Petróleo, dinero, homicidio y la creación del FBI.
«Los náufragos del Wager», de David Grann
El 28 de enero de 1742, treinta hombres desnutridos, apenas con vida pero con una fascinante historia que contar, arribaron a las costas de Brasil, donde fueron recibidos como héroes. Eran supervivientes del HMS Wager, un barco de la Marina Real británica que, en la guerra imperial contra España, acabó naufragando en una isla desierta cerca de la Patagonia. Seis meses más tarde, otro barco en condiciones aún peores llegó a las costas de Chile. En él solo había tres náufragos, y contaban un relato muy distinto. Al parecer, los marineros de Brasil no eran héroes, sino amotinados. Ante las múltiples acusaciones de traición y asesinato por parte de ambas facciones, se convocó un consejo de guerra en tierras británicas. El juicio fue uno de los más sonados de la época y tuvo una inusitada repercusión en los debates morales del inicio de la Ilustración. LENGUA publica a continuación las primeras páginas de «Los náufragos del Wager» (Random House, febrero de 2025), la nueva novela «true crime» del autor de «Los asesinos de la luna»: David Grann.
Por David Grann

Nota del autor
Confieso que yo no vi con mis propios ojos cómo chocaba el barco contra las rocas ni cómo la tripulación ataba y amordazaba al capitán. Tampoco fui testigo ocular de los engaños y los asesinatos. No obstante, he dedicado años a rastrear los pecios archivísticos: los cuadernos de bitácora arrojados por las olas, la mohosa correspondencia, los diarios veraces solo a medias, los documentos que han sobrevivido al consejo de guerra. Pero, más importante aún, he estudiado los relatos publicados por aquellos que estuvieron involucrados, personas que no solo fueron testigos de los acontecimientos sino que influyeron directamente en ellos. Intenté hacer acopio de todos los hechos a fin de determinar qué sucedió realmente Con todo, es imposible eludir los discordantes, y a veces antagónicos, puntos de vista de quienes participaron. Por ello, en lugar de suavizar las diferencias o de matizar las ya matizadas pruebas, he intentado presentar todos los aspectos y dejar que sea el lector quien aporte el veredicto final: el juicio de la historia.
Prólogo
El único testigo imparcial fue el sol. Durante días estuvo observando aquel extraño objeto que se bamboleaba en mitad del océano, sacudido sin piedad por el viento y las olas. En un par de ocasiones la embarcación estuvo a punto de estrellarse contra un arrecife, y aquí se habría acabado esta historia. Sin embargo –tanto si fue cosa del destino, tal como algunos proclamarían después, como si fue simple chiripa–, acabó recalando en una ensenada de la costa sudoriental del Brasil, donde fue visto por algunos habitantes.
Con sus más de quince metros de eslora por tres de manga, puede decirse que era una embarcación en toda regla, si bien parecía que la hubieran armado a base de retales de madera y de tela y luego machacado hasta dejarla irreconocible. Las velas estaban hechas jirones; la botavara, resquebrajada. El casco supuraba agua de mar y del interior emanaba un hedor insoportable. Los observadores, al acercarse más, oyeron sonidos inquietantes: a bordo se apretujaban treinta hombres, todos ellos prácticamente en los huesos. Sus prendas estaban casi desintegradas y sus rostros cubiertos de pelo, enmarañado y salobre como las algas.
Algunos estaban tan débiles que ni levantarse podían. Uno no tardó en exhalar su último suspiro. Pero un individuo que parecía estar al mando se puso en pie con un extraordinario esfuerzo de voluntad y proclamó que eran náufragos del HMS Wager, un buque de guerra británico.
Cuando la noticia llegó a Inglaterra, fue recibida con incredulidad. En septiembre de 1740, en medio de un conflicto imperial con España, el Wager, con unos doscientos cincuenta hombres a bordo entre oficiales y tripulación, había zarpado de Portsmouth como parte de una escuadra con una misión secreta: capturar un galeón español lleno de tesoros y conocido como «el mejor botín de todos los mares». Cerca del cabo de Hornos, en la punta de Sudamérica, la escuadra había sido víctima de un huracán, y se creía que el Wager se había hundido con todos sus ocupantes. Pero 283 días después de haber sido avistado por última vez, esos hombres reaparecieron milagrosamente en Brasil.
