La tabla esmeralda

Carla Montero

Fragmento

Índice

Índice

Cubierta

La tabla esmeralda

Prólogo

La carta de un nazi

Una chica corriente

Quiero que vengas conmigo a París

Soy el doctor Alain Arnoux

Un borroncillo de tinta

Abril, 1942

Tengo algo que puede interesarte

Mayo, 1942

Un detalle que llama la atención

Julio, 1942

No estoy capacitada para esto

Un hombre tremendamente atractivo y misterioso

Completando la biografía de Georg von Bergheim

Agosto, 1942

Septiembre, 1942

Un asunto turbio

El mal trago que me llevé

Noviembre, 1942

Diciembre, 1942

Enero, 1943

Sola no podía conseguirlo

Si me embarco, sólo me embarco contigo

Dormir con mi enemigo

Febrero, 1943

No quiero morir en un archivo polvoriento

PosenGeist

Febrero, 1943

Una noticia buena y otra mala

Febrero, 1943

La magia de la investigación

No se fíe de nadie

No, yo no era valiente

Si desea hacer un gran descubrimiento

Abril, 1943

A las puertas del infierno

Tengo que confiar en alguien

¿Qué vamos a hacer ahora, Konrad?

El objeto de su enfrentamiento

Abril, 1943

Éstas son las claves de Delmédigo

¿Por qué Von Bergheim buscó el cuadro en la colección Bauer?

Abril, 1943

Al grano, Camille

Mayo, 1943

La historia de Alain

Mayo, 1943

Otro robo más

Una maldita maraña de hilos

«I’m not in love»

Defunción de Eve Marie Bauer

Junio, 1943

La casa de Illkirch

Octubre, 1943

Todo empezó con dos noticias

Noviembre, 1943

Vais a matarle

Diciembre, 1943

Apaga tu móvil

Marzo, 1944

Mejor nos vamos a un hotel

Abril, 1944

Se oye todo por el tiro de la chimenea

¿Qué haremos cuando todo esto acabe?

Abril, 1944

Una vida sin Sarah

Abril, 1944

¿Ya no es tu investigación también?

Poner de nuevo todo en orden

De papel en papel

¿Quién vive ahora en la casa?

La estaba esperando

Ahora que ha llegado hasta aquí

Aquí empezó todo

Olvídese de la Tabla Esmeralda

Quería darte una sorpresa

Cada vez que leía una línea de aquella historia

La verdad es incómoda

Maldito Astrólogo

Bajo una nube negra

Debería preguntarle a Konrad Köller

Nunca sería un buen momento

Ha muerto

Epílogo. Cuatro meses después

Agradecimientos

Biografía

Créditos

Acerca de Random House Mondadori

A mis hijos, Gala, Martina, Luis y Nicolás.
A pesar de vosotros, pequeños ladrones del tiempo,

he terminado esta historia. Os quiero

A pesar de todo, sigo pensando que las personas tienen buen corazón

ANNE FRANK

Prólogo

Prólogo

Florencia,

9 de abril de 1492

Lorenzo de Médicis ha muerto.

No era este el único pensamiento que pasaba por la cabeza de Giorgio. Por su cabeza circulaba un torrente de ellos. Unas veces, corrían rápidos y fluidos como las nubes por el cielo; otras, se arremolinaban como los mendigos en la puerta de una iglesia. Pero lo que sí era cierto es que todos sus pensamientos empezaban y acababan en el mismo lugar: Lorenzo de Médicis ha muerto. Su cadáver aún estaba caliente. Su viuda, sus hijos y sus amigos aún le lloraban. Florencia entera aún estaba conmocionada.

Sin embargo, Giorgio no se sentía angustiado por Lorenzo de Médicis, su familia o Florencia, sino por él mismo y por su propio destino. Había permanecido toda la noche y todo el día encerrado en su taller; primero, paralizado por la impresión de la noticia; después, tratando de resolver su situación.

Sólo cuando el sol empezaba a ocultarse tras las colinas de la campiña toscana, decidió que lo mejor era regresar a Venecia, donde todo aquel asunto había empezado. Y se convenció de que debía hacerlo cuanto antes, aprovechando las sombras de la noche que se avecinaba. Con la precipitación de quien todo lo improvisa, se puso a recoger sus cosas, especialmente sus aparejos de pintura, pues apenas tenía otros bienes personales que empaquetar y, además, sus herramientas de trabajo —pinceles, paletas, lienzos, bastidores y decenas de compuestos que utilizaba para fabricar los óleos— eran sus enseres más preciados.

Al caer la noche, el taller ya estaba prácticamente vacío. Tan sólo quedaba, en una esquina bajo la ventana, allí donde mejor recibía la luz natural, un lienzo cubierto con un trapo sobre un caballete.

Giorgio se acercó hasta él todavía pensando en cómo lo transportaría. Lo descubrió lentamente y volvió a contemplarlo aunque de sobra sabía lo que iba a ver, es más, podía incluso vislumbrar lo que otros no verían: el resultado final de la obra tal y como la había imaginado. Aquel lienzo que tan sólo era un boceto, unas pocas pinceladas de color, era el objeto de su inquietud.

Se sorprendió con la vista clavada en el lienzo... Las imágenes del pasado parecían sucederse sobre él. Tal vez fuera la ansiedad lo que le hacía ver cosas extrañas. Tan sólo eran recuerdos, los recuerdos de un joven e insignificante pintor veneciano que había acabado por meterse en un asunto oscuro.

«Tienes ante ti un futuro lleno de oportunidades y bienaventuranzas, Giorgio. Confío en que sepas sacar provecho de tus dones y tu buena fortuna, siendo en toda ocasión fiel al honor y a la virtud. Que Dios esté siempre contigo, hijo mío», le había dicho su padre antes de partir, mientras le ponía en la mano una bolsa con unas pocas monedas y una carta de recomendación para la casera que habría de alojarle en Venecia. De eso hacía ya un lustro... Giorgio se recordaba nervioso, acababa de cumplir diez años y era sólo un niño, un muchacho de Castelfranco, el pequeño pueblecito a las afueras de Venecia donde Dios había tenido a bien soltarle en este mundo, no sin antes bendecirlo con un talento especial. Y es que Giorgio, desde bien pequeño, dibujaba como los ángeles. Su padre lo había notado aquel día en que el chico, distraído, había sacado del fuego una astilla tiznada y se había puesto a garabatear sobre las losas de la estancia: la soltura, los trazos, el movimiento... Aquel granujilla tenía un don. Por eso había movido todos los hilos al alcance de su mano hasta conseguir que ingresara de aprendiz en el taller del maestro Bellini en Venecia. Allí, Giorgio había tenido que limpiar muchos pinceles y barrer muchos suelos, había tenido que abrillantar los morteros y fijar los lienzos a los bastidores, incluso había aprendido a mezclar las especias del rosoli que el maestro se bebía todas las tardes antes que a mezclar los pigmentos de los óleos. Pero, entre tanta tarea ingrata, Giorgio observaba con los ojos muy abiertos todo cuanto ocurría a su alrededor: cómo el maestro preparaba la imprimación del lienzo con cola de pergamino de cordero y gesso, cómo recuperaba la ceniza de huesos calcinados, cómo raspaba el óxido de un pedazo de cobre, cómo pulverizaba la malaquita o el lapislázuli... Se fijaba en la cantidad de aceite de linaza que empleaba en las mezclas y en cómo las rebajaba con trementina. Contemplaba extasiado cada vez que el maestro mojaba la punta del pincel de pelo de marta o de cerda en la pasta aceitosa y la deslizaba sobre el lienzo con suaves caricias. Le escuchaba embelesado hablar de la luz y de las formas, de las proporciones y del color... De esa manera aprendía sin querer, respirando las enseñanzas del maestro junto con el olor de la pintura.

Pero Giorgio también había encontrado una escuela fuera del taller de Bellini. En aquella ciudad bulliciosa de gentes y cultura, ciudad de nobles y mercaderes que era Venecia, Giorgio tomó contacto con un mundo por descubrir y atrapar con sus pinceles. En busca de la inspiración para sus cuadros, le gustaba pasear por Venecia, visitar los palacios, las iglesias y los monasterios, recorrer sus callejuelas estrechas que olían a agua estancada y pescado y perder la vista en la laguna, en cuyas aguas riela el crepúsculo y el mar mece las barcas mientras sus contornos se desvanecen hasta convertirse en sombras.

Muchas veces Giorgio se escapaba a la isla de Murano, al monasterio de San Michele, porque allí la luz tenía un espectro muy particular: según la época del año, tornaba vivos los colores o los apagaba hasta casi matarlos; en ocasiones, se fundía con la bruma de la laguna y cubría como de tiza todas las siluetas, o bien, en los días claros y despejados, parecía recortar las figuras con la precisión de una hoja muy afilada. A Giorgio le hubiera encantado poder hacer lo mismo con sus pinceles: captar la luz que se colaba por las arcadas del claustro y creaba ambientes diferentes en el mismo escenario o aplicar la bruma en los colores para matizarlos; ser capaz de dibujar con la mano de la naturaleza. El joven pensaba que si se recreaba en todos esos detalles, tarde o temprano lo lograría. Por eso pasaba las horas tratando de capturar la esencia de lo que le rodeaba para plasmarla en sus pinturas.

Una tarde de verano en la que la ciudad parecía hervir dentro del agua de los canales, Giorgio se había sentado a la sombra del claustro de San Michele y, protegido por el fresco de su jardín de naranjos, contemplaba, como de costumbre, los juegos de la luz. Absorto como estaba, apenas había oído unos pasos arrastrados y cansinos, los pasos de un hombre viejo, encaminándose hacia él.

—¿Qué guarda este cenobio de interés para un joven como tú, que tantas horas pasas entre sus muros?

Un poco antes se había percatado de la presencia del fraile por su característico olor. Supo que se había sentado a su lado al sentir en la nariz el golpe de aquella pestilencia indefinida, mezcla de efluvios de sopa de cebolla —que parecía el único alimento de aquellos monjes desdentados—, de hábito exudado y de azufre.

Pese a lo repelente de aquel primer encuentro, fra Ambrosius se fue convirtiendo poco a poco en uno de los mejores amigos del joven Giorgio, y tiempo después en guía, consejero y maestro. Guía en cuanto a lo espiritual, consejero respecto a lo material y maestro indiscutible ya que fra Ambrosius era uno de los hombres más sabios que había conocido nunca. Fra Ambrosius lo inició en el conocimiento de los saberes clásicos: la herencia de los padres griegos y latinos. Le llevó a través de la filosofía de Sócrates, Platón y Aristóteles; de Séneca y Epícteto; de san Agustín y san Justino; de Maimónides y Averroes. Le descompuso el cosmos, el hombre y la naturaleza. Y le introdujo en los saberes ocultos: los que atesoraban magos y alquimistas desde hacía cientos de años. Porque fra Ambrosius era, en secreto, estudioso y practicante de la alquimia, el saber que agrupa todos los conocimientos a los que ha accedido el hombre por sí mismo o por revelación divina. Fra Ambrosius había peregrinado por infinidad de monasterios de toda Europa, donde había recibido al legado de los grandes alquimistas como Nicolás Flamel y Roger Bacon. Pero no sólo eso, también había sido discípulo de Basilio Valentini, el famoso alquimista benedictino del monasterio de Erfurt. Y es que aunque la alquimia estaba prohibida para los hombres de la Iglesia, seguía siendo practicada en los monasterios.

