poco preocupada a ese respecto. ¿Crees que no sé que te escapas por las noches? —siguió mientras cargaba con las fundas de las almohadas—. Esperaba que te hubieras echado novia o que quedases con amigos para pasártelo bien. —Lo miró con atención mientras jugueteaba con el cristal—. Sea lo que sea lo que andes haciendo, lo haces por tu madre. Yo la quiero tanto como tú.
—Lo sé.
—No sé por qué el universo ha proyectado esta sombra sobre ella y no me gusta que sea el dinero lo que traiga la luz. Pero así es, en su caso, visto que se preocupa demasiado por las facturas.
Mags dio un paso atrás y contempló el aspecto de la cama antes de asentir con aprobación.
—No necesitas una cuenta corriente. Lo que quieres es una cuenta de valores. Dinero llama a dinero; es triste, pero cierto.
Mags albergaba alguna que otra idea peculiar, sí, pero Harry también sabía que no tenía un pelo de tonta. Así que la escuchó y reflexionó.
—¿Una cuenta de valores?
—¿Tienes previsto… ahorrar más?
—Sí. No son solo las facturas. La última vez que nos repararon la caldera, el tipo dijo que no podría volver a arreglarse, así que vamos a necesitar una nueva este invierno.
—Una cuenta de valores. Salí con alguien que se dedicaba a ello. Demasiado estirado para que la relación fuera a ninguna parte, pero nos echará un cable. —Mags se acercó a Harry y le puso las manos en las mejillas—. Eres un buen hijo y un chico listo. —Le dio una palmadita—. Sigue así.
Oyeron hablar del robo de los sellos de los Finkle cuando la señora Kelper regaba las plantas de la azotea. Harry sintió sobre él una fría mirada de reojo de Mags mientras limpiaba las puertas de cristal y él les sacaba brillo a los electrodomésticos de acero inoxidable.
—Cuánto lo lamento —dijo Mags—. ¿Eran valiosos?
—Eso parece, pero lo peor es que se suponía que su hijo Terry estaría en unos cursos de verano de la universidad, pero se los saltó y se dedicó a celebrar fiestas durante una semana mientras sus padres estaban fuera. En casa. Tuve que decirle a Alva que oí la música, vi la luces encendidas y los coches. Así que es probable que uno de sus amigos, o un amigo de un amigo, ya sabes cómo son estas fiestas universitarias, se los llevara.
«Una señal», pensó Harry mientras hacía que el frigorífico Sub Zero refulgiese. Como diría Mags, el universo le había mostrado una luz. Y su madre se puso mejor.
A los dieciséis, Harry se enamoró de una rubia de ojos inocentes llamada Nita. Sobrecargaba sus sueños y lo hacía flotar por los pasillos del instituto. Él le daba gratis clases de español y la ayudaba con los deberes de álgebra. Iban juntos al cine o a cenar pizza, a veces solos, a veces con Will y su pareja del momento. Le pidió que fuera con él al baile de graduación; ella aceptó.
Bajó su ritmo de trabajo, tanto limpiando como forzando cerraduras, para pasar más tiempo con ella. Después de todo, ya habían comprado una caldera nueva, habían pagado las facturas de los médicos y estaban al día con el resto. Para no perder facultades, limpiaba con su madre y con Mags los sábados por la tarde, y mantenía una media de dos allanamientos al mes, que se iban sumando a su cuenta. Al fin y al cabo, seguía habiendo facturas que pagar y la universidad estaba a la vuelta de la esquina.
A su madre le gustaba Nita y le encantaba que Harry llevase a sus amigos a casa a ver películas o jugar a videojuegos. Siempre recordaría su tercer año de instituto con especial cariño.
Para el baile de graduación, Will y él reunieron dinero para una limusina. Compró un ramillete con capullos rosas para la muñeca de su acompañante y alquiló un esmoquin. Cuando salió de su cuarto, Dana se llevó las manos a la cara.
—¡Ay, ay! Mírate. Mags, es Booth, Harry Booth. Nada de martinis esta noche, hijo de mi vida. Ni mezclado ni agitado.
—Palabra de scout —respondió al tiempo que levantaba dos dedos… para luego cruzarlos, lo que la hizo reír.
—¡Fotos!
Su madre sacó el teléfono, pero Mags se lo quitó de las manos.
—Ve a ponerte con ese hijo tan apuesto que tienes. Dios, Dana, es igualito que tú.
—El amor de mi vida —murmuró Dana mientras apoyaba la cabeza en el hombro de Harry.
Este la rodeó con ambos brazos y la acercó a él.
—La mejor madre en la historia de las madres.
Dana se volvió y le pasó la mano por el pelo.
—Qué alto estás. Mi niñito ha crecido, Mags, y va de camino al baile de graduación. Venga, hace falta una foto de Harry contigo.
