Monólogo de Tarantino
Quentin Tarantino fundió su nombre con el cine desde su debut: criado en la cultura del videoclub, cinéfilo empedernido, clásico y «freak» al mismo tiempo, sus guiones y películas consiguen el prodigio de una originalidad rampante citando directores, homenajeando escenas y reinventando géneros. En los últimos años, ese universo fascinante se expandió de la pantalla a los libros: primero fue la novela «Érase una vez en Hollywood» (complemento perfecto de esa película perfecta) y después «Meditaciones de cine» (curso y reflexión, autobiografía y legado). Ahora, entre la pantalla y el papel, se sube literalmente a los escenarios: como parte de la promoción de su nuevo libro, cuya edición ha corrido a cargo de Reservoir Books (no podía ser de otra manera), el cineasta se presenta en teatros munido de su mejor herramienta: el monólogo. Rodrigo Fresán estuvo en el evento de Barcelona para escucharlo y salió fascinado por contarlo.
Por Rodrigo Fresán
Quentin Tarantino en Londres en 1994. Crédito: Getty Images.
Antes de nada y primero que todo: Quentin Tarantino en persona -como en y con sus películas- no decepciona. Es decir, era y es verdad, no era mentira: Quentin Tarantino es exactamente igual en lo físico y en lo mental tal cual como imaginábamos a Quentin Tarantino desde lejos en el espacio pero tan cerca en lo suyo.
Ahora -de pie sobre el escenario del teatro Coliseo, en una anochecer de pascual Domingo de Resurrección y antes más de mil quinientos fieles y adoradores que creen en él y que no dudaron en pagar casi cien euros y desbordar butacas para sentirse parte de la religión y próximos al mito-, Quentin Tarantino levanta los brazos y recibe ovación como si fuese mitad gladiador imposible de crucificar y mitad impasible César al que nadie ha podido apuñalar por la espalda. Sí: lo mejor de ambos mundos -en este Coliseo de Ciudad Condal, con un QUENTIN TARANTINO en marquesina como de clásico Old Hollywood y una multitud en la puerta- para el que hoy por hoy, para muchos, es el mejor o, por el menos, el hombre a quien superar y a ver quién se atreve a desafiarlo y bajarle el pulgar o a echarlo a los leones.
Y, sí, hay algo de antiguo romano en el rostro y perfil del director de cine quien ha saltado de género en género pero, por el momento, no le ha hecho caso a las tentaciones del péplum (aunque todos y cada uno de sus filmes estén alimentados por la idea del combate cuerpo a cuerpo y la sed de venganza y el hambre de hacer justicia apenas escondiendo bajo densas capas de ultraviolencia un mensaje y conducta profundamente moral).
En cualquier caso ahí está entonces, recibiendo aplausos de admiración y gritos apasionados con la humildad de quien sabe que se los merece: Quentin Tarantino en carne y hueso siendo y luciendo inequívoca y perfectamente igual a Quentin Tarantino como tantas veces se lo vio en luz y celuloide.
Y es que, a ver, ¿cuántos directores de cine -además de descollar en su obra- han conseguido, además, convertir a su persona y a su figura en parte y personaje de la misma, que su ética y estética de este lado transpire y filtre hacia el otro y, por el camino, que despierten semejante pasión en sus fans? ¿Cuántos de ellos tienen cara-de-ellos y fueron o son inconfundibles? No muchos... Charles Chaplin, Alfred Hitchcock, Orson Welles, Stanley Kubrick, Federico Fellini, Woody Allen, David Lynch, Pedro Almodóvar, Tim Burton... Seguro que me olvido de alguien, pero seguro también de no hay muchos más. De una cosa sí estoy seguro: el efecto que produce esta noche Quentin Tarantino sobre los suyos con lo suyo es algo que muy pocos consiguen. Y a Quentin Tarantino no parece haberle costado demasiado esfuerzo: le alcanzó y sobró con escribir y dirigir nueve películas que -ya desde la primera de ellas y eso sí, ningún otro pudo haberlas hecho- tenían que cumplir una única pero imprescindible condición: la de ser nueve películas -cómo sólo él podía haberlas escrito y dirigido- dirigidas y escritas por Quentin Tarantino.
