Un cielo lleno de nubes (Las hermanas Luna 1)

Susana Rubio

Fragmento

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1

MI CASITA DE MADERA

Xenia

Imagina que abres la puerta de tu casa, que es de cristal y madera, y solo oyes el canto de los pájaros. De esa casa salen dos perros preciosos que te miran con ganas de salir a correr. Andas un par de pasos y te encuentras un sendero que cruza un pequeño puente de madera en el que tu hermana pequeña ha colocado algunas calabazas porque, según ella, a nuestro bosque le falta color. Miras hacia arriba y ves árboles, muchos e inmensos, todos verdes y perfectos. Y, entonces, te das la vuelta y ves vuestra bonita casa, con el techo de madera y unas ventanas sin cortinas, porque tu madre decía que así le daba la sensación de que vuestro pequeño hogar molestaba menos.

—¿Molestar a quién? —Siempre le preguntaba lo mismo porque vivimos en medio de la nada. La ciudad más cercana está a diez kilómetros y nuestro pueblo está a cinco minutos en coche.

—Xenia, cariño, podemos molestar a la madre naturaleza...

—Pero ¿no eres tú mi mamá? —le pregunté con solo cinco años.

—Claro que sí, pero me refiero a que estamos aquí en medio de los árboles y de los animalillos y a que queremos molestar lo menos posible.

—¿Se enfadan?

Mi madre soltó aquella risilla aguda que tengo tan bien grabada aún en mi cabeza.

—No, les gusta que estemos aquí, siempre y cuando los respetemos.

—Y las cortinas no les gustan.

—A mí me parece que, si nos ven a través de los cristales, pueden saber que aquí dentro hay tres niñas preciosas que se portan muy bien.

—¿Y Martina?

Toqué la barriga de mi madre sabiendo que mi hermana venía en camino.

—Martina será igual de especial que vosotras tres...

A veces intento recordar más cosas de esa u otras conversaciones con ella, pero se baja el telón en mi mente y no consigo ver más. Otras veces me pregunto si esos recuerdos y esas charlas con ella no me las he ido inventando con los años. Porque los recuerdos son frágiles y el tiempo los va difuminando. Odio esa sensación de no estar segura de si lo que recuerdo es cierto al cien por cien, pero imagino que eso le ocurre a todo el mundo, o eso dice mi mejor amiga.

—Xenia, ¿dónde estás?

—¿Eh? Estaba pensando.

Ella es Gadea, mi mejor amiga desde el instituto. Ha venido a verme a la tienda en la que estoy trabajando desde que terminé la ESO, de eso hace ya cuatro años.

—¿Soñando con Hawke?

—¿Cómo lo sabes?

Nos reímos las dos porque estamos obsesionadas con estos libros. Los leemos juntas, cada una el suyo, por supuesto, porque no les dejamos nuestras joyas a nadie (ni a mis hermanas) y los vamos comentando con urgencia, como si nos fuera la vida en ello. Siempre quedamos en el bar del pueblo, que solo hay uno aunque es bastante grande, y allí buscamos una mesa apartada y nos pasamos las horas charlando del libro mientras tomamos una cerveza o un batido de chocolate, la especialidad de la casa.

—Cóbrame, niña —me pide María, una señora de unos ochenta años que siempre viene en pijama.

—Claro, María. Serán trece euros.

—Trece, qué bonita rima —susurra Gadea.

La miro y me aguanto la risa. Cuando quiere, es muy idiota. Ambas miramos a María cuando sale de la tienda.

—Tía, cuando sea mayor, quiero ser como ella. Que me la sude todo.

—Mirándolo bien... ¿qué diferencia hay entre un pijama y unos pantalones y una camiseta de verano?

Gadea me observa achicando los ojos.

—En su caso, hay diferencia. Lleva esos lacitos que la delatan. Pero lo entiendo, ¿para qué se va a vestir para cinco minutos? Somos esclavos de esta sociedad que tiene unas normas absurdas. Ropa de día, ropa de noche, ropa de tarde, ropa de montaña, ropa de vete a tomar por culo.

Estallamos en risas. Gadea me encanta y, en algunas ocasiones, me recuerda mucho a mi hermana pequeña, a Martina. Las dos suelen ponerse en plan filosófico cuando menos te lo esperas. Quizá por eso no la aparté de mi lado cuando vino a preguntarme dónde estaba su clase. Gadea vivía en San Sebastián, pero a su padre lo trasladaron en el trabajo y acabaron en este pequeño pueblo. Ella está encantada de la vida aquí, porque es muy extrovertida y tiene una facilidad innata para hacer amigos, todo lo contario a mí.

A mí no me gusta la gente y es algo contra lo que tengo que luchar, soy muy consciente. Me diagnosticaron un leve TEA, concretamente un leve autismo, cuando tenía once años y entonces entendimos mi rigidez en las rutinas, mis dificultades para hacer amigos y por qué era tan selectiva con la comida. Recuerdo que a mis diez años mi padre se hartó de mis quejas con la comida y me obligó a engullir ese plato sí o sí. Estuve un día entero sin probar bocado, me negué en rotundo. Al final, mi madre cedió y, mirándome a los ojos, me preguntó cuál era mi problema con la comida.

—Mamá, no es algo que yo haya escogido. Es mi paladar.

Mi madre me miró frunciendo el ceño y entonces decidió tomar cartas en el asunto. Consultamos algunos especialistas de la ciudad hasta que uno de ellos nos recomendó una eminencia que vivía en Vitoria. El doctor Aguirre confirmó mi TEA, nos explicó cuál era la situación y cómo podía mejorar mi vida con una buena terapia.

No, no estuve años yendo al psicólogo, solo necesitamos algunas sesiones para que nos dieran las herramientas necesarias para llevar una vida más o menos normal. Porque, como dice Gadea, «¿Quién lleva realmente una vida normal?». La adoro cuando le da importancia cero a mi TEA, las dos coincidimos en que hay cosas peores. Por ejemplo, una de nuestras compañeras de instituto llegaba casi cada lunes con algún morado que escondía como podía. Yo me fijé en ella nada más empezar el curso y, cuando se lo comenté a Gadea, no le quitamos el ojo de encima. Mi mejor amiga intentó hablar con ella, pero nunca quiso explicarnos de dónde venían esos golpes. Ahora pienso que quizá deberíamos haber insistido más, porque ella y su familia desaparecieron del pueblo y no supimos más de ellos. Siempre me he preguntado si seguirá recibiendo golpes con veinte años. Qué jodido.

Así pues, ya ves que tampoco es lo peor del mundo, aunque siempre he ido con cuidado en decir que tengo un leve autismo porque parece que esta palabra está maldita o algo parecido. Debe de ser la ignorancia, que es muy atrevida.

—Xenia, que entra tu amigo.

Me giro con rapidez al oír el tono de apuro de Gadea. Me encuentro con los ojos de Ander.

—Buenas tardes.

Lo saludo con un movimiento de cabeza. Sabe que me cae mal, no es necesario disimular.

Se va directamente hacia la zona de las frutas y coge una manzana,

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