Teresa Arijón: el pudor de la nudista
Reinas, plebeyas, prostitutas, vírgenes, anónimas, célebres. La Venus de Botticelli, la Virgen muerta de Caravaggio, la Fornarina de Rafael, la sonrisa indescifrable de Leonardo, el vello púbico del cuadro de Courbet. ¿Quiénes fueron ellas en realidad? La identidad de las mujeres que han sido musas y modelos a lo largo de los siglos ha obsesionado por igual a académicos, ladrones y moralistas. En «La mujer pintada» (Lumen), la poeta y traductora Teresa Arijón comete un regocijante acto de justicia artística revisitando la Historia del Arte en una serie de retratos, ensayos y crónicas que corren el velo sobre las vidas extraordinarias de muchas de esas mujeres. Y al hacerlo, también recuerda y reflexiona por primera vez -con la delicadeza de su poética- sobre los años que ella misma posó como modelo. En esta entrevista con la escritora y periodista Matilde Sánchez, Arijón explica cómo y por qué lo hizo.
Por Matilde Sánchez

Detalle de «El nacimiento de Venus» (1482-1485), de Sandro Botticelli. Crédito: Getty Images.
Los fascículos lustrosos de una pinacoteca universal la iniciaron, sin más guía que un índice, en la fascinación por las madonas y sus niños. Sobre todo, por las bellas vírgenes de identidad paradójica, madres de himen intacto. Corrían los años 60, muy pocos podían viajar y no existían más que libros y revistas para pasear por los grandes museos. Buen comienzo que ella no estudiara al hijo de Dios sino a esas beldades dulcemente fálicas, retratadas en su plenitud lactante, un momento antes de que los dedos elegantes y en general extremadamente largos, a menudo separados entre sí, preanunciaran la acción de hurgar entre la tela hasta encontrar la fuente de vida y deseo, alojando así su acto seguido -no representado en las obras sino sugerido por el gesto de las manos- en la fantasía del espectador.
Ella agrega que le gustaba especialmente La Virgen del cuello largo, del Parmigianino, Girolamo Mazzola. Es un cuadro que se aparta de los códigos de la época y no fue concluido; su autor dejó escrito que no hay belleza sin rareza formal. Como el cuerpo humano se sintetizaba entonces en las variaciones de la armonía, el truco del Parmigianino para sobresalir en el vértigo de madonas residió en acentuar la desproporción de ese cuello y de ese niño, que a su vez los emparenta con una familia de cisnes y, por lo tanto, con Leda; corren en un segundo plano los muchos oficios del Espíritu Santo. Se trata, además, tanto de una Maternidad como de una Pietá. En ese espejo de duplicaciones que suele ofrecer la pintura, ¿ella se imaginaría como madona, como el enorme bebé que parece muerto, o como la artista fuera de escena? Teresa Arijón había quedado huérfana con siete años.
Quizá se ruborizara al pasar las láminas, no lo sabemos, al menos no lo recuerda cuando se lo pregunto una tarde de primavera, mientras a sus espaldas –mejor, ofreciéndole ella su espalda perfecta, los famosos omóplatos– una Diana del Jardín Botánico a la vez multiplica a las madonas evocadas. En su ensayo La mujer pintada, evoca el debut como modelo de desnudo, su primera vez, cuando entró en ese taller de dibujo donde la esperaban tres alumnos para una sesión. Cuenta que era de noche y, para darse coraje, se subió a una mesa baja y antes de preguntar nada se desnudó íntegra -casi se puede oír la caída de la ropa a sus pies-. Entrando en el personaje de musa, según había aprendido en las clases de teatro, respiró hondo y contó hasta seis. «La mirada se siente como tacto: te roza, te sacude, te pellizca. Enrojecí hasta que me ardieron las orejas». Primer rubor de la nudista. Había nacido la modelo y con ella, una Venus, del oleaje de su propia ropa.