Dana y Mags intercambiaron los puestos. Mags se puso de puntillas como si fuera a besarle la mejilla a Harry y susurró:
—Te he metido condones en el bolsillo derecho de la chaqueta. Vale muchísimo más prevenir que lamentar.
Aquella noche, tras la magia del baile de graduación, durante la fiesta posterior en casa de Will, Harry se llevó la virginidad de Nita, y esta la de él, sobre el frío suelo de azulejos del cuarto de baño de invitados. Empezó el verano de su último año de instituto más feliz que nunca, pero antes de que acabara, el cáncer regresó para un último baile.
2
Harry no dudó jamás del amor de su tía por su hermana. El pasado de la mujer incluía ferias ambulantes, comunas y aquelarres. Había recorrido el país haciendo dedo, había trabajo brevemente como showgirl en Las Vegas, como artista de performances, como asistente de mago y como camarera en un bar de camioneros, donde había conocido al hombre a quien se refería como su primer exmarido.
Pero Mags se guardó su anhelo por viajar durante una década para quedarse con su hermana pequeña. Limpió casas, apartamentos y edificios de oficinas, y hasta en los buenos tiempos raras veces pasó más de unos pocos días lejos y por su cuenta. En los malos, fue una roca; una roca colorida, pero sólida. Jamás faltó a una cita con el médico ni a la quimio. Cuando Dana estaba demasiado débil para valerse por sí misma, Mags la bañaba y la vestía, rechazando la ayuda de Harry.
—Un hijo no debe bañar a su madre —decretó—, no cuando esta tiene un hermana.
Sin embargo, Harry no entendió lo profundo y enorme que era ese amor hasta que el cáncer dejó a su madre sin pelo por tercera vez. Dana y él preparaban juntos la cena. Tenía un día bueno; se sentía con fuerzas. Puede que a Harry le preocupasen las ojeras oscuras que orlaban sus ojos o lo flaca que parecía cuando la abrazaba, como si la piel le bailase sobre los huesos sueltos, pero tenía buen color y los ojos que lo miraban sobre los semicírculos oscuros brillaban felices.
Harry había acabado los deberes y Mags llegaría sobre las ocho. Podía irse sin cargo de conciencia a pasar un rato con Will. Luego tenía una casa que visitar antes de volver a la suya. Pero aquel día bueno dio un giro hacia lo extraño y sorprendente cuando Mags regresó dos horas antes de lo previsto.
Aquella mujer, que adoraba teñirse la mata ondulada de pelo de colores variopintos y que a menudo engarzaba en ella cuentas y plumas, apareció con el cráneo pelado y cubierto de purpurina. La cuchara que Dana tenía en la mano se cayó al suelo con estrépito.
—¡Ay, Dios mío, Mags! ¿Qué has hecho?
—Queda fenomenal, ¿verdad? —Mags posó con una mano en la cadera y otra tras la oreja—. Creo que la clave está en la purpurina. He usado purpurina multicolor en honor a mis amigos, enemigos y desconocidos gais y lesbianas, así que es dos por uno.
—Tu pelo, tu precioso pelo.
—Lo he donado: tres por uno. —Señaló con un dedo a Dana cuando se echó a llorar—. Corta el rollo. ¿Qué hay para cenar?
—Mags, Mags, no tenías por qué…
—Claro que no tenía por qué hacer nada. Soy un espíritu libre y hago lo que quiero y cuando quiero. —Mientras hablaba, atravesó la cocina y se inclinó sobre la sartén—. Huele bien.
—Es…, lleva pollo. Eres vegetariana.
—Hoy no. Hoy soy una carnívora calva, así que espero que haya bastante.
—Hay bastante. —Como temía echarse a llorar también, Harry apartó la sartén del fuego antes de que se quemara y envolvió con un brazo a cada una de las mujeres para estrecharlas—. Siempre habrá bastante.
Después de cenar, cuando Mags obligó a Dana a jugar a su variante personal del Scrabble, con puntos extra para las mejores palabras inventadas, Harry estudió su aspecto en el espejo del cuarto de baño. Le gustaba su pelo. De hecho, siempre posponía el corte todo lo posible porque normalmente se lo dejaban más corto de lo que le gustaba. Y le encantaba cómo Nita jugueteaba con él, pero entendía que lo que había hecho Mags era un gesto de amor, apoyo y, mierda, solidaridad.
Así que cogió la maquinilla eléctrica, porque no se fiaba de hacerlo con espuma y una cuchilla. Respiró hondo varias veces hasta que vio más determinación que miedo en los ojos que lo miraban al otro lado del espejo.
Después de la primera pasada larga, casi directamente por el centro, y la caída de las primeras ondas espesas, tuvo que doblarse por la cintura y agarrarse al lavabo. Las piernas le flaquearon, el estómago se le revolvió y la respiración simplemente se le cortó.
—Hostia puta. —Se obligó a mirarse y a ver cómo los ojos se le salían de las órbitas—. Hostia puta. No hay vuelta atrás. A por ello y punto.