Además, el fraile tenía tal conocimiento de los compuestos y materias de la naturaleza que Giorgio había encontrado en él una fuente inagotable de saber a la hora de fabricar sus pinturas, para las que empleaba fórmulas novedosas, más versátiles y duraderas que las comúnmente utilizadas hasta entonces.

De este modo, Giorgio se había aficionado a escaparse a la isla de Murano y a pasar largos ratos en compañía del anciano monje, desgranando juntos los misterios de la humanidad en la biblioteca del monasterio o en la celda de fra Ambrosius. Y mientras el fraile se manchaba el hábito claro con fórmulas y brebajes, Giorgio simplemente le contemplaba con la atención de un alumno aplicado o, en ocasiones, tocaba el laúd para él, instrumento que había llegado a dominar.

Uno de esos días en los que el maestro Bellini le había dado permiso para salir antes del taller, Giorgio cruzó la laguna en dirección a San Michele. Nada más entrar en el claustro, fra Ambrosius le abordó.

—¡Zorzi! —exclamó, llamándole por el apodo con el que sólo los más allegados se dirigían a él. El semblante del monje reflejaba tanta ansiedad como las palabras que al poco le dirigió—: Esperaba impaciente tu llegada, joven Zorzi. Tengo algo muy interesante que mostrarte. Apresúrate, muchacho, vayamos a mi celda.

Pequeña, oscura y fría, la celda de fra Ambrosius olía tan mal como el propio monje. Desprovista prácticamente de todo, a excepción de un camastro y un crucifijo, hubiera sido una celda como las demás de no ser por la mesa abarrotada de frascos, morteros y alambiques que el fraile había conseguido amontonar en un rincón. Contaba incluso con un horno, o atanor, según los cánones de la alquimia, aunque rudimentario, y un recipiente especial de vidrio para llevar a cabo las mezclas, al que el anciano llamaba huevo filosofal.

El monje echó la llave a la puerta con premura y agitación manifiestas en la torpeza de sus manos y en las palabras incoherentes que no dejaba de musitar con su boca desdentada. Probablemente rumiaría alguna oración, como si la invocación de Dios Nuestro Señor contribuyese a calmar sus nervios.

—¡Acércate! ¡Acércate! —urgió al muchacho, levantando con dificultad el colchón de paja de su camastro.

La luz que entraba por el ventanuco, apenas una rendija en el grueso muro del cenobio, resultaba escasa, por lo que Giorgio decidió encender una vela antes de atender el requerimiento impaciente del anciano.

—¡Por la Santa Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, muchacho! Deja la luz para después y ayúdame con el jergón, estos sarmientos que tengo por dedos apenas pueden sostenerlo.

Giorgio levantó el jergón sin dificultad y al anciano metió la mano para rebuscar en el hueco.

—¡Aquí está! No creí haberlo empujado tan lejos, válgame el cielo. Tira tú de este rollo de pergamino, Zorzi.

Fra Ambrosius se retiró para dejar hacer a su pupilo mientras lo contemplaba sin parar de estrujarse las manos bajo las mangas anchas del hábito.

—¡Eso, eso! Déjalo aquí, sobre la mesa —le indicó a la vez que de un manotazo despejaba la tabla, agolpando con un chasquido de vidrios todos sus utensilios—. Veamos... Era por aquí. Apenas se nota que está dentro, es como si con el paso de los años el pergamino se lo hubiera tragado y lo hubiera mantenido, de esa forma, a salvo de las miradas curiosas.

—¿Qué pergamino es este, frater?

—Ah, el pergamino es lo de menos... Es una crónica sobre las guerras de los Diádocos. Bastante mediocre, por cierto. Pero la copia es buena: la caligrafía de calidad y las ilustraciones muy bellas. Supongo que eso le dio valor a la hora del empeño...

Giorgio permaneció en silencio a pesar de no comprender muy bien las intenciones de fra Ambrosius ni el motivo de su excitación. El joven sabía que si se mostraba paciente, tarde o temprano recibiría explicaciones; el religioso era de ese tipo de personas que hablan mucho cuando los demás callan y que callan cuando los demás hablan.

—Debe de llevar en la biblioteca tan sólo unos meses porque nunca antes lo había visto; y yo sé muy bien qué hay en la biblioteca, no como otros. Dice el hermano bibliotecario que entró con un lote de manuscritos donado por un prestamista. Los usureros a veces lo hacen: cuando sienten que se acerca la hora de rendir cuentas, quieren redimirse y ponerse a bien con el Justo entre los justos. Me aventuraría a asegurar que viene desde Constantinopla. Quizá del saqueo de los ejércitos de Dios en la cruzada contra los infieles allá por el año 1204, o puede que sea más reciente, de cuando el hermano Aurispa desembarcó aquí, en Venecia, una enorme colección de manuscritos griegos de Oriente y tuvo que empeñar buena parte de ellos para pagar su transporte...

Mientras hablaba, fra Ambrosius desenrollaba con sumo cuidado el pergamino y la piel curtida crujía temerosamente como si fuera a romperse, incapaz de soportar el paso de los años.

—¡Helo aquí, mi joven amigo! —exclamó, alzando triunfal un pequeño objeto que Giorgio no alcanzó a distinguir hasta que lo tuvo entre las manos.

Se trataba de un cilindro de unos cinco centímetros de largo y dos de diámetro, elaborado en piedra translúcida de color rojo anaranjado, por lo que dedujo que probablemente sería cornalina. Pero lo más llamativo consistía en que estaba grabado de arriba abajo.

—Un cilindro de cornalina —confirmó fra Ambrosius—. El texto parece griego antiguo, koiné. Sólo Dios sabe cuánto tiempo lleva dentro de este pergamino.

Al comprobar que su silencioso aprendiz miraba y remiraba el cilindro sin hacer ningún comentario, fra Ambrosius se lo arrebató impaciente y lo depositó sobre la mesa bajo la luz de la vela.

—La cornalina es una piedra mágica, ahuyenta la debilidad y da valor. Tiene grandes propiedades curativas: es buena para la circulación, las encías y otros tejidos blandos del cuerpo. Para los egipcios tenía un gran valor simbólico. Es la piedra de Virgo. La piedra de Hermes...

El monje se ayudó de la inflexión de la voz para añadir misterio a sus palabras. La ese de Hermes se convirtió en un siseo que prologaba algo importante.

—¿Hermes?

—Muchacho, a fe mía que Dios te dio poca sangre en las venas. ¡Sí, Hermes! ¡Hermes Trimegisto! ¡El tres veces grande! ¡El sabio más sabio de todos los tiempos! ¡El padre de la alquimia y la hermética!

—Lo sé, frater. Tú me has enseñado todo sobre Hermes Trimegisto. Mas no entiendo qué relación puede tener el gran sabio con esta piedra.

El monje arrugó aún más su rostro arrugado, hasta que sus ojos diminutos desaparecieron entre los pliegues de la carne.

—Yo tampoco lo sé bien, hijo mío. Pero estoy convencido de que existe alguna relación... —admitió para sorpresa de Giorgio.

—¿Qué dice el texto?

—Confieso que no he sido capaz de interpretarlo. Está muy desgastado por el paso de los años y mis viejos ojos no lo ven del todo bien. Las pocas frases que he podido traducir no tienen sentido. Como si la anterior no tuviera relación con la siguiente. Sin embargo entre sus palabras aparece un nombre... ¡Un nombre muy importante! Magno Makedonío. El gran macedonio. ¡El mismo Alejandro Magno! Se trata de indicios, ¡pistas que me llevan a sospechar que nos encontramos ante un gran descubrimiento! —exclamó el monje con gran excitación. Una excitación que se desvaneció al instante—. O tal vez no... Tal vez sólo sea un cilindro cualquiera. En tiempos antiguos se fabricaron miles parecidos; ya en Mesopotamia eran objetos bastante comunes que se empleaban como sellos o amuletos; luego en Persia, Asiria, Egipto... El mundo está lleno de cilindros, ¿por qué habría de ser este el de Alejandro?

Fra Ambrosius iba musitando conocimientos y divagaciones al ritmo lento de sus pasos hasta que se dejó caer sobre el jergón, quedando en el aire un crujido de paja y una nube de polvo. La vitalidad del fraile respondía a ráfagas, una breve concesión de la ancianidad. Y del mismo modo que venía, se iba, dejándole exhausto.

La estancia quedó en silencio, un silencio sobrecogedor que Giorgio sólo percibía en los lugares sagrados. Con aquel cilindro en la palma de la mano se le ocurrían cientos de preguntas que no acertaba a verbalizar.

—Yo ya soy un miserable anciano inútil, una mente viva encarcelada en un saco de huesos moribundo. Otras veces he necesitado de tus ojos y tus oídos, de tus manos firmes y tus brazos fuertes, joven Zorzi. Ahora, más que nunca, vuelvo a necesitar que seas tú el sustituto de mi cuerpo inválido.

Giorgio escuchaba a fra Ambrosius sin comprender con exactitud el alcance de sus palabras.

—Debes llevar el cilindro a Florencia, a la Academia Neoplatónica. Allí te entrevistarás con el padre Ficino, Marsilio Ficino, un viejo amigo mío. Sólo él puede ayudarnos a descubrir los secretos que encierra este objeto, si es que encierra alguno.

—Pero ¿a qué secretos te refieres, frater?

El fraile agitó la mano con desdén. Giorgio pensó que en ocasiones aquel hombre parecía verdaderamente privado de razón, un pobre viejo loco.

—¡Bah! Suposiciones, suposiciones... ¡Sólo son suposiciones! —Fra Ambrosius se encaró con él; de su boca desdentada y arrugada como una breva madura se escapó un tufo pestilente a cebolla—. ¡No te lo diré, Zorzi!... Son secretos oscuros, tal vez un mal augurio... El mundo está podrido por el pecado. —El fraile se santiguó—. Sí..., que esta clase de secretos vean la luz sólo puede ser un mal presagio. Haz lo que te digo y no ansíes saber más. No cargues tus hombros con un peso que jamás podrían soportar...