Y en los últimos tiempos, Quentin Tarantino ha escrito y dirigido en su cabeza dos libros. Dos libros que se supone -así lo ha anunciado- son algo así como el anticipo/transición a una metamorfosis a un ya escritor. Escritor al que, asegura, le queda sólo una última película antes de retirarse y cambiar definitivamente la pantalla grande y plateada por la pequeña y brillante pantalla de un ordenador personal que sólo utiliza para pasar en limpio lo que ya escribió a mano en libretas. Dos libros a los que dediqué sendas reseñas a las que -a continuación y en este tramo de lo que aquí se lee- recompagino en director's cut como si se tratasen no de esos coming soon... sino de un now playing, porque ambos libros no han bajado de cartel ni piensan hacerlo.
¿Cuántos directores de cine -además de descollar en su obra- han conseguido, además, convertir a su persona y a su figura en parte y personaje de la misma, que su ética y estética de este lado transpire y filtre hacia el otro y, por el camino, que despierten semejante pasión en sus fans? ¿Cuántos de ellos tienen cara-de-ellos y fueron o son inconfundibles?
El primero de ellos fue una novela en verdad no basada sino más bien en la que se basó su última película hasta la fecha (alguien ha dicho acertadamente que todos los guiones de Tarantino en verdad son, por su densidad y pericia a la hora de crear personajes, adaptaciones de novelas que existen en otra dimensión que no es la nuestra). La novela de la que salió la película Once Upon a Time... in Hollywood (perfecta desde el primer hasta el último minuto y a la que sólo puede reprochársele su título por una vez en lo suyo fácil y torpemente derivativo de lo de su muy admirado Sergio Leone). Libro cuya edición original en inglés optaba, graciosamente, por el diseño de uno de esos típicos paperbacks de los 70 en Bantam Books (donde convivían las poluciones de los mercaderes de sueños de Harold Robbins con las loables novelas del súper-guionista William Goldman con los miedos del primer Stephen King) invocado con muy tarantinista orgullo trash al género de la novelization. Es decir: convertir en libro a un filme de éxito como parte del merchandising. Y aunque Orson Welles lo haya firmado para su Mr. Arkadin y Arthur C. Clarke con su 2001 se saliese/escapase con la suya (ni mucho, ni muy lejos) de la tiranía de Stanley Kubrick, y un escritor de culto como William Kotzwinkle se apuntara a lo del E.T. de Steven Spielberg por un puñado dólares, lo cierto es que la especie no produjo nada demasiado digno de recuerdo. Tampoco era la idea. Sin embargo, lo de Tarantino aquí (cabía esperarlo) fue algo diferente. Porque lo que ofrecía esta puesta en página de todo ese metraje (con modales casi de auto-fanfiction bajo las órdenes de un luz, cámara, ¡novela!) era, por suerte, más de lo mismo: excelente puesta en escena, conversaciones de antología y giros de trama ya no tan imprevistos pero sí potenciados a los que resultaba imposible no compaginarles los rostros de Leonardo DiCaprio (el mediocre actor Rick Dalton) y de Brad Pitt (su fiel doble-de-acción y protector todo terreno Cliff Booth). Idas y vueltas que, cuando las luces se encienden (en imagen y en letras, ese «I try...», de Pitt ya es línea clásica) resultaban en una de las más grandes historias sobre la amistad masculina a la altura de aquellos memorables duetos de Newman & Redford. Sí: mucho más y mucho mejor que un simple y formulaico buddy film. Y, de paso, una/otra gran ficción de Hollywood y lo poco frecuente pero a la vez esperable tratándose y viniendo de quien se trataba y venía: la novela de Quentin Tarantino -con destellos de E.L. Doctorow y Don DeLillo y James Ellroy- era tan buena como la película de Quentin Tarantino.
Y viceversa.
El reparto principal de Once Upon a Time... in Hollywood en un acto promocional. Desde la izquierda: Margot Robbie, Leonardo DiCaprio, Quentin Tarantino y Brad Pitt. Crédito: Getty Images.