La segunda pasada le provocó la misma reacción, pero aguantó con mayor entereza la siguiente, y la siguiente. La maquinilla no era de las mejores, e imaginó que probablemente habría acortado su esperanza de vida a la mitad. Dejó algún milímetro, pero supuso que lo que contaba era el gesto. Se dio cuenta de que se veía… rarísimo. No parecía él en absoluto. Se le ocurrió que tendría que ponerse un gorro para sus trabajos nocturnos, pero se planteó la posibilidad de aplicar cambios más radicales a su apariencia y que estos se sumarían a su repertorio de trucos.
Limpió los restos y volvió a estudiarse. Entonces se percató de algo más: cómo se sentiría su madre al mirarse en el espejo. Ella no tenía elección en cuanto a su cabello. El cáncer y los tratamientos se la habían arrebatado. Al mirarse, vería esa pérdida, esa falta de elección y a una mujer que no acababa de parecerse a ella misma.
—Otro motivo por el que Mags lo ha hecho —murmuró—. Para ver, sentir y saber cómo es para mamá.
Se escabulló hasta su cuarto y se cambió de camisa. Acto seguido se probó unas gafas de cristales transparentes que a veces usaba para cambiar de aspecto. Luego, unas de sol. Entrecerró los ojos y se imaginó con mosca o perilla. Tal vez podría confeccionarse algún postizo con su propio pelo y material del que usaban en el departamento de teatro del instituto para las representaciones. Satisfecho con las posibles ventajas colaterales, guardó la bolsa de pelo y cogió una gorra. Cuando salió del dormitorio, las hermanas estaban enfrascadas en la partida.
—¿Torojido? Venga ya, Mags.
—Es el quejido de un toro con estreñimiento, o un forajido que está fuerte como un toro. —Mags sonrió y pestañeó coqueta mientras Dana ponía los ojos en blanco—. Ocho letras, en una casilla que duplica el valor de la palabra, además del premio por palabra inventada. Menuda paliza te estoy dando, Dane.
—Ya, bueno, ya verás cómo te supero. Puedo superarte. Tú espera.
Harry se quedó parado, observando cómo su madre reordenaba sus letras, y sintió que el amor por ambas lo envolvía como una brisa cálida.
—Añado una ese a tu palabra para convertirla en el llanto desconsolado de toda una torada y subo para formar l-o-k-a-s. Lokas, un par de mujeres calvas que beben vino barato y se inventan palabras al Scrabble. —Dana levantó la copa—. Y ahora ¿quién le está dando una paliza a quién?
—La noche es joven.
—Os dejo, lokas, me voy a echar el rato con Will.
—Que te lo pases bien, cariño, y… —A Dana se le desvaneció la voz cuando se dio la vuelta; se tapó la boca con ambas manos y los ojos se le llenaron de lágrimas—. Harry. Ay, Harry.
—¿Qué? —Bajó la vista y sonrió—. Fiu. Creí que llevaba la bragueta abierta.
—No me lo puedo creer. Ni de bebé estuviste calvo. ¿Te acuerdas, Mags? Nació con una buena mata de pelo.
—Sí, me acuerdo. ¿Quieres un poco de purpurina, chaval? Tengo de sobra.
—Paso, pero gracias.
—Ay, Dios, qué pinta tenemos. —A Dana las lágrimas le corrían por las mejillas cuando se echó a reír—. Pero qué pinta. —Le asió la mano a Mags y le tendió la otra a su hijo—. Soy la mujer con más suerte del mundo.
Nita lloró, pero no con ternura o empatía.
—¡Cómo has podido! Ni siquiera me lo has consultado antes.
—Es mi pelo. O lo era.
Harry vio en sus ojos la advertencia de que iban a pelearse de verdad.
—¿Cómo te sentaría a ti que me cortase el pelo o me lo tiñese de azul como una friki?
—Es tu pelo.
—Qué fácil te resulta decirlo, como sabes que jamás haría algo así…
—No me importa tu pelo. Me importas tú. Y lo he hecho por mi madre.
Nita inspiró fuerte y ruidosamente, como hacía siempre que se consideraba de lo más razonable frente a sus pifias. En los últimos ocho meses Harry había aprendido que la pifiaba un montón a ojos de Nita.
—Siento lo de tu madre, sabes que lo siento. Es horrible por lo que está pasando. Lo odio, de verdad. Y entiendo que tienes que ayudarla con el trabajo y estar a su lado, así que no podemos pasar mucho tiempo juntos ni salir tanto como otras parejas.
—Pero… —Harry sabía que siempre había un «pero» cuando Nita sacaba a relucir su lado razonable.
—Pero es nuestro último año de instituto y la semana que viene es el partido y el baile de recepción de antiguos alumnos ¡La semana que viene, Harry! Es imposible que te crezca el pelo en una semana. ¿Cómo se supone que vamos a ir a nuestro último baile de recepción cuando pareces un engendro?
