Capítulo uno
23 de diciembre de 2049
Nunca pensé que seríamos capaces de llegar hasta este extremo. De todos modos, para ser sincero, no era del todo extraño que mi padre acabara perdiendo los papeles de aquella manera, con la trayectoria que venía describiendo su desesperación, que en los últimos años había metamorfoseado en una ira a estas alturas incontrolada. Quizá el dato curioso de la escena que íbamos a vivir era mi presencia como cómplice y, lo que sin duda es mucho más cruel, como ideólogo del método que utilizaríamos para cometer el acto más inhumano que, todavía hoy, mi memoria tiene registrado.
En cuanto entendí que mi progenitor lo acabaría llevando a cabo sin mi ayuda y sin mi consentimiento decidí involucrarme en la acción para que el daño fuera el menor posible dentro de la bestialidad que supone torturar a tu abuela.
Esta teoría del mal menor empezaba a no surtir efecto en mi sentimiento de culpa en el momento en el que nos dirigíamos a la habitación de mi pobre abuelita y, sobre todo, al comprobar que su hijo, mi padre, lucía en la cara una expresión de aguerrido samurái insensible que anunciaba inequívocamente que la operación no se iba a abortar en el último instante por un brote de conciencia inesperado. A medida que pasaban los segundos el tamaño de mi culpa aumentaba. Si hubiera podido visualizarse, sería como los hongos de humo que suceden a las explosiones nucleares, expandiéndose hasta el infinito y arrasándolo todo. De repente una imagen a todo color invadió mi mente: era la de mi abuela sonriente dándome unas monedas de los antiguos euros y guiñándome un ojo cuando, con 10 años, mi madre me castigó un mes sin paga por llamarla borracha en público. Aquel aviso en formato de recuerdo que mi cerebro decidió enviarme fue determinante para despertarme del horrible sueño que estaba viviendo. Todavía estábamos a tiempo de despertar de aquella pesadilla. Agarré del brazo a mi padre y, con la voz lo más firme que pude, teniendo en cuenta que arranqué con un gallo fruto del miedo, le dije:
—¿Estamos seguros de lo que vamos a hacer? ¿Crees que hemos agotado todas las opciones de la fase «por las buenas»? Te propongo que respiremos profundamente diez veces y luego tomemos la decisión.
El empecinado samurái se detuvo, de un tirón brusco liberó su brazo, se permitió el lujo de perder tres segundos en una mirada fija, poco tranquilizadora si tenemos en cuenta que tenía todas las venas de los ojos estalladas, y me respondió con su frase favorita:
—¡No me toques los cojones tú también!
Mientras pensaba que aquella expresión sería un buen epitafio para su lápida tomé la delantera haciendo ver que había desistido en mi misión de paz y llegué hasta la puerta de la habitación de la futura víctima, doña Mari Carmen Goicoechea, viuda de Carlos Zabala I, mi abuelo, que fue quien me enseñó a diferenciar el vino tinto del vino blanco con los ojos cerrados a la inadecuada edad de 8 años.
Tanto mi padre como yo sabíamos que las posibilidades de que la abuela cantara eran escasas. Ella había dejado claro que nunca nos daría la receta de la tarta de queso en vida. También era cierto que, con toda seguridad, en los planes de la vieja no estaría contemplado el de la tortura del pellizco con uña en la parte posterior del brazo, y mucho menos practicado al alimón por su hijo y su nieto en ambas extremidades superiores. El pacto de máximos al que había llegado con mi padre, no sin haber discutido en los días previos, era no pasar del moretón, nada de arrancar pellejo. Lo que se conoce, en términos forenses, como pequeñas lesiones superficiales. A pesar del trato no me fiaba de él, sobre todo porque en las últimas semanas se había dejado unas uñas que no pasarían inadvertidas ni en una parada de drag queens. «Son para tocar la guitarra», respondía a todos los clientes del restaurante que se interesaban por las inusuales garras de Carlos padre.
Entramos sin llamar, como se impone en estos casos; cuando se va a torturar a alguien no tienen sentido algunas normas básicas de educación. Mi abuela disfrutaba de su siesta en un pequeño sillón orejero que yo siempre había conocido con la piel desgastada y con un fuerte olor a abuela. Nos aproximamos a ella decididos y nos colocamos uno a cada lado del sillón, en formación de combate. Mi padre tuvo un detalle de mal gusto, totalmente prescindible, al hacer el clásico ruidito con las uñas como si estuviera afilando el arma antes del sacrificio. Debí de mirarlo con cara de dentera porque se dio por aludido y dejó de hacerlo. Se agachó hasta que su boca estuvo en el mismo eje horizontal que la oreja de su madre, cedida por el peso de los pendientes de perla gorda a lo largo de una vida. Esperó dos ronquidos con sus consiguientes exhalaciones y, tras un leve zarandeo, la animó a salir de las profundidades del sueño:
—¡Amá, despierta, que tenemos que hablar de lo...!
