«Mi nombre es Emilia del Valle», de Isabel Allende
San Francisco, 1866: una monja irlandesa, embarazada y abandonada por un aristócrata chileno tras una apasionada relación, da a luz a una niña a la que llama Emilia del Valle. Criada por su cariñoso padrastro, Emilia se convertirá en una joven brillante de gran personalidad, autónoma e independiente, que desafiará las normas sociales de su tiempo para profesar su verdadera pasión y vocación: la escritura. Con tan solo diecisiete años, publicará novelas de aventuras bajo un pseudónimo masculino. Pero, enseguida, su mundo ficticio se le quedará pequeño y decidirá optar al puesto de periodista que se le ofrece en el periódico local para vivir de cerca la realidad de la guerra civil en Chile... A continuación, LENGUA publica las primeras páginas de «Mi nombre es Emilia del Valle» (Plaza & Janés, mayo de 2025), la nueva novela de Isabel Allende, una cautivadora e inolvidable historia de amor y de guerra, de descubrimiento y redención, protagonizada por una mujer que es desde ya un personaje inolvidable del universo más fértil de Isabel Allende, la saga Del Valle, que empezó con su obra maestra «La casa de los espíritus» y continuó con «Hija de la fortuna» y «Retrato en sepia».
Por Isabel Allende

1
El día en que cumplí siete años, el 14 de abril de 1873, mi madre, Molly Walsh, me vistió de domingo y me llevó a la plaza de la Unión a tomarme una fotografía, la única que existe de mi infancia, donde aparezco de pie junto a un arpa con el aspecto despavorido de un ahorcado, que se explica por los minutos que debí de permanecer sin respirar frente a un cajón negro y el susto que me llevé con el fogonazo de la lámpara. Aclaro que no sé tocar ningún instrumento, el arpa era uno de los polvorientos accesorios teatrales del estudio, junto a columnas de cartón piedra, jarrones chinos y un caballo embalsamado.
El fotógrafo era un hombrecillo bigotudo de origen holandés, que se había ganado el sustento con su oficio desde la época de la fiebre del oro. En aquel tiempo los mineros que bajaban de las montañas a depositar sus pepitas de oro en los bancos de San Francisco se tomaban retratos para enviarlos a sus familias casi olvidadas. Cuando del oro no quedó más que el recuerdo, los clientes del estudio eran gente encumbrada que posaba para la posteridad. Nosotras no entrábamos en esa categoría, pero mi mamá tenía sus propias razones para obtener un retrato de su hija. Por principio, más que por necesidad, regateó el precio con el artista. Que yo sepa, ella nunca ha comprado nada sin darse el gusto de pedir rebaja.
—Ya que estamos aquí, vamos a ver la cabeza de Joaquín Murieta —me dijo cuando salimos del estudio del holandés.
Al otro lado de la plaza, la que daba acceso al barrio chino, me compró un bollo de canela y después me llevó a una taberna insalubre. Pagamos la entrada y recorrimos un largo pasillo hasta la parte posterior del local, donde un tipo patibulario levantó una pesada cortina y nos hizo pasar a una sala de cortinajes lúgubres alumbrada con cirios de iglesia. Al fondo había una mesa cubierta con paños negros y dos grandes frascos de vidrio. No recuerdo el resto de la decoración, porque el pavor me paralizó. Mientras yo temblaba de miedo, aferrada con las dos manos a la falda de mi mamá, ella parecía eufórica. En el primer jarrón flotaba una mano humana en un líquido amarillento y en el segundo había una cabeza de hombre con los párpados cosidos, los labios recogidos, la dentadura a la vista y los pelos erizados.
—Joaquín Murieta era un bandido. Como tu padre. En general, así acaban los bandidos —me explicó mi mamá.
De más está aclarar que esa noche sufrí de espantosas pesadillas. Me dio fiebre, pero mi mamá consideraba que a menos que alguien estuviera sangrando, no había necesidad de intervenir. Al día siguiente, con el mismo vestido y los malditos botines, que ya tenían dos años de uso en mi poder y me quedaban bastante estrechos, recogimos la fotografía y nos fuimos caminando al distrito elegante de San Francisco, donde hasta entonces yo no había puesto los pies. Calles empedradas enroscadas en los cerros, casas señoriales con jardines de rosas y arbustos recortados, cocheros de librea y caballos lustrosos, y ni un solo mendigo a la vista.