Esa fue la gota que colmó el vaso. Harry no sabía que el amor se podía romper en un instante.
—A mi madre se le ha caído el pelo. Es la tercera vez que le pasa. Supongo que eso la convertirá en un triple engendro.
—Sabes que no es eso a lo que me refería, y es absurdo que lo digas así. Tu madre… es una víctima. Tú lo has hecho aposta, y ni siquiera me has preguntado.
Harry no sabía que se sintiera tal frialdad cuando uno dejaba de amar.
—Mi madre no es la víctima de nadie. Es una luchadora de la leche. Y, para hacer algo por ella, no tengo que preguntarte ni a ti ni a nadie. ¿Esto? —Se señaló la cabeza—. Esto va a seguir así hasta que a ella le crezca el pelo. Como eso me convierte en un engendro y tú no quieres que te vean con uno, hemos terminado.
El asombro hizo que los ojos de Nita se abrieran desmesuradamente antes de llenarse de lágrimas.
—¿Quieres cortar conmigo? ¿Te afeitas la cabeza y cortas conmigo justo antes de la recepción a los antiguos alumnos? No puedes hacerme esto.
—Afeitarme la cabeza no ha tenido nada que ver contigo, y ya me has dejado claro que no quieres seguir conmigo tal y como están las cosas.
—Pero ¡ya tengo el vestido!
—Pues póntelo o no te lo pongas. No es mi problema.
—No puedes… Mantenemos relaciones sexuales.
—Ya no.
La dejó allí plantada, y se sintió indiferente y libre. Llegó a la conclusión de que pasar a verla de camino a casa de Will le había abierto el mundo. Todo había ido bien mientras su madre estaba en fase de remisión, pero las cosas empezaron a complicarse cuando el cáncer volvió, cuando no había tenido tanto tiempo para salir con Nita o para dedicarle toda la atención que deseaba. Ella había sido sutil con las señales, pensó Harry, lo suficiente como para hacerlo sentir culpable y dividido. En fin, se había acabado.
Tal vez echase de menos tener novia y, desde luego, echaría muchísimo de menos el sexo, pero se las arreglaría. Tenía cosas de sobra con las que ocupar el tiempo: el instituto (aún albergaba la esperanza de obtener una beca para estudiar en la Universidad de Northwestern), los amigos, el trabajo, su madre, su trabajo nocturno.
Con las manos en los bolsillos, la cabeza gacha y un humor de perros, arrastró sus pasos hasta casa de Will. Llamó a la puerta del alegre bungalow blanco. Cuando el padre de Will le abrió, ataviado con su sudadera de los Chicago Bears, ladeó la cabeza, le quitó la gorra a Harry y sonrió de oreja a oreja.
—¡Chaval! —exclamó, antes de frotarse la mejilla poblada de una barba incipiente—. Si quieres, puedo igualártelo.
—¿Sí?
El padre de Will se pasó la mano por el cráneo pelado.
—Se me da bien. —Luego, al posarle una mano en el hombro, se le humedecieron ligeramente los ojos—. Eres un tío como Dios manda, Harry Booth. Mete ese culito blanco que tienes en casa, anda.
El fresco y colorido otoño se volvió bruscamente gris y blanco con el invierno, que golpeó con brutalidad, soplando su aliento gélido sobre la ciudad como si pretendiera congelarla.
La caldera nueva hizo lo que pudo, pero el viejo calentador expiró una mañana de febrero en la que amaneció a veintidós grados bajo cero. Harry había ahorrado lo suficiente para una nueva, aunque tuvo que mentirle a su madre diciéndole que había conseguido una oferta que incluía el aparato y la mano de obra. No era la primera vez que le mentía aquel invierno, ni sería la última.
Se dijo que tenía mejor aspecto y, una vez que pasasen el invierno, una vez que pudiera salir y pasear de nuevo al aire libre, volvería a su antiguo ser. La carta de admisión de la Universidad de Northwestern y la beca le levantaron el ánimo. Dana podía pasarse el día estudiando encantada los folletos de las facultades, navegando por su página web, y la noche haciendo listas de lo que creía que a Harry le haría falta en la habitación de la residencia. Pero este había echado cuentas.
—El primer año voy a ir y venir. Viviré en casa. Alojamiento y servicio de lavandería gratis.
—Quiero que disfrutes de la experiencia completa. Eres el primero de la familia en ir a la universidad, y a una universidad buenísima. Quiero que…
—Ya tendré tiempo de sobra para disfrutar de la experiencia, y sin tener que compartir habitación con algún desconocido. Una vez que me haya familiarizado con todo y haya hecho amigos o lo que sea, me plantearé vivir en el campus el año que viene.
—Pero te perderás todas las actividades, las fiestas…
—¿Ahora quieres que vaya a emborracharme a las fiestas universitarias?
Dana esbozó una sonrisa.
—Más o menos. Quiero que tengas vida.
—La tengo.