Antes de que terminara la frase mi abuela, al mismo tiempo que abría su ojo de estribor, lo interrumpió con su habitual tono hosco:
—¡Te he dicho que no! ¡No insistas, coñe! ¿Para eso me despiertas?
Mi padre me miró con cara de «ha perdido su última oportunidad» y, con un movimiento cervical acompañado de un virtuoso levantamiento de cejas, me insinuó un claro y cobarde «empieza tú a repartir pellizcos». Yo me quedé inmóvil al comprobar que la abuela había abierto el ojo de babor, el de mi flanco, que me miraba expectante. Entonces, mi compañero de comando pasó a la acción. Se lanzó cual cangrejo amenazado a la parte posterior del brazo de su santa madre y puso cara de hacer un gran esfuerzo en la acción de pellizcar, con la lengua asomando entre los labios prietos. Yo me asusté ante tanto sadismo.
—¡Tú lo has querido, amá; si no nos dices cuáles son los ingredientes que nos faltan de la tarta de queso, no paro hasta arrancarte la piel!
Bastó una bofetada certera de mi abuela con la mano del brazo que yo debía de haber tenido inmovilizado, por cierto, para que mi padre le soltara el colgajo de carne que envuelve el húmero y saliera de la estancia como un perro asustado por una traca de petardos. La abuela se giró hacia mí, sonrió moviendo la cabeza en clara expresión de «tu padre es imbécil» y cerró los ojos con una sonrisa de satisfacción.
Mi situación no era lo que se entiende por cómoda. Me sentía aliviado porque la tortura se había quedado en una simple anécdota pero bullían en mi interior sentimientos amargos como la hiel. Intenté respirar hondo, como me recomendaba mi profesor de yoga, y dejar la mente en blanco hasta percibir los pensamientos como simples moscas que revolotean alrededor de mi yo consciente, pero no pude; mi nivel de iluminación era de usuario. Otro de mis puntos débiles entró en juego, mi madre lo llamaba la empatía mórbida de los Zabala. Sin quererlo, me puse en el lugar de mi padre, que, según los datos de los que disponía, había vivido el episodio más humillante de toda su vida. Al instante el coraje aromatizado con aires de venganza se apoderó de mí. Decidí ponerme en el lugar de mi abuela para que el juicio sumarial fuera justo, pero aquella jodida sonrisa de autocomplacencia mezclada con un aborto de ronquido asqueroso, por muy abuela que fuera la ejecutante, no me dejaron lugar a la duda: mi padre me necesitaba más que la puñetera vieja de las orejas infinitas.
Ahora era yo el samurái. Por primera vez en la vida había visto claro que iba a ser útil a la familia que me dio el apellido y que me había cebado durante treinta años. Dejé de pensar para no cambiar de opinión, como de costumbre, e intenté sacar ruido con las uñas en claro homenaje al humillado. No pude lograrlo. Me las había mordido hasta la raíz en los días previos; mis manos parecían catálogos de muñones. Eso me obligaba a un pellizco más carnoso y contundente. Así lo hice. Con una fuerza descontrolada que me impresionó a mí mismo cogí de la oreja a mi abuela y la retorcí hasta que oí crujir el cartílago, y grité con voz de policía en pleno interrogatorio:
—¡Abuela, no me jodas! ¿Por qué nos haces esto?
Doña Mari Carmen ni se inmutó. Solté la oreja de inmediato y un escalofrío me recorrió la espalda. Me quedé sin respiración unos segundos en los que escuché los latidos de mi corazón más fuertes que nunca e intenté reaccionar, pero no lograba establecer el orden de prioridades en mi protocolo de acción. ¡Mi abuela estaba muerta! Probablemente había tocado uno de esos puntos letales que sólo conocen los expertos en artes marciales o algún nervio inoportuno que pasa por la oreja y va directo al corazón. Ni siquiera hice ademán de reanimarla o de salir en busca de ayuda. Me quedé contemplándola mientras confirmaba la sospecha de defunción con la ausencia de respiraciones. Me vino a la cabeza la escena de una película en la que colocaban un espejo delante de la nariz de un cadáver para ver si se empañaba y le daban la última oportunidad de reanimación. El único cristal que encontré fue el de mi pantalla portátil, lo acerqué a su nariz y confirmó mi macabra sospecha. Descarté el masaje cardiaco y la respiración boca a boca, porque me daba vergüenza meter mano a mi abuela, y bajo ningún concepto contemplé la posibilidad de dar un muerdo a la vieja.
Nunca había tenido tan cerca un cadáver humano y, por supuesto, era la primera vez que había participado en el asesinato de un familiar directo. Me sentía como si un extraño habitara en mi propio cuerpo, porque podía sentir el horror del criminal primerizo y, al mismo tiempo, razonar y observar la escena, frío y analítico, como si fuera un detective en prácticas. Esa condición de testigo, juez y, lo que es peor, parte implicada en el suceso me permitió acceder a la calma que precede a la tempestad; hasta que yo no diera la noticia el tiempo estaba detenido, «en pause», como solía decir el bueno de Ramón, el marido de mi padre, muy aficionado a las metáforas audiovisuales.
