«Niño sobre fondo azul radiante», un cuento (telúrico) de Rodrigo Cortés
«Cuentos telúricos» (Random House, 2024) es una antología de relatos (casi) fantásticos, una colección de cuentos a través de los cuales Rodrigo Cortés logra que realidad y magia sean prácticamente indistinguibles. Porque entre sus páginas encuentran un cobijo los hombres reptil, las niñas listas, los personajes atrapados dentro de personajes, las cartas llegadas del futuro, los círculos en los campos de cereal, los volcanes furibundos, las abducciones, los calamares gigantes o las fábulas sin moraleja. El relato que aquí sigue, un texto titulado «Niño sobre fondo azul radiante» que LENGUA publica en exclusiva, forma parte de este espectáculo deslumbrante al que nos invita Cortés.
Por Rodrigo Cortés
-Irene-Medina-webp-interior.webp)
Rodrigo Cortés. Crédito: Irene Medina.
Niño cavaba la arena de la playa con su pala amarilla bajo la atenta mirada de Madre, que descansaba bajo una sombrilla en su silla plegable y floreada, y desconfiaba, como era su deber, de cualquiera que se divirtiera.
Padre hablaba, mientras tanto, con un marroquí de pantalones huecos y le entregaba unas monedas a cambio de una lata de cerveza que se abrió allí mismo, chsss… Luego Padre miró al mar, y luego alrededor, a nada en concreto, mientras la brisa le revolvía el pelo negro, y miró de nuevo al mar, con el ceño fruncido esta vez, por el sol. No parecía tener muchas ganas de regresar a la sombrilla, Padre.
Madre llevaba un biquini de un rojo gastado, casi rosa, que nunca en la vida, que se supiera, había tocado el mar, ni siquiera sin querer, bien pegado a su piel de apache, y el pelo muy corto, y unas gafas muy grandes, como de plástico, que parecían aclararse un poco cuando miraba a Padre con la misma desconfianza con la que miraba a todo el mundo.
Hermana, un año mayor que Niño, leía, lejos de la sombra, un libro de enigmas en un internado de chicas, con el rostro enfadado y fruncido de siempre. A veces enroscaba los dedos en la tela blanca de la camiseta y la estiraba un poco, y luego la soltaba, y luego pasaba una página, resoplando como si tuviera mejores cosas que hacer, sólo que por lo visto no, y volvía a enredar los dedos en la tela, y así todo el rato.
Niño miraba, aburrido. Lo miraba todo. No quería estar allí ni quería estar en ninguna parte, así que miraba también el mar, por si a una ballena furiosa le daba por emerger del agua para merendarse un patín o una lancha. O miraba al sol haciendo visera con la mano, por si una nave bajaba del cielo y aterrizaba en la playa y, entre disparos raudos y ofertas de paz, hacía más corta la mañana.
Niño excavaba un poco, sin mucha convicción; una palada o dos cada vez, haciendo agujeros que luego rellenaba. Madre lo había untado en Nivea, así que la arena se le pegaba a las piernas y a la espalda, bien mezclada con el sudor, sobre todo en esos sitios donde la piel se dobla.
A su lado pasó corriendo otro niño aún más pequeño, con camiseta y sin bañador, con la pirula al viento, tan contento; chapoteó un rato junto al agua con la conciencia de un ratón y regresó por donde había venido, con igual discernimiento y al mismo ritmo. Los niños no saben andar, y mucho menos en la playa; los niños corren o se están quietos, no tienen más posiciones: un niño se levanta y echa a correr, hacia donde sea, y, si ve a otro niño, se echa a correr hacia él, y, si se hacen amigos, se sabe porque van los dos corriendo al agua y se tiran con la tripa por delante sobre la arena húmeda, que parece un espejo, y se ríen como si tuvieran un televisor por dentro, y regresan, también a la carrera, al mar, cada vez más desnortados, hasta que sus padres los separan como si fueran gallos para que puedan seguir con sus vidas familiares, en las que no caben intrusos. Entonces los niños se miran en la distancia desde sus jaulas, mientras sus madres les dan un yogur o un plátano, y se prometen un mañana mejor, todo carreras, al otro lado de la infancia.
Niño, decía, hacía como que cavaba, alisaba los bordes del agujero mientras la arena se escurría por las paredes como la de un reloj. Hasta que clavó con decisión, a saber en qué ángulo, la pala en el fondo del hoyo, y ¡clac! Tocó algo que no tenía que tocar.