—Y te la pasas cuidándome. Sé que vivir en el campus sale más caro y que la beca no lo cubrirá todo, pero podemos pedir un préstamo estudiantil.
—El año que viene.
Dana se sentó.
—He estado pensando en rehipotecar la casa.
—No.
—Harrison Silas Booth —dijo, cruzando los brazos sobre el pecho macilento—, ¿aquí quién manda?
—A ver, Dana Lee Booth, has dicho que querías que tuviera vida, y tenerla supone tomar mis propias decisiones. Mi decisión es vivir en casa el primer año.
—El primer semestre. Ni para ti ni para mí, Harry; el primer semestre. Para entonces conocerás el lugar y habrás hecho amigos.
—Desde luego, qué ganas tienes de perderme de vista.
Dana alargó la mano y cubrió la de Harry.
—Quiero que mi pajarito pruebe sus alas. Quiero verte volar, Harry. Aprovecha el primer semestre para hacerte al lugar y luego ya veremos.
—El primer semestre, pero ni se te ocurra rehipotecar la casa.
—Trato hecho. Miraremos los préstamos estudiantiles. Podrías trabajar en el campus. Es un campus precioso.
La hacía feliz, así que dejó que se ilusionara, pero él ya tenía un trabajo y, una vez que su madre se hubo ido a la cama, se marchó a ejercerlo.
Una pareja de profesionales jóvenes, que estaba pasando lo más frío del mes de febrero en su segunda vivienda, en Aruba, tenía una bonita colección de relojes de diseño, de hombre y mujer. Bvlgari, Rolex, Chopin, Baume & Mercier, TAG Heuer. Y, por lo que tenía entendido, un par de Graff. Dudaba que se los hubieran llevado todos con ellos, pero si ese plan le fallaba, la gente que coleccionaba relojes de más de diez mil dólares tendría montones y montones de otras cositas para elegir.
Tenía sus esperanzas puestas en los relojes: uno de cada miembro de la pareja, que tampoco era un monstruo. Si uno de ellos era un Graff, al venderlo cubriría los gastos médicos, de vivienda y de la universidad durante meses.
Había estado dentro de la casa la primavera anterior, cuando los propietarios habían entrevistado a las Hermanas Relucientes para que se encargasen de una limpieza a fondo, aunque luego no las habían contratado, por lo que conocía la distribución. También conocía su sistema de alarma y sabía cómo saltárselo. Igual que sabía que los Jenkinson tenían dos cajas fuertes: una en el despacho y otra en el vestidor del dormitorio principal. Esa sería en la que guardaban los relojes.
Harry había comprado una de la misma marca a modo de inversión. Había alquilado un pequeño trastero, algo así como un almacén temporal para aquellos objetos que esperaba mover. Allí, había practicado durante semanas el arte de abrir cajas fuertes.
Los Jenkinson no se habían ido al tope de gama, probablemente por suerte para Harry, aunque creía que no se le daba nada mal. Con su nueva habilidad y algo de suerte (se tomó los de quince a veinticinco centímetros de nieve previstos como una señal), en otoño empezaría la universidad sin deudas. O casi.
Le preocupaba dejar sola a su madre, aunque el trabajo solo le fuera a llevar dos horas, tres como máximo. ¿Y si la tormenta provocaba un corte de luz? ¿Y si se ponía enferma y lo llamaba? ¿Y si, y si…? No obstante, si el trabajo salía bien (y sabía de sobra que así sería), podría ir sacando el botín poco a poco, pagando esto y lo otro, y decirle a su madre que había aceptado impartir algunas clases particulares extra. Algo se le ocurriría.
Así que cogió el tren, un simple adolescente embozado hasta las cejas como el resto del mundo en aquella noche ventosa y nevada de Chicago. Se bajó una parada antes de la correspondiente a su destino y se guardó en uno de los bolsillos interiores las gafas de montura gruesa que había llevado durante el trayecto. Se cambió el gorro de lana de fútbol americano por otro de hockey y se abrió paso a través del frío a lo largo de un kilómetro.
A la una de la madrugada, cualquiera con dos dedos de frente o sin intenciones de robar estaría cobijado al calor. Durante el kilómetro de caminata, lo único que le preocupaba era la posibilidad de que lo parase un coche patrulla para preguntarle qué demonios hacía en la calle. «Fui a visitar a mi chica, ¿sabe, agente? Voy de camino al metro para volver a casa. Ningún problema». Pero no se cruzó con ninguna patrulla y, cuando llegó a su destino, siguió caminando con paso firme. Pensaba que si uno actuaba con aire furtivo, la gente prestaría atención. Así que, sin dudar, fue directo a la puerta delantera.
Las cerraduras no le supusieron reto alguno, ya que la pareja había apostado por el aspecto decorativo más que por la seguridad, con un único cilindro y un cerrojo básico de bronce veneciano. No tardó ni un minuto en abrir la puerta.