Habían naufragado frente a una desolada isla próxima a la costa de Patagonia. La mayoría de los oficiales y tripulantes había perecido, pero ochenta y un supervivientes habían logrado hacerse a la mar en una embarcación improvisada con restos del Wager. Apretujados a bordo hasta el punto de no poder moverse apenas, navegaron en medio de grandes temporales y olas gigantescas, tormentas de hielo y terremotos. Más de cincuenta hombres murieron durante la ardua travesía, y para cuando los pocos que quedaban alcanzaron Brasil tres meses y medio más tarde, habían recorrido casi tres mil millas marinas, una de las más largas singladuras de que se tiene constancia. Los náufragos fueron aclamados por su ingenio y su valor. Como señaló el jefe del grupo, costaba d creer que «la naturaleza humana pudiera soportar las desgracias por las que hemos pasado».
Seis meses después otro bote tocaba tierra; en medio de una ventisca quedó varado en un punto de la costa sudoccidental de Chile. Era una embarcación más pequeña aún, una canoa de madera propulsada por una vela hecha con jirones de manta cosidos entre sí. Iban a bordo otros tres supervivientes y su estado era todavía más aterrador. Estaban medio desnudos, macilentos, y los insectos se cebaban en lo poco que les quedaba de carne. Uno de los tres deliraba de tal manera que, según lo expresó un compañero, «había perdido la cabeza; no se acordaba de nuestros nombres… ni del suyo tampoco».
De vuelta en Inglaterra, una vez recuperados, estos hombres lanzaron un sorprendente alegato contra los compañeros de viaje que habían recalado en Brasil. No eran tales héroes, sino unos amotinados. En la controversia que siguió a dicho anuncio, con acusaciones y contraacusaciones por ambas partes, quedó claro que los oficiales y tripulantes del Wager habían sacado fuerzas de flaqueza para subsistir en la isla bajo circunstancias extremas. Enfrentados a la inanición y a temperaturas bajísimas, decidieron construir un puesto de avanzada y reinstaurar el orden naval. Pero, conforme la situació empeoraba, oficiales y tripulantes del Wager (esos presuntos apóstoles de la Ilustración) cayeron en un estado de depravación digno de Hobbes. Hubo facciones encontradas, saqueos, deserciones, asesinatos. Algunos de los hombres sucumbieron al canibalismo.
De vuelta en Inglaterra, las figuras principales de ambos grupos, junto con sus aliados, fueron convocadas por el Almirantazgo para someterse a un consejo de guerra. El tribunal amenazaba con hacer pública la naturaleza secreta no solo de los acusados, sino también de un imperio cuya autoproclamada misión era propagar la civilización occidental.
Varios de los encausados publicaron sus sensacionalistas –y extremadamente discordantes– relatos de lo que uno de ellos calificó como «turbio e intrincado» asunto. Los informes de la expedición influyeron en filósofos como Rousseau, Voltaire y Montesquieu, como también, más adelante, en Charles Darwin y dos de los grandes novelistas del mar, Herman Melville y Patrick O’Brian. El principal objetivo de los imputados era influir en el Almirantazgo y en la opinión pública. U superviviente de uno de los grupos redactó lo que según él era una «narración veraz», insistiendo en que «he tenido sumo cuidado de no incluir ni una sola falsedad: toda mentira sería de lo más absurda en un escrito pensado para reivindicar el carácter del autor». El líder del otro bando aseguró, en su propia crónica de los hechos, que sus enemigos habían aportado una «narración imperfecta» y «mancillado nuestros nombres con las peores calumnias». Y juraba: «Nuestro éxito o nuestro fracaso dependen de la verdad; si la verdad no nos apoya, nada podrá hacerlo».
Todos imponemos cierta coherencia –cierto significado– a los caóticos acontecimientos de nuestra existencia personal Hurgamos entre las imágenes crudas de nuestros recuerdos, seleccionando, puliendo, borrando. Emergemos convertidos en los héroes de nuestra propia historia; es lo que nos permite vivir con lo que hemos hecho… o no hemos hecho.
Pero aquellos hombres creían firmemente que su vida dependía ni más ni menos de las historias que contaran. Si no eran capaces de aportar un relato convincente, podían acabar colgados del penol de un barco.