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Mi existencia transcurría en el barrio de La Misión, en la multitud variopinta y políglota de inmigrantes de Alemania, Irlanda, Italia, los mexicanos, que siempre habían vivido en California, y un grupo considerable de chilenos que llegaron con la fiebre del oro en 1849 y varias décadas más tarde seguían siendo tan humildes como cuando inmigraron. Del oro, nada. Si pudieron conseguir algo en las minas de las sierras, se lo quitaron los blancos que llegaron después. Muchos regresaron a su tierra sin fortuna, pero con historias fabulosas que contar, y otros se quedaron porque el viaje de vuelta era largo y costoso. En La Misión teníamos fábricas, talleres, basura, perros sin dueño, burros flacos, ropa tendida y puertas abiertas, porque no había nada valioso que robar.
Ese peregrinaje con mi mamá al universo inalcanzable de la clase alta fue mi primer atisbo de que éramos pobres. No me refiero a la pobreza de pasar hambre entre ratones, como la que sufrieron mis abuelos maternos en Irlanda, sino la modestia de quienes viven al día. Hasta ese momento no me había fijado en la existencia de personas de mejor situación que nosotros, porque no tenía contacto con ellas, solo las veía de lejos cuando iba con mis padres al centro de la ciudad, lo que ocurría rara vez. Los coches con caballos relucientes, las damas con exagerados vestidos victorianos de vuelos, flecos y rosetones, los caballeros de chistera y bastón y los niños vestidos de marinero eran seres de otra especie. Nuestro barrio lo habitaba gente trabajadora, todos éramos más o menos iguales. Allí la mayoría de las viviendas albergaba a una o dos familias de niños descalzos, mujeres eternamente preñadas y hombres alcoholizados que intentaban ganarse el pan en diversos oficios. En comparación con nuestros vecinos, mi pequeña familia era afortunada. Tal como decía mi honorable padrastro, teníamos trabajo, cariño y dignidad, no necesitábamos nada más. También contábamos con una casita decente y carecíamos de deudas.
No me atreví a preguntarle a mi mamá adónde íbamos, así que la seguí cerro arriba y cerro abajo aguantando las ampollas en los pies. En esa época Molly Walsh era una joven de rostro angelical, es decir, con la expresión beatífica de los mártires de las iglesias, y una voz cristalina de ruiseñor, que todavía conserva y resulta engañosa, porque es fuerte y mandona. En las raras ocasiones en que menciona a mi padre le cambia la voz, y en vez de su tono habitual algo plañidero escupe las palabras. Sin que ella lo dijera, adiviné que esa dolorosa caminata al barrio de los ricos estaba relacionada con él.
Llegamos jadeantes a Nob Hill, en lo más alto del cerro, con una vista panorámica de la ciudad y de la bahía de San Francisco. Nos detuvimos frente a la mansión más imponente de la calle, protegida por una alta reja de hierro coronada con puntas de flechas, a través de la cual vislumbré un jardín maravilloso con una fuente de piedra que vertía agua por la boca de un pez. Al fondo se alzaba una enorme casa color mantequilla con un porche de columnas y una puerta monumental de madera oscura flanqueada por dos leones de piedra. Mi madre dijo que era un esperpento de nuevos ricos, pero a mí me dejó boquiabierta; así debían de ser los palacios de los cuentos. Permanecimos frente a esa reja durante varios minutos recuperando el aliento, mientras mi mamá se secaba el sudor de la cara y se acomodaba el sombrero. De pronto, antes de que ella alcanzara a tirar del cordón de la campanilla, salió por un costado de la casa un hombre con traje negro y cuello almidonado, cruzó la vasta extensión del jardín en nuestra dirección y se dirigió a mi madre sin abrirle la puerta de la reja. Creo que le bastó una mirada para evaluar con precisión nuestra clase social, a pesar del esmero que ella había puesto en nuestra presentación.