Pero lo más importante de esta novela que expandía mucho a la vez que contraía un poco al film (ejemplo: la bestial y larga masacre de los miembros del Clan Manson, la masacre de ellos y no la masacre por ellos ocupa, apenas, unas pocas líneas del libro; mientras que las historias de todos los personajes empezaban antes y terminaban mucho después) era la cantidad de teorías tarantinescas tan inteligentes como desopilantes sobre programas de TV y películas de la época. Ideas y largo aliento en la sonrisa de Booth (revelándose como gran cinéfilo y amante del séptimo arte revelado fuera de Hollywood) que saltaron al segundo libro de Tarantino. Libro que es el motivo de su presencia en el teatro de Coliseo de Barcelona, ante última escala (sólo resta Berlín dentro de un par de noches y luego vuelta a uno de sus dos hogares en Los Ángeles o Tel Aviv junto a esposa e hijos) en tour-presentación europeo. Meditaciones de cine: ensayo autobiográfico y encendido y emocionante y emocionado (porque, se sabe y se disfruta y se agradece, Tarantino es fan de tantos otros con la misma entrega y dedicación que muchos son fans de Tarantino). Volumen cuyo título V.O. es Cinema Speculation. Y, claro, no es lo mismo meditar que especular. Se medita en calma mientras que se especula sin quedarse quieto. Y, se sabe, Tarantino es alguien, en vida y obra, a quien puede llegar a pensarse como más agitado que meditabundo. Error: en Meditaciones de cine Tarantino prueba ser un maestro en el análisis de su métier. Y analiza con aquello que tal vez esté a mitad de camino entre la meditación y la especulación: la reflexión. Así, en su segundo libro, Tarantino reflexiona mentalmente pero no por eso dejando de flexionar casi físicamente. Y proyecta visión/revisión de películas que más y mejor ayudaron a (de)formarlo como director de cine. Así, Meditaciones de cine es un libro tan sentido como desopilante como inteligente. Y desborda de grandes teorías acerca de lo que Tarantino considera su ADN (y advertencia y nota del autor: las películas que se mencionen de aquí en más lo serán con su título en idioma original porque, a no dudarlo, así lo preferiría Tarantino). Y, si bien trata en sus páginas de asuntos clásicos tantas veces remontados y reestrenados, Tarantino siempre tiene para decir algo inesperado, ingenioso, genial, divertido, iluminador (la sensación, al leerlo, es la de un cómo se le ocurrió a él al mismo tiempo de un cómo no se me ocurrió a mí). En resumen: algo inequívocamente tarantinesco. Así, su versión del cambio de guardia hollywoodense de los 60 y 70 (y el posterior duelo cuasi patri-fraticida entre los auteurs nutriéndose e importando gestos y rasgos del nuevo cine europeo como Robert Altman & Co. quienes odiaban la idea de cine de género y los brat kids con Steven Spielberg y George Lucas a la cabeza quienes sólo querían reinventar el género a la vez que lo glorificaban; Tarantino, curiosamente o no tanto, vendría a ser como el hallazgo de ese eslabón perdido entre unos y otros). Así también, Tobe Hopper, Rolling Thunder, Jim Thompson y Steve McQueen (formidable la explicación de su singular encanto casi autista), el cine grindhouse y el blaxploitation, Don Siegel & Clint Eastwood, Daisy Miller, Paul Schrader, Brian De Palma y el modo en que ocupó el espacio que dejó vacío Roman Polanski luego de Charles Manson (y, sí, la especulación de cómo hubiese sido la casi versión de Taxi Driver a cargo del director de Carrie), Sylvester Stallone, los críticos de cine legendarios (Pauline Kael, Manny Farber y, muy especialmente, el menos prestigioso pero para Tarantino más decisivo Kevin Thomas que, se dice pero no se confirma, serán la materia de la que se nutrirá su próximo y supuestamente último film: The Movie Critic, del que Tarantino comenta poco y nada). Así, por supuesto, la infaltable The Searchers de John Ford como Piedra Rosetta del celuloide.
En Meditaciones de cine Tarantino prueba ser un maestro en el análisis de su métier. Y analiza con aquello que tal vez esté a mitad de camino entre la meditación y la especulación: la reflexión. Así, en su segundo libro, Tarantino reflexiona mentalmente pero no por eso dejando de flexionar casi físicamente. Y proyecta visión/revisión de películas que más y mejor ayudaron a (de)formarlo como director de cine.
Y en el escenario del Coliseo Tarantino abunda en afirmaciones en principio incontestables pero que enseguida y luego de un silencio de segundos y tres puntos suspensivos el mismo cuestiona con un rotundo «BUT!» para darle otra vuelta de tuerca y una take two a una hasta hace un sgundo idea fija y supuestamente bien atornillada.