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Primera parte
El mundo de madera
1
El teniente de navío
Cada uno de los hombres de la escuadra llevaba consigo, además de un baúl o maleta de marinero, su propia y gravosa historia. Quizá tenía que ver con un amor despechado, o con una secreta condena a prisión, o con una esposa embarazada que lo veía zarpar entre lágrimas. Quizás era hambre de fama y dinero, o miedo a la muerte. David Cheap, teniente de navío del Centurion, el buque insignia de la escuadra, no era una excepción. Escocés corpulento de cuarenta y pocos años, nariz prominente y mirada intensa, Cheap estaba huyendo: de peleas con su hermano sobre la herencia familiar, de acreedores que le perseguían, de deudas que le impedían encontrar una novia adecuada. En tierra, Cheap parecía un hombre condenado, incapaz de navegar por los inesperados bajíos de la vida. Sin embargo, cuando estaba en el alcázar de un buque de guerra británico, surcando los océanos con la gorra ladeada y un catalejo, irradiaba confianza en sí mismo (algunos dirían que incluso cierta arrogancia). El mundo de madera de un barco –un mundo limitado por el rígido reglamento de la Armada y las leyes del mar y, sobre todo, por la curtida camaradería entre hombres– le había proporcionado un refugio. De repente notó allí un orden diáfano, una claridad de objetivos. Y el último destino del teniente de navío Cheap, pese a los innumerables riesgos que comportaba, desde morir de una epidemia a perecer ahogado o bajo el fuego de cañones enemigos, le brindaba lo que él más ansiaba: una oportunidad de optar por fin al premio más valioso y ascender a capitán de su propio navío, y convertirse así en un señor de los mares.
El problema era que no podía dejar atrás la condenada tierra. Estaba atrapado –como si le hubieran echado una maldición– en el muelle de Portsmouth, junto al canal de la Mancha, poniendo todo su febril pero vano empeño en lograr que el Centurion estuviera debidamente equipado y listo para zarpar. Su imponente casco de madera, de 43 metros de eslora por 12 de manga, permanecía varado en una grada. Carpinteros de ribera, calafates, ebanistas y armadores iban y venían por las cubiertas como ratas (que también abundaban) en medio de una cacofonía de martillos y sierras. En las adoquinadas calles próximas al astillero apenas si cabía un alma, con tantas carretillas y tantos carros tirados por caballos, más un ejército de ganapanes, mendigos, carteristas, marineros de toda ralea y prostitutas. A intervalos regulares, un contramaestre hacía sonar su silbato y momentos después veías salir hombres de las cervecerías, despedirse de antiguos o nuevos amores, y subir corriendo a bordo de sus respectivos barcos para evitar los latigazos del oficial.
Era el mes de enero de 1740 y el Imperio británico se apresuraba a movilizarse para la guerra contra España, su rival imperial. Y en un movimiento que había aumentado repentinamente las expectativas de Cheap, el entonces capitán del Centurion, George Anson, había sido ascendido a comodoro por el Almirantazgo para dirigir la escuadra de cinco barcos de guerra contra los españoles. Fue una decisión inesperada. Como hijo que era de un oscuro caballero rural, Anson no ostentaba el nivel de mecenazgo, la pasta –o «el interés», como se decía en términos más educados– gracias a la cual muchos oficiales subían en el escalafón. Anson, que contaba entonces cuarenta y dos años, había ingresado en la Armada a los catorce y servido durante casi tres décadas sin haber dirigido ninguna campaña militar importante ni pescado un lucrativo botín.
Alto, de rostro alargado y frente alta, tenía como un halo de lejanía. Sus ojos azules eran inescrutables, y apenas si abría la boca como no fuera en compañía de sus pocos amigos de confianza. Un político, tras reunirse con él, comentó: «Para variar, Anson habló poco». Casi nunca escribía cartas, como si dudara de la capacidad de las palabras para transmitir lo que sentía o veía. «Le gustaba muy poco leer, y menos aún escribir o dictar sus propias cartas, y esa aparente indolencia […] le granjeó la ojeriza de muchos», escribía un pariente suyo. Más adelante un diplomático bromearía diciendo que Anson sabía tan poco de la vida, que había «dado la vuelta al mundo pero sin estar nunca dentro».