Tal y como le había indicado el viejo monje alquimista, Giorgio da Castelfranco había partido una mañana de primavera hacia Florencia, llevando consigo un cilindro de cornalina y una carta para el pater Marsilio Ficino. Fra Ambrosius le había contado que Marsilio Ficino era uno de los más grandes filósofos del momento. Bajo la protección de los Médicis, ya desde la época de Cosme el Viejo, había sido uno de los fundadores de la Academia Neoplatónica, en la que eruditos próximos a la corte de la insigne familia florentina se reunían a discutir sobre filosofía y literatura, en especial la de Platón. No en vano Ficino había traducido del griego al latín sus Diálogos y se tenía por un defensor acérrimo de las corrientes platónicas. Pero en su relato, fra Ambrosius había insistido en la relación de Ficino con el hermetismo. «Cosme el Viejo era un hombre muy aficionado a las rarezas —le había dicho—. Solía enviar a agentes por todo el mundo en busca de manuscritos y otros tesoros de la Antigüedad. Hace ya unos años, siendo el pater Ficino aún muy joven, un monje le llevó a Cosme unos manuscritos en griego, procedentes de Macedonia, el llamado Corpus Hermeticum, la compilación de textos más importantes del conocimiento clásico y la base de la alquimia moderna. El patriarca de los Médicis ordenó a Marsilio interrumpir la traducción de los textos de Platón y concentrarse en el Corpus, con el ardiente deseo de poder ver concluido el trabajo antes de su muerte. Tal era la importancia que Cosme daba a la sabiduría de Hermes en el momento cercano a morir.»

Nada más llegar a Florencia, Giorgio se desplazó hasta la Villa Careggi, la sede de la Academia Neoplatónica, donde habría de entrevistarse con el pater Ficino.

El sacerdote le esperaba en la sala de recepciones; había leído la carta de fra Ambrosius y sentía curiosidad por saber qué se traería entre manos aquel viejo, tan sabio como chiflado.

—Demos un paseo mientras hablamos —sugirió el pater Ficino—. Así podremos disfrutar de este hermoso regalo de Dios que es el sol sobre Villa Careggi.

Giorgio tuvo la impresión de haber atravesado las puertas del paraíso mientras paseaba por la imponente villa: un jardín que abrazaba un palacio con aires de fortaleza y vigía de las llanuras toscanas. Le pareció que nunca antes había visto la luz hasta aquel momento, ni siquiera en el claustro de San Michele. Se convenció de que la luz nacía en la misma Villa Careggi y desde allí se propagaba al resto del mundo. Aquella mañana de primavera, la luz daba vida a las siluetas del jardín; hacía brillar los colores de todo cuanto tocaba; emitía reflejos dorados sobre las alas de los insectos; se descomponía a través de las gotas de agua que salpicaban las fuentes; jugaba al claroscuro como los niños al escondite; entraba y salía a chorros de la casa por las arcadas de las loggias; se posaba con fuerza sobre la tierra y con dulzura sobre la hierba emergía desde todos los ángulos posibles. ¡Estaba viva! Giorgio se sentía abrumado ante la belleza del espectáculo; incapaz de captar a un tiempo todos los matices. Le hubiera gustado tener ojos de libélula para abarcar con la vista semejante explosión.

Además, en la Villa Careggi habitaba el arte. Allí donde el joven posaba la vista surgía el arte en todo su esplendor, se manifestaba de forma escandalosa. Por allí habían pasado Donatello, Leonardo da Vinci y Botticelli, porque siempre había algún joven artista bajo la protección de Lorenzo de Médicis. En cada rincón por el que se paseaban, descubría a alguien afortunado deslizar los pinceles sobre un lienzo a la luz de la Villa Careggi, y al propio Giorgio le hormigueaban las manos, como si pidieran sacar su paleta y comenzar a mezclar colores, asir los pinceles y atrapar todo cuanto le envolvía. Pero lo que atrajo poderosamente su atención fue una escena que se desarrollaba a la entrada de un cobertizo: la lucha de un hombre contra la piedra, blandiendo el cincel con tal maestría que la roca se rendía sin condiciones bajo sus manos, a sus golpes y sus acometidas, y más que esculpirla parecía domarla, moldearla como si fuera barro. Ficino se había dirigido a aquel joven llamándolo Michelangelo.

Todas aquellas maravillas, todos aquellos estímulos, que a Giorgio le parecieron semejantes a un paseo por el cielo, le habían impedido prestar toda su atención a la entrevista que entretanto mantenía con Marsilio Ficino. Le habían impedido captar la ansiedad en los ojos del sacerdote cuando éste tuvo entre las manos el cilindro de cornalina, o el entusiasmo contenido en la inflexión de su voz en el momento en que le había citado para un posterior encuentro con el mismo príncipe de Florencia, Lorenzo de Médicis. Esos detalles le habían pasado inadvertidos porque estaba cegado por la luz de la Villa Careggi.

Regresó al día siguiente, tan excitado como asustado ante la idea de presentarse al gran Lorenzo de Médicis.

El príncipe no sólo era un mecenas de las artes y las ciencias, era en sí mismo un erudito, un esteta, un hombre aficionado a la filosofía, la poesía, la música y a cualquier manifestación artística e intelectual. Prácticamente se había criado y educado en la Villa Careggi, rodeado de los mayores sabios de la época, y con ellos debatía en un plano de igualdad intelectual, no sólo en calidad de patrón.

En una de las salas de la villa, junto al busto de Platón que presidía todas las reuniones de sus prosélitos, a la luz de los candiles, pues era de noche, Giorgio había conocido a Lorenzo de Médicis sentado en un sillón con forma de tijera a modo de trono y con las piernas en alto para mitigar los dolores que le producía la gota. Corpulento, vestido con jubón y casaca de brocado, prendas que le daban esa apariencia aún más voluminosa, se tocaba con el mazzochio, una tela que se enrollaba en la cabeza a modo de turbante y cuyo extremo caía por un lado. Su aspecto era imponente, o al menos así se lo pareció a Giorgio desde sus apenas dieciséis años y su escasa experiencia. El rostro duro de expresión ceñuda reflejaba una gran personalidad y una enorme determinación. Definitivamente, Lorenzo de Médicis le hacía sentirse pequeño e insignificante, e incluso le causaba temor reverencial.

Además lo flanqueaban dos de sus mejores amigos y colaboradores: Marsilio Ficino y el conde Giovanni Pico della Mirandola. El primero vestía ropajes encarnados de clérigo, y las arrugas del rostro delataban que era el hombre de más edad. Por lo demás, no había otro rasgo destacable en el aspecto físico de aquel gran sabio. En cambio, su discípulo, Giovanni Pico, atrajo desde el primer momento la atención del chico. El conde della Mirandola era joven y atractivo —la belleza era una cualidad que la mirada de artista de Giorgio no solía pasar por alto—, quizá ligeramente afeminado, lo que no se correspondía con la fama de audaz e impetuoso que le precedía. Sólo llevaba dos días en Florencia y, sin embargo, había oído hablar del conde en varias ocasiones. A pesar de su juventud, Giovanni Pico ya había estado un par de veces en prisión. Una, por raptar a la esposa de un primo de los Médicis y protagonizar así un escándalo de faldas que casi le cuesta la vida y del que sólo Lorenzo pudo rescatarle, y la otra, por hereje, tras desafiar a la Iglesia con unas tesis filosóficas suficientemente comprometedoras. De nuevo tuvo el príncipe que acudir en su auxilio. No obstante, el conde della Mirandola era uno de los estudiosos del pensamiento clásico más reputados: experto en Aristóteles y Platón, conocedor de la cábala y el hermetismo, astrólogo...

—Muéstrame, Giorgio da Castelfranco, lo que has traído desde Venecia.

La orden de Lorenzo de Médicis, formulada con la voz potente y el tono autoritario de los grandes gobernantes, lo sacó repentinamente de sus cavilaciones y le causó un temblor de piernas vergonzante. Tratando de controlarse, se acercó al príncipe de Florencia y le tendió el cilindro que encerraba su palma sudorosa. Por un momento, debido al malestar que aquella reunión le estaba produciendo, Giorgio maldijo la hora en la que fra Ambrosius lo había engatusado con semejante viaje.

Lorenzo observó el cilindro con el ceño aún más fruncido de lo habitual; no era síntoma de contrariedad, sino de verdadero interés. Después, sin mediar palabra, se metió la mano entre los pliegues de la camisa y extrajo un objeto que le colgaba del cuello; a Giorgio le dio la sensación de que se parecía considerablemente a su cilindro. Con un fuerte tirón, rompió el fino cordón del colgante y colocó ambos cilindros en la palma de su mano. Marsilio Ficino y Pico della Mirandola se asomaron por encima de los hombros de su patrón para comprobar lo que estaba contemplando.

Madonna mia... —concluyó Ficino.

—¿Dónde dices, muchacho, que has encontrado esto? —quiso asegurarse el príncipe.

—Lo cierto es, mi señor, que lo encontró mi mentor, el monje Ambrosius, en la biblioteca del monasterio de San Michele de Murano. Lo halló dentro de un viejo rollo de pergamino que formaba parte de un lote de manuscritos donado al monasterio por un prestamista.

—¿Un viejo rollo de pergamino? ¿Qué clase de pergamino?

—Una crónica en griego sobre las guerras de los Diádocos, mi señor. Fra Ambrosius cree que puede proceder de Constantinopla.

—A estas alturas, Lorenzo, es casi imposible averiguar de forma fiable su procedencia. Lo verdaderamente inquietante es la similitud entre ellos —opinó Ficino.

—Acércate, Giorgio, y mira esto —ordenó Lorenzo, mostrándole los objetos de la palma de su mano.

El muchacho quedó maravillado. Ambos cilindros parecían calcados, uno copia del otro. Del mismo tamaño y confeccionados con el mismo material, la cornalina. Y aunque desconocía el griego, concluyó que los símbolos grabados pertenecían a la misma lengua. Giorgio no sabía qué decir sin parecer un necio, así que prefirió callar.

—Este cilindro, que es mi amuleto, perteneció a mi abuelo Cosme. Hace cuarenta años un mercenario procedente del norte de África se lo vendió. El mercenario contaba que se lo había arrebatado a un beduino después de cortarle el pescuezo. Antes de morir, el beduino se había jactado de habérselo robado a un monje copto durante un saqueo al monasterio de San Pablo en el Mar Rojo, y aseguraba que era una reliquia egipcia de gran valor, pues el monje la había protegido hasta la muerte. Sin embargo, no se ha podido descifrar su mensaje, nada de lo que hay en él escrito parece tener sentido. Por sí solo este cilindro no es más que una hermosa reliquia, un bello amuleto... Pero ya no es único, ahora hay dos cilindros, y la leyenda toma forma.

—¿Has observado la inscripción de que te hablé?

—En efecto, Marsilio —contestó Lorenzo—. Magno Makedonío. Tal vez el secreto de Alejandro Magno no se fuera con él a la tumba...

