Más allá de mis canciones

Andrés Suárez

Fragmento

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Más allá de mis canciones

Tropel de batallas interiores, flores, espinas y llantos que en esta escalera de caracol recobraron vida y locura. Lo vivido forja la palabra y así crecí, cantando. Hoy me dispongo a recordar en calma, vencido al presente que me sonríe.

Este no es un libro de poesía. No soy poeta. No soy tanto.

Este libro, mitad cuento, mitad ilustración, trata de situarte en el momento, el dolor y el color exactos entre mi guitarra y una hoja en blanco que tan bien me hizo guardar en su geografía.

Tiemblo; luego recupero el aire.

No me habría detenido tanto en mimar mis recuerdos sin el bastón peregrino de mi editor, Gonzalo Albert. Él hizo fuerte la idea de ordenar las verdades que no me atreví a cantar.

Gracias, Marta Bellvehí, por dibujarme en nostalgias, por grabar en tu lienzo luna mi vida como si hubieras estado moviendo a tu gusto la mano de mi destino.

Gracias a cada amigo autor por su coda de brisa y vuelo.

Encontré respuestas a mi pasado mientras caminaba por la nostalgia. Los tesoros, algunas tardes, el aroma amigo del café en mis paseos de granito y playa.

Durante los meses en los que grabé Desde una ventana comencé a jugar con frases y verbos solidarios, volví niño al norte que jamás dejó de buscarme en sus caóticas caricias hasta llegar aquí. Soy lo que una vez canté.

Este pasado me enorgullece a pesar de la hernia de algún recuerdo. Salí ileso, más fuerte para abrazar. Estoy dispuesto, entonces, a hablar entre el vino y el tango de aquellos que nunca me pidieron una canción. Sería injusto no citarlos en mi primer libro, pues están en todas mis canciones.

Me hice mayor cuando mi madre perdió la voz cantada. Ojalá pudiera volver a escuchar su canto una vez más. Aquel silencio, gestor de mi destino, afinó la búsqueda de los poemas y los versos que mi padre escribió en sensorial amor. A veces pienso que mi madre cedió su voz al llanto para que naciera. Nadie logró cortar nuestro cordón umbilical. Recuerdo con nitidez la luz de dentro del vientre de mi madre mientras flotaba. Por ella habito solo la parte del mundo que suena.

Decir que pasé mi adolescencia robando de las ramas de los armarios poemas de mi padre me costará una peliaguda batalla de sobremesa que aún puedo vencer. Él me enseñó el lenguaje del mar, a ser furtivo en adverbios y a cuidar con mimo el latido.

Navegué junto a él los secretos de su infancia en la mía. Todo lo remado juntos me hizo verdad.

Hoy, jubilado en secretos, aguarda a que vuelvan sus hijos entre un remo y la pesca que seduce al olvido.

Le pedí que ordenara mis textos y los corrigiera. Ha vivido muchos más libros que yo. En su timidez tripulante de Ortigueira me ha pedido que no cuente que lo hizo.

Soy hijo de dos obreros de costa que jamás impusieron mi camino.

No llevé del todo bien el nacimiento de mis dos hermanos. Mis gafas de ver el mundo celaban las noches de sus llantos. Resultó el destino generoso con este cruce de abrazos y camas compartidas. A día de hoy son mi silente guía, mi abrazo favorito.

Qué ejemplo para dos niños aquel que jamás regresa ileso a casa.

Guardo a buen recaudo su antigua inocencia.

Aún no sé qué serán de mayores ni si crecerán del todo. Jamás, por ser mellizos, se separarán entre ellos. Son dos grandes personas y con eso nos basta.

Nací en Ferrol, a mucha honra. Me fui a los cinco años a vivir a Pantín, cuando mi abuelo enfermó del pulmón y de mala leche urbana. Crecí soñando ser domador de olas. La derrota fue el asomo de un grito de rabia y juramento.

Floté en un mar que era mío, si acaso de algún extranjero amigo que se coló entre mis ritos y mi deseo de no crecer jugando al escondite.

No he dejado de pensar un solo día en mis abuelos, los que conocí: Mundo y Soledad (en ese binomio siempre hubo una canción). Recitaré su recuerdo desde cualquier corriente de Baleo. Nunca se movieron de allí.

Jamás aprobé las oposiciones a nieto para mi abuelo. Fue un hombre de carácter, valiente y con la voz que el cielo quisiera para sí mismo. Dicen que «el cedeirés» paraba delante de mi casa solo para oír su voz saliendo por la ventana de su cuarto, siempre abierta.

De niño no entendía por qué me saludaba cada vez que me veía. Por qué una mañana no dijo mi nombre y me echó de su habitación. Lo había olvidado todo excepto la letra de los boleros que les susurraba a los rosales y a su nieto, todos los días. Es normal que, tras su marcha, ni el abono ni el agua bastasen para seguir.

Mi abuela amaba escucharme cantar y yo verla, sonriendo entre el público. Muchas veces canto solo para ella. Fue la mujer más buena que conocí. Soledad nunca estuvo sola en su sonrisa intacta, perfecta.

A mis veintiséis le bailé un agarrado a la muerte. Acudía mi tío Manolo a sacarme de los bares sin mostrar jamás vergüenza, a instruirme en canciones prohibidas de marineros. Mi tío bendijo el agua de los epitafios. Cedeira sigue llorando conmigo aquel su último trago.

Hay para mí un mundo antes y después de La Flaca. Trataré de describir a los que han estado siempre. Lo mejor de mi existencia se lo debo a los pronombres; los míos.

Javi, Brais y Miguel. Siempre los tres. Cada una de mis orillas talladas por las horas viste sus rostros y aromas. Mi canción de cuna perfecta, las vistas del balcón de mis juegos de infancia, el lamento de las esquinas nuestras, el relax de mis sentidos. Entre la risa y el guiño, las travesuras sagradas, han estado siempre los tres, probablemente desde antes de mi alegría.

Privilegio cotidiano de sentirme Dartacán a vuestro lado. Seguro, gigante o con el tiempo recuperado, cada vez que abro la cortina de las emociones siempre estáis. Los míos y en casa. A nuestra espalda el acento, los viajes y los sueños que nos quedan por cumplir.

Lo único que importa es nuestra bandera de la niñez siempre ondeante y presumida.

En Santiago gané más de alguna batalla. Nunca lo hice solo.

Graciela. Santiago es la victoria de un pasado que revive al verte.

Graciela apagó el llanto de mis neuras, recogió del suelo lo que quedaba de mí y volvió a su isla como si su espuma no me hubiera salvado. Me gusta volver a verla, tímida, ya mujer, cuidando las hortensias de la bondad y la calma.

Tami, mi amiga guerrillera. No había visto antes de su tricolor el dolor de la injusticia en un inocente rostro. Ella cuida el militante trino del pasado que no venció, solidaria. La erosión del norte te debe lunares, espaldas y equilibrio. Aunque no lo diga. Aunque no lo cobre. Sigue riéndote a gritos mientras te sigo de cerca el paso.

En mis primeras noches de Madrid, todavía inocente, creo, conocí a Jorge y a Raúl.

Jorge talló en el peligro de una nube un canto amigo para guardarnos por si me perdía. Consejo sabio en el mundo de los buenos. Me abrió las puertas de su familia y yo la de mi casa suya, dejando que le afectara el dolor de mi pasado. Te debo unos cuantos plurales.

Jorge es palabra cordial que sabe lo

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