Una fiebre de ti mismo

Varios autores
Varios autores
Varias autoras

Fragmento

cap-1

PRÓLOGO

PRESENTIMIENTOS, CANCIONES, OSCURIDAD, VISIONES, URNAS

El romanticismo se ha vuelto, sin duda, un asunto demasiado complicado. Aunque existe cierto consenso en considerar que arranca a finales del siglo XVIII, los investigadores especializados son capaces de rastrear prefiguraciones mucho más atrás en el tiempo, y algunos pensadores sagaces siguen convencidos de que todavía seguimos inmersos en las mismas aguas (más o menos caudalosas).

Si abandonamos por un momento la dimensión temporal y le dedicamos una mirada al territorio, enseguida descubrimos que el «romanticismo» (sea lo que resulte ser) se extiende por un área enorme que va desde Portugal a Rusia, pasando por España, Francia, Inglaterra o Alemania, territorios donde prospera mezclado con sustratos muy distintos, dando lugar a fenómenos que muestran diferencias notables. Poco tiene que ver un romanticismo como el ruso, con el que prácticamente arranca su literatura, con el romanticismo en un país que disfruta ya de por lo menos dos siglos de madurez literaria como Francia; y bien distinto será un romanticismo de impulso teórico como el alemán a otro que arranca gracias a la combinación de esfuerzos de un puñado empecinados en superar la influencia de Milton.

Por si tales modificaciones locales no fuesen suficientes, el romanticismo no se aplica a un único género artístico sino que se inocula en el teatro, la poesía, la música, la pintura… para transformarlas de forma decisiva. Cada uno de estos géneros tiene su juego específico de normas y necesidades formales de manera que el «romanticismo» también se modula de un modo distinto en cada uno.

El área de influencia es tan amplia que resulta casi imposible no descubrir elementos de atrezzo que se repiten aquí y allá, y con los que se pueden ensamblar arcos generales muy vistosos; por desgracia, la gran mayoría se revelan como secundarios si los proyectamos sobre los autores más relevantes, aquellos que por sus logros seguimos leyendo como si fuesen nuestros contemporáneos. Basta con tomar tres nombres al azar (es un decir): Heine, Hugo y Wordsworth, para que enseguida empiecen a saltar las alarmas y las diferencias de tono, proyecto y consecuciones se impongan sobre las presuntas similitudes mil veces expuestas en cientos de tratados, y que sin ser del todo falsas (exaltación de tono, individualismo de enfoque, querencia por la naturaleza; que ni siquiera se cumplen en el muy urbano Hugo, en la sobria elegancia de Wordsworth ni en un poeta tan refractario al patetismo personal como Heine) apenas han logrado convencer a ningún lector atento de que estas vetas sean lo más sustantivo de poetas como Keats, Hölderlin, Shelley, Pushkin o Novalis.

Si tenemos en cuenta a los poetas más originales que vivieron durante los años englobados bajo el «romanticismo» es posible que para decir algo significativo de todos no tengamos más remedio que tensar tanto la elasticidad semántica de la palabra que termine por perder su forma. Justo como ese zapato que a fuerza de meterlo en la horma, si bien logramos que entren los cinco dedos, ya será capaz de sujetarnos el pie. Quizás los únicos poetas que no desborden las costuras académicas de este traje académico pertenezcan a tradiciones literarias muy menores, condenadas a nutrirse casi exclusivamente de exportaciones, o de epígonos muy conscientes de los modelos a los que aspiran a vincularse.

Propongo seguir la ruta inversa: aprovechando la contracción a la que nos obliga una antología dedicada a un puñado de escritores ingleses, partir de una lectura de los poemas concretos y después entresacar sus rasgos más sobresalientes, a la espera de que algunos de ellos, aún con diferencias y tensiones, resulten coincidentes. Al fin y al cabo se trata de cinco escritores que no solo alteraron en un plazo muy breve la poesía en inglés (el más longevo de ellos, Wordsworth, llevaba décadas agotado como poeta cuando murió) sino que partían de un conjunto de lecturas comunes, reaccionaron a parecidas vicisitudes históricas, y (dato para nada irrelevante) se conocían y estaban atentos al progreso mutuo de sus obras.

El mayor de todos estos poetas probablemente también sea el más relevante: William Wordsworth (1770-1850). En la selección de poemas que presentamos se aprecia la operación con la que Wordsworth transformó para siempre la poesía occidental, de manera que después de él es sumamente difícil escribir un poema que no esté wordsworthizado, o, si se prefiere, que la manera indeliberada de escribir poesía se acerca casi siempre al modelo que él puso en marca.

Todo empieza con un descubrimiento que al poeta le sobreviene mientras pasea por lagos y pantanos: que no hay adecuación entre el hombre y la naturaleza; para Wordsworth árboles y riachuelos parecen trampas dispuestas para herir la conciencia con el recordatorio de que, mientras los bosques y las cascadas permanecen (por mucho que se pudran árboles aislados o que el agua corra y desemboque en algún mar, bosque y cascada seguirán allí), a los hombres poco les recompensa que la humanidad siga su curso si la propia conciencia (sede de los pensamientos y recuerdos individuales) quedará irremediablemente destruida. Proceso que para Wordsworth viene precedido por una prolongada disminución de las emociones donde se sustenta la felicidad de estar vivo. En otras palabras: por el envejecimiento, la otra gran traición que la naturaleza comete contra la conciencia.

Casi todos los poemas aquí recogidos pueden leerse como reacciones a este desasosegante descubrimiento, ante el que Wordsworth adopta respuestas muy variadas: anticipándolo mediante el encuentro con algún anciano, negándolo con versos que admiten ser leídos en sentido contrario, asumiéndolo con crudeza, desviándolo hacia un colega-rival muerto o en una ambigua insinuación de inmortalidad en el que probablemente sea uno de los mejores poemas escritos en lengua inglesa (la competición más exigente del mundo): «Insinuaciones de inmortalidad en los recuerdos de temprana infancia».

Wordsworth escribe estos poemas alusivos, de verso largo, elegantísimos, y plagados de versos célebres y desvíos sutiles de pensamiento concentrado en él y su problema. Son escasas (y a desgana y para regresar casi de inmediato a su ensimismamiento) las alusiones a la historia o a la naturaleza o a sus congéneres por sí mismos y no como materia buena para impregnar los desvelos o entusiasmos de su ánimo intelectualizado. El éxito de este procedimiento es incalculable y todavía perdura: después de Wordsworth, el poeta queda legitimado para escribir sobre paisajes mentales y crisis privadas, puede alejarse sin aprensión de conflictos ajenos a los propios, discutir sobre su oficio y las posibilidades de ejercerlo, y en poco más de un siglo aprenderá a dejar al descubierto sus propias estrategias y tensiones compositivas. Wordsworth enseñó al resto de poetas la forma dominante desde entonces hasta hoy de su oficio: el registro de crisis íntimas que se dirimen en la estancia que forma el poema.

Con Coleridge (1772-1834) el clima de ensimismamiento se abre a otros espacios, aunque en el camino perdemos la originalidad que parecía connatural a su amigo Wordsworth. Coleridge soportó con elegancia que Wordsworth olvidase con cierta frecuencia que él era el coautor de las Baladas líricas, recorrió Gran Bretaña impartiendo conferencias sobre Shakespeare con el propósito de incremen

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