Equipo Kimono 1. Sardinas peleonas al ataque

Pau Clua

Fragmento

 Equipo Kimono. Capítulo 1

¿Qué hacen cinco niños encerrados en el montacargas de la escuela de artes marciales más célebre de la ciudad?

—¿Seguro que es este botón?

—Claro. Sótano 1.

—¿Y por qué no ese otro?

—Porque en el S1 es donde se guarda el material.

—¿Y tú cómo lo sabes?

¿Por qué estos tres chicos y estas dos chicas van cargadísimos de bolsas enormes con protecciones, kimonos, cinturones, cascos, espadas, floretes y chaquetas?

—¿Vuestros bártulos pesan tanto como los míos?

—¿Bártulos? ¿Qué es eso?

—Lo mío no pesa nada.

—A mí me duelen hasta los gemelos.

¡Qué suerte! Yo soy hijo único.

Y, lo peor de todo: ¿por qué no paran de discutir?

—¿Por qué tenemos que ordenar el material los alumnos?

—¿Para echar una mano a los profes?

—¿Para dar ejemplo?

—¿Porque somos unos pringados?

¡Y pringadas!

Para encontrar la respuesta a todas estas preguntas y saber quién las está formulando es necesario retroceder unos cuantos días. Bueno, quizás un poco más. Que sean un par de semanas.

Y es que hace poco más de quince días fue un gran día. De hecho, fue EL GRAN DÍA, en mayúsculas, negrita y brillantes luces de neón. Era un sábado y, cosa increíblemente inaudita, los padres y madres de toda la ciudad no tuvieron que recurrir a gritos, besos o amenazas para que sus hijos madrugaran. Todos, sin excepción, ya estaban firmes y listos mucho antes de que sonara el despertador. Algunos, incluso mucho antes de que saliera el sol.

Cada año, pocos días después de que empiece el curso escolar, pasa exactamente lo mismo. Decenas de chicos y chicas menores de dieciséis años que quieren practicar artes marciales como actividad extraescolar acuden a la jornada de puertas abiertas de la escuela de artes marciales más famosa de la ciudad: el Kimono Milenario.

¿Por qué esa escuela en particular? Porque allí se pueden practicar artes marciales. Porque, a pesar de su nombre estrambótico, que recuerda más a un restaurante oriental o a una nave espacial que a un prestigioso centro deportivo, imparten clases los mejores profesores. Y, sobre todo, por la manera en la que seleccionan a los alumnos.

Efectivamente, en este prestigioso centro hay que pasar una prueba de selección, y también hay que tener un mínimo de aptitudes físicas. Pero lo más importante es que no escogen a los alumnos que sean los mejores en sus respectivas disciplinas deportivas, sino a aquellos que la directora y los profesores consideran más válidos.

Pero ¿más válidos para qué? Pues la verdad es que ningún alumno ni ningún familiar lo sabe.

Lo importante en el Kimono Milenario no es un alumno que gane siempre, sino un alumno que pueda aportar algo a la escuela y a sus compañeros. Es un criterio de selección que sigue imperturbable desde que se fundó la escuela, hace ya mucho mucho tiempo.

Por cierto, ¿qué está pasando en el montacargas?

—Nunca habíamos bajado juntos, ¿verdad?

—No.

—Ni juntos ni revueltos.

—Yo ya es la segunda vez que bajo.

—Pues no hay dos sin tres.

Ellos siguen con sus bromitas. Aunque ya llevan dos semanas de clases, apenas se conocen, ya que cada uno pertenece a una de las cinco disciplinas que se imparten en la escuela. Normalmente, eso significa, nada más y nada menos, que, aunque algún día lleguen a ser amigos, la competitividad entre ellos será siempre extrema, o al menos así lo creen. En la escuela siempre ha sido así y siempre será así: cinco clases para cinco disciplinas, que eran la especialidad de cada uno de los cinco antiguos y primeros maestros fundadores.

¿Y cuáles son estas cinco disciplinas? Kárate, judo, taekwondo, capoeira y esgrima.

—Por cierto, ¿cómo os llamáis?

—Yo soy Priscilla.

—¿Pris qué?

—Hay una peli con ese nombre.

—Y así se llama la hija de Elvis.

—¿De quién?

De Elvis Presley. Ya sabes, el Rey.

—¿El rey de dónde?

Ya han empezado con las presentaciones. Algo es algo.

Aunque de momento no lo quieran admitir y aunque todavía no sepan sus nombres, en realidad sí que se conocen. Bueno, más bien se tenían vistos de la jornada de puertas abiertas, cuando todos los aspirantes a alumnos del centro visitaron, en compañía de sus familias, las instalaciones del Kimono Milenario.

Había nervios, bastante prisa y muchos empujones. También había alguien con un disfraz de un simpático tiburón, que es la mascota de la escuela, intentando poner orden y ayudando a que los aspirantes no se perdieran. Había muchos «cuándo empezamos», «y si no me cogen», «me lo imaginaba más grande» y también «dónde está el baño».

Pero había, por encima de todo, un montón de chicas y chicos ilusionados y con los ojos abiertos como radiantes y enormes soles de verano.

—Queridos alumnos y queridas familias, tengan la amabilidad de prestar atención, por favor —dijo una mujer desde el majestuoso tatami del centro del vestíbulo a las decenas de visitantes que llenaban la planta baja—. En breve iniciaremos la visita.

Esa mujer de voz suave pero contundente, de mirada serena pero poderosa, con el pelo recogido en una larguísima cola de caballo adornada con dos palillos rojos parecidos a los de la comida japonesa y ataviada con un kimono, era ni más ni menos que la directora de la escuela.

¡Es la directora Yang! ¡Es la directora Yang! —se oyó exclamar a más de uno, de dos y de tres.

Justo un paso detrás de ella, y en silencio sepulcral, estaban los maestros. Uno para cada una de las cinco artes marciales que se impartían en la escuela.

Estaba Jon, el profesor de capoeira.

Estaba Marc, el profesor de esgrima.

Estaba Nuria, la profesora de judo.

Estaba Kiko, la profesora de kárate.

Y estaba Tom, el profesor de taekwondo.

Estaban allí todos los que tenían que estar, con caras muy serias, ataviados con unos uniformes blanquísimos y en la posición que en taekwondo se conoce como yul shushiot, o sea, de descanso. Una posición que es directamente opuesta a cómo están en estos momentos los cinco alumnos del montacargas.

—¿No creéis que es mucha casualidad que estemos aquí uno de cada clase?

—¿Por qué? Desde el primer día que es así. Lo veo lógico.

—Yo lo que veo es que tendríamos que ir a la planta baja.

—¡Qué manía

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