Y el suelo empezó a temblar.
Niño había oído hablar de un punto exacto que tienen algunos sitios que es como el botón del pánico, un botón muy difícil de encontrar, según le había explicado un mayor: «Hay uno por provincia, macho, y a veces se mueve, nunca está en el mismo sitio, y a veces está muy profundo y, si pasa eso, pues nada, como si saltas encima, pero a veces está casi a la vista, como más por fuera, y, si te tropiezas con él, aunque sea sin querer, ¡zas!, le das al botón, macho, y ¡zas!, se lía parda». «¿Por qué?, ¿qué pasa entonces?», le había preguntado Niño. «No lo sé, macho. Seguro no lo sé, macho, seguro no se sabe nada. Pero una vez un viejo dio con el punto ese, un viejo del pueblo, en 1940 o así sería, o en 1950, después de pescar un pulpo, y se ve que dejó el arpón como en la arena, en plan vago y ¡zas!, el arpón se cayó donde el botón o algo, y ¡bum!, pues que la lio parda, lo que te decía. No sé muy bien cómo fue, macho, pero le tuvieron que cambiar el nombre al pueblo, con eso te lo digo todo. Antes se llamaba Valle Sereno. Se lio parda».
Niño no se lo había creído, pero le gustaba imaginarse un botón porque eso simplificaba mucho su idea del mundo, aunque fuera un botón mágico que a lo mejor era también una especie de costura que mantenía la realidad atada, o a lo mejor era como una palanca de las que se usan para reventar puentes, o a lo mejor era un desagüe mal tapado, porque Niño se maliciaba que, igual que el universo termina –de eso estaba seguro– en una pared de tablones, el planeta entero estaría lleno de desagües, y que era mejor no ir por ahí escarbando, aunque él acabara de hacerlo, porque siempre puede uno dar sin querer con un desagüe y entonces el bosque entero, por ejemplo, o la carretera, o el campo de fútbol del colegio, o lo que sea, puede acabar convertido en un remolino de tierra o de hierba o de agua y hacer que el mundo se escurra dentro de sí mismo y desaparezca, no sé, Soria entera, o desaparezca Asia, o todo el planeta se dé la vuelta como un guante, así hacia dentro, por culpa del desagüe, y, si pasa eso, ¡zas!, entonces hay que cambiarle el nombre al planeta.
El caso es que la playa empezó a estremecerse con un temblor que primero movió la arena, que parecía formada por un millón de piedrecitas (que es lo que le pasa a la arena), y luego se estremeció el suelo mismo, ¡brrrmmm…!, y luego todo lo demás. Y el retumbo se hizo rugido, y el rugido clamor. Y luego fue como si empezaran a sonar las trompetas del cielo. Y de la arena se elevaron columnas de agua salada, ¡bam!, ¡bam!, ¡bam!, que perforaban la arena, desafiantes como cariátides, y a veces aupaban a los veraneantes en volandas y los lanzaban a las nubes a cientos de metros, con sus telas de colores y sus sombreros graciosos, y del cielo caían mil pilares de luz, ¡fium!, ¡fium!, ¡fium!, haces de luz blanca y azul, casi sólida, que nunca coincidían con las columnas de agua, sino que ocupaban sus huecos, y, si pasaba que caían sobre alguien o algo, lo dejaban congelado en el acto, allí mismo, hecho un témpano, lo mismo daba que fuera un inglés que una pelota de playa, lo hacía añicos al instante, como si estuviera lleno de cubitos, aunque en realidad hacía mucho calor, porque el mar empezó a chapotear, chup, chup, como una enorme sopa, y la gente, claro, chillaba, unos por la sorpresa, otros por el desacuerdo y otros por la temperatura del agua, que por lo visto escaldaba.