Conocí a Teresa Arijón como parte de la fauna que todos integrábamos y paseábamos por una calle Corrientes recién recuperada, en los años de la transición democrática. Para nuestra mesa de bar, ya era una poeta joven establecida, en las lecturas del Centro Cultural Rojas, y una personalidad dulce y a la vez arisca -su voz es pausada y honda-, satélite joven de una banda aparte, la liga mayor. En su libro, las recuerda en el bar La Paz. Mirta Rosenberg, María Moreno y Diana Bellezzi practicaban «un feminismo audaz y creativo, con implacable sentido del humor», mientras ella dibujaba una rana con rasgos humanoides a pocos metros. Esos días me traen también El pudor del pornógrafo, una novela de Alan Pauls que tiene un clima afín a este nuevo libro. En 1991 Arijón sumó el bello Teoría del cielo, escrito con Arturo Carrera. Ese original ensayo biográfico y literario -a partir de fugaces indicios, a lo Barthes- trazaba siluetas de autores tan variados como Haroldo de Campos, William H. Hudson y Perlongher, pero también de los artistas Leonora Carrington, Alfredo Prior y Wifredo Lam. A comienzos de los años 90 el directorio de nombres seguía siendo eminentemente masculino, tanto en los créditos como en sus objetos de estudio, y el agregado de Arturito en el título propulsaba decididamente a Teresa y obligaba a releer sus poemarios anteriores. Con los años se convirtió además en una traductora de clásicos en inglés y portugués. Entre esos mundos y el presente ensayo se aprecia un hilo, que es poético y mantiene su contención formal. Y el aliento romántico. En una era de exhibicionismo narcisista, Teresa ya no es tan arisca pero sigue siendo extremadamente discreta en su primera persona: su estética es esa autodisciplina.
Retratos de unas damas
La mujer pintada ofrece la crónica de su experiencia como modelo de desnudos. Al mismo tiempo, se imagina parte de una cofradía más o menos secreta, al rastrear la filiación con sus antiguas hermanas en el metier de la pose. El ensayo está atravesado por su propia memoria de epifanías e incidentes, en los años dedicados a modelar, con especial continuidad para el pintor Juan Lascano, autor de bodegones y desnudos femeninos muy valorados por su luz intimista y la precisión naturalista.
Según Teresa, los primeros años modelando fueron muy «agitados», curioso para una tarea que en esencia consiste en estarse inmóvil. «Eran largas horas de corrido; en ocasiones posaba hasta nueve horas al día. Salvo algunos episodios ríspidos, los talleres solían ser lugares divertidos, llenos de jóvenes. Conocí a mucha gente… ». Y continúa: «Tuve dos etapas, la inicial, parte de los años 80, cuando también posaba para otros talleres y artistas, no solo varones. Después se interrumpió con mi viaje a Río de Janeiro. A la vuelta, lo retomé. Fueron más de veinte años posando con intermitencias para Lascano, hasta que en 2006 él se mudó a Bariloche. Eso marcó el fin de mi actividad como modelo».
El modelo vivo no siempre ejecuta, digamos, una escultura en la carne. Esa tarde ella lo explicó así: «Hay alternancias, puede haber toda una coreografía de gestos congelados o en modo pausa. Algunas poses pueden ser breves, de quince minutos, que el artista emplea en hacer un rápido boceto, y luego la modelo pasa a otro gesto. Hay secuencias de poses. Pero a veces también pueden ser tres horas de inmovilidad. En los talleres de dibujo a menudo se planta una figura y luego seguirán varias sesiones en la misma pose. Todo depende de lo que busque el artista o el maestro».
«Posar tiene algo del yoga, porque persistís en una postura, pero también tiene del oficio teatral. Yo hacía mi trabajo contenta; sobre todo valoraba que me dejara la cabeza libre. En el momento de la pose, obligada a la inmovilidad física, ¡tu cabeza vuela!”».