Me senté en el suelo, intenté adoptar la postura de flor de loto para reflexionar sobre lo ocurrido hasta que mis generosos muslos me volvieron a recordar que la acumulación de grasa y la meditación trascendental no eran buenas aliadas. Me levanté y busqué una silla. Es curioso lo que a uno le viene a la cabeza cuando está ante un difunto: ¿cuándo empezará a oler mal? ¿Se habrían relajado ya los esfínteres? Miré al suelo para ver si se había formado ya el charquito, pero el cuerpo todavía no había liberado los orines. ¿Le estará creciendo el pelo? Y lo que es peor: ¿estará el espíritu de mi abuela a mi lado observando su cuerpo vacío de vida y mi desgraciada circunstancia? Este pensamiento me generó una angustia que me dejó sin aliento, me sentí observado desde un más allá que, en ese preciso instante, se intuía demasiado acá. Decidí ponerme en contacto con el ánima de mi abuela a nivel extrasensorial: «Carmen, si estás aquí, no es necesario que te manifiestes con un movimiento brusco de tu ex cuerpo, simplemente, escúchame. La cosa se nos ha ido de las manos, nuestro objetivo era el susto, no la muerte. Sabes perfectamente lo importante que es la puta receta para el futuro de la familia. Abuela, perdóname por lo de “puta”, que ya sé que no te gusta que hable así, pero es la mejor palabra para expresar lo que siento, ya me conoces; bueno, me conocías. Esto es un lío, ya me estoy sintiendo ridículo hablando solo, desconecto. Espera, perdónanos, te quiero».
Me sentí liberado después de ese simulacro de oración; era la primera vez que había dicho «te quiero» a alguien de mi familia, algo tarde quizá, pero ella en vida tampoco ayudó mucho en lo que a expresar afecto se refiere. Mientras me enorgullecía de mi valor me percaté de que en mi mano había un objeto extraño. ¡Dios mío!, era el pendiente de perla artificial y oro, se lo había arrancado en la reyerta. Me inundó una repentina sensación de desasosiego que aminoró al descubrir que era de los de pinza, de los que utilizamos los hombres cuando nos travestimos; no le había rasgado el lóbulo. Respiré y se lo coloqué en la oreja, que ya me pareció que empezaba a enfriarse. Le di un beso en la frente y abandoné la escena del crimen para ir en busca de mi padre. Le di al «play» de la azarosa historia que se intuía con la certeza de que, por fin, estaba participando en un gran secreto de familia.
En la cocina me encontré con la mirada de mi padre, menos penetrante que antes, ahora temerosa y necesitada de información. Estaba sentado y a punto de introducir una bolsita de té en una taza de agua caliente. Me senté en el otro extremo de la mesa e intenté romper el hielo sobre el que patinaríamos el resto de nuestra vida:
—Se te va a enfriar el agua.
—No es lo único que se va a enfriar hoy, ¿no? —me vomitó inesperadamente dándome sobradas muestras de que intuía lo que había ocurrido.
Y antes de que yo asintiera o negara la evidencia, haciendo gala de un paternalismo más que generoso, me dijo:
—Que quede claro, aquí y ahora, hijo mío, que la he matado yo; tú no tienes nada que ver en todo esto.
Nunca me había visto en la tesitura de tener que pelearme por un asesinado, de modo que me quedé pasmado. Reconozco que me enterneció la imagen de un padre queriendo haber matado a su madre como broche a una vida de claroscuros emocionales. A pesar de ello no pude acallar mi instinto justiciero, que me pidió intervención inmediata al ver que los párpados inferiores de los ojos de mi padre apenas podían contener el caudal de lágrimas que amenazaban con precipitarse por la mejilla:
—Bueno, también puede ser que hubiera llegado ya su hora. La abuela tenía 92 años y últimamente se quejaba mucho de dolores en los brazos, creo que en el izquierdo concretamente. Maldita coincidencia que nosotros estuviéramos allí, ¿no crees? —le dije.
—Sí, eso es exactamente lo que ha ocurrido: una maldita coincidencia; no le daremos más vueltas —concluyó con ese tono característico que indica que el tema queda zanjado, por lo menos para nosotros.
La bolsita de té por fin se empapó de agua fría. Pero, claro, quedaba algún cabo suelto en la trama; teníamos un cadáver en el piso de arriba y no era de los que puedes hacer desaparecer utilizando el método del troceado y posterior conversión en residuo orgánico del restaurante. Como, según escuché a un camarero impertinente que se quería hacer oír por mí, mi difunto abuelo hiciera con un sumiller que metía la mano en la caja. Esa leyenda que ensombrecía la fama de bonachones que teníamos los Zabala, por muy negra, sórdida y cierta que fuera, ya la h