Y con cada «BUT!» Tarantino sonríe con una mezcla de satisfacción y asombro -la suya, luego de que se lo conoce aún más de cerca, en su hotel- y la más soberbia de las humildades. La sensación que transmite, de algún modo, es la de un cómo es que llegue hasta aquí a la vez de un cómo no iba a llegar hasta aquí.
Y de eso también trata Meditaciones de cine.
Y acerca de eso -una vez que se acallan los larguísimos aplausos y aleluyas de bienvenida- es a lo que refiere esta noche Tarantino haciendo lo que mejor hace y escribe y dirige y hasta actúa: Tarantino conversa pero BUT! monologa. Tarantino está aquí para ofrecer, después de tantos monólogos, por fin, un monólogo de y desde y sobre y hacia y según y por Tarantino.
Tarantino en Roma en 2021. Crédito: Getty Images.
Porque en el principio -y, seguro, hasta el final- en el Génesis del Mondo Tarantino no hay un «Hágase la luz» sino un «Dígase y óigase un monólogo». El monólogo es, para él, La Gran Herramienta: su Alfa y Omega y su Yin y Yang arrancando con un «Había una vez...» para ir a dar a un «...y vivieron infelices» o a un «...y murieron felices» o algo así. El monólogo -EL MONÓLOGO, con mayúsculas- es marca de la casa Tarantino. Sí: Tarantino como -más que probablemente- el mejor escritor de monólogos de la historia del cine con antecedentes claros pero nunca constantes. Los primeros que se me ocurren monologando con mi memoria: la despedida del Mr. Chips de Peter O'Toole, Harry El Tercer Hombre Lime en aquella rueda de la fortuna vienesa, la disolución de la memoria de HAL 9000 y aquel replicante invocando lágrimas en la lluvia, el de Quint en Jaws (uno de los filmes fetiche de Tarantino pero que, seguro, en su versión ese monólogo duraría varias páginas más), lo del «Duderino» en The Big Lebowski y, si a ustedes les va eso, saludos a Four Weddings and a Funeral y Steel Magnolias y Everything Everywhere All at Once.
Pero Tarantino, él solito y por sí solo, ofrece cantidad además de calidad ( y, ah, paradoja de que quien arrancó proponiéndose como director de action-films sería tal vez el más indicado y mejor candidato a adaptar a las obras maestras del modernism literario y su libre fluir de consciencia y todo eso).
Ya saben y -no va a serles fácil- elijan su favorito: lo del origen de los sicilianos en True Romance con Dennis Hopper y Christopher Walken sacándose chispas (y uno de los dos favoritos de Tarantino); el de la justificación para no dejar propinas y el de los masajes de pies y el de la teoría sobre Like a Virgin en Reservoir Dogs (y se dice que Madonna le envío un mensaje a Tarantino diciéndole que no entendió nada, que su canción no trataba «del tamaño sino del sentimiento»); el de la historia de ese reloj y el de esa serie de TV que nunca llegó a emitirse y el de la tronante parrafada bíblica en Pulp Fiction; el de Leonardo Di Caprio autoflagelándose en su caravana entre escena y escena de Once Upon a Time... in Hollywood; el de Bill antes de ser killed en Kill Bill 2; el de esa cena en Django Unchained; el que abre Inglorious Basterds (el segundo favorito entre los suyos de Tarantino) y que le valió un premio Óscar a la vez que un dulce castigo a Christoph Waltz condenándolo a desde entonces ser y hacer y actuar, siempre, del coronel Hans Landa en todo rol asumido por él desde entonces... Y hay tantos otros (el tercer favorito de Tarantino y «lo mejor que he escrito en años» es el del french pimp para el podcast Reel Blend) pero que nunca son demasiados. Y son monólogos que -por lo general- surgen y se disparan y dan en el blanco a partir de diálogos/conversaciones igualmente brillantes y encandiladores.
Porque en el principio -y, seguro, hasta el final- en el Génesis del Mondo Tarantino no hay un «Hágase la luz» sino un «Dígase y óigase un monólogo». El monólogo es, para él, La Gran Herramienta: su Alfa y Omega y su Yin y Yang arrancando con un «Había una vez...» para ir a dar a un «...y vivieron infelices» o a un «...y murieron felices» o algo así.