Le pregunto por el peso de la inmovilidad, si requiere una paciencia de fakir. El cine nos acostumbró a imaginar a la modelo exhausta, incluso con calambres, sometida a los despotismos del artista. Ella lo desmiente; posar no tiene nada de torturante porque además se aprende. «En general son sesiones de tres horas, con recreos variables de quince minutos que se prolongan según lo esforzado del pedido. No es lo mismo posar de pie que recostada. Más que olvidarte de tu cuerpo, sos consciente de la pose en cada momento mientras tu cuerpo está en otra parte. Sos y no sos vos. Por eso digo que tiene algo de actuación, requiere interpretar un personaje».
Sin embargo, para la poeta, el modelaje -es pertinente emparentarlo con el oficio de pasar moda, sería su negativo- no solo suponía la traducción de lo viviente a un plano sublimado. También cabía una lectura materialista. Era un oficio que se pagaba muy bien considerando su especificidad de no-trabajo, consistente en una no-acción, el no hacer nada, que en su caso habilitaba la vacancia -y vagancia- mental. Le permitía entrar en una campana meditativa.
«Posar tiene algo del yoga, porque persistís en una postura, pero también tiene del oficio teatral. Yo hacía mi trabajo contenta; sobre todo valoraba que me dejara la cabeza libre. En el momento de la pose, obligada a la inmovilidad física, ¡tu cabeza vuela! En este sentido, posar es casi lo contrario de traducir, aunque en ambos casos sos el medio que permite al otro hacer lo suyo. Mientras traducís siempre encarnás la palabra ajena, escribís a partir de algo ya escrito pero tu cabeza solo puede aplicarse a ese acto. Para una poeta, el espacio de libertad mental hacía que mi poema llegara. Me daba el poder de estar a entera disponibilidad de la imaginación. En los descansos, volaba a anotar todo lo que había estado pensando».
«Para una poeta, el espacio de libertad mental que me daba posar hacía que mi poema llegara. Me daba el poder de estar a entera disponibilidad de la imaginación. En los descansos, volaba a anotar todo lo que había estado pensando».
¿Será cierto que en La Fornarina la modelo señala el bulto que le crece en un pecho, y que de eso va a morir? El aliento del relato de Arijón nos hace correr a buscar si ha quedado la imagen radiográfica del pentimento con el que Rafael Sanzio borró una alianza de matrimonio en el dedo medio izquierdo de su modelo. Y de allí, a sus reversiones obsesivas, a la escena de los amantes juntos admirando la obra terminada, de Ingres, a la pintura imaginaria que los representa como hermanos, en el cuadro del francés Henri-Joseph Marlet. Durante siglos persistieron dudas sobre el nombre de la modelo y musa de Rafael. Recién en el siglo XIX los historiadores concluyeron con certeza en la identidad de Margherita Luti, la hija del panadero de Siena.
Por el libro de Arijón, la mujer pintada, «modelo por voluntad propia y musa por arrebato ajeno», no se está quieta, se pasea. Las hay anónimas, de quienes se tienen unos pocos detalles, y también las que lograron salir de la pose -tan afín a una condición de quietud encantada, a un sortilegio- para convertirse en artistas. Son vírgenes y diosas paganas, bacantes, duquesas y plebeyas y una saga de Judiths salpicadas en la decapitación de Holofernes. Pensemos en Olimpia Triunfi, modelo del único desnudo de la pintura española en el siglo XVII, y en sus rasgos empañados por Velázquez en el espejo: La toilette de Venus fue acuchillada en 1914 por una sufragista que la consideraba impúdica. La mujer pintada puede ser a la vez una Ofelia muerta en aguas congeladas; su rostro servirá de púnctum fotográfico enmarcado por una cabellera legendaria: Lizzie Siddal llegó a pintar su autorretrato y encarnó el mito de la escuela Prerrafaelista.

«La Fornarina» (1518–1520), de Rafael Sanzio, expuesta en el museo Scuderie del Quirinale de Roma. Crédito: Getty Images.
