Sueños en la gran manzana 2

Ana Punset

Fragmento

cap-1

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Unos ojos grises que me desafían. Normalmente no respondería, pero a ellos sí, a él sí. Su boca se pliega en una sonrisa tímida antes de abrirse. Cuando noto el calor dulce de su aliento en mi cuello, ya no hay marcha atrás. Cierro los ojos y espero ansiosa que me toque, que me acaricie, que imprima sus huellas en mí...

«Empezamos el descenso y aterrizaremos en el aeropuerto JFK a las cuatro de la tarde. En Nueva York la temperatura es de cincuenta grados Fahrenheit.»

De pronto, la imagen de Hugo se volatiliza. ¿Por qué? ¿Qué está pasando? ¡Vuelve!, me dan ganas de gritar. Y aunque me obligo a mantener los ojos cerrados tapándome la cara con la mano cogida a la chaqueta, no la recupero, no vuelve.

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«Espero que el viaje haya sido de su agrado.»

Otra vez esa voz espectral que me interrumpe el momento como una bofetada. Nada, todo se ha vuelto negro. Mi sueño, hecho añicos.

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Cuando por fin abro los ojos, me encuentro con el cogote oscuro de la persona que está sentada en el asiento de delante. Es un tipo muy alto, y sobresale.

—Tiene que abrocharse el cinturón —me indica la azafata apoyando su mano en mi brazo al pasar por mi lado. Yo todavía tengo demasiado presente mi sueño, el calor que únicamente él me produce con solo mirarme...

Estar en el pasillo es incómodo a más no poder. Ni siquiera puedo asomarme por la ventana y ver cómo atravesamos las nubes, deshilachándolas como si fueran hebras de algodón flotantes. Cada vez que viajo en avión captan toda mi atención, no puedo evitarlo. De pequeña me imaginaba a los pájaros riendo y saltando encima de ellas, esponjosas y firmes. Y soñaba con tocarlas por encima de todo. Hoy me persiguen otros sueños... Sueños rotos por la realidad: este avión a punto de aterrizar, mi regreso a Nueva York tras pasar una semana con mi familia. Estar con mis padres y mis amigas me ha sentado bien, me ha recordado quién soy y de dónde vengo. Cuando mi madre me vio llegar con mi maleta naranja, me envolvió con sus brazos tan fuerte que por poco me dejó sin respiración. No paraba de repetirme lo delgada que me había quedado.

—¡Seguro que no comes nada! —protestaba sin soltarme.

Mi padre le llamó la atención:

—Ten cuidado, Berta, no vayas a espantarla y se dé media vuelta. —Se acercó a mí para darme dos besos en las mejillas y acariciarme la cabeza. Lo saludé con cariño, siempre me ha hecho gracia lo distintos que son el uno del otro y lo bien que se entienden.

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—No digas tonterías, Pepe. Es mi niña y la he echado de menos una barbaridad. Puedo hacer lo que quiera. ¿A que sí? ¿A que me dejas? —me preguntó mamá acaparándome con su brazo, y yo no pude aguantarme una sonrisa.

—Sí, mamá. Te dejo.

Mi padre entornó los ojos antes de cogerme la maleta e iniciar el paso en dirección al aparcamiento. Mientras tanto, mi madre, agarrada a mi brazo sin soltarlo, y yo nos quedamos más atrás para que me informara brevemente de todas las novedades que me había perdido: cafetera nueva, Netflix en casa al fin, la vecina que se ha separado...

—Y ese chico, ¿cómo se llamaba? Marc —soltó de pronto mi madre provocándome un escalofrío sin saberlo. Escucharle decir su nombre... me desencajaba.

—¿Qué? ¿Qué pasa con él?

—Nada, que me lo encontré el otro día en el centro comercial y me preguntó por ti, muy amable.

Yo asentí con los dientes apretados, aguantándome las ganas de decirle a mi madre lo que le importa a Marc mi vida, y lo amable que puede llegar a ser si se lo propone. Con cualquiera.

—Le dije que si le apetecía podía pasarse un día por casa para verte esta semana.imagen

Me volví hacia mi madre con cara de espanto, que no le pasó desapercibida.

—¿Qué pasa? ¿Por qué pones esa cara?

Pensé muy bien lo que decir antes de abrir la boca. Mi madre no tenía ni idea del dolor que me había provocado ese ser despreciable en el pasado. Durante semanas eternas, mientras sufría las consecuencias de mi corazón roto, me consolé con historias que inventamos entre mi mejor amiga, Alba, y yo, y me resguardé en mi habitación para dejar poco a la vista. Para afrontar la imagen de Marc charlando con mi madre como si nada, me recordé que él ya no era nadie para mí y que sus tejemanejes me traían sin cuidado. No merecía estropear la llegada a mi ciudad, con mi familia.

—Nada; no, no te preocupes. Seguramente tenga mejores cosas que hacer.

—Ah, bueno, sí, puede ser, claro... —respondió mi madre, y noté que miraba de reojo, esforzándose por ignorar las preguntas que, probablemente, invadían en ese momento su cabeza. Pero no pudo evitar soltar de forma prudente, como quien no quiere la cosa—: ¿Ya no... tenéis contacto?

—No mucho. Descubrí que no merecía tanto la pena como pensaba.

—Pues muy bien hecho, hija, porque la gente que nos trae dolores de cabeza mejor lejos... Y cerca, la que brilla, la que trae solo cosas buenas. ¿A que sí, Pepe?

imagen—Sí, Berta, sí —contestó mi padre.

Acabábamos de llegar a la máquina de pago del aparcamiento y estaba concentrado en meter el tíquet y reunir del interior de su bolsillo todas las monedas que le hacían falta para pagar el rato que habíamos estado allí. Mi padre tenía la molesta manía de intentar deshacerse de la calderilla en estas ocasiones, así que estuvo un rato metiendo céntimos hasta sumar el total.

—¿Te has traído muchos deberes? —me preguntó cuando la máquina le devolvió el tíquet sellado, desviando totalmente la conversación, lo que agradecí mucho.

Y así comenzó su ristra de preguntas sobre el tema que más le interesaba: la academia. Al fin y al cabo, para ellos ese era el principal motivo por el que vivía a seis mil sesenta y cinco kilómetros, exactamente, de casa, según me comunicó mi padre en su día.

Así fue mi llegada. Las preguntas acabaron antes de entrar por la puerta de casa y encontrarme con una cena típica mediterránea. No me había dado cuenta de cómo me gustaba la comida de mi madre hasta que tuve que pasar tanto tiempo sin probarla. Croquetas, tortilla de patatas, jamoncito del bueno, aceitunas... Todo riquísimo. Probablemente volvería a Nueva York con algunos kilos de más, pero tampoco me preocupaba.

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Esta vez me muevo por el aeropuerto JFK como si fuera una experta. Yo solita me basto para recuperar mi maleta de la cinta de recogida del equipaje y pasar el control de inmigración. Cuando atravieso la frontera, en lo más profundo de mi corazón espero que alguien haya venido a buscarme, a pesar de que anoche me quedó claro que

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