Se quitó las botas, entró pisando con sus calcetines gruesos, las guardó en una bolsa de plástico y fue contando los segundos en su cabeza. Cerró la puerta, echó el cerrojo y se fue directo al cuadro de la alarma. Ahí también habían ido a lo básico. La abrió, la puenteó y, a continuación, se quedó parado y dejó que el silencio lo envolviera.
Era su parte favorita, lo admitía. Más que los preparativos, la práctica y el estudio, el momento clave era cuando podía limitarse a quedarse inmóvil en el silencio y el corazón se le aceleraba por el frenesí. ¿El robo? ¿Los beneficios? Eso no era más que trabajo. En cambio, ese momento, ese silencio, eso era suyo. Así que se deleitó en él antes de ponerse en marcha. Subió las escaleras, atravesó las puertas dobles a la izquierda y se dirigió al vestidor de la pared derecha.
Había un montón de ropa, pero un montonazo. Aquellos dos eran unos fanáticos de la moda. Admiró los trajes de caballero, de lana finísima, y las camisas con monograma en los puños, la piel suave de los zapatos de diseño. También admiró la colección de jerséis de la mujer. Cachemira, lana de merino. Se sintió tentado de llevarse uno, uno solo, para su madre, tan cálido y suave, pero conllevaría preguntas y no quería mentirle sobre un regalo, así que apuntó con la linterna hacia la caja fuerte y sonrió.
—Hola. He estado un tiempo trabajando con tu hermana. Conozcámonos mejor. —Meneó la cabeza mientras sacaba el estetoscopio—. Una cerradura de combinación básica. Deberían habérselo currado más.
El primer paso fue averiguar la longitud de la combinación. Para asegurarse de que todas las ruedas se desenganchaban, giró el dial tres veces hacia la derecha. Colocó la campana del estetoscopio junto al dial y empezó a girarlo hacia la izquierda. Cuando oyó los dos primeros clics, se detuvo y anotó el número que marcaba el dial. Volvió a la posición inicial y repitió el procedimiento dos veces más para estar seguro.
—Buen comienzo.
Girando el dial a la izquierda, se detuvo al llegar al punto opuesto al primer número. Retrocedió, despacio y con cuidado, hasta la posición en la que había estacionado las ruedas y prestó atención a los clics, apuntando el número hasta que dejó de oír nada. Una combinación de cuatro números, pensó.
Era el momento de aplicar sus habilidades matemáticas. ¿Quién decía que el álgebra no se usaba en la vida real? Dibujó dos gráficos de dos ejes: el de la x para el punto inicial y el de la y para el punto de contacto. Restableció la cerradura y la puso en posición cero.
Trabajó en silencio (no se oían más que los clics) y, con paciencia, fue apuntando cada área de contacto para luego unir los puntos, el valor de x, el valor de y. Tardó treinta y tres minutos de arduo esfuerzo, escucha atenta y cálculo exacto en averiguar los cuatro números: 8-9-14-2. Ahora necesitaba la secuencia. Comenzó a probar con los números según los había escrito, pero se detuvo.
—Es una fecha. Joder, es San Valentín. Probablemente su primera cita o algo. Del 98. ¿Será posible que sea tan fácil?
Una combinación de cuatro dígitos suponía cerca de dos mil variables. Era imposible que acertase a la primera, pero lo intentó: 2-14-9-8.
Cuanto tiró de la palanca, la puerta se abrió con la suavidad de la seda.
—¡La leche! Así, sin más. —El frenesí casi alcanzó el nivel de aquel primer orgasmo extraño y violento a los doce años. Sacó el cronómetro y pulsó el botón—. Treinta y cinco minutos, doce segundos. No está mal, pero mejoraré.
Extrajo una caja con tapa de cristal, sin cerradura, que podía albergar una docena de relojes de señora. En ese momento tenía siete. Y uno era el Graff. Lo sacó y apuntó con la linterna. Nunca había sostenido en las manos nada tan caro. Y poseía belleza, lo veía claramente. El modo en el que los diamantes brillaban bajo la luz y los zafiros a juego destellaban. Aprendería más sobre piedras preciosas, se prometió a sí mismo. Había…, ¿cómo decirlo?, vida en ellas. Eran más divertidas que los sellos o las monedas antiguas.
Metió el reloj en la bolsita que había traído, volvió a guardar la caja, sacó la siguiente y estudió la colección de hombre. Se decidió por el Rolex (era evidente por qué constituía un clásico) y devolvió la caja a su sitio.
Extrajo otras cajas: gemelos, pendientes, pulseras, collares. Colecciones pequeñas, suponía, pero impresionantes… y tentadoras. «Hay que volver a casa», se recordó, y aún tenía que pasar por el trastero a guardar el botín. No obstante, al final sus dedos se deslizaron hasta un par de pendientes de diamantes cuadrados. Pequeños pero elegantes, y probablemente nada fáciles de rastrear.