Pero pueden también, exceptuado el rostro, ser vulva aumentada a primerísimo primer plano, como en El origen del mundo, de Gustave Courbet, una de las telas más acontecidas de la historia del arte. Confiscada por el nazismo, comprada por Jacques Lacan y recién expuesta en el parisino Musée d'Orsay desde 1995, animó a la joven performer Deborah de Robertis a ponerse en cuclillas y abrirse de piernas ante el cuadro, ofreciendo el detalle viviente. La mayoría de las modelos tuvo esa anónima notoriedad solo en las pinturas, que las sobrevivieron mucho después de que ellas se retrajeran al fondo del olvido. Hay en la modelo ese pacto de eternidad; según Arijón, un pacto por la belleza. Sobre la inigualable Simonetta Cattaneo: Botticelli completó El nacimiento de Venus nueve años después de su muerte. La modelo, escribe Arijón, es lo que no es: «una proyección, un sueño, una sombra china». Su enciclopedia menor perfila biografías rescatadas detrás de los grandes nombres propios masculinos.
Algunas de las modelos lograron pasar del otro lado, escribe, salir del lienzo y tomarlo por las hastas. Ahí está la inconcebible historia de María Pasqua Abruzzesi, la niña de Veletri vendida a una condesa francesa cuando ésta, imposibilitada de comprar el retrato que la había obsesionado, compró a la modelo a su padre.
Algunas de las modelos lograron pasar del otro lado, escribe, salir del lienzo y tomarlo por las hastas. Así, Sophie de Boutellier, que firma sus cuadros con el seudónimo de Henriette Browne: orientalismo, amor por los hábitos y tocados, se trate de señoras en el harén o de las monjas que regentean orfelinatos. O la inconcebible historia de María Pasqua Abruzzesi, la niña de Veletri vendida a una condesa francesa cuando ésta, imposibilitada de comprar el retrato que la había obsesionado, compró a la modelo a su padre. En sus páginas corre casuística suficiente para un nuevo romanticismo: las vidas perdidas de aquéllas que prestaron sus cuerpos sin imprimir sus nombres. O, mejor, un tratado sobre la vida real de esas modelos fantasmales, que quizá tuvieron vidas imaginarias como artistas pero quedaron en latencia, atrofiadas en sus aspiraciones, en sus sueños inconclusos o malogrados de pintar un autorretrato o pintar a otros. Un romanticismo, entonces, para el museo perdido de obras dispersas que ya nunca podrán ser atribuidas a la legión de modelos, no natas como artistas.
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La modelo y los espejos: no es algo que Arijón haya dejado de pensar desde el taller. La máscara en directo, la que da origen a la palabra persona, proviene de phersu en idioma etrusco, nombraba las máscaras de arcilla usadas en el teatro. Si seguimos las etimologías, el personaje teatral habría precedido la conciencia del individuo, de manera que bien podía Arijón dejar al suyo echado en la escena y divagar a sus anchas. Interesante observar, para plegarnos a este libro lleno de curiosidades y siguiendo el método de indicios aprendido en su Teoría del cielo, que la frase en persona para aludir a la presencia física, data de los años de 1560.
Hay un momento en su relación con el espejo -no el del arte sino el objeto en sí, tan empleado en los talleres para producir una imagen 360° de lo recortado por la visión- donde el realismo acecha y la abisma. Cuenta que ella nunca posó de frente a un espejo. «Posé muchas veces de espalda a un espejo pero no viéndome a mí misma. No soy amante de los espejos. No habría soportado esa confrontación cara a cara por un tiempo prolongado. Me habría resultado perturbadora».
Arijón revela otras escenas, sorpresivamente veladas de extremo pudor, sobre cómo la pose se convierte en recurso tanto de la autosatisfacción como del placer del otro. El amor de Romualda Lisboa y Prilidiano Pueyrredón, ¿habrá comenzado por su papel de modelo viva o por su condición de pareja erótica? ¿El cuerpo presente logra pasar íntegro a la pintura? La mujer pintada se pregunta también de manera tácita si la memoria fue siempre fotográfica, o si fue lo inacabado o incompleto de la pintura aquello que empujó la imaginación tecnológica y el invento. ¿Cómo recordaba Edgar Degas a su Olimpia? ¿Recordaba su propio cuadro o la pose? ¿O bien recordaba el cuerpo en acción? ¿La recordaba in the flesh?, la frase en inglés tiene una traducción solo aproximada en castellano.
