Principios de la filosofía del derecho

Fragmento

PREFACIO

PREFACIO

El motivo inmediato para la publicación de este compendio es la necesidad de dar a mis oyentes una guía para las lecciones que doy, en cumplimiento de mi cargo, sobre la filosofía del derecho. Este manual es un desarrollo ulterior y sobre todo más sistemático de los mismos conceptos fundamentales que sobre esta parte de la filosofía estaban ya incluidos en la Enciclopedia de las ciencias filosóficas (Heidelberg, 1817), que también destiné a mis lecciones.

Pero, a su vez, el hecho de que este compendio aparezca impreso, y con ello ante el gran público, ha sido muchas veces el motivo para desarrollar observaciones que en un primer momento sólo tenían como objeto indicar con menciones sucintas las representaciones1 cercanas y lejanas, las consecuencias y otras cosas semejantes que recibirían luego en las lecciones su explicación adecuada, con el fin de aclarar así en algunos casos el contenido más abstracto del texto y considerar de modo más amplio las concepciones próximas corrientes en nuestra época. Surgió así una serie de observaciones más extensa que la requerida normalmente por el fin y el estilo de un compendio. Un auténtico compendio tiene sin embargo por objeto el ámbito considerado cerrado de una ciencia, y lo que lo caracteriza —a excepción quizá de algún ocasional agregado— es la reunión y ordenación de los momentos esenciales de un contenido hace tiempo conocido y admitido, del mismo modo que hace tiempo que sus reglas y procedimientos formales están ya constituidos. No se espera que un compendio filosófico tenga este carácter, seguramente porque se cree que lo que produce la filosofía es una obra tan trasnochada como el tejido de Penólope, que cada día debe ser recomenzado.

Pero este compendio se diferencia por cierto de los usuales; en primer lugar por el método que lo guía. Se dará aquí, sin embargo, por supuesto que el modo filosófico de progresar de una materia a otra, el modo de la demostración científica y en general todo lo que se refiere al conocimiento especulativo se distinguen esencialmente de cualquier otro modo de conocimiento. La comprensión de la necesidad de esta diferencia es lo único que permitirá arrancar a la filosofía de la ignominiosa decadencia en que se ha hundido en nuestro tiempo. Se ha reconocido, o más que reconocido simplemente sentido, la insuficiencia para la ciencia especulativa de las formas y reglas de la antigua lógica, del definir, dividir y silogizar que contienen las reglas del pensar del entendimiento. Se las ha abandonado entonces como meras cadenas, para hablar arbitrariamente desde el corazón, la fantasía o una intuición accidental; pero puesto que también aquí debe haber reflexión y relaciones entre pensamientos, se recae inconscientemente en el despreciado método de la deducción y del razonamiento vulgares.

He desarrollado detalladamente en mi Ciencia de la lógica la naturaleza del saber especulativo, por lo que en este compendio sólo se agregará ocasionalmente alguna aclaración sobre el procedimiento y el método. Ante el carácter concreto y en sí tan diverso del objeto, se ha descuidado el poner de relieve y demostrar en cada caso la concatenación lógica. Esto hubiera podido resultar superfluo dado que se supone el conocimiento del método científico, y por otra parte resultará evidente que tanto el todo como la formación de las partes descansan sobre el espíritu lógico. Quisiera que se entendiese y juzgase este tratado teniendo en cuenta especialmente este aspecto, pues de lo que se trata aquí es de la ciencia, y en ella, la forma está esencialmente ligada al contenido.

Se puede oír de aquellos que parecen ocuparse con lo más profundo que la forma es algo exterior e indiferente a la cosa misma y es ésta lo único que importa. Se puede decir además que la tarea del escritor, especialmente del filósofo, es la de descubrir verdades, decir verdades y difundir verdades y conceptos ciertos. Pero si se considera cómo se suele llevar a cabo efectivamente esta misión, se verá, por una parte, que se trata siempre de la misma cuestión, dada vuelta y llevada de aquí para allá. Esta ocupación puede llegar a tener su mérito para despertar y educar el ánimo, aunque se la puede considerar más bien como una trabajosa superfluidad. “Tienen a Moisés y a los profetas: óiganlos.”2 Se presentan sobre todo múltiples ocasiones para asombrarse del tono y de la pretensión que allí aparecen, como si lo único que le faltara al mundo fueran estos fervorosos divulgadores de verdades, y como si aderezando viejos disparates se obtuvieran nuevas verdades nunca oídas, a las que habría que prestar atención justamente “en nuestro tiempo”. Por otra parte, se verá que lo que tales verdades por un lado conceden, ellas mismas, tomadas desde otro lado, lo desalojan y expulsan. Lo que en esta acumulación de verdades no es ni viejo ni nuevo sino permanente ¿cómo podría ser rescatado por medio de estas consideraciones fluctuantes y carentes de forma?; ¿de qué otra manera podría distinguirse y probarse si no por intermedio de la ciencia?