Cerró la caja fuerte y giró el dial. Echó un vistazo a la zona para asegurarse de que no se dejaba nada atrás. Volvió sobre sus pasos y atravesó la gruesa nieve que caía a buen ritmo, menos de una hora después de haberse adentrado en la casa y con lo que imaginaba que serían unos doscientos mil dólares en la mochila. Iba a negociar un veinte por ciento. Aceptaría un diez, pero trataría de negociarlo. Y tal vez consiguiera un quince. Con treinta mil dólares, se quitaría de encima un buen montón de facturas médicas. En primavera disfrutarían de aire fresco y las facturas de la calefacción se desvanecerían. Quizá, y solo quizá, podría convencer a su madre de coger vacaciones en verano. Hacía mucho que habían vendido su viejo coche, pero podían alquilar uno. Él tenía permiso de aprendiz. Había asistido al curso de conducción del instituto y el padre de Will le había prestado su coche para que practicara. Podía sacarse el carnet, alquilar un coche y viajar al mar. Su madre le había dicho lo mucho que deseaba ver el mar. Además, se suponía que el aire marino era curativo y todo eso. Podían alquilar una habitación unos días en un motel cerca de la playa. El viaje de ida y vuelta también sería como unas vacaciones. Llevaban sin irse de vacaciones desde…
«Desde el cáncer», pensó, pero alejó el pensamiento. Había tenido una noche excelente, no tenía sentido arruinarla. Era el momento de pensar en la primavera, en el verano, en la universidad, cuando llegara el otoño.
Pero el invierno se prolongaba y marzo continuó con la misma ferocidad con la que había empezado. A mediados de abril, llegó a la conclusión de que Chicago se había convertido en el planeta helado Hoth. Entonces, poco a poco, la primavera comenzó a soltar el gélido puño del invierno. Abrieron las ventanas de par en par y dejaron que entrara el aire. Sí, tenían que cerrarlas por la noche para no morir congelados, pero ya era un paso.
Harry sintió que la esperanza renacía en su interior como las flores de azafrán que su madre plantaba cuando era pequeño. Incluso estaba saliendo con una chica nueva, Alyson. Una friki de las ciencias, pero monísima. Nada serio; no quería nada serio antes de empezar en la universidad. Pero tenía pareja para el baile de graduación y eso era importante.
Volvía a casa en mitad del aire casi balsámico, repasando en la cabeza el horario para aquella noche: deberes, para que sus buenas notas no bajasen, y un poco más de investigación sobre piedras preciosas. Cenar: tal vez podría convencer a su madre para pedir pizza. Y luego tenía un objetivo potencialmente lucrativo al que quería echar un vistazo de cerca. Entró en casa de muy buen humor.
—¡Ey, mamá! Voy a coger algo para picar. Imagínate: he bordado el examen de química. Tengo un montón de deberes, pero está dominado.
Llevaba una bolsa de Doritos en una mano y una lata de Coca-Cola en la otra cuando su madre salió del dormitorio.
—Antes preferías un sándwich de mantequilla de cacahuete y mermelada después de clase.
—Los tiempos cambian. Necesito los hidratos y el subidón de cafeína para el cálculo y la redacción que tengo que escribir para…
La forma en la que su madre lo miraba atravesó su buen humor de lado a lado.
—¿Qué pasa?
—Siéntate, Harry.
—Mamá.
—Siéntate conmigo, por favor. ¿Por qué no me traes una Coca-Cola de esas?
Su mente se quedó en blanco; no pudo hacer otra cosa. Le sirvió la bebida en un vaso con hielo, como a ella le gustaba. Luego se sentó a la mesa de la cocina.
—Hoy he ido a hacerme una PET.
—¿Cómo? No me habías dicho que te tocaba hacerte una tomografía. Habría ido contigo.
—Tú tenías clase. Vino Mags. Y no te dije nada, cariño, porque la pidió el médico. La pidió porque…, mi amor, la quimio no está funcionando esta vez.
—No, pero si dijeron que sí. Lo dijeron.
—Funcionó brevemente el otoño pasado y en invierno, pero ya no, Harry, y ya lleva tiempo así.
Lo sabía, ¿verdad? En su interior lo sabía. Las ojeras, cada vez más profundas, la energía que se le escapaba como la carne sobre los huesos.
—Probarán con otro tratamiento.
—Harry. —Su madre le tomó las manos—. Se ha extendido. Han hecho todo lo que podían.
Las manos que lo asían eran como plumas huesudas. Tan ligeras, tan delgadas y afiladas.
—No me lo creo. Tú tampoco puedes creértelo.
—Necesito que seas fuerte por mí. No es justo, no debería tener que pedirte que seas fuerte. Nada de esto ha sido justo. Te he robado la infancia, y lo detesto. Lo odio. No te estoy diciendo que no lucharé; no es eso lo que digo. Pero vamos a dejar la quimio.
—Mamá, por favor.
