Brújula para navegantes emocionales

Elsa Punset

Fragmento

introduccion

Introducción

Navegar sin naufragar por el mundo de las emociones requiere una brújula. Porque no basta con amar: hay que amar de forma incondicional. No basta con escuchar: hay que escuchar atentamente. No basta con llorar: hay que aprender a superar el dolor. No basta con intentar resolver los problemas de quienes amamos: hay que ayudarles a responsabilizarse y a sobreponerse a los obstáculos. Cuando necesitan una solución no basta con darles nuestra solución: debemos ayudarles a encontrar sus propias soluciones. Si tenemos hijos, no basta con alumbrarles y proyectar en ellos nuestras esperanzas. Necesitan que les eduquemos con amor incondicional y un día, cuando ellos sientan que están preparados para enfrentarse solos a la vida, les dejemos ir en libertad. Para seguir nuestro propio camino, sin miedo.

Sin embargo, nada de esto responde a la forma posesiva de amar de los seres humanos, ni al sentido instintivo de protección de los padres, ni a nuestro miedo visceral al cambio, ni a capacidad innata alguna que nos permitiera, en un mundo ideal, reconocer y sanar nuestras propias heridas emocionales. Requiere, en cambio, adquirir una serie de destrezas. Estas destrezas resultan muy eficaces de cara a nuestras relaciones con los demás, a nuestra felicidad personal y a la educación de nuestros hijos. Sería más sencillo si estas destrezas fueran innatas. Sin embargo, no lo son, porque evolutivamente sólo estábamos diseñados para cumplir ciertas funciones básicas: bastaba con alumbrar al hijo; con quedarse a su lado hasta que pudiese valerse por sí mismo; con satisfacer sus necesidades físicas, porque las emocionales quedaban abrumadas por la presión por sobrevivir. La vida antaño era más corta y se invertía muy poco en el mantenimiento de las estructuras básicas. Amar era, por encima de todo, proteger a los suyos de los peligros del mundo exterior. Vivir era, por encima de todo, sobrevivir.

Éste no es el mundo al que nos enfrentamos ni al que se enfrentan nuestros hijos. A lo largo de los siglos nos habíamos esforzado en domar las emociones, en encerrarlas en sistemas de vida ordenados y represivos. Pero no existen ya las estructuras fuertemente jerarquizadas de la Iglesia y de la sociedad, aquellas que nos hubiesen indicado, hasta hace muy poco, qué lugar ocupar y qué papel desempeñar en el mundo. Ante su dictado sólo cabía resignarse o rebelarse. En este sentido las opciones de vida eran más sencillas. Hoy vivimos en un mundo que nos abruma con tentaciones y decisiones múltiples y tenemos que decidir en soledad, sin referentes claros, quiénes somos y por qué nos merece la pena vivir y luchar. A caballo entre un mundo virtual y real tenemos que asumir que las decisiones que tomamos de cara a los demás provocan efectos duraderos. No podemos escondernos tras la ignorancia, porque hoy en día sabemos que la violencia engendra violencia, que el odio se multiplica como las ondas de una piedra que golpea el agua. Si pegamos a nuestros hijos, probablemente ellos pegarán a sus hijos. Si les educamos sin desarrollar su autoestima, dejarán que los demás les maltraten. Si les damos nuestro amor de forma condicional, sólo sabrán amar esperando algo a cambio. Amplificarán en cada generación el dolor y la ignorancia heredados.

El primer paso para entender las emociones de los demás es conocerse a uno mismo. Conocerse a uno mismo es escarbar en nuestro sustrato emocional, destripar nuestros impulsos y entender las fuentes de nuestra ira y de nuestro dolor para poder convivir armoniosa y plenamente con nuestras emociones y con las de los demás. Gracias a la extraordinaria plasticidad del cerebro, aunque nuestros patrones emocionales sean negativos, podemos repararlos y mejorarlos: sólo hay que aprender a analizar y a comprender el sustrato emocional de nuestras vidas.

Conocerse a uno mismo es lo que reclama la mayoría de las tradiciones filosóficas. Estudié Filosofía en Magdalen College, en la Universidad de Oxford, en Inglaterra. Allí conocí personas, compañeros y maestros, académicamente brillantes y en apariencia dispuestos a descubrir y a compartir las respuestas a las preguntas básicas que se plantean los seres humanos acerca del significado de la vida. Recuerdo aquellos años como el inicio brillante y heterodoxo de la vida, un momento en que todo era alcanzable y las posibilidades se nos antojaban ilimitadas. La juventud parecía limar diferencias y abrir todas las puertas. Pero no éramos todos iguales, ni mucho menos. En retrospectiva puedo ver claramente cómo la educación y la genética que cada uno aportábamos marcaba desde el inicio, y de forma muy decisiva, nuestros caminos. En poco tiempo, apenas dos o tres años, pasamos de tener una hoja en blanco sobre la cual poder escribir con libertad a ser, evidentemente, prisioneros y a veces víctimas de nuestros condicionantes emocionales y sociales. Aunque pareciera que todos teníamos oportunidades similares en realidad cada uno traía consigo, de forma obstinada, determinados patrones emocionales que nos hacían tropezar en obstáculos que podíamos haber evitado pero a los que no nos sabíamos enfrentar.

En el terreno del amor, en el que todos empezábamos a ensayar, y en la capacidad de planificar y administrar nuestros recursos emocionales, estábamos en general mal preparados. Nuestros conocimientos académicos, acumulados a lo largo de muchos años de formación, no servían para enfrentarse a la tarea común e inevitable de vivir la vida. Pocos, muy pocos, daban la sensación de saber adónde se dirigían y por qué. Casi ninguno parecía poseer sabiduría innata o tener siquiera metas definidas. Y de esos pocos la mayoría lo hacía guiado por normas sociales y morales ajenas, que probablemente les estaban evitando el difícil trabajo de enfrentarse a la vida y tomar sus propias decisiones con valentía. Es decir, con inteligencia emocional.

Con el paso de los años detecté con irritación que a menudo tropezaba en lo que parecía ser, de forma obstinada, la misma piedra y aprendí a temer cada paso que daba en lo que veía como un largo y pedregoso camino. A pesar de las admoniciones de filósofos de todo tipo, desde Sócrates a Kant, pocos parecían dispuestos a indicar con claridad qué hacer antes de encontrar la paz y felicidad que de pequeños, si somos buenos, nos prometen una y otra vez. Tal vez lo más llamativo de las enseñanzas de muchas filosofías y religiones del mundo podría confundirse, para el lector distraído, con la renuncia absoluta y terminante a cualquier tipo de deseo y anhelo. Me confieso una lectora decididamente distraída. Por desgracia a todos se les olvidaba explicar cómo puede renunciar a los deseos quien está vivo y construido del material de los sueños y de las emociones. Quien se resiste a la resignación y la pasividad. Quien quiere plantar batalla a los demonios del miedo, de la frustración y del dolor.

Con el descubrimiento del inconsciente en el siglo XX la ciencia dio un paso crucial en este sentido, acompañado por reformas sociales y progresos tecnológicos. La educación y la ciencia se convirtieron en las grandes fuerzas niveladoras del siglo XX. La educación, a raíz de convertirse en universal y obligatoria, parecía posibilitar el acceso de todos a herr

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