Sea como fuere, el Almirantazgo había visto en él lo que Cheap también había detectado en sus dos años como miembro de la tripulación del Centurion: Anson era un formidable hombre de mar. Tenía un gran dominio de aquel mundo de madera, y, lo que es más, un gran dominio de sí mismo: bajo presión se mantenía siempre frío e inalterable. Su pariente señalaba: «Tenía un elevado sentido de la sinceridad y del honor y practicaba ambas cosas a rajatabla». No solo había cautivado a Cheap, sino a todo un séquito de protegidos y oficiales de menor graduación, que competían por ganarse su favor. Más adelante uno de ellos informaría a Anson de que estaba más en deuda con él que con su propio padre, y que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para «estar a la altura de la buena opinión que tiene usted de mí». Si conseguía tener éxito en su nuevo cometido como comodoro de la escuadra, Anson estaría en posición de nombrar al capitán que le pareciera mejor. Y Cheap, que había sido anteriormente segundo teniente a las órdenes de Anson, era ahora su mano derecha.
Al igual que Anson, Cheap había pasado buena parte de su vida en el mar, una existencia dura de la que al principio había confiado en escapar. Como observó una vez Samuel Johnson: «Ningún hombre será marinero si se las apaña para que lo envíen a prisión, pues estar en un barco es como estar en la cárcel, pero con el riesgo añadido de morir ahogado». El padre de Cheap había sido propietario de una gran finca en Fife, Escocia, y era además el segundo Laird de Rossie, uno de esos títulos que sonaban a nobleza aunque no la confirieran del todo. Su lema, esmaltado en la cimera familiar, era Ditat virtus: «La virtud enriquece». Tenía siete hijos de su primera esposa y, muerta esta, tuvo seis más con su segunda, entre ellos David.
En 1705, el año en que David cumplía ocho, su padre salió a por un poco de leche de cabra y cayó muerto. Como era costumbre, fue el mayor de los varones –James, hermanastro de David– quien heredó el grueso de la propiedad. Y así David se vio zarandeado por fuerzas que escapaban a su control, en un mundo dividido entre primogénitos y segundones, entre poseedores y desposeídos. Para agravar las cosas, James, convertido ahora en el tercer Laird de Rossie, descuidaba con harta frecuencia el pago de la asignación que les correspondía a sus hermanastros y su hermanastra. Dicen que nobleza obliga, pero será que hay excepciones. Forzado a buscarse la vida David trabajó de aprendiz con un comerciante, pero sus deudas no menguaban y en 1714, el año en que cumplía diecisiete, se hizo a la mar, decisión que su familia recibió con lógico agrado; como su tutor escribió al primogénito: «Cuanto antes se marche, mejor para ti y para mí».
Después de estos reveses, Cheap solo parecía más consumido aún por sus enconados sueños, más decidido a eludir lo que él llamaba un «desdichado destino». A solas, en un océano alejado del mundo que él conocía, quizá podría probarse a sí mismo frente a los elementos, ya se tratara de hacer frente a tifones, de combatir contra barcos enemigos o de rescatar a sus compañeros de alguna calamidad.
Pero aunque Cheap había perseguido a unos cuantos piratas –incluido el manco irlandés Henry Johnson, que disparaba su arma apoyándola en su muñón–, aquellos primeros viajes le procuraron escasos incidentes. Cheap había sido enviado a patrullar por las Antillas, una misión generalmente considerada entre las peores debido al espectro de enfermedades: la fiebre amarilla, la disentería, el dengue, el cólera.
Pero Cheap había aguantado. ¿No era acaso un punto a su favor? Es más, se había ganado la confianza de Anson hasta ascender a teniente de navío. Sin duda contribuyó a ello el desdén que compartían por la cháchara imprudente, o lo que Cheap consideraba un «asunto de vapores». Un pastor escocés que con el tiempo trabaría amistad con Cheap señalaba que Anson lo había contratado porque era «un hombre juicioso y con conocimientos». Cheap, antaño acuciado por las deudas, estaba solo a un peldaño de su codiciada condición de capitán de navío. Y ahora que había estallado la guerra con España, estaba a punto de conocer lo que era una batalla naval en toda regla.
(Los náufragos del Wager, de David Grann, sigue aquí).
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