De todos modos, la verdad sobre el derecho, la eticidad,3 el estado es tan antigua como su conocimiento y exposición en las leyes públicas, la moral pública y la religión. El espíritu pensante no se contenta sin embargo con poseer la verdad de este modo inmediato, exige además concebirla y alcanzar para el contenido, ya en sí mismo racional, una forma también racional. De este modo el contenido aparecerá justificado ante el pensamiento libre, que no puede atenerse a algo dado, sea éste apoyado por la exterior autoridad positiva del estado o del acuerdo entre los hombres, sea por la autoridad del sentimiento interno y del corazón y por el testimonio de aprobación inmediata del espíritu. El pensamiento libre debe, por el contrario, partir de sí mismo y justamente por ello exige saberse unido en lo más íntimo con la verdad.

El comportamiento simple del alma ingenua consiste en atenerse, con un convencimiento confiado, a la verdad públicamente reconocida, y edificar a partir de esos sólidos cimientos un modo de actuar y una posición firme en la vida. Contra este comportamiento simple se suele alegar la supuesta dificultad de distinguir y encontrar lo universalmente reconocido y válido entre las infinitas opiniones distintas. Se puede tomar con facilidad esta confusión por una correcta y verdadera preocupación por la cosa misma. De hecho, sin embargo, a quienes hacen alarde de ella el árbol les impide ver el bosque, y la única confusión y dificultad que hay es la que ellos mismos han organizado. Esta confusión y dificultad es, por el contrario, la muestra de que quieren algo distinto de lo universalmente válido y reconocido, de la sustancia del derecho y de lo ético. Porque si eso les preocupara verdaderamente, y no la vanidad de distinguirse y tener una opinión particular, se atendrían al derecho sustancial, es decir, a los mandamientos de la eticidad y del estado, y dirigirían su vida de acuerdo con ellos. Otra dificultad proviene de que el hombre piensa y busca en el pensamiento su libertad y el fundamento de la eticidad. Este derecho, tan alto y tan divino, se transforma sin embargo en injusticia cuando el pensamiento sólo se considera tal y sólo se sabe libre en la medida en que se aleja de lo universalmente reconocido y válido y sabe inventarse algo particular.