Las últimas palabras de Lorenzo de Médicis se quedaron flotando sobre las cabezas de los reunidos, susurrando antes de desvanecerse en el aire lo que para ellos parecía evidente concluir y lo que para Giorgio era un misterio.

—¿Has considerado que podría tratarse de una falsificación? —intervino por primera vez el conde della Mirandola.

Lorenzo se revolvió en su asiento y recolocó sus pies hinchados. No se podría precisar qué era lo que le había incomodado más, si las molestias de la gota o las palabras del conde.

—Ambos podrían serlo. Pero ¿voy por eso a desdeñarlos sin más?, ¿voy acaso a desperdiciar la oportunidad de comprobar por mí mismo la verdad de estos cilindros y su leyenda? Sería un necio. Muchas veces me has oído decir, querido Pico, que la verdadera sabiduría consiste en esperar y aprovechar la ocasión. Cuarenta años lleva esperando este cilindro bajo la camisa de un Médicis; la ocasión se presenta ahora. Aunque tan sólo exista una mínima posibilidad de que estos cilindros guarden el gran secreto, por remota que sea, me veo obligado a contemplarla, pues, de ser cierta, nos hallaremos ante el mayor descubrimiento de todos los tiempos. Y si la Divina Providencia ha querido que estos cilindros acaben reunidos en la palma de la mano de un Médicis, será también un Médicis quien desentrañe sus misterios. Para eso, amigos míos, me gustaría contar con vuestra ayuda.

—Bien sabes, Lorenzo, que con ella cuentas —aseveró Marsilio Ficino, a lo que Pico della Mirandola asintió con total convencimiento.

Por la comisura de los labios de Lorenzo de Médicis asomó una ligera sonrisa de complacencia. Ciertamente estaba seguro de la lealtad de sus amigos.

—Deberéis trabajar en descifrar el mensaje de los cilindros. Una vez descifrado, si comprobamos que podrían ser los de Alejandro Magno, los destruiremos.

—¿Destruirlos? —quiso asegurarse el conde della Mirandola de que había oído bien.

—Destruirlos. Al estar juntos, el secreto ya no está seguro.

—Pero si los destruimos, el mensaje se habrá perdido para siempre. ¿Qué derecho nos asiste para eliminar un legado que pertenece a la humanidad? —objetó el joven conde.

—No seas obstinado, Giovanni. Una vez más te dejas dominar por el ímpetu y la irreflexión. Yo no he hablado de destruir el mensaje, he hablado de destruir los cilindros. En cuanto al mensaje, hemos de pensar en cómo volver a codificarlo de una forma tanto o más segura como la que en su día ideó Alejandro.

Después de que Lorenzo hablara, se hizo un silencio incómodo, el que sucede al planteamiento de un problema para el que no hay prevista una solución.

Hasta entonces, Giorgio había observado sin comprender el debatir de aquellos personajes como un espectador ajeno a la obra que representaban: hablaban en lenguaje críptico de secretos y leyendas que parecían conocer sobradamente y que a él se le escapaban. Sin embargo, si aquellos cilindros habían alterado el ánimo del mismo Lorenzo de Médicis, estaba claro que no se trataba de una locura ni de una fantasía del viejo Ambrosius, y Giorgio se moría de curiosidad por conocer el gran secreto. De modo que decidió armarse de valor para romper la barrera de discreción tras la que se había parapetado y saltar a la palestra:

—Disculpad, mi señor...

Los tres hombres clavaron en él sus ojos como si hubieran olvidado que otra persona más les acompañaba. Giorgio notó que le volvían a temblar las piernas.

—Descuida, Giorgio da Castelfranco, no me he olvidado de ti. El fraile Ambrosius y tú recibiréis un precio justo por el cilindro y por vuestra confianza...

—No, mi señor, no me malinterpretéis. No iba a hablaros de eso...

Lorenzo alzó una ceja para mirarlo.

—Si me lo permitís, mi señor, aunque desconozco la naturaleza y el contenido del secreto al que os referís, creo que sé de una forma en la que podría ocultarse ese mensaje.

—Habla, muchacho —invitó el príncipe—. ¿Qué forma es esa?

Y Giorgio comenzó a explicar, creyendo, como creía Lorenzo, que las palabras pronunciadas en esa sala, allí mismo se quedaban. Ninguno se detuvo a pensar entonces que las palabras a veces se escapan por las rendijas más insospechadas. Y vuelan.

De aquel encuentro hacía casi un año. Un año durante el que Giorgio se había instalado en la Villa Careggi y había trabajado junto con Marsilio Ficino y Pico della Mirandola en la traducción del mensaje de los cilindros y en su recodificación.

Los recuerdos del joven dejaron de fluir y frente a él volvió a materializarse el cuadro inacabado. Lo bajó del caballete, liberó el lienzo del bastidor, lo enrolló cuidadosamente y lo guardó en un estuche de cuero para preservarlo durante el viaje. Sintió entonces, por primera vez, la tristeza que le producía abandonar aquel lugar. Pero al tiempo se reafirmó en que lo más sensato era regresar a Venecia. Sólo al pater Ficino y al conde Pico les dejaría noticia de su paradero y cuando su trabajo estuviera terminado volvería a reunirse con ellos.

Tal vez el secreto de los cilindros le había costado la vida a Lorenzo de Médicis... Quizá todos los que como él conocían el secreto estaban amenazados... «No cargues tus hombros con un peso que jamás podrían soportar.» Tenía que haber escuchado las sabias palabras de fra Ambrosius; ahora, ya era demasiado tarde para él. Ahora, no le quedaba otra opción que colgarse el lienzo en sus hombros débiles y arrastrar esa carga por un camino de sombras, arrastrarla hasta el final de sus días.

Bosque de Ketrzyn, Prusia del Este,

23 de agosto de 1941

Adolf Hitler cerró la puerta detrás de la última persona con la que había despachado aquella tarde, se pasó la mano por el flequillo más por manía que por adecentarlo y apagó la lámpara del techo. El cubículo espartano y funcional que hacía las veces de despacho quedó iluminado tenuemente por las luces indirectas y al Führer se le hizo incluso acogedor. Se encaminó al asiento de detrás de la mesa y notó entonces un molesto zumbido en los oídos; de un manotazo, aplastó un mosquito que volaba junto a su cara. Si no fuera por aquellos bichos asquerosos, Wolfsschanze, la Guarida del Lobo, sería un lugar casi encantador. Pero como el refugio se ocultaba en un bosque tupido y oscuro, con el atardecer de los días calurosos los mosquitos surgían en manada y acechaban al Führer sin que ninguna de las excepcionales e inquebrantables medidas de seguridad que le protegían pudiera hacer nada por evitar que lo devorasen. Hitler no les tenía tanto respeto a los aviones de la RAF como a aquellos chupasangres insaciables.

El Führer se había trasladado a Wolfsschanze hacía apenas unas semanas, coincidiendo con el inicio de la invasión de la Unión Soviética, a la que habían denominado Operación Barbarrosa. Wolfsschanze resultaba extremadamente seguro, por la propia orografía del emplazamiento en el que se hallaba y por estar fortificado; además, se encontraba muy cerca de la frontera con la Unión Soviética, lo que lo convertía en el centro de mando ideal para dirigir aquella operación que pondría definitivamente a los comunistas bajo las botas del Tercer Reich. Una vez exterminados los judíos, los masones y los bolcheviques, una vez acallados y sometidos los gobiernos capitalistas del oeste, Adolf Hitler regiría los destinos de un mundo a su medida... Y si el informe que le había llegado aquella mañana de Berlín contenía lo que él esperaba, tal vez su suerte se materializase antes de lo previsto.

Cuando ya nada le zumbaba alrededor, Hitler detuvo la mirada en la única carpeta del día que le quedaba por despachar, la que había dejado para el final como una copa de buen coñac que culmina una gran comida. Se acomodó en su asiento, apoyó los pies sobre la mesa, se aflojó la corbata y abrió el archivo remitido desde las oficinas centrales del Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg en Berlín. No se trataba de un archivo demasiado extenso, sólo contenía tres páginas: un informe del experto que había realizado la investigación y una carta.

Decidió comenzar por la misiva. Los investigadores del Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg la habían encontrado en Creta en la biblioteca privada de una familia judía, escondida entre las páginas de un viejo diario. El original, escrito en latín, venía acompañado de una copia traducida al alemán. Se trataba de un valioso documento histórico del siglo XV cuya autoría correspondía al conde Giovanni Pico della Mirandola, quien se dirigía a su maestro y amigo, el filósofo judío Elijah Delmédigo, en respuesta a otra misiva que éste le había enviado con anterioridad. Hitler comenzó a leer: «Villa Careggi, Florencia, 15 de noviembre de 1492».

Una sonrisa cruzó el semblante del Führer a medida que avanzaba en la lectura de la carta, una mueca casi inconsciente, muestra de una satisfacción difícil de contener. Una vez que hubo terminado de leerla, no titubeó al levantar el auricular del teléfono y pedir una conferencia con Berlín: era necesario convocar al camarada Heinrich Himmler a Wolfsschanze para mantener una reunión de alto secreto lo antes posible.

La carta de un nazi

La carta de un nazi

Mientras Konrad se concentraba en la pantalla del iPhone para responder un e-mail, me incorporé sobre la mesa para admirar con auténtico deleite la obra de arte que acababan de exponerme frente a los ojos: el manejo de los colores y la texturas, los volúmenes, la proporción que reinaba en todo el conjunto y la forma en que la luz se reflejaba en cada una de las superficies en un juego aparentemente casual de mates y brillos.

Pero sobre todo, el olor... Mmm, ese increíble aroma a chocolate de la mejor calidad. Un olor que activaba la parte más sensual de mi cerebro. Yo soy de letras y ni remotamente sabría el nombre exacto de esa parte de la anatomía, sólo sé que la fragancia del chocolate me excita de una forma realmente poderosa. Fondant de cacao de Java al setenta por ciento y helado de cardamomo... Nada, absolutamente nada en el mundo podría igualarse a aquel postre. No importaba que Rafa, el chef, se esmerase por variar cada temporada la carta de Aroma, el restaurante gastronómico más in de Madrid, yo siempre pedía el mismo postre.

—¿Es que no piensas probarlo?

Sin levantar la vista del plato, contesté:

—Ya estoy haciéndolo. No cuestiones mi ritual. El disfrute de este postre comienza con los estímulos visuales y olfativos. Tú nunca podrías entenderlo —concluí con arrogancia.

Efectivamente, Konrad era víctima de una maldición. La de poder prescindir del postre. De hecho, acostumbraba a terminar las comidas con vino tinto. Se bebía pausadamente una copa de gran reserva mientras yo me manchaba las comisuras de los labios con cualquier cosa que fuera dulce.

—Pues sería deseable que hoy abreviases tu ritual. Quiero que veas algo y no me gustaría que lo manchases de chocolate, meine Süße.