—¿Qué se le ofrece? —preguntó en tono altanero con un acento británico tan cerrado que casi no le entendimos.
—Vengo a hablar con el señor Gonzalo Andrés del Valle —replicó mi madre, tratando de imitar la petulancia de ese hombre.
—¿Tiene cita con él?
—No, pero me va a recibir.
—Me temo que está de viaje, señora.
—¿Cuándo vuelve? —le preguntó mi mamá con el ánimo desinflado.
—No sabría decirle.
El hombre abrió la puerta, pero no nos hizo pasar, nos dejó en la calle. Sentí que nos examinaba de la cabeza a los pies y supongo que llegó a la conclusión de que no representábamos una amenaza o una molestia, porque adquirió un tono ligeramente más amable.
—El señor Del Valle viene de visita a San Francisco de vez en cuando, pero vive en Chile —aclaró el inglés, y agregó que la familia no recibía visitantes sin previa cita.
—Dígame adónde puedo enviarle una carta. Es muy importante —dijo mi madre.
—Déjela conmigo, señora…
—Señora Molly Walsh —replicó ella, sin mencionar su apellido de casada: Claro.
—Me ocuparé personalmente de que llegue a sus manos, señora Walsh —le aseguró el hombre.
Ella le entregó el sobre que contenía mi fotografía y la nota en que le presentaba a Emilia, su hija. Esa no fue la última carta que le enviaría a mi presunto padre.
Me crie con la idea de que mi padre biológico era un chileno muy rico y yo tenía derecho a una herencia que el destino me había birlado, pero que Dios, en su infinita misericordia, pondría a mi alcance en su debido momento. La estrechez económica del presente era una prueba que me enviaba el cielo para aprender humildad, pero en un futuro yo sería recompensada, siempre que fuera obediente y virtuosa. La virtud se medía con virginidad y recato, porque nada ofende tanto a Dios como una chica ligera de cascos y desfachatada. En misa y al rezar cada noche de rodillas junto a mi cama, mi mamá me hacía pedirle a Dios que ablandara el corazón de nuestros deudores y que los perdonara en la medida en que ellos pagaban sus deudas. Habrían de pasar varios años antes de que yo comprendiera que esa bizantina oración se refería a mi padre.
En verdad, mi niñez fue perfecta. Mi mamá me mimaba, pero vivía muy ocupada y no tenía tiempo ni disposición para vigilarme, y mi padrastro estaba seguro de que su princesa era incapaz de una maldad, así que tampoco me vigilaba. Tenía razón, yo fui una chiquilla introvertida, viciosa de la lectura, solitaria y sensible, que se entretenía sola y no daba problemas, hasta que el ventarrón de la adolescencia me transformó en una arpía. Por suerte, esa etapa no duró demasiado. La estrechez a que se refería mi mamá era irrelevante, porque nadie a nuestro alrededor tenía más, y la hipotética herencia era un cuento de hadas, que yo me cuidaba mucho de mencionar, porque se habrían burlado de mí. Me espantaba la posibilidad de que ese misterioso chileno, un bandido como Joaquín Murieta, apareciera un día para reclamarme como su hija y llevarme lejos, porque la idea de separarme de mi mamá me aterraba y porque mi padre era Francisco Claro, a quien siempre he llamado Papo, y nadie más. Lo era entonces y seguirá siéndolo siempre, aunque no seamos de la misma sangre.