—Podría ganar un par de meses, meses en los que me encontraría fatal. Eso sería todo. Quiero que el tiempo que me queda contigo sea un tiempo en el que pueda ser tu madre, al menos en gran parte. —Le apretó las manos con fuerza—. Seis meses. Ocho o nueve, quizá, con más tratamientos. Me sometería cien veces, Harry, si eso significase que podría ver cómo te haces hombre. Cómo te gradúas en la universidad, te enamoras, formas una familia. Pero no puedo. Mi corazón lo desea, porque lo eres todo para mí, pero mi cuerpo no me lo va a permitir.
—Ya lo has vencido antes.
—Esta vez no. Ayúdame a que estos seis meses sean buenos.
—Ya lo has vencido antes —repitió.
Cuando lo rodeó con sus brazos, volvía a ser un niño. Y el niño apretó el rostro contra el pecho de su madre y lloró.
3
Era el último día de instituto: la última página, como pensaba Harry, de un capítulo de doce años de su vida. Oía una risa histérica procedente de las ventanas abiertas de la casa en la que brotaban flores de macetas pintadas de colores junto a la puerta delantera.
Su madre ahora reía más y se la veía mucho más radiante y feliz, por lo que (casi) podía convencerse de que, al final, habían vencido al enemigo de su interior. Plantaba flores. Limpiaba casas, oía música, iba de compras. Se compró un vestido nuevo para la graduación. Decía que cada día era un regalo y Harry trataba de verlo también así, pero a veces, de noche, en la oscuridad, pensaba que cada día que pasaba era un día menos.
Ese día la oía reír; una risita tonta, pensó Harry, como la de sus compañeros de clase. Ahora ya excompañeros. Cuando entró, la vio con Mags en la cocina, tronchándose de risa. El cabello cortísimo de Mags brillaba azul como un zafiro. Eso no lo sorprendió; fue el pelo rosa chicle de su madre, que volvía a crecerle, lo que lo dejó asombrado. Las dos lo miraron con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Qué te parece? —le preguntó Dana.
—Me parece… que parecéis huevos de Pascua. Si hubiera huevos de Pascua en Marte.
Aquello volvió a hacerlas reír a carcajada limpia.
—Me queda bastante de los dos colores para teñirte. Puedo mezclarlos en un bonito violeta. Tienes un corte a lo George Clooney haciendo de César —observó Mags—. El violeta lo haría destacar.
—Paso.
Dana se levantó y sacó una Coca-Cola del frigorífico antes de que Harry pudiera cogerla él mismo.
—Me lo taparé con un pañuelo para la graduación, no te preocupes.
Harry cogió el refresco y se inclinó para besarle la mejilla.
—No. Me apuesto algo a que la madre de nadie más, ni la tía, llevarán el pelo rosa o azul.
Su madre se acercó para que la abrazara. «Qué delgada está, qué delgada. —Harry apartó tal pensamiento y se recordó—: Aquí, está aquí. Es feliz».
—Mags me tendió una emboscada cuando acabamos con la casa de los Gobble y pensé: «Qué demonios». Y con toda la emoción, ¡se me olvidó! —Se llevó las manos a la cara—. Hoy es el último día de clase. Mi niño, mi chiquitín de uno ochenta y ocho ha ido hoy por última vez al instituto.
—Oh, oh, tendré que ir a poner música sentimental.
—Ya suena en mi cabeza —le dijo Dana a Mags—. Todavía te veo, chavalín, con tu cazadora roja y tu fiambrera de Scooby Doo cuando te llevé el primer día al cole. Y cuando llegamos allí, dijiste «¡Adiós!» sin más, y entraste tú solo. Sin miedo. Nunca le has tenido miedo a nada.
Harry lo recordó, porque lo recordaba todo.
—En eso he salido a mi madre.
—Voy a prepararte un tentempié. Tendrás alguna fiesta esta noche. ¿Vas a ir con Alyson? Es una chica maja. Lista.
—Es una chica maja y lista, pero esta noche tengo una cita con alguien más. Con dos «alguien», de hecho.
Dana se detuvo y se dio la vuelta.
—No vas a pasar la primera noche del resto de tu vida conmigo y con Mags.
—Creo que tengo derecho a decidir cómo quiero pasar la primera noche del resto de mi vida, y ya he hecho planes.
—¿Qué tipo de planes?
—Mis planes. Tengo un par de horas, así que me apunto a ese tentempié; prepara suficiente de lo que sea para los tres. Luego voy a cortar el césped. —Cosa que le llevaría unos diez minutos, teniendo en cuenta la extensión—. Es una sorpresa —continuó, anticipándose a sus preguntas—. Lo que lleváis está bien, aunque tal vez queráis poneros un jersey o una chaqueta, pero eso es todo.
—Una incógnita —murmuró Mags—. Una sorpresa misteriosa. Ya me está gustando.
Cuando se subieron al tren, las mujeres no tenían