Süße, dulzura, así me llamaba Konrad y no era difícil adivinar por qué.

Era cierto que me había avisado a primera hora de que aquella sería una cena de negocios. Habíamos hablado por teléfono muy temprano mientras él esperaba en Múnich a subir al avión que le traería a Madrid. Y, como todos los viernes, habíamos quedado para cenar; Konrad había llamado a Alberto, el jefe de sala del Aroma, para que le reservase su mesa, esa que estaba en la esquina más apartada e íntima del restaurante. Nada fuera de lo habitual, salvo por lo de la cena «de negocios». Por supuesto, pensé que bromeaba: era alemán y tenía un sentido del humor muy particular.

No tardé mucho en dar buena cuenta del postre y, cuando aún saboreaba su recuerdo en el fondo del paladar, trajeron el café y la bandeja de petits fours.

—¿Qué haces, Ana?

—Guardo unos pocos para Teo. Ya sabes que se muere por los petit fours de aquí.

—Pero, meine Süße, ¡no hace falta que te los guardes en el bolso como si los estuvieras robando! Le pediré a Alberto que te prepare unos pocos para llevar. Anda, deja eso. Para ya de comer y límpiate bien las manos.

Hice lo que Konrad me ordenaba aunque me sentaba fatal que en ocasiones me tratase como a una niña pequeña. Era cierto que me sacaba casi veinte años, pero eso no justificaba su paternalismo: si era lo suficientemente adulta para ser su pareja, también lo era para todo lo demás. O, al menos, eso creía yo.

—Échale un vistazo a esto —me pidió mientras rebuscaba en el bolsillo interior de la chaqueta.

Konrad me alargó un pliego de papel. Enseguida me di cuenta de que era viejo: estaba amarillento y desgastado por los bordes y había sido plegado y desplegado tantas veces que corría el riesgo de rasgarse por los pliegues, como un mapa muy usado. Pasé los ojos por encima y comprobé que era una carta manuscrita.

—Konrad, cariño, está en alemán.

—Bueno, tú lees algo de alemán.

—No después de un cóctel y media botella de vino. ¡Oh, por el amor de Dios!, dime lo que pone y abreviamos.

—Vamos, no seas perezosa. Yo la leo contigo.

Accedí a regañadientes, entre otras cosas porque sabía que resultaba agotador e inútil discutir con él. Dejé la carta cuidadosamente sobre la mesa, justo en medio de los dos. Sobre el mantel blanquísimo parecía aún más vieja y amarillenta.

Wewelsburg,
2 de diciembre de 1941

Querida Elsie:

Espero que cuando recibas esta carta tanto tú como la pequeña Astrid os encontréis bien.

Lamentablemente no podré volver a casa después de mi viaje a Italia, como te había prometido. Los acontecimientos se han precipitado en los últimos días y las exigencias de la nueva misión no me lo van a permitir. Aunque espero tomarme unos días de permiso durante las fiestas de Navidad y estar junto a ti para cuando nuestro bebé venga al mundo.

Tras mis investigaciones en Italia sobre El Astrólogo de Giorgione, el Reichsführer Himmler ha insistido en que me incorpore cuanto antes a mi nuevo destino en las oficinas del Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg en París. Previamente, deberé viajar a Berlín para mantener una entrevistar con Hitler, pues desea que le informe personalmente sobre el desarrollo de la misión. Una vez más, espero no defraudar la confianza que nuestro Führer ha depositado en mí.

Mañana por la mañana recibiré oficialmente el despacho de Sturmbannführer de manos de Himmler. Me haría muy feliz que estuvieras aquí durante el acto de entrega y la recepción que se celebrará después, pero entiendo que en tu estado no debes viajar. Te aseguro que en todo momento estarás en mis pensamientos, querida Elsie, como de costumbre, especialmente en los momentos más importantes de mi vida.

En cuanto me haya instalado en París, trataré de telefonearte para escuchar tu dulce voz. Entretanto, recuerda que te quiero y que te echo de menos. También a la pequeña Astrid. Dale muchos besos y abrazos de mi parte y dile que es mi niña preciosa. Cuidaos mucho las dos y cuida también al bebé, añoro poner mi mano sobre tu vientre y sentir sus patadas.

Con todo mi amor,

GEORG

P.S.: Por favor, prepara una maleta con algo de ropa y los uniformes que dejé en casa. Pasarán a recogerla para hacérmela llegar a mi nuevo destino.

Aunque había finalizado la lectura, me quedé contemplando la carta durante un instante. Me sentía incómoda, como si hubiera usurpado un momento de la intimidad de dos personas, como si me hubiera colado en el dormitorio de un matrimonio y hubiera escuchado a escondidas sus confesiones.

—¿Y bien? —Konrad me devolvió al presente.

—¿De dónde la has sacado?

Konrad sonrió con picardía.

—Bueno, tengo mis fuentes. Algunas personas que rebuscan en mercadillos, desvanes y anticuarios o que pujan por mí en las subastas de cosas raras. Ya sabes que soy un coleccionista compulsivo.

Sí, lo sabía. Konrad era un auténtico maníaco del arte y las antigüedades que, además, podía permitirse el vicio, extremadamente costoso, de coleccionarlas. De hecho, poseía una de las mejores colecciones de arte de Europa, especialmente de pintura. Por no hablar de que el arte era, probablemente, lo que nos había unido.

Mi vista regresó a la misiva: la carta de un nazi; el papel que un día habían tocado sus manos y las palabras de tinta escritas bajo el mandato de su mente de nazi. Me resultaba espeluznante.

—Es la carta de un nazi —fue mi primer veredicto, aunque sabía que no era el que Konrad esperaba.

—Sí que lo es.

—¿Qué significa Sturmbannführer?

—Mayor. Sería el equivalente a comandante según el rango del ejército español. Comandante de las SS.

—¡Vaya! Nazi y además SS. ¡Menuda joya!

—Sé a lo que te refieres y sí, es probable que fuera un fanático, un criminal y un asesino de judíos. La mayoría lo era y la idea que la imaginería moderna nos transmite es que lo eran todos: el cine, la televisión, la literatura... los han demonizado. Pero las SS eran una organización mucho más compleja que todo eso.

—¿Estás tratando de justificarlos?

—No tendría argumentos. Sólo quiero hacerte ver que el hecho de que fuera miembro de las SS no le convierte automáticamente en un criminal. Por ejemplo, las Waffen-SS eran la organización militar: un ejército, soldados, con todas las virtudes y todos los defectos que el término acarrea. Hubo soldados brutales y criminales y los hubo que simplemente defendieron su país con honor; como en cualquier ejército. Durante los juicios de Núremberg la mayoría de los oficiales de las tropas regulares de las Waffen-SS fueron exculpados de cualquier cargo criminal gracias al testimonio de los que habían sido sus enemigos en el campo de batalla.

Semejante defensa me llevó a recordar que, después de todo, Konrad era alemán y que sus dos abuelos habían luchado en la Segunda Guerra Mundial. Su postura podía ser discutible, pero sin duda resultaba comprensible.

—¿Y qué sería nuestro amigo Georg? ¿Un nazi bueno o un nazi malo? A la vista de esta carta, parece tener sentimientos humanos...

Konrad se reclinó en su asiento y suspiró profundamente.

—¡Oh, vamos, Ana! ¿Cuándo vas a reconocer que lo que más te ha llamado la atención es la mención al cuadro de Giorgione?

—Puede ser. —Me divertía seguir chinchándole.

—De acuerdo. En vista de que a ti se te ha subido el fondant de chocolate a la cabeza, seré yo el que me ponga serio.

Y si algo sabía hacer bien Konrad, era ponerse serio. Así que empecé a pensar que aquella invitación a cenar no era la misma de todos los viernes, sino efectivamente una cena de negocios.

—Tú eres la experta en Giorgione y sabes mejor que yo que no existe catálogo en el mundo que mencione un cuadro de Giorgione que se llame El Astrólogo.

Tenía razón en que era una experta en Giorgione. La tesis doctoral de mi carrera de Historia del Arte llevaba por título: «Giorgio da Castelfranco, el pintor oscuro del Renacimiento».

—Sí, pero también sé que el catálogo de Giorgione es probablemente uno de los que más varían de todo el panorama pictórico. Lo que ayer no era un Giorgione porque se lo tenía por un Tiziano o porque simplemente no pertenecía a ningún pintor de renombre, hoy es un Giorgione. Todo a causa de su manía por no firmar prácticamente ninguna de sus obras. No se podía imaginar la de trabajo que iba a darnos a las generaciones futuras.

—Entonces nos hallaríamos ante el posible descubrimiento de un nuevo Giorgione para el mundo del arte, ¿te das cuenta de lo que eso significa?

Permanecí un tanto escéptica ante el entusiasmo de Konrad. La práctica profesional me había enseñado que en un principio se debe desconfiar de cualquier documento que prometa un gran hallazgo para la humanidad.

—Quizá se trate de un cuadro de Giorgione ya catalogado al que nuestro amigo Georg da otro nombre. Sucede con frecuencia: Los tres filósofos o Los Reyes Magos, La Venus dormida o La Venus de Dresde... Casi ningún cuadro tiene un solo nombre. Es más —me asaltó un recuerdo repentino—, si hago memoria, existe un cuadro llamado El reloj de arena, conocido también como El Astrólogo, que durante un tiempo se atribuyó a Giorgione pero que hoy en día la mayoría de los expertos cree que no le pertenece.

Konrad se quedó observándome durante unos segundos. Parecía estar meditando sobre las razones por las cuales se había equivocado, y por qué aquella carta, que pensó que me entusiasmaría, me había dejado indiferente.

—Dime que estás haciendo de abogado del diablo —concluyó.

Para mi sorpresa, y a pesar de que Konrad era la antítesis de cualquier cosa que inspirara la más mínima pena, me mereció compasión por un breve instante. Se mostraba verdaderamente desilusionado.

—Lo siento, cielo —me disculpé, acariciándole la mejilla—. Lo cierto es que el mundo del arte está repleto de blufs, de grandes descubrimientos que se quedan en nada. Estoy harta de verlo cada día.

Entonces aprisionó con su mano la mía en su mejilla.

—Y aun así... ¿no crees que merece la pena intentarlo?

Miré la carta otra vez.

—Pero esta información es insuficiente, Konrad. Lo único que sabemos de este hombre es que se llamaba Georg. ¡Habría miles de nazis llamados Georg!

Como si estuviese preparado de antemano para mi objeción, contraatacó mostrándome un sobre y su remite.

—Se llamaba Georg von Bergheim, SS-Sturmbannführer Georg von Bergheim. Ya tienes a alguien con nombre y apellidos.

Me di por vencida con un suspiro.

—Piénsalo bien, meine Süße, ¿por qué iba a poner Hitler tanto interés en un cuadro en concreto cuando tenía a toda una organización expoliando las mayores obras de arte de toda Europa?