Molly Walsh, mi madre, nació en Nueva York, hija de inmigrantes irlandeses, que llegaron escapando de la hambruna de la patata. Al escuchar que en California el suelo estaba empedrado de oro, su padre se unió a las caravanas de pioneros que cruzaron el continente de este a oeste en 1849 con la esperanza de hacerse ricos. Por el camino murió uno de sus hijos, que quedó abandonado en una pequeña tumba sin nombre. A los pocos meses de arribar a la naciente y caótica ciudad de San Francisco, falleció su esposa de consunción. Esa mujer, mi abuela, resistió heroicamente los meses terribles del viaje, porque debía velar por los niños que le quedaban, pero el coraje y la voluntad no le alcanzaron para prolongar su existencia en California, la tierra de gente ambiciosa y ruda adonde fueron a parar, y en uno de sus ataques de tos sanguinolenta se le detuvo el corazón. El viudo, mi abuelo, se vio solo con los hijos en una ciudad inclemente, y comprendió que no podía hacerse cargo de ellos si pretendía cumplir el propósito de encontrar oro. Se llevó a las sierras al mayor, que ya tenía doce años, colocó al segundo de peón sin sueldo en una hacienda, y dejó a Molly, de cuatro años, en un orfanato fundado por tres monjas mexicanas, con la promesa de que tan pronto tuviera la fortuna que ambicionaba, iría a buscarla. Eso nunca llegó a suceder.
En su niñez Molly era sumisa y piadosa, parecía disfrutar del sufrimiento. Así me lo ha contado mi Papo, pero cuesta creerlo al verla ahora convertida en la guerrera que encabeza las protestas callejeras y, armada de su uslero de amasar, se enfrenta por igual a borrachos, bandidos, policías y otros que suelen armar líos en nuestro barrio. La pequeña Molly pasaba tantas horas de rodillas, ayunaba con tanto fervor y aceptaba con tal resignación las burlas y bromas pesadas de sus compañeras, que adquirió el apodo de Santa Molly. Las dos monjas más jóvenes, mujeres sencillas, la distinguían entre el montón de niñas, conmovidas ante el posible milagro de tener en su seno a una santa en gestación. En los primeros tiempos, la madre Rosario, directora de esa minúscula comunidad religiosa, no le dio importancia a la exagerada devoción de Molly y la loca esperanza de las otras dos monjitas; sus pupilas eran niñas huérfanas o abandonadas que a menudo manifestaban conductas extrañas, sin embargo, tuvo que intervenir cuando a los once años la chiquilla empezó a tener visiones y oír voces. Eso ya era demasiado. La madre Rosario consideraba que la beatería estaba bien en mujeres ociosas, pero no tenía lugar allí, donde el amor a Dios se probaba trabajando. Decidió que el límite entre los mensajes celestiales y la enfermedad mental era muy tenue, y se dispuso a curar la santidad de raíz con baños de agua fría y aceite de geranio. Obligó a Molly a ingerir tres comidas al día, estrechamente vigilada para que tragara y no fuera después a vomitar a escondidas, y la puso a trabajar en el jardín con pala y picota, en las bateas del lavado, en el horno del pan y en el suelo con cepillo y lejía. Entre las legumbres con arroz de cada día y el sudor del trabajo pesado, la niña navegó los años difíciles de la pubertad y la adolescencia con cierta normalidad, pero mantuvo siempre su inclinación a lo dramático. Como jamás tuvo noticias de su padre o de sus hermanos, aceptó la idea de que su única familia eran esas tres monjas. Estaba tan ocupada que le quedaba poca inspiración para imitar a los mártires del calendario, pero su vocación religiosa se mantuvo intacta y a los quince años rogó ser aceptada en el noviciado.
Y así fue como Molly Walsh tuvo la dicha inmensa de que le raparan la cabeza como a un preso y de vestir el hábito blanco de tela áspera de las novicias. Se integró en el pequeño grupo de mujeres entre las cuales había crecido, dispuesta a entregarse en cuerpo y alma a la caridad. Hubiera preferido entrar en un convento de clausura, algo verdaderamente austero y bárbaro, un edificio de piedras heladas donde estuviera permitido usar un cilicio para castigar la carne, dormir sobre el suelo duro con un tronco por almohada y ayunar hasta el desmayo; pero tuvo que conformarse con una existencia más amable en la casona de adobe del orfanato, donde los camastros de tablas tenían colchones de crin de caballo y la comida era sencilla pero abundante. La madre superiora, cuyo buen apetito se manifestaba en el contorno de su cintura y los rollos de sus caderas que el hábito no lograba disimular, era partidaria de alimentarse bien, porque no se podía servir al Señor sin fuerzas ni buena salud.
(...)
Mi nombre es Emilia del Valle, de Isabel Allende, sigue aquí.
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