Varias de las mujeres recogidas en el libro trabajaron en el siglo XIX, el siglo de los desnudos en el arte. La institución que tiene más en su acervo es el Museo del Prado, cuenta Rafael Argullol, un capricho de la realeza española para sus gabinetes privados. Por entonces, la modelo viva siguió siendo la mediadora material entre el mundo bajo y el arte, y también ese relicario único de libido, represión y fantasía. Así como hay tráficos históricamente fértiles entre el burdel y la poesía (ver los epigramas de Walter Benjamin), también existieron siempre entre la prostitución y la pintura. Las mujeres posaban al filo del pecado y el delito se colaba por las vainillas de una blusa. Experiencia probable de Caravaggio en el crimen entendido como una de las bellas artes, anticipándose casi dos siglos a De Quincy. Narra la autora que Caravaggio empleó a una chica embarazada y encontrada sin vida flotando en el Támesis para representar a la Virgen muerta, sumando así una herejía.
Está en las capacidades del arte humanizar y volver mortales a los héroes mitológicos y, al mismo tiempo, inmortalizar a los cuerpos perecederos. La inmensa mayoría de nosotros morirá dejando cientos y miles de fotos superfluas que perderán todo sentido pero sin una pintura de nuestros homóplatos; Teresa Arijón perdurará siempre joven.
¿Qué sabemos de la pareja de modelos que posó para El rapto de Proserpina? En la obra de Bernini, el taco de la mano izquierda de la joven raptada aleja la cabeza del captor y hace que la piedra se arrugue en la sien, mientras las enormes manos masculinas se hincan en la carne juvenil, presionan el muslo y la cintura. Es una mímesis perfecta de movimiento y de la dinámica de fuerza y reacción, y también un espléndido juego acerca del realismo. A partir del libro de Arijón, las obras que siempre miramos por un momento adquieren materialidad y el espectador se pregunta cómo fueron producidas, quiénes posaron y si se conservó el vestuario. El ensayo abre a cien posibilidades. Rápido ahí, una veloz pesquisa digital y enseguida, a toda la pantalla, el detalle ampliado de la piedra convertida en piel y tejido perecederos, en los que, un rato después de esa toma, aparecería un moretón violáceo en la piedra. Está en las capacidades del arte humanizar y volver mortales a los héroes mitológicos y, al mismo tiempo, inmortalizar a los cuerpos perecederos. La inmensa mayoría de nosotros morirá dejando cientos y miles de fotos superfluas que perderán todo sentido pero sin una pintura de nuestros omóplatos; Teresa Arijón perdurará siempre joven.

«Leonardo retrata a la Gioconda» (1863), por Cesare Maccari. Crédito: Getty Images.
«Fui una modelo singular en esto. Nunca entablé una relación con el artista durante los días de posado. Alguna vez, sí, pero siempre con posterioridad. A pesar de la desnudez, no es tan habitual que exista una tensión sexual durante la pose, como antes se pensaba. Puede haberla en una de las partes pero no necesariamente es correspondida», cuenta Teresa. «Es cierto que existe una asimetría en el acto mismo de posar que podría por sí sola instalar esa tensión. Desnuda, despojada de ropas, ofrecida de algún modo... Pero en esa asimetría, el dinero está de por medio. De alguna manera se trata de un cuerpo alquilado para ese fin. Allanada por el cobro, esa desigualdad no me la hicieron sentir, salvo en un par de ocasiones que cuento en el libro. A veces elegí posar para alguien una sola vez y nada más. Sin embargo, casi siempre me sentí en un plano de afecto y paridad».
Matilde Sánchez: Todo trabajo tiene vicisitudes, que compartimos con los familiares. ¿Qué pensaban los tuyos, siendo huérfana además?