Una chica corriente

Una chica corriente

En tan sólo cuatro años mi vida había dado un giro de ciento ochenta grados. Se podía decir que de Cenicienta había pasado a princesa o, siendo menos poética, que de nave industrial me había reconvertido en local de moda. El culpable de semejante transformación en mí no era otro que Konrad.

Konrad Köller era probablemente uno de los hombres más ricos de Europa. La prensa lo definía como empresario alemán, una forma muy vaga de catalogar a alguien que en realidad no se sabe muy bien a qué se dedica porque se dedica prácticamente a todo: telecomunicaciones, transporte, construcción, turismo, banca, farmacia... Otro tipo de prensa menos seria solía definirlo más bien por lo que tenía que por lo que era: los coches que conducía, de esos que uno vuelve la cabeza para mirar cuando pasan; las casas maravillosas, allí donde todo el mundo querría tener una parecida; el avión privado, el yate, las colecciones de arte y, cómo no, las mujeres. En sus más de cincuenta años de vida, Konrad había mantenido relaciones con una larga lista de mujeres que, hasta el momento, cerraba yo. Y, a sus más de cincuenta años de vida, rompía la mayoría de los tópicos que correspondían a su edad: soltero, atlético, atractivo e incansable como un veinteañero, incluso más que muchos veinteañeros que yo había conocido. Y todo ello tenía que agradecérselo a una genética privilegiada, pero también a un entrenador personal y un asesor de imagen que cuidaban de que su dieta fuera sana, su ejercicio adecuado y su vestuario impecable.

Teniendo en cuenta las circunstancias, que yo fuera la pareja de Konrad desde hacía cuatro años era para mí un misterio, y, para la mayoría, casi un suceso paranormal. Porque lo cierto es que yo era una chica corriente.

Empezando por mi nombre: Ana García. Al menos, hasta que mi madre, francesa y con un millón de pájaros en la cabeza, decidiera que sus hijas juntaran sus dos apellidos en uno compuesto, porque García-Brest resultaba mucho más chic y charmant.

Mi aspecto también era corriente: ni muy alta ni muy baja, ni muy gorda ni muy delgada, ni muy guapa ni muy fea. Hasta que Konrad entró en mi vida, yo era de esas mujeres que no tienen ningún problema en salir a la calle sin maquillar, que no se preocupan por el aspecto de su pelo —lo ataba en una coleta y asunto arreglado—, que no tienen especial interés por la moda —me ponía cualquier cosa sin arriesgar demasiado para no ir disfrazada— y que kilo arriba, kilo abajo tampoco les quita el sueño porque el placer de la comida es irrenunciable. Hasta que Konrad entró en mi vida... A partir de entonces, no volví a salir a la calle con la cara lavada porque eso a él le parecía descuidado; llevaba un corte de pelo a capas con mucho estilo y unas mechas en tres tonos que cada dos meses retocaba el peluquero que él había escogido; me vestía de firma en cualquiera de las boutiques de la Milla de Oro de Madrid, siempre asesorada por su exquisito gusto, y cuidaba mi peso para no tener que escucharle decir: «Meine Süße, tienes un tipo precioso. No lo estropees por comerte un bombón de más».

Mi inteligencia, formación y profesión también eran corrientes. Estudié Historia del Arte porque mi familia paterna siempre ha estado vinculada al mundillo: mi abuelo era pintor y mi padre es marchante y galerista. Después, como no tenía muy claro a qué dedicarme, hice el doctorado. Una vez acabado, de lo único que estaba segura era de que lo que mejor sabía hacer era estudiar, así que preparé la oposición al Cuerpo Facultativo de Conservadores de Museos Estatales. La saqué a los cuatro años y empecé a trabajar en el Museo Nacional de Cerámica y Artes Suntuarias Gonzalo Martí de Valencia, a la espera de una plaza en Madrid. Eso, hasta que Konrad entró en mi vida... Desde entonces, trabajaba en el departamento de comunicación del Museo Nacional del Prado. Ya no estaba todo el día rodeada de cerámica y arte suntuaria que custodiar y conservar, sino de japoneses, americanos, chinos, o cualesquiera otras nacionalidades a los que tenía que sonreír mucho y dorar la píldora. Ya no iba vestida con vaqueros rotos, camisetas anchas y zapatillas, sino con trajes de chaqueta impecables y altísimos zapatos de tacón.

Incluso mi coche era corriente. Un Renault Clio granate que había sido de mi madre y que mi padre me regaló cuando terminé la carrera. Hasta que Konrad entró en mi vida... y por mi cumpleaños me regaló un descapotable, un Mercedes SLK.

Konrad había cambiado muchas cosas en mí. Me había sacado brillo, como a una vieja cuchara de plata olvidada al fondo del cajón. Había colocado mi nombre sobre papel cuché y en la punta de muchas lenguas envidiosas. Me había convencido de que yo tenía algo especial que no podía desperdiciar en los sótanos de un viejo museo ni esconder bajo capas de ropa ancha y trasnochada. Me había dado un empujoncito hacia el lado luminoso de la vida y por allí me llevaba de la mano mientras acariciaba mis oídos con cientos de palabras bonitas. Y yo le quería, le quería como nunca había querido a nadie, como una obra admirada por todos debería adorar a su artista, a aquel que le ha dado forma con suaves caricias e incluso, a veces, a golpes de cincel.

Lo único que Konrad no había cambiado era mi casa. Tampoco era gran cosa, pero me había resistido a abandonarla con determinación numantina y, hasta entonces, lo había conseguido, incluso a pesar de que él había insistido hasta hartarse durante los dos primeros años de nuestra relación para que me mudase a su exclusivo ático de doscientos metros con piscina privada en la calle Velázquez. Konrad no podía comprender que yo prefiriese mi buhardilla minúscula, con una terraza que más que terraza parecía una maceta grande, a la que se accedía en condiciones verdaderamente penosas tras una épica escalada por unas escaleras de madera desgastada y quejosa de un edificio antiguo y sin ascensor de la muy castiza plaza de Chamberí. Pero es que mi buhardilla significaba mucho más que eso. Era un símbolo de mí misma, lo poco que quedaba de mi auténtica esencia; se veía desaliñada y bohemia como mi espíritu; en definitiva, era el lugar donde, una vez cerrada la puerta, podía volver a ser yo. Además de las muchas connotaciones sentimentales que tenía para mí, pues había sido el estudio de mi abuelo, el pintor, y él me lo había dejado al morir. Por eso, alguna tarde de las que me quedaba leyendo junto a la ventana, el simple hecho de mirar el suelo me recordaba la cantidad de veces que sobre esa misma tarima color miel había emborronado de niña cientos de cuartillas y había terminado por mancharme los dedos de pintura bajo la mirada tierna de mi abuelo; que en la mesa de la cocina habíamos merendado juntos chocolate con churros, y que en la terraza habíamos dibujado las constelaciones sobre el cielo las noches de verano y luna nueva.

Aquella noche también era de verano, de finales de verano, y luna nueva. Y como muchas otras noches estaba cenando en casa de Teo y Antonio, mis vecinos. Era raro el día que no acababa recalando allí, principalmente por dos motivos: su terraza era más grande y su cena muchísimo más buena que la mía, porque Antonio, que era de Getxo, cocinaba como los ángeles —como los ángeles vascos, que estoy segura de que para la cocina pertenecen a una categoría aparte—. Ensalada de brotes con pato, chipirones en su tinta y suflé de manzana era lo que Teo y Antonio servían para cenar cualquier día sin necesidad de estar celebrando nada.

Teo era además uno de mis mejores amigos, quizá el mejor. Lo éramos desde la facultad y gracias a mí había conocido a Antonio, cuando éste compró la casa que lindaba puerta con puerta con la mía. Lo suyo había sido un flechazo. «Mira, cari, el flechazo es algo muy maricón —me había ilustrado Teo—. Aunque hacemos mucho ruido, somos pocos y no podemos andarnos con remilgos: lo ves y te lo tiras, punto.» Desde luego que con Teo no podía haber remilgos; era el prototipo de homosexual que las mujeres lamentamos como una pérdida terrible para el género. Resumiendo, era una sensibilidad femenina empaquetada en el cuerpo de Hugh Jackman. «Mi vida sería mucho más sencilla si tú no fueras gay y te hubieras casado conmigo», solía llorar yo sobre el hombro de mi amigo.

El caso de Antonio era diferente. «Yo soy un pedazo de maricona, pero Toni es de esos gays que no te ves venir», en palabras de Teo. Además de ser de Getxo, Antonio tenía un empleo muy hetero de ingeniero jefe de obras públicas, y con su barriga, su casco amarillo y su barba nadie hubiera dicho que le iban los hombres para algo más que para ver el fútbol, tomar cervezas y decir guarradas a las tías desde el andamio. De hecho, Teo y Antonio juntos hacían una pareja pintoresca: simbolizaban el dicho de «la suerte de la fea la guapa la desea», en versión gay.

El caso es que los tres habíamos hecho del sexto piso una especie de comuna: un lugar de puertas abiertas, zonas compartidas y cocina única, la de Antonio.

—Yo me voy a la cama, estoy muerto —anunció Antonio bostezando, poco después de que hubiéramos terminado la cena.

—Eres un sieso, Toni. ¡Es sábado! Quédate un poco más. Con otro limoncello te espabilas fijo —le animó Teo.

Haciendo caso omiso, Toni se puso en pie, le dio un pico en los labios a Teo y a mí un beso en la mejilla.

—Buenas noches, querida.

—La cena estaba deliciosa, Toni, como siempre.

—Gracias. Mañana más. No olvidéis meter las copas en el lavavajillas y ponerlo en marcha que si no, no cabe lo del desayuno. —Nos dejó instrucciones precisas al tiempo que abandonaba la terraza.

—Tienes costumbres de burgués —le picó Teo cuando se alejaba—. ¡Y te diré que te estás poniendo gordito! —Luego me susurró—: Eso le molesta mucho.

—Soy burgués y ya estoy gordo —le gritó el otro desde dentro—. Buenas noches, cariño.

—Pues no parece muy molesto.

—Se hace el duro. Ahora mismo está sobre la báscula y mañana se desayuna mis Special-K, te lo digo yo.

Le sonreí y me recliné en la tumbona. Aquella noche también se hubieran podido dibujar las constelaciones. Era una noche preciosa, fresca y tranquila. Apenas se oía el rumor lejano del tráfico nocturno y toda la terraza se veía envuelta en el aroma a tierra mojada de las jardineras recién regadas y el perfume de las hierbas que Antonio tenía plantadas en una esquina: albahaca, romero, menta...

Teo me tiró una manta finita.

—Toma, cari, que ahora con la humedad se nota un repelete...

Me envolví un poco las piernas y de nuevo me mojé los labios con la copita de limoncello.

—¿Cuándo vuelve Konrad? —me preguntó.

