El club de la niñas fantasma

Raquel Castro
Alberto Chimal

Fragmento

Título

1

—¡Carmela!

“Ay”, pensó Carmen. Su mamá le decía “Carmela” cuando estaba impaciente o disgustada.

—¡Ya voy! —le contestó, y terminó de ponerse el uniforme de la escuela. Salió de su cuarto y fue al pequeño comedor del departamento. El desayuno estaba servido. Salía música del teléfono de su mamá, puesto sobre la mesa.

—Te tardas mucho, no es sábado —le dijo su mamá, que ya estaba vestida y sentada ante un plato de huevos con jamón, a punto de empezar a comer.

—Es martes —contestó Carmen, y los martes (como todo el mundo sabe) son el peor día de la semana. Peor que los lunes: más feo que empezar una semana de escuela es continuarla. ¿Cómo hacía su mamá para levantarse siempre con ganas?

En cuanto se sentó ante su propio plato, que estaba junto a una taza de leche con chocolate, Carmen se sintió un poco mejor. Pero la sensación no duró:

—Ayer ya no hablamos de lo que pasó en tu escuela —le dijo su mamá.

“Ay”, volvió a pensar Carmen.

—¿De qué? —preguntó para ganar tiempo, pero su mamá había aprendido mucho en el último año y ya no se dejaba engañar tan fácilmente.

—No te hagas —le contestó—. ¿Ya se te olvidó qué me dijo tu maestra? Otra vez te peleaste con René.

Carmen se quedó callada porque ella, después de todo, ya tenía diez años. También había aprendido: los adultos rara vez entienden todo lo que se les dice, y con frecuencia se quedan con la parte equivocada.

—¿Entonces? —insistió su mamá, y tomó un sorbo de su taza de café.

—No me peleé con René —se defendió Carmen—. Me peleé por René, que es muy distinto…

Su mamá casi escupió el café y se quedó viéndola con una cara de desconcierto que asustó un poco a Carmen.

—¿Qué pasa?

—¿Cómo que te peleaste por él? ¿Ahora te gusta? ¿No se supone que te cae mal? ¡Y vas en quinto de primaria…!

Ay, los adultos. Costó trabajo, pero Carmen logró explicarle. Sí, René le caía mal, eso seguía igual. Pero el día anterior, en el receso, unos bullies de sexto, que molestaban a quien se pusiera enfrente, se habían ido contra René.

—Lo acorralaron por donde está la vitrina con los premios, ¿sí la ubicas? Los trofeos de deportes y esas cosas. Lo tenían rodeado. Y eso no se podía quedar así —dijo Carmen, y luego explicó que había convencido a Susy, Connie y Miranda, sus amigas, para ahuyentar entre todas a los de sexto. La maestra Rita –que tenía el pelo gris, y muchísimos años en la escuela, pero seguía siendo atenta, rápida y muy estricta– había llegado cuando la pelea ya era una bola de alumnas y alumnos de varios años, todos contra todos. Y precisamente en el instante en que Carmen agarraba del suéter a René para que no siguiera pegándole a alguien de Tercero B o de Quinto C.

Luego de la explicación, su mamá suspiró.

—Ay, Carmen —dijo.

—¿No estás diciendo siempre que no debemos soportar las injusticias? —preguntó Carmen—. Hasta las ajenas, dices. ¿No? Susy repitió lo que dice siempre: que según su mamá si a alguien lo bullean es por algo, y que no hay que ponerse de su lado. Y yo le dije no, no puedes pensar así, y la convencí. ¿Estuvo mal?

—Ay, Carmen —volvió a decir su mamá. Se quedó mirando los platos sobre la mesa, que aún tenían comida—. No, no estuvo mal. Es sólo que… —miró su teléfono, puesto junto al plato, y suspiró; estaba viendo la hora—. Ya se hace tarde. En la noche platicamos. Acaba el desayuno y arréglate.

Carmen ya estaba acostumbrada a que las pláticas de las dos fueran lentas. Es que en realidad no tenían mucho tiempo para estar juntas en casa, al menos entre semana. Y había sido así durante todo el año que llevaban viviendo en aquel rumbo de la ciudad.

Cuando ambas terminaron su desayuno, su mamá recogió los trastes y Carmen fue a lavarse los dientes. Se apresuró para que su mamá no llegara a peinarla (le gustaba mucho, como si Carmen tuviera todavía dos años) y ella misma se hizo tan rápido como pudo una cola, apretada con una liga blanca. Tiraba a ser de las bonitas de su salón –cara ovalada, ojos grandes un poco juntos, cabello negro y brillante–, pero no pensaba mucho en eso. Su mamá siempre insistía en que lo más importante era su modo de ser, y la verdad es que también era de las más populares. No solamente era la líder de sus amigas.

La escuela estaba cerca de la Ciudadela: a pocas cuadras de donde trabajaba la mamá de Carmen. Era una construcción vieja, como muchas de la zona. Su mamá la dejó en la puerta y le dio un beso en la mejilla.

—Te quiero mucho, ¿eh? No lo olvides. Eso es lo principal.

—Sí —dijo Carmen. Y cuando ella se iba—: ¡Espera, espera, espera!

—¿Qué pasa? —preguntó su mamá, deteniéndose y volteando a mirarla.

—Me dijiste que hoy ya te iban a contar bien la historia de…

No dijo más, pero su mamá entendió a qué se refería.

—Ay, Carmela. Sí. No se me olvida. Al rato, ¿de acuerdo?

—¡Pero que no se te olvide en serio! Le preguntas.

—Osh —dijo su mamá, y frunció el ceño y enseñó los dientes, pero Carmen sabía leer sus expresiones y sabía que eso era, a su modo, una sonrisa. Esto la hizo sonreír también.

Y en la escuela, como para que no se le quitara la sonrisa, no hubo tanto problema como Carmen había temido. Su mamá había dejado en su mochila una carta para la maestra Rita, en la que se daba por enterada de lo ocurrido y prometía ir pronto, y con eso fue suficiente. Los bullies ya se habían puesto a molestar a otra persona y toda la gente hablaba de eso. Y cuando fue a sentarse a su lugar, precisamente a la izquierda del de René…, tampoco pasó nada.

—Gracias —dijo René, en voz baja, mirándola de reojo. Y eso fue todo lo que se dijeron durante el día de clases.

René no era un tipo horrible como los bullies (que se hacían llamar Los Perros Feos, aunque más bien debían llamarse Los Babosos, pensaba Carmen). Era como cualquier otro de su grupo, flaco, de pelo negro y lacio. Lo más raro –y no era muy raro– era que aún tenía cachetes redondos y rojos, como de niño más chico. Usaba lentes y no era muy sociable que digamos. Ya tenía teléfono, pero lo usaba sobre todo para jugar, él solo. Había quienes le decían “Rané”, o incluso “Rana”, por sus ojos grandes y su cara redonda, y él lo odiaba. En cambio, le encantaban los sándwiches de queso con ate. Tenía dos hermanos grandes, ya casados, y vivía con su papá y su mamá.

Aunque se sentaban uno al lado del otro en el salón, Carmen no le hubiera dedicado un segundo de su tiempo de no ser porque, después de la escuela, los dos debían ir al mismo edificio de oficinas: las mamás de ambos trabajaban en el mismo lugar, entraban y salían a la misma hora… Hasta eran amigas.

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