Como la que esta noche en el teatro Coliseo Tarantino mantiene con el escritor-periodista-especialista en tantos terrenos Jordi Costa. Así, es como si Costa arrojara al aire una moneda y Tarantino la perforase con constantes frases certeras e ideas de perfecta puntería. Y las preguntas son invitaciones a que Tarantino vuelva a dar en el blanco agujereándolas limpia y muy graciosamente y riéndose solo y provocando carcajadas y aplausos en el auditorio. Nombres y títulos y anécdotas y curiosamente -o no- casi ninguna referencia a lo suyo; tal vez porque en su práctica, en su propia filmografía (e incluso en sus propios y muy numerosos cameos en lo suyo y en lo de otros), ya está tan inquieta pero muy claramente expuesta la teoría de todo lo que Tarantino hace y deshace.
Así, Tarantino es, básicamente, un espectador que filma (a la mañana siguiente le comentaré en el hotel en el que se aloja que me causó gracia y algo de sorpresa que en la autobiográfica The Fabelmans de Spielberg el pequeño Steven no apareciese viendo muchas películas pero sí haciéndolas; mientras que en Meditaciones de cine él estaba todo el tiempo viéndolas y nada más que viéndolas. «Es verdad...», sonrió. Y añadió: «Supongo que de ahí la gran diferencia en lo que hacemos, ¿no?». Y, sí, es verdad: mientras que a Spielberg le emociona la épica de salir al rescate de un solo soldado anónimo y de nombre Ryan para honrar la Historia, a Tarantino le interesa más ametrallar a quemarropa a un tal Adolf Hitler y cambiar y corregir la Historia.
sí, en el Coliseo, Tarantino habla más acerca de lo que vio que sobre lo que hizo y hace ver en escenas sueltas.
«El problema de una revolución cuando triunfa es, siempre, que luego tiene que gobernar», explica en relación a lo que pasó luego de que se acabase el viejo y dorado sistema del cine de estudio y tomasen el poder los antes entonces independientes ahora obligados a generar éxitos de taquilla.
«Toda violencia es comprensible y aceptable si funciona y explica y es explicada por su contexto... Yo vi a los diez años un montón de películas supuestamente inconvenientes para mi edad pero que no me afectaron y sí me educaron... como esa violación en Deliverance... En cambio ese fucking Bambi de Disney sí que me produjo las peores pesadillas de mi infancia... Ese incendio... Esa muerte de la madre...». (Entre paréntesis: mi hijo Daniel, sentado a mi izquierda esta noche en el Coliseo, viene viendo sin problema alguno la filmografía de Tarantino desde sus seis años pero, ah, está prohibido mencionarle aquella película clase Z con unos chicken-nuggets con los que se intoxica todo un colegio).
O matiza declaraciones en cuanto al poco interés que le produce el boom ya decreciente de las películas de la Marvel/DC por motivos muy diferentes al odio que le despiertan a Martin Scorsese: «Yo no las condeno, pero llegaron demasiado tarde para mí... Ya estoy grande» (aunque Tarantino alguna vez haya fantaseado con dirigir su Silver Surfer del mismo modo en que soñó con un 007 a su medida y una Enterprise viajando a sus estrellas). Es algo más de una hora de conversación seguida de un intermedio de veinte minutos (Tarantino se demorará algo más y, detalle encantador y estos sí que son fans, será reclamado desde los palcos con esa melodía que silba la falsa enfermera y auténtica asesina con cara de Daryl Hannah en Kill Bill) luego del que, promete, volverá para leer un capítulo de Meditaciones de cine.
Mayo de 1994. Parte del reparto de Pulp Fiction posa en un acto celebrado en Cannes, Francia. Desde la izquierda: Samuel L. Jackson, Maria de Medeiros, Quentin Tarantino, Bruce Willis, Uma Thurman y John Travolta. Crédito: Getty Images.
Y durante esos veinte minutos uno no puede sino conversar sobre lo que se oyó que no es otra cosa que el eco presente de todo lo que se vio. Todo lo de Tarantino hecho por Tarantino y todo lo de Tarantino deshecho por Tarantino para que luego Tarantino haga lo de Tarantino con todo eso. Porque, sí, Tarantino es el más gozoso y gozable de los maníacos referenciales. «Yo robo de todas partes, los grandes artistas roban y no hacen hommages», declaró alguna vez Tarantino ya robándole a Picasso su «Los grandes artistas copian, los genios roban». Y muy bien hecho en ambos casos y ningún jurado los condenaría. Porque la clave aquí y ahí -el genio en todas partes- pasa por apropiarse de una referencia previa para crear una referencia posterior.