Y entonces, de un punto oscuro que podía verse crecer bajo la superficie del agua, justo donde los reflejos de dos nubes blancas se tocaban, emergió un látigo lento, un tentáculo enorme lleno de ventosas grises, y luego otro, y luego otro, que a lo mejor eran del hijo del pulpo aquel al que mató el viejo en 1940, o en 1950, o de uno de los padres, o del mismo dios de las aguas, que a lo mejor resulta que tiene forma de pulpo pero igual no, porque el pulpo que salió del mar no era un pulpo, sino un calamar gigantísimo (enorme incluso para ser gigante) que avanzaba de una forma muy extraña, como a rastras avanzaba, y luego, ¡bam!, una sacudida; a rastras y luego, ¡bam!, una sacudida; y así iba dejando detrás un millón de surcos, por los tentáculos, que a veces meneaba un poco al final, como si firmara, dejando rizada la arena; y a veces la gente se quedaba allí mismo, tiesa, medio enterrada boca abajo o boca arriba, según, pero a veces salía corriendo y escapaba por muy poco, y luego tenía que esquívar las columnas de agua y las de luz, así que costaba mucho llegar al paseo marítimo, donde la multitud se agolpaba, unos para ver mejor, bien pegaditos al muro, otros para escapar de la playa, con lo que se formaba una especie de muro ondulante, todos contra todos, que le iba muy bien al paisaje pero que contribuía poco al orden (así son los apocalipsis: desordenados), y Niño, que de tonto tenía lo justo y veía que el calamar iba acercándose y que antes de él estaba su madre, desclavó la pala de la arena y ¡pam!
Todo se paró de golpe.
Ver mas
Padre, que llevaba uno de esos bañadores a cuadros que sólo llevan los padres y una camisa de algodón blanco con más botones desabrochados de los que tocan, apuró el último trago de cerveza y buscó, sin encontrarla, una papelera donde tirar la lata. Al final regresó a la sombrilla, lata en ristre, resignado a continuar con sus deberes de padre. Madre guardaba ya sus cosas dentro del capazo: las cremas, un termo, dos manzanas, una botella de agua medio caliente, el pareo, un libro de amores, servilletas, el móvil… Hermana cerraba el libro y se estiraba sin bostezar, aún enfadada con nadie, y se sacudía la arena de las manos, y miraba a Niño, como diciéndole: «Tú qué miras», y se puso de pie con un impulso de lo más torero, y sacudió la toalla, y se la colocó, doblada, al hombro, como un chicazo, con el libro bien aferrado y bien tieso.
Así que Niño vació de arena el cubo –que tenía forma de castillo– y metió en él la pala amarilla, y se puso de pie, y se sacudió la arena del culo.
Y, como se moría de hambre y en realidad le parecía bien levantar el campamento, sacudió también la toalla sin que nadie se lo pidiera y recogió la gorra de Hermana, porque sí, y porque lo mismo resultaba que había macarrones en la nevera y le iba entrando la prisa (los macarrones están listos muy pronto, se calientan enseguida), o ensaladilla rusa (que no hay que calentar siquiera). O gazpacho.
Y miró la enorme pared de cristal donde estaba el apartamento, que podía reconocer por la toalla roja del balcón, la que tenía un león en el centro, mientras imaginaba que un huracán arrancaba de cuajo los pinos del monte y los lanzaba contra los cristales como si fueran bolos, o bombas de mano, a saber, ¡pum!, ¡pum!, ¡pum!, ¡cras!, ¡cras!, ¡cras!, y los edificios –todos iguales, menos alguno– caían uno sobre otro, y sobre otro, y sobre otro, ¡pumba!, ¡pumba!, ¡pumba!, y sobre otro, y sobre otro, recorriendo la costa entera como un desmesurado dominó paralelo al mar que dejaba el litoral pisoteado y como a cuarenta y cinco grados del suelo, para devolverle al mundo, o recordárselo, el sentido de la trascendencia, el respeto por el misterio y el temor a los dioses antiguos.
Aunque lo que de verdad le apetecía a Niño era el gazpacho.
Y, como Madre había preparado dos litros por la mañana (Niño lo recordaba perfectamente), a esas horas seguro que ya había reposado bien y estaba en su punto justo, con su sabor a vinagre y a cebolla, sin nada de comino.
Muy fresquito.
OTROS CONTENIDOS DE INTERÉS:
«Los años extraordinarios», de Rodrigo Cortés: puerta cerrada, puerta abierta
Juan Gómez-Jurado y Rodrigo Cortés: los primeros sorprendidos
«El redactor estrella de "Rocketball Amazing Times"», de Laura Fernández
Oppenheimer por Fresán: música para destruir mundos (un experimento)
«La Navidad es triste para los pobres», un cuento de John Cheever