—Hasta el viernes que viene, nada. Cuando va a Hong-Kong se queda varios días para aprovechar el viaje.

—¿Y ya has pensado lo que vas a hacer?

—No estoy segura. Por un lado, me pica la curiosidad, por otro, me parece una pérdida de tiempo. Pretender encontrar un cuadro, que además la historia dice que no existe, partiendo de una carta de hace setenta años es como buscar una aguja en un pajar.

—A mí me parece divertido. Como una búsqueda del tesoro o algo así, ¿no?

—La realidad nunca es tan romántica, Teo. Los grandes descubrimientos ocurren después de tirarse años encerrado en un archivo polvoriento y desordenado, de perder las amistades y de sufrir intolerancia a la luz del sol como los vampiros de Crepúsculo. Así, o por casualidad.

—Bueno, tal vez la casualidad llame a tu puerta: una carta misteriosa ha caído en tus manos... —anunció Teo sobreactuando.

—Por conformar a Konrad he empezado a mirar un poco en internet. Es tan escasa la información que da la carta que casi no sé ni qué meter en Google: Himmler, más de un millón de resultados; El Astrólogo de Giorgione, ninguno porque no existe; comandante de las SS Georg von Bergheim, así, todo junto, nada... Sólo puedo partir del Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg.

—¿Lo qué de qué?

—Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg o Instituto Rosenberg, una forma muy anodina de denominar la organización que se dedicó a expoliar el arte de los territorios ocupados por la Alemania nazi. Rosenberg era el nombre del gerifalte nazi que la había puesto en marcha y de quien dependía formalmente, aunque en la práctica, al menos en los territorios del oeste, dependía de Göring.

—Ése era el gordo, ¿a que sí? Siempre me acuerdo porque Göring-gordo, go-go..., ¡pegan!

Me reí de la ocurrencia de Teo y sus reglas mnemotécnicas.

—Sí, era el gordo. Y uno de los nazis más obsesionados por el arte. Quería erigir un gran museo en su mansión de Carinhall, donde llegó a reunir más de mil trescientos cuadros, además de esculturas, tapices, muebles, alfombras... Todo confiscado de colecciones privadas en los territorios ocupados.

—Entonces sería Göring quien se llevaría el cuadro ese. ¡Es sencillo, tía! —concluyó Teo simplificando.

—No. Suponiendo que el cuadro exista, por lo que se deduce de la carta, podría ser el propio Hitler quien hubiera ordenado a través de Himmler, otro de sus secuaces, que se buscase.

Teo se llevó una mano muy estilizada, como de bailarina balinesa, a la frente y me miró con ojos de vaca.

—Ahora sí que me he perdido, cari: ¿qué pinta Himmler en todo esto? Pero ¿ése no era el gafitas cabronazo de las SS que se cargó a todos los judíos y los gays?

—Básicamente, sí. Era el comandante en jefe de las SS.

—¿Y qué tiene que ver eso con lo tuyo?

—Pues no tengo ni idea. Ahí está el quid de la cuestión: todo lo que me ha pasado mi querido Konrad es una carta de un comandante nazi a su mujer con tres pistas mal dadas, y de ahí quiere que yo le haga el descubrimiento del siglo. Conclusión: que me he puesto a mirar en internet y que me lo sé todo sobre los nazis como para quedar de maravilla en una partida de Trivial, pero nada más. De algún modo tendría que hacerme con otros datos sobre ese comandante Von Bergheim.

—Pues, cari, ya te veo en el archivo guarro y asqueroso.

—Yo sólo he dicho polvoriento y desordenado, pero paso.

Quiero que vengas conmigo a París

Quiero que vengas conmigo a París

Instantes después de colgar una llamada de Konrad, busqué en la agenda de la BlackBerry el teléfono de Teo y pulsé la tecla verde. Apenas habría dejado sonar los primeros tonos de la canción de Kylie Minogue que tenía como melodía del móvil cuando descolgó.

—¿Dónde estás? —le pregunté antes de dejarle hablar.

—Pues créeme si te digo que no querrías saber qué parte del cuerpo me estoy depilando ahora mismo...

—No, no quiero saberlo. Escucha: quiero que vengas a París conmigo. No admito un no por respuesta.

—¿A París? Pero ¡tú estás lo...! —se oyó un grito al otro lado del teléfono—. ¡Co-ño! Ten cuidado, chato, que te estás acercando al cofre del tesoro... ¿Ana? Ana, cari... Mira, luego te llamo.

Y cortó la llamada sin que yo pudiera protestar.

Esa misma tarde me escapé un poco antes del museo porque estaba cansada y malhumorada. Encontré la casa vacía: ni Teo ni Toni habían llegado, y aquello empeoró aún más mi humor. Odiaba estar sola, es más, temía estar sola, la simple idea me asustaba, hacía que me sintiera vulnerable. Únicamente toleraba la soledad como un estado transitorio, una estación para cambiar de tren.

Me quité los zapatos y decidí saquear la nevera de mis vecinos: una botella de vino blanco que había quedado abierta de la cena anterior y una tarrina inmensa de helado Häagen-Dazs de vainilla con cookies. Estaba dispuesta a coger varios kilos de más con la intención, bastante pueril, de fastidiar a Konrad.

Puse un CD de jazz y salí a la terraza. Se notaba que el verano tocaba a su fin, ya no por las temperaturas, que seguían siendo altas para la época del año, pero sí por la luz: los días se acortaban. A las siete y media de la tarde la terraza se envolvía de una semipenumbra. Sin embargo, todavía se oía la algarabía de los críos jugando en el parque de abajo; aún no habían empezado las clases y apuraban sus últimos días de vacaciones.

Un ruido de llaves y cerradura me avisó de que Teo llegaba a casa tras su sesión de depilación. Sentí un alivio repentino. Oí que entraba en la terraza, pero no me volví para saludarle.

—Llegas tarde —espeté lacónicamente.

—He aprovechado para hacerme una limpieza de cutis y, luego, de cháchara con la de recepción, que me ha colocado tres cremas así como el que no quiere la cosa. Bueno, hola. —Me dio un beso que yo acepté de mala gana—. ¿A qué vienen esos morros, reina?

—No estoy de morros, estoy cansada...

Teo me miró con el ceño fruncido.

—¡Pues, tía, relájate! A ver, ¿qué es esto? —señaló la botella de vino y el helado.

—Vino.

—Lo sé, pero ¿cómo piensas bebértelo?

—A morro.

—No me seas vulgar, cari, que no te pega nada. Y ese helado... Dime que no era para acompañar el vino. ¡Qué guarrada!

Se llevó el Häagen-Dazs dentro de casa y volvió al rato con dos copas. Sirvió una generosa cantidad de vino blanco en cada una, encendió unas velitas aromáticas y me ordenó que me tumbara. Después se sentó a mi lado y colocó mis pies sobre sus rodillas.

—Lo que a ti te pasa, cielo, es que no sabes relajarte. Menos mal que estoy yo aquí para solucionar eso —declaró mientras me masajeaba los pies duramente maltratados por los zapatos de tacón.

Di un sorbo de vino blanco fresco y con sabor a fruta y al poco me descubrí gimiendo de gusto. La algarabía infantil del parque iba remitiendo y cediendo protagonismo a la música de Diana Krall, en tanto que la velita aromática empezaba a envolvernos con su fragancia de té verde.

—¿Me vas a contar a qué se debe el berrinche...? Ya luego hablaremos de lo de París —farfulló Teo según presionaba con fuerza mi arco plantar.

Yo volví a gemir por toda respuesta. Perezosa y mimosa como una gata en celo.

—Mmm... No quiero...

—Me da igual. Que te has creído que este masaje te va a salir gratis, guapa.

De mala gana, pero convencida de que no había otra salida, claudiqué:

—He discutido con Konrad...

Silencio y presión plantar.

—¡Es que no soporto cuando se pone alemán cabeza buque conmigo...! Pero sobre todo no soporto que se ponga condescendiente y me dé la razón como a los locos.

Más silencio y más presión plantar.

—Ya desde la comida de ayer en casa de mis padres lo noté tenso. Tú sabes lo nerviosos que acabamos todos después de esas comidas...

Teo asintió. Conocía de sobra el historial de tensiones que se generaban en esas circunstancias. Y Konrad no era el culpable, pero sí la causa.

En primer lugar, papá no toleraba que estuviéramos juntos. Konrad era su mejor cliente —de hecho, mi padre había sido nuestro nexo de unión—. Gracias a él, Konrad había descubierto a un pintor joven con sobrado talento a quien ayudaba como mecenas, por lo que valoraba mucho su punto de vista a la hora de adquirir pintura. Pero una cosa es que fuera su cliente y otra bien distinta que pudiera llegar a ser su yerno, o serlo en efecto. La diferencia de edad, de posición económica, su vida disoluta... Aquellos eran sólo algunos de los argumentos que manejaba en su contra.

Luego estaba mi madre, situada en el polo opuesto a mi padre en lo que a Konrad se refería. Ella lo adoraba. Para ella, representaba el culmen de todos los desvelos de una madre por conseguir lo mejor para sus hijas: años de esfuerzo cultivando las mejores amistades, escogiendo los ambientes más selectos y sacando lo mejor de nuestras habilidades femeninas y sociales habían conseguido su recompensa; una recompensa que en mí, que tenía toda la pinta de haberle salido rana, la había sorprendido de forma inesperada y gratificante. El problema era que mi madre —obviando el hecho de que Konrad pertenecía ya no a otra escala social, sino a otra dimensión— se desvivía por estar siempre a su altura, lo cual le generaba altas dosis de estrés y continuas frustraciones.

Capítulo aparte eran mi hermana, mi cuñado y mis sobrinos. Mi hermana respondía al prototipo de la Susanita de Mafalda: se había casado y había tenido hijitos, tres, para ser exactos, a cuyo cuidado dedicaba la mayor parte del tiempo. Además, tenía una ocupación que satisfacía sus pretensiones de mujer moderna y profesional según exigen los cánones a las nuevas generaciones. Al contrario que yo, había heredado el don de mi familia para la plástica y se dedicaba a pintar recordatorios para bodas, comuniones, bautizos, cuadritos para niños, invitaciones... Es decir, cualquier objeto susceptible de ser pintado y vendido por internet. En definitiva, mi hermana llevaba ese tipo de vida de madre abnegada y profesional liberal de la que todas las mujeres renegamos a los veinte, pero que añoramos a los cuarenta, cuando nos entran las prisas por tener un marido, hijos y un negocio en internet.

Mi cuñado era un tipo bastante gris: asesor financiero, ornitólogo aficionado, coleccionista de sellos y experto jugador de backgammon. Un plomo de hombre con una extraordinaria capacidad para generar apatía y aburrimiento a su alrededor.