Así, en Jackie Brown, esa larga caminata/salida de prisión de la protagonista a mí me remitió automáticamente a la escena final de The Third Man de Carol Reed; pero, también, enseguida, se convirtió en futura referencia para cosas por venir. Y es que sí, como alguien apuntó en un tributo que se le hizo: «Quentin Tarantino es el director de cine más influyente de su generación... para bien o para mal». Y, claro, algo de razón hay en lo anterior: hay algo de contagioso y tóxico en Tarantino que, mal llevado o torpemente plagiado (su mezcla de géneros, su multipolaridad explorando todas las gamas entre la tragedia y la comedia, su manera de no solo discutir sino además convertir en parte de sus tramas a variados ítems e íconos de la alta y baja cultura como si fuesen, y es que lo son, exactamente lo mismo) ha derivado en la cuantiosa deriva de numerosos Tarantinos marca blanca o diet o casi bootleg y no haré nombres. Y hay algo de nuevo paradójico ahí: Tarantino se ha nutrido de múltiples fuentes clase B o Z a la vez que ha redescubierto y promovido clásicos secretos, mientras que lo de Tarantino tan sólo parece generar subproductos muy por debajo de aquello que lo inspiraron o lo inspiran (algo parecido viene sucediendo con Wes Anderson; con la atendible y preocupante diferencia de que Anderson en los últimos tiempos está aproximándose peligrosamente a la más involuntaria autoparodia, mientras que Tarantino parece ir ganando en profundidad y madurez sin por eso dejar de divertir o de divertirse).
Y pensaba en todo esto contando los minutos para que comenzase Killing Quentin: 2 y la prometida lectura de capítulo de Meditaciones de cine. Y recordaba también el muy buen documental QT8: The First Eight de Tara Wood. La plataforma de TV Movistar lo incluyó (título traducido como Tarantino Total) como parte de la programación de su pasajero y para la ocasión Canal Tarantino junto a buena parte de las películas que el director menciona en Meditaciones de cine. Así -gracias- volvía a ver Bullit luego de medio siglo, me reencontré con todo el Spaghetti Eastwood, me interesé por la prehistoria de Stallone y (siempre había leído que era tan mala y por eso le evité cada vez que la tenía cerca) descubrí a la formidable adaptación de Daisy Miller de Henry James que hizo y por la que fue lapidado en su momento Peter Bogdanovitch (probablemente y en más de un sentido el director más tarantiniano antes de Tarantino en su fanatismo por el celuloide y perversión polimorfa pero a la vez tan personal).
Luego de cada toma, Tarantino consulta con su director de fotografía si todo salió bien y éste le confirma que todo OK para que, inevitablemente, Tarantino anuncie y pregunte que «vamos a hacer una más y... ¿saben por qué?» para que todos los allí presentes, bien entrenados y muy obedientes y felices y a coro respondan: «¡Porque nos encanta hacer películas!».
Pero el documental sobre Tarantino es algo formidable. Allí colaboradores desde siempre y recién llegados (sospechosos de siempre y otros que sólo sueñan con volver a ser convocados tanto detrás como delante de la cámara) se pronuncian y aprecian al ídolo que los idolatra. Allí, también, su historia familiar; su relación con el hasta hace poco mecenas Harvey Weinstein; su lenta pero ininterrumpida configuración de un metaverso propio (que incluye a cigarrillos Red Apple, cruces de personajes y autorreferencias, hamburguesas Big Kahuna y el rescate/apropiación de todas esas canciones de los 70 presentadas por DJ de voz casi zombi que lo han convertido en el más talentoso e imprevisible ensamblador de soundtracks desde Stanley Kubrick consiguiendo que ya jamás podamos volver a escuchar aquel hit de Stealers Wheel sin imaginar a alguien bailando con una oreja recién cortada en su mano); las acusaciones absurdas de machismo y misoginia (cuando Tarantino probablemente sea el más grande creador de personajes femeninos y feministas y más que empoderados de su tiempo); la infundada condena casi fundamentalista de Spike Lee por su constante uso de la palabra nigger y los chistes racistas (sí, vivimos en tiempos tontamente difíciles en los que la gente con el cerebro frito por las redes sociales ya no distingue entre lo que piensa una persona y lo que dicen los personajes creados por esa persona) y las tan increíbles como reales anécdotas de rodaje y gestos muy nobles y gran fidelidad de su parte para con actores y personal técnico y productores, todos más que convencidos de que «Quentin convierte a las celebridades en estrellas y a las estrellas las transforma en leyendas». Y lo interesante del documental (y el propio Tarantino lo destacó como una de sus virtudes) es que él no fue entrevistado. Pero, por supuesto, lo mismo está en todas partes y es muy graciosa y muy divertida esa entrevista en la que alguien recuerda que, luego de cada toma, Tarantino consulta con su director de fotografía si todo salió bien (no hay monitores de video en los rodajes de Tarantino del mismo modo que escribe todo a mano y con bolígrafos de tinta blanca y negra) y éste le confirma que todo OK para que, inevitablemente, Tarantino anuncie y pregunte que «vamos a hacer una más y... ¿saben por qué?» para que todos los allí presentes, bien entrenados y muy obedientes y felices y a coro respondan: «¡Porque nos encanta hacer películas!».
