Best Friends Forever: Primer año en el internado

Ana Punset

Fragmento

cap-1

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Solo veo árboles, árboles por todas partes. Todavía no puedo creerme que en medio de un bosque tan denso pueda esconderse el mejor internado del país, el mismo que será mi casa a partir de ahora y donde estudiaré primero de ESO.

—¿Nerviosa? —me pregunta mi padre mirándome a través del espejo retrovisor del coche mientras conduce.

Yo me encojo de hombros antes de confesar:

—Un poco. —Porque a él no puedo ocultarle nada, me conoce mejor que yo misma.

A su lado, en el asiento del copiloto, mi madre suspira, también nerviosa, sin añadir nada. Estoy segura de que está taquicárdica perdida.

—Todo irá bien, estarás genial —me dice él guiñándome un ojo. Yo le respondo con una sonrisa algo más tranquila.

 

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Tiene razón, todo irá genial. ¿Por qué no? No olvidemos que me he ganado una de las cinco becas que el elitista internado Vistalegre concede cada año, y que gracias a eso podré estudiar en sus fantásticas instalaciones sin tener que pagar todos los meses una burrada de dinero. Fue mi tutora, es decir, extutora, la que me aconsejó probar suerte. Según ella, aquí tendré muchas más oportunidades que en mi colegio de toda la vida. Vistalegre es de esos sitios que nombras y todo el mundo cambia de expresión, así que supongo que eso me ayudará cuando tenga que entrar en la universidad o buscar un trabajo.

¿El inconveniente? Que Vistalegre no es un colegio al uso, es un internado. Sí, un lugar en el que, además de estudiar, pasaré un año entero apartada de todo lo que ha sido mi vida hasta este momento. Y por eso, sobre todo, estoy inquieta. Porque no es lo mismo cambiarse del colegio que está cerca de tu casa al que está unas calles más lejos, que coger todas tus cosas y mudarte, directamente, a un nuevo hogar perdido en el bosque. Pero, bueno, mi padre tiene razón..., seguro que todo irá bien, ¿no?

—¡Genial, lo conseguí! —grita de pronto mi hermano de cinco años levantando el brazo al aire, sentado en su elevador a mi lado.

Nico está entretenido con la consola totalmente ausente a lo que hablamos. Cuando se pone a jugar con sus maquinitas, no existe nada más.

—¿Ya has vencido al jefe? —le pregunto asomándome a la pantalla.

—Sí, y he conseguido un montón de gemas nuevas que me sirven para...

Nico me sigue hablando del juego. Yo no soy de videojuegos, pero me gusta que me cuente sus avances con esos hoyuelos que se le dibujan en la cara de la emoción que siente. Escucharlo me sirve para relajar la cabeza y pensar en otra cosa que no sea mi futuro, cada vez más próximo.

—Ya hemos llegado —anuncia de pronto mi padre, devolviéndome a la realidad.

Me agarro al cinturón de seguridad como si acabara de advertirme de una colisión inminente. ¿Será porque me siento un poco como si fuera a sufrir una...? Trato de relajarme toqueteando el cierre del bolso que llevo en el regazo; es un regalo de mi padre. Lo eligió él en el mercadillo medieval al que fuimos este verano en nuestro pueblo y le tengo un cariño especial. No es nada del otro mundo: pequeño, cuadrado, de cuero marrón oscuro..., pero me parece el mejor bolso del mundo, y por eso lo he incluido en mi equipaje.

Mientras traspasamos la enorme puerta de hierro que indica el acceso al internado y avanzamos por el camino de tierra que serpentea hasta la entrada, tengo la sensación de entrar en un palacio del siglo xv. ¿Acaso hemos viajado al pasado?

—Ahí está el hipódromo —comenta mi padre.

—Los caballos son peligrosísimos. Ten mucho cuidado, Julia.

—Tranquila, mamá, me pondré el casco —bromeo, y mi padre se ríe.

—No me hace gracia. Una caída de un caballo puede ser mortal.

Papá alarga la mano y la posa sobre la de mi madre, que la recibe encantada.

—No se caerá, porque estará rodeada de gente que cuide de ella constantemente y aprenderá cosas nuevas, que eso siempre es bueno.

—Está bien. —Mi madre suspira algo más tranquila.

Desde que tengo memoria, mi padre y mi madre han sido como los polos opuestos de mi vida: él es seguro, vivaz y aventurero; ella, miedosa, precavida y en contra de exponerse y de exponernos a cualquier peligro. Vicente, mi padre, tiene un taller mecánico y mi madre, Isabel, lleva toda la vida como educadora en la misma escuela infantil. Nunca nos ha faltado nada, y en verano solemos ir unos días de vacaciones todos juntos, pero ni en el mejor de los sueños podrían pagar un curso en Vistalegre, lo que hace que mi madre esté más nerviosa de lo habitual: esta beca no es una oportunidad más, es la oportunidad de mi vida.

 

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Una vez aparcado el coche, cojo mi querido bolso y salgo del vehículo con los ojos fijos en ese edificio de piedra que se yergue delante de nosotros. Definitivamente, en algún momento de su historia debió de ser un castillo, y ahora esta construcción con torres en los laterales es mi nuevo hogar. Mi padre coge del maletero la única maleta que he llenado con lo imprescindible para este año y me avisa para que me una a él, a mi madre y a mi hermano por el camino que lleva hacia la puerta del edificio. Llevo más fotos y libros que ropa porque, total, vestiré uniforme a diario, así que tampoco necesito mucha variedad, además de que nunca ha sido algo a lo que haya prestado demasiada atención. Mi amiga Rosa siempre me echa la bronca por lo mismo.

—¿Tienes todas las camisetas iguales o qué?

—Es que son las que me gustan, ¿por qué voy a llevar otras?

Rosa es la mejor amiga que he tenido nunca, aunque seamos muy diferentes. Sin embargo, desde que supo que iba a venir a Vistalegre se distanció y en verano apenas hemos hablado, así que ahora no creo que me eche mucho de menos.

Cuando mi familia y yo llegamos a la puerta del internado, nos recibe un grupo de chicos y chicas sentados tras unas mesas, con unas pegatinas de colores en la solapa que ponen: GOBERNANTE o GOBERNANTA. Nos colocamos al final de la fila de alumnos que esperan su turno para que los atiendan. Sobre las mesas, los gobernantes tienen un montón de papeles con listados en los que van tachando nombres a medida que llegan alumnos. El chico que espera justo delante de mí me sonríe antes de anunciar su nombre a uno de los gobernantes: Adrián, creo escuchar. Por lo menos los alumnos parecen majos, me digo. Cuando llega mi turno y digo mi nombre, una gobernanta con una coleta negra y larga muy tirante se presenta como Lea.

—Soy tu gobernanta, así que puedes preguntarme las dudas que tengas y contar conmigo para lo que sea. ¿De acuerdo? —Lea habla rápido y con un único tono, como si hubiera memorizado toda esa información y tuviera que soltarla lo antes posible porque le pesa demasiado.

—Vale, gracias.

—Esta es tu habitación y las reglas del colegio —dice mientras me tiende un sobre con cosas dentro que cojo enseguida.

—¿Tienes móvil?

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