No creo que Konrad tuviera nada que objetar contra ellos si los consideraba individualmente, pero como grupo familiar le resultaban exasperantes. Mi hermana solía apabullarle con su ajetreada vida de pediatras, actividades extraescolares y pedidos por internet. Mi cuñado le aburría como aburría a todo el mundo. Y mis sobrinos le pateaban la ropa de marca, le mordisqueaban el pan y le aturdían con cientos de canciones infantiles en un inglés horrible.

Con este panorama, las comidas del domingo en casa de mis padres resultaban un suplicio y me generaban un nudo en el estómago que tardaba días en deshacerse. Si Konrad y yo teníamos que pelearnos, seguro que lo haríamos en esos días.

Ni siquiera el ambiente de relajación casi zen que había conseguido crear Teo en la terraza fue suficiente para evitar que me crispara con sólo recordarlo.

—Está bien, cari, dale otro lingotazo al vino y empieza desde el principio —me sugirió.

Le hice caso y proseguí.

—Todo ha venido a cuento de la dichosa carta esa, que maldita la hora... Me ha preguntado si había hecho algo y le he dicho la verdad: que si no hay por dónde cogerla, que ni siquiera sé qué demonios he de investigar, que si internet, que si el Einsatzstab y que si la madre de Tarzán. Entonces surge su vena de empresario con soluciones para todo y me suelta que por qué no me entero de quién está al cargo de los archivos del Einsatzstab en París, que seguro que tiene que existir un encargado, que le envíe un e-mail y le pregunte. «De acuerdo, Konrad», le respondo, «yo le mando un e-mail y le pregunto, pero qué demonios le pregunto, porque como no quieres que nadie sepa que estamos buscando ese dichoso cuadro...»

—¿Y por qué no quiere que nadie lo sepa, mira tú?

—No me preguntes: paranoias de Konrad. Está convencido de que nos hallamos ante el descubrimiento del siglo y no quiere que nadie se lo pise. Total, que me dice que me invente cualquier excusa para acceder al archivo. Yo le respondo que si es tan sencillo, que por qué no lo hace él mismo o una de sus múltiples secretarias. Y ahí es cuando se pone condescendiente y me dice que vale, que tengo razón, que debe de ser una cosa complicadísima. Discusión zanjada y morros para tres semanas, que me lo conozco.

—Ya.

—«Lo que yo no entiendo es por qué tienes tanto empeño en que me encargue yo de esto», le digo. «Te ha entrado una fijación con la cartita...» Y me responde que lo que él no entiende es por qué tengo tanto apego a la rutina ni por qué me da miedo arriesgar, hacer locuras y no sé qué otras chorradas más. ¡Hay que joderse! ¡Si desde que le conozco mi vida es un puto caos! ¡Qué rutina ni qué cojones!

—Tranqui, cielo, que te voy a tener que dar un Valium y con el vino te vas a quedar KO. Bebe otra vez y límpiate esa lengua, ¡malhablada!

—Ay, Teo, que me voy a coger una...

En ese momento, sonó la puerta de la calle y al rato apareció Antonio en la terraza.

—Hola, pareja.

—Hola, cariño, llegas tarde...

—Es que me he pasado por el mercado y he comprado una merlucita para la cena...

—Pues dame un beso, merluzo. Y otro a la niña, que está mustia.

Volví a adoptar la pose de gatita mimosa y dejé que Toni me besara en la frente.

—Ha discutido con el kartoffel —habló mi representante.

—Ohhh, ¿una pelea de enamorados? ¡Qué tierno!

—No tiene gracia, Toni —le increpé.

—Anda, cielo, sácate una copita y así me ayudas a consolarla y a bebernos el vino antes de que se nos moñe.

—No, me voy a preparar la cena. Ya verás con qué platillos tan ricos te quito yo las penas, querida. Luego me lo contáis todo.

Así fue. Al rato, disfrutábamos de una merluza a la bilbaína verdaderamente exquisita que consiguió templar un poco mi contrariedad.

—Entonces, le colgaste toda desairada y ¿qué hiciste luego? —me preguntó Teo al hilo de nuestra conversación, sin levantar la vista de la cuidadosa circunferencia que trazaba con un trozo de pan en la balsa de aceite, ajo y perejil que había sobre la fuente de la merluza.

—Pues te llamé, dispuesta a irme a París mañana mismo...

—Vamos, que los simples mortales nos mandamos a hacer puñetas, pero como tu novio es muchimillonario te manda a París. ¡Eso es nivel, cari!

Toni dedicó una risilla a la ocurrencia de su pareja.

—Calla —le corté—. Estaba tan cabreada que me iba a largar a cualquier sitio con tal de demostrarle que para chula, yo. Pero, en fin, como tú me colgaste el teléfono, no me quedó más remedio que parame a pensar. Volví a internet y localicé a la persona de contacto de los archivos del Einsatzstab en Francia: un tal doctor Arnoux, quien es a su vez director del Departamento de Investigación de la delegación en Francia de la EFLA...

—Qué mal suena eso de EFLA, hija.

—European Foundation for Looted Art. ¿Te suena mejor así? El caso es que le he escrito un e-mail contándole que me interesaría consultar los archivos y que si podría hacerlo telemáticamente. No esperaba que me respondiese tan pronto, concretamente a los diez minutos, diciéndome que lamentaba mucho que todavía no fuera posible el acceso telemático pero que, en cualquier caso, estaría encantado de facilitarme personalmente toda la ayuda que pudiera necesitar en relación con mi consulta. Et voilà!

—Que sí, que muy majo el tío. Pero entonces, ¿te vas a París o no?

Suspiré, me tomé mi último bocado de merluza y medité un ratito mi respuesta para crear expectación.

—Pues no lo sé. En este momento no sé qué es lo que más le podría fastidiar a Konrad...

—A ver que yo me entere —intervino Toni, hasta ahora silencioso y concentrado en la comida—, ¿tú todo esto lo haces por fastidiar a Konrad o por complacerle? Es que debo de haberme perdido en algún momento del razonamiento...

En aquel instante se oyó el brip-brip de mi móvil. Sonó varias veces sin que yo le hiciese caso mientras Teo y Toni me miraban.

—Es Konrad. No pienso cogerlo si es lo que estáis esperando.

—¡Churri, ¿estás loca?! ¡Es rico! No se ignoran las llamadas de los ricos. ¡Trae p’acá!

Teo se abalanzó sobre el móvil y me lo arrebató antes de que tuviera tiempo de impedírselo.

—¡Teo! ¡No...!

Y descolgó.

—¿Hola...? ¿Konrad...? Sí, sí está aquí...

—¡Teo! —renegaba yo entre dientes mientras intentaba en vano recuperar el teléfono sorteando la barrera de su alta y ancha espalda.

—Te la paso. Sí... Pero escucha: está muy, muy dolida... No son formas...

—¡Teo, ya está bien!

Por fin se lo quité. Le di un empujón y le fulminé con la mirada antes de desaparecer en el interior de la casa.

Al otro lado de la línea, Konrad vociferaba intentando recuperar la conversación. Antes de contestarle, me senté en el suelo del salón, en una esquina oscura, con las rodillas apretadas contra el pecho y el teléfono muy pegado a la mejilla.

—¿Teo...? ¿Ana...? ¿Sigue alguien ahí...?

—Konrad...

Süße... Meine Süße, lo siento mucho... No he debido hablarte así. A veces me olvido de que tú no eres uno más de mis negocios... Te quiero, ¿lo sabes?

Pasados unos minutos regresaba a la terraza, abrazada al teléfono y con las mejillas sonrosadas.

—¿Qué? —Teo pidió una explicación.

—Que dentro de un rato voy a matarte por entrometido, pero ahora no...

—Te mueres de amor... ¡Ja! ¡Lo sé! ¡Se te nota en la cara que te mueres de amor!

No me molesté en contradecirle. Volví a mi silla con el teléfono aún junto al pecho. Toni comenzó a recoger los platos en silencio. Por lo general su presencia era amable y silenciosa; suplía palabras con sonrisas, suspiros, muecas... y las frases de Teo.

—Y ahora, dime, ¿a qué vas a invitarme por haberte ayudado a recuperar el amor y la alegría de vivir?

—A París.

Toni dejó momentáneamente de recoger y Teo perdió su elocuencia.

—No jodas. ¿Vuelves a quedarte conmigo?

—No, señor. Ahora hablo totalmente en serio. He acordado con Konrad que le dedicaría un par de días a este asunto: los que tarde en averiguar en París si la investigación tiene algún sentido. Después, ya veríamos. Así que viajo a París la semana que viene... y quiero que vengas conmigo —rogué con el tono de voz de una niña caprichosa.

—Bueeeeeno, me sacrificaré por ti y haré malabarismos con mi apretada agenda. Creo que tengo un par de reportajes, pero voy a ver si los cambio. ¿Tú qué dices, cariño? —Miró a Toni—. ¿Me dejas ir a París con la niña?

Toni se encogió de hombros, cargó una pila de platos y, antes de ir hacia la cocina, sonrió.

—Si luego vuelves...

Soy el doctor Alain Arnoux

Soy el doctor Alain Arnoux

Konrad era accionista mayoritario de KonKöl Properties, una inmobiliaria con una filosofía muy específica: rehabilitar edificios singulares en el centro de las grandes ciudades, convertirlos en complejos de apartamentos de alto standing y ofrecerlos para alquilar por semanas a un precio exorbitante. Por lo general era él mismo quien escogía esos edificios singulares y participaba activamente en el proyecto de rehabilitación y decoración, destinando buena parte de las obras de arte de su colección privada a adornar los interiores de los apartamentos. El edificio de París se llamaba L’École y había sido una escuela militar en tiempos de Napoleón Bonaparte. Con su elegante arquitectura neoclásica y su decoración minimalista para dar realce a las obras de nuevos talentos del arte, L’École era un lugar de referencia en el París más chic.

Teo y yo salimos del apartamento después de haber desayunado tranquilamente y, como la Universidad de la Sorbona no quedaba lejos, fuimos dando un paseo hasta allí, donde había concertado una cita con el doctor Arnoux a las once.

Yo había estado en París al menos una docena de veces y en muy diferentes ocasiones: con mis padres, de viaje de fin de curso, un verano como parada de Interrail... Incluso había vivido allí tres meses en una buhardilla del Barrio Latino, con un novio que tuve que era activista antisistema y que pretendía recrear una experiencia próxima al mayo del 68... Todo lo que hicimos fue ir a gritar con unas pancartas frente a la sede donde tenía lugar una cumbre de la Comunidad Económica Europea, el resto del tiempo llevábamos una vida bastante convencional y hasta burguesa.

Lo cierto es que no importa cuántas veces haya estado en París, es una ciudad que nunca deja de sorprenderme, pues en mis paseos siempre encuentro un rincón inexplorado, un lugar recóndito y lleno de encanto fuera de las rutas turísticas, un espacio en el que pararse a

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