Teresa Arijón: En mí la tarea era un poco secreta. A mi familia, que era bastante atípica, no se la pude ocultar por mucho tiempo. Me hubiera encantado que mi tía leyera el libro (hay una bella evocación suya en el libro); al enterarse, ella sentenció: «mejor no me cuentes más». Mi prima lo supo un poco por arriba, es que nadie quería conocer detalles en casa… En ausencia de madre, las tías eran más severas que papá. A él no le gustaba nada pero acabó aceptándolo; tampoco le gustaba que estudiara teatro. Para mis veinte años, creo que ya me consideraba una perdida. Y era papá quien me atendía los llamados telefónicos y recibía los pedidos de los talleres. Nunca especuló con arruinarme el trabajo. Me los transmitía fielmente, supongo que confiaba en que sabría cuidarme.
Matilde Sánchez: ¿Y los amigos?
Teresa Arijón: Con los amigos muy cercanos la compartía. Una amiga que me hizo conocer el oficio y me alentó a que lo intentara. Con mis ex compañeras de secundaria, por ejemplo, no hablaba de eso. Imaginaba que querrían ahondar en las situaciones y esa curiosidad me molestaba. Soy muy reservada, ocultadora de mi intimidad.
Matilde Sánchez: El trabajo estuvo revestido de un halo pecaminoso por siglos. Después la pornografía convirtió la desnudez en commodity. ¿Hasta cuándo dirías que continuó esa percepción?
Teresa Arijón: Para mí ya no lo estaba pero, por ciertas cosas que escuchaba, me daba cuenta de que seguía despertando fantasías. En general, yo era muy firme en eso con mis parejas. Ese era mi trabajo y no tenía en cuenta lo que le podía pasarle a la otra persona. Entendía que tenían que confiar en mí. Tuve parejas que me celaron pero nunca fue un conflicto tal que me obligara a romper. Al contrario, más tarde, cuando veían las obras, tenían gusto en verlas, sentían simpatía.
Matilde Sánchez: ¿Hacías comentarios a los artistas sobre tu retrato, tenías el impulso de corregirlos?
Teresa Arijón: ¡¡Sí!! Era particularmente arduo callarme con los principiantes. A veces tenía que darles la triste noticia de que algo había salido mal. Es que en el proceso de posar vas aprendiendo con las indicaciones de los maestros. Es que una vez que posás querés pasar el otro lado, es inevitable. En el taller, quedás sometida a la pedagogía; tal músculo se inserta aquí, se prolonga en tal otro… Lo más difícil siempre es plantar un cuerpo. Que un brazo sea un brazo y no un tallo vegetal. En la pintura, el brazo debe tener carne, piel y hueso, que son invisibles.
Matilde Sánchez: ¿Dirías que existía una lucha de clases propia del atelier?
Teresa Arijón: Es cierto que la gran mayoría de las modelos eran de clase social pobre, mientras los pintores solían pertenecer a la clase alta. Ellas a menudo combinaban el modelaje con la prostitución, o bien, cuando dejaban de modelar por su edad, se convertían en lavanderas o bordadoras. No estoy segura de que alguna se casara a partir de la experiencia, no era habitual. Lo que suele quedar son biografías de mujeres solitarias. Ignoramos el camino que siguieron; incluso de las más célebres, se pierde el rastro. Ahí está el caso finalmente feliz de Victorine Meurent, modelo de Manet. Vuelve a posar, esta vez desnuda, para el Desayuno sobre la hierba. Más tarde, vestida de torero… Victorine acaba viviendo con una acomodadora; tiene algún romance con ella y las dos se retiran juntas a un pueblo, hoy en las afueras de París. Es un hecho notable que cuando comencé con el libro, se había encontrado un solo cuadro de Victorine; pero la visibilización va rápido y ya sobre la publicación, en 2021, varias obras fueron ubicadas. Una mujer se sintió motivada por su historia, escribió una ficción; eso tiró del hilo y empezaron a aparecer obras, con su autoría certificada. Para alguien como ella, que no tenía descendientes ni familiares, lo más habitual era que fueran a parar al descarte. Nadie se ocupó de cuidar ese legado, que ahora se debe reconstruir.