Pues eso.
¿Quién es Quentin Tarantino entonces?
Fácil de decir y difícil de lograr: Quentin Tarantino es alguien a quien le encanta hacer películas para aquellos a quienes les encantan las películas que hace Quentin Tarantino.
Tarantino como actor en un fotograma de From Dusk Till Dawn (1996). Crédito: Getty Images.
Y Quentin Tarantino vuelve a escena y escenario del Coliseo y anuncia que va a leer parte del último capítulo de Meditaciones de cine. Capítulo que es -junto con el primero- lo más autobiográfico del libro. Y que -virtual origin story- añade un episodio/precuela a la leyenda verdadera del joven nerd/freak empleado en un videoclub. Aquí, Tarantino explora un paisaje coincidente en el tiempo pero desde barrio diferente al que también delimitaron Bret Easton Ellis (a quien admira) en los ensayos reunidos en Blanco y Paul Thomas Anderson (a quien considera «amigo rival» sabiéndolo alguien a su altura) en Licorice Pizza: la infancia/adolescencia que hoy para muchos sería salvaje pero entonces era puro placer familiar y doméstico en la Los Ángeles de los años 70 y en muchas otras partes también.
Y -finalmente pero al principio de todo, tan entrañable como revelador- ahí el pequeño Quentin. Una muy movida pero tan en foco infancia en la que Quentin se la pasa entrando y saliendo de autocines y de salas de doble-triple programa con su permisiva madre y sus sucesivos novios atléticos y «de color» viendo películas supuestamente más que inconvenientes para alguien de su edad pero -atención- menos nocivas que los telediarios y mucho menos traumáticas que, por supuesto, Bambi. Películas que, el mini Tarantino no entiende del todo aunque sí, intuitivamente, comprende y ya analiza y disecciona escena a escena.
De ahí, ese primer capítulo donde detalla sus incursiones en salas barriales de Los Ángeles. Y, una noche de 1972, esa primera experiencia-epifanía viendo la Black Gunn de/con Jim Brown en el Tower, un cine de barrio negro (y desde entonces queriendo recuperar para sí y provocar en los demás esa excitación casi satori y seguro se futuro último aliento à la «Rosebud»). Y de ahí esa coda que ahora Tarantino lee en el Coliseo (y más que leer la interpreta, y qué ganas de oír el audiolibro de Cinema Speculation) en la que evoca y agradece a Floyd Ray Wilson: alguien ligado al mundo del cine como simple pero a la vez sofisticado espectador, pareja temporal y afroamericana de su madre durante 1978, y autor del interminable guion de Billy Spencer para un wéstern épico que, claro, jamás se filmó pero que sí inspiró mucho a Tarantino.
¿Quién es Quentin Tarantino entonces? Fácil de decir y difícil de lograr: Quentin Tarantino es alguien a quien le encanta hacer películas para aquellos a quienes les encantan las películas que hace Quentin Tarantino.
