Nuestro último verano

Sebastián García Mouret

Fragmento

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1

—¡Buenos días, queridos oyentes! ¡Son las 10:00 de la mañana y están escuchando Música100, la única emisora donde disfrutar de cincuenta minutos sin interrupciones de…!

¡PAF!

Tras tirar todos los objetos inútiles que poblaban la mesita de noche, Marcos alcanzó a tientas su teléfono y, con un simple manotazo, los molestos gritos cesaron. Prefería ponerse la radio en vez de la alarma para empezar el día de mejor humor, pero no solía surtirle efecto.

El curso había terminado semanas atrás, pero Marcos intentaba seguir despertándose a una hora decente para no sentirse un despojo humano, ni perder el hábito de madrugar. Ahora, con el comentarista ya fuera de juego, el silencio había regresado a la habitación.

Dejó caer el brazo fuera de la cama y soltó un largo suspiro contra la almohada. Estaba agotado. Entre los sudores, los movimientos nocturnos y los mosquitos, apenas había descansado.

Zaragoza había entrado de lleno en el verano, registrando temperaturas de infarto. El calor era narcotizante por el día y bochornoso por la noche. Anulaba por completo las voluntades. Los jardines y parques se habían secado como espigas de paja, el asfalto se derretía bajo las llantas y las calles estaban desiertas. Nadie era capaz de dar dos pasos bajo aquel sol de justicia. Los centros de salud, saturados de mareos y golpes de calor, rogaban que no se saliese a la calle. Solo el aire acondicionado y los granizados de limón podían salvarte de una muerte segura, y pareciera que el cierzo y las lluvias hubiesen desertado para siempre de la cuenca del Ebro, que rozaba mínimas jamás registradas.

A sus diecisiete años, Marcos jamás había vivido algo parecido.

Y, por mucho que su cuerpo deseara seguir durmiendo, su mente ya estaba despierta y suplicaba desesperada por una ducha.

Se desperezó contra las sábanas. Si estiraba cada músculo del cuerpo, conseguía que los pies sobresaliesen de la cama. Este hecho reciente se debía a que su «estirón», aunque tardío, al fin había llegado, dejando atrás al muchacho «bajito y enclenque» para dar paso a un «chico de muy buen ver». O al menos así lo decía su santa abuela.

Poco a poco sus ojos se acostumbraron a la luz matutina, distinguiendo los escasos muebles que adornaban su habitación.

En la escala que divide los dormitorios de los adolescentes, que va desde un caótico «desorden generalizado» hasta el «impulso maníaco de la limpieza inmaculada», Marcos estaba en un término medio: le gustaba el orden, pero podía vivir con la silla llena de ropa sucia.

Lo observó todo de lado a lado convencido de que, si se concentraba lo suficiente, las cosas se ordenarían por arte de magia: los zapatos del suelo, los calcetines desparejados, las toallas usadas, los papeles del escritorio… Bueno, puede que sí que fuese algo desordenado, a fin de cuentas.

—Joer… —se quejó con aliento pastoso. Odiaba el calor.

Apartó las pegajosas sábanas de una patada y se dirigió al baño. Por el camino estiró los brazos por encima de la cabeza, chasqueó el cuello y soltó un largo bostezo. Su madre ya se había ido a trabajar. La casa estaba en silencio.

Mientras el agua de la ducha se iba calentando, Marcos se situó frente al espejo del lavabo. Juntó las palmas de las manos y se echó agua fría por la cara, buscando asearse y refrescarse a partes iguales. Repitió la acción varias veces hasta despertar del todo. Con las gélidas gotas aún resbalando por su mentón, descubrió que tenía tres nuevos granos en la frente, pero lo realmente preocupante eran las enormes ojeras instaladas en su rostro. Entre eso y la perilla lampiña que afloraba, tenía un semblante de lo más demacrado.

Todo sea dicho, el calor no era lo único que no lo dejaba dormir por las noches. Conforme se acercaba la temible fecha, la angustia se había ido apoderando de su ser: cada vez faltaba menos para saber las notas.

Cerró los ojos y respiró lentamente. Debía relajarse.

Segundo de Bachillerato había sido, de lejos, su peor experiencia vital. Había llevado su paciencia hasta el límite, culminando con los terribles exámenes de acceso a la universidad, como guinda a un pastel de miedos, nervios e inseguridades. El recuerdo de aquella semana de infarto aún le provocaba escalofríos.

Y, aun así, la espera por las notas resultaba mucho más agónica.

Para colmo, había pasado casi un mes (¡un mes!) y Zaragoza era la única ciudad de toda España que seguía sin dar los resultados. Al parecer, la aplicación online donde se tenían que subir las calificaciones estaba saturada, y los informáticos eran incapaces de solucionar el colapso.

Tecnología.

En resumen: los resultados estarían disponibles el jueves en los tablones de anuncios de los institutos. Impresos en listas y a la vista de todo el mundo. Como si fuese la época medieval y un pregonero anunciase la venida del circo en la plaza pública. Algo humillante.

En fin, ya daba igual. El jueves todo habría terminado. El… ¿jueves?

Súbitamente, el pánico se apoderó de Marcos. Su reflejo se volvió lívido y las piernas comenzaron a fallarle. Por fortuna, seguía apoyado en el lavabo.

Tuvo un mal presagio. ¿Qué día de la semana era? La temporada vacacional lo tenía del todo desubicado, pero… no podía ser jueves, ¿no? Fue corriendo a su cuarto y se puso a revolver entre el caos. ¡¿Dónde narices estaba su teléfono?! Marcos solo recordaba haber golpeado al comentarista de radio, no a su móvil. Pensó en encender el ordenador, pero no podía perder ni un segundo. Salió de la habitación, aún en calzoncillos, y, en un abrir y cerrar de ojos, atravesó corriendo el pasillo hasta llegar a la cocina.

Con el pulso a cien por hora miró el calendario que colgaba de la nevera para corroborar sus peores presagios. Allí estaba, rodeado a conciencia por su madre con un rotulador rojo y el mensaje: «DÍA DE NOTAS (10:30 h)».

—Mierda… —dijo en un susurro.

2

—¡Buenos días, queridos oyentes! ¡Son las 10:00 de la mañana y están escuchando Música100, la única emisora donde disfrutar de cincuenta minutos sin interrupciones de la mejor música del momento!

Los acordes de una canción con ritmos latinos comenzaron a sonar. Aquel sería, sin duda, uno de los hits del verano, porque no dejaban de ponerlo en todas partes. Susana estaba harta de oírlo.

—Papá, ¿te importa si apago la radio? —preguntó girando la rosca del salpicadero, sin darle tiempo a responder—. Es que me está poniendo la cabeza como un bombo.

Su padre asintió, comprensivo. Aquel no era un día como para protestar con aquellas banalidades. Era uno de los días más importantes de la vida de su hija.

—¿Estás nerviosa? —preguntó.

A modo de respuesta, Susana resopló exasperada. ¡Claro que estaba nerviosa! ¿Y qué pretendía con ese tipo

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