«Las Guerrilla Girls nos hacen ver la disparidad: cuántas mujeres desnudas hay en el Met de Nueva York y qué pocas son las que ingresan como artistas. Es más fácil entrar desnudas como modelos que como pintoras».
Matilde Sánchez: Quienes nos hicieron ver tempranamente la distancia entre el desnudo femenino y el acceso al museo fueron las Guerrilla Girls, el grupo de activistas que en los 80 hicieron las famosas pegatinas en el Metropolitan. Contás tu encuentro con ellas.
Teresa Arijón: Ellas nos hacen ver la disparidad: cuántas mujeres desnudas hay en el Met de Nueva York y qué pocas son las que ingresan como artistas. Es más fácil entrar desnudas como modelos que como pintoras. Año a año las Guerrilla Girls actualizan los ingresos al museo. Si bien aumentó la cantidad, hoy tampoco es apabullante. Me gusta ese texto de Tamara Kamenszain en el que reivindica la palabra poetisa, que las poetas eludíamos porque siempre nos relegaba al género sentimental, al bajo fondo del canon. «Y sin embargo, sin embargo…», vacila Tamara. Ni siquiera así conseguimos la centralidad. Recuerdo a mis pares varones cuando me decían que las mujeres no podíamos escribir, aseguraban que en prosa éramos desarticuladas. Y se atrevían a decírselo a una poeta, distinguiéndola como excepción. Yo los refutaba pero de todos modos, me lo decían, algo violento... Ahora ya no permitimos que nos digan tales cosas.
Matilde Sánchez: Quiere decir que cuando alguna vez nos cruzábamos, vos estabas en plena época de modelo. Tu libro tiene pasajes de crónica de una bohemia porteña con una mirada no dogmática; se cruzan en ella climas de autoras tan disímiles como Laura Ramos y María Moreno. Pero recién ahora la modelo sale del closet.
Teresa Arijón: Siempre fue un oficio secreto. Y es afín al del traductor, tarea históricamente invisible. El registro del traductor ocurre recién en la segunda mitad del siglo XX. En mi juventud, leía traducciones sin preguntarme quién era el autor en castellano; la autoría asumía solo la identidad de la lengua original. Semejantemente, las historias e identidades corren por detrás de las obras que admiramos. Se desconoce la identidad de la modelo para La Madona de cuello largo.
Matilde Sánchez: En el libro te preguntás qué era lo que a vos te gustaba de «posar desnuda sobre una colchoneta o a medias cubierta por un paño», de dónde provenía esa desenvoltura. Hay una cita clave de la modelo e historiadora del arte Elizabeth Hollander que parece guiar el libro y que de hecho, justifica tu voluntad de contar esta historia. Parece una de tus verdades íntimas, como si la narración ejecutara también su arte de lo visible y lo velado.
Teresa Arijón: «Lo importante no era saber si yo era un objeto sino saber si ser un objeto me gustaba». Esta cita, es cierto, ocupa un lugar central porque en algún momento de mi actividad, siendo feminista y ante los cuestionamientos de algunas amigas al enterarse de que yo posaba, y en general para artistas varones, yo misma tuve que confrontarme con esas contradicciones. Era criticada por prestarme a la cosificación de la modelo. Pero la verdad es que fue un dilema muy pasajero. En esa cita, Hollander se está riendo del hecho de ser objeto. En cualquier caso, si sos objeto, no lo sos en el sentido de la cosificación. Eso corre por parte del espectador o del público pero no del artista porque él ama lo que pinta. Ama a su objeto sea cual fuere: ama el cacharro y el paisaje, ama los animales y a la modelo porque sin ellos no se convierte en pintor… El artista necesita al modelo, de modo que es una relación de doble dependencia.
Matilde Sánchez: Contás el episodio con un fletero, cuando te lleva desde el atelier de Lascano a una galería cargando la obra. Te toma por la pintora y le revelás que sos la modelo. Pero con el mayor orgullo, una coquetería exhibicionista.
Teresa Arijón: «Entonces la felicito por la espalda…», me dijo y nos reímos. A mí siempre me gustaba verme en las pinturas de Lascano porque me veía hermosa.
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