Esto es lo que terminó leyendo y terminó de leer Quentin Tarantino una noche en el Coliseo: «¿Qué pasó con el guion de Billy Spencer?». «Nada. No creo que lo haya leído alguna vez una entidad importante. Y estoy casi convencido de que ya no existe ninguna copia. Estoy seguro de que Floyd, en el momento de su muerte, era el único que aún tenía una copia. Y cuandoquiera que muriese, dondequiera que estuviese, esa copia se desechó junto con el resto de sus escasas pertenencias (el destino de la mayoría de los vagabundos). Y el cubo de basura al que se arrojó fue la última morada del sueño de Floyd Ray Wilson de un héroe negro vaquero llamado Billy Spencer. Mi sueño de un héroe negro vaquero, Django Unchained, no solo fue leído; lo realicé yo mismo, y se convirtió en un éxito mundial, un éxito que me valió el Óscar al mejor guion original. Cuando subí al podio y acepté aquel hombrecillo dorado, con Dustin Hoffman y Charlize Theron detrás de mí, Floyd hacía mucho que había muerto. No sé cómo ni dónde murió, ni dónde está enterrado Pero sí sé que debería haberle dado las gracias».
Más vale tarde que nunca, en Meditaciones de cine -meditadamente y sin especulación alguna y con la voz quebrada cuando lee esas últimas líneas del libro- Tarantino lo reconoce y lo honra y nos lo presenta como a uno de sus mejores personajes que, si hay justicia, interpretará y monologará Samuel J. Jackson pero, por supuesto, con palabras escritas por Quentin Tarantino.
El huevo de Pascua que Reservoir Books le regaló a Tarantino al acabar el acto (izquierda) y ambiente previo a la llegada del cineasta al Teatro Coliseum de Barcelona el domingo 9 de abril de 2023. Crédito: Rodrigo Fresán.
Y entonces aplausos de pie y un más amor que adoración de sus seguidores que -más allá de la admiración y la gratitud, pienso- se debe a algo más: a que Quentin Tarentino, además de director sea, también, uno de nosotros. Alguien que sigue siendo un freak pero, sobre todo, un meditabundo y especulador espectador que, como Alicia, pasó al otro lado del espejo y desde allí nos contempla y aprecia y siempre tiene algo más para ofrecernos. Tan sólo imaginar dónde estaría alguien como él (nacido por y para el cine, no habla de otra cosa al menos en público) si no se hubiese salido con la suya y con lo suyo produce escalofríos. Probablemente hubiese sido un taxi driver, pero nada más y nada menos que ya saben cuál taxi driver monologando frente a otro espejo un «You talkin' to me?».
«Muchas ganas de ver tu película número once», le digo. «Ya veremos... Ya veremos...», se despide Tarantino entrando en el ascensor para volver, al lugar donde empezó y sigue estando: a lo más alto y completamente seguro de que «si amas al cine, siempre podrás hacer una buena película».
Por suerte todo salió bien y, a no dudarlo, saldrá aún mejor aunque Tarantino se anuncie de salida y cerrando y apagando la luz y la cámara y la acción.
Mientras tanto y hasta entonces y hasta la próxima, al mediodía siguiente de lo suyo en el Coliseo, un Quentin Tarantino con resaca de victoria pero muy amable (pero prohibida toda foto) atiende a entrevistas que quedaron pendientes del día anterior por imprevisto odontológico; recibe con ojos muy abiertos una mona de Pascua de sus editores en la colección por algo bautizada, hace veinticinco años, como Reservoir Books en Penguin Random House; y ya está pensando en nuevos proyectos que incluyen más libros sobre el cine de los 80 Made in USA y otro sobre el cine extranjero que más y mejor lo formó y deformó; y, last but not least pero ojalá que no sea finalmente last, el rodaje de The Movie Critic: el último de sus diez largometrajes porque, ha dicho, quiere un exit/ext. en lo más alto y sin caer en decadencia.
«Muchas ganas de ver tu película número once», le digo.
«Ya veremos... Ya veremos...», se despide Tarantino entrando en el ascensor para volver, al lugar donde empezó y sigue estando: a lo más alto y completamente seguro de que «si amas al cine, siempre podrás hacer una buena película».
Lo que, por supuesto, no sólo no es verdad sino que además está muy lejos de ser cierto para buena parte de los que aman el cine, porque hay amores que matan.
Pero sí es una suerte el que Quentin Tarantino se lo haya creído y lo siga creyendo y nos lo haga creer sin esfuerzo pero con gran esfuerzo y fuerza de su parte.
Y, seguro, a todo esto y mucho más se referirá cuando, de aquí a unos años -y entonces sí acordándose de Floyd- reciba un Óscar a toda su carrera y Quentin Tarantino otra vez no decepcione y lo agradezca con uno de esos monólogos de Quentin Tarantino.
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