La representación según la cual la libertad del pensamiento y del espíritu se demuestra exclusivamente con el alejamiento e incluso la hostilidad a lo reconocido públicamente ha logrado su mayor arraigo en nuestro tiempo en relación con el estado. De acuerdo con esta representación, una filosofía acerca del estado parecería tener extrañamente como tarea esencial producir e inventar también una teoría, por supuesto nueva y particular. Si se observa esta representación y los movimientos que provoca, habría que creer que nunca han existido en el mundo ni un estado ni una constitución, y que tampoco los hay actualmente, sino que hay que comenzar ahora desde el principio —y este ahora continúa indefinidamente—, y que el mundo ético ha esperado hasta este momento para ser pensado, investigado y fundamentado. Respecto de la naturaleza, se concede que la filosofía debe conocerla tal como es, que la piedra filosofal está oculta en algún lugar cualquiera, pero siempre en la naturaleza misma, que es en sí misma racional; el saber debe por lo tanto investigar y aprehender conceptualmente esa razón real presente en ella, que es su esencia y su ley inmanente, es decir, no las configuraciones y contingencias que se muestran en la superficie, sino su armonía eterna. El mundo ético, el estado, la razón tal como se realiza en el elemento de la autoconciencia, no gozarían en cambio de la fortuna de que sea la razón misma la que en realidad se eleve en este elemento a la fuerza y al poder, se afirme en él y permanezca en su interior. El universo espiritual estaría, por el contrario, abandonado a la contingencia y a la arbitrariedad, abandonado de Dios, con lo que para este ateísmo del mundo ético lo verdadero se encuentra fuera de él, pero como al mismo tiempo debe ser también razón, permanece sólo como un problema. En esto radican la justificación e incluso la obligación de que todo pensamiento siga su camino sin buscar la piedra filosofal, pues el filosofar de nuestro tiempo se ahorra la búsqueda y todos están seguros de tener, sin ningún esfuerzo, la piedra en su poder. Pero por cierto ocurre que quienes viven en esta realidad del estado y encuentran en ella satisfacción para su saber y su querer —y éstos son muchos, más de lo que se cree y se sabe, pues en el fondo son todos—, por lo menos quienes conscientemente tienen su satisfacción en el estado, se ríen de estas aseveraciones y las toman por un juego vacío, entre alegre y serio, entre divertido y peligroso. Este inquieto agitarse de la reflexión y la vanidad, así como la acogida que recibe, no pasaría de ser una cuestión aislada, que se desarrollaría dentro de sus propios límites, si con ella no se llevara a la filosofía en general a un descrédito y desprecio general. Lo peor de este desprecio es que, como ya se dijo, todo el mundo está convencido de que sabe de filosofía y está en condiciones de juzgarla. Respecto de ningún otro arte o ciencia se manifiesta un desprecio tal que se crea que se puede disponer de él inmediatamente.

En realidad, han surgido en la filosofía moderna teorías tan pretensiosas acerca del estado, que se justifica que cualquiera que desee tomar parte en el asunto se sienta convencido de que puede hacerlo por su propia cuenta y con ello demostrarse que se halla en posesión de la filosofía. Por otra parte, esta autodenominada filosofía ha afirmado expresamente que lo verdadero mismo no puede ser conocido, sino que es aquello que cada uno deja surgir de su corazón, de su sentimiento y de su entusiasmo respecto de los objetos éticos, principalmente del estado, el gobierno y la constitución. ¿Qué es lo que no se ha dicho sobre esto para agradar a la juventud? Y la juventud se lo ha dejado decir complacida. La sentencia bíblica “A los suyos se lo dará Dios en el sueño” ha sido aplicada a la ciencia, por lo que todo durmiente se cuenta entre los suyos y los conceptos que recibe en el sueño deben ser la verdad.

Uno de los jefes de esta superficialidad que se da el nombre de filosofía, Fries,*4 no se ha avergonzado de decir, en un discurso sobre el estado y la constitución del estado pronunciado en un acto público tristemente célebre: “En el pueblo en el que reine un auténtico espíritu común todos los asuntos de interés público recibirán su vida desde abajo, del pueblo; a las obras de educación y servicio del pueblo se consagrarán sociedades vivientes, inseparablemente ligadas por la cadena sagrada de la amistad, etcétera.

El propósito central de esta superficialidad es basar la ciencia, no ya en el desarrollo del pensamiento y del concepto, sino en la percepción inmediata y la imaginación contingente. Se disuelve así en la confusión del “corazón, la amistad y el entusiasmo” la rica articulación de lo en sí mismo ético, el estado, y la arquitectónica de su racionalidad, que hace surgir de la armonía de sus partes la fortaleza del todo por medio de la diferenciación determinada de los ámbitos de la vida pública y su justificación, y por medio de la estrictez de la medida que mantiene todo pilar, todo arco, todo contrafuerte. De acuerdo con esta representación, el mundo ético debería ser abandonado —aunque de hecho no lo es— a la contingencia subjetiva de la opinión y del arbitrio, tal como la hace Epicuro con el mundo en general. Con el fácil remedio de hacer descansar sobre el sentimiento lo que es un trabajo más que milenario de la razón y de su entendimiento, se ahorra en verdad todo el esfuerzo del conocimiento y la comprensión racional que acompañan al concepto pensante. El Mefistófeles de Goethe —una buena autoridad— dice sobre esto más o menos lo siguiente, tal como ya lo he citado en otra ocasión:5

“Si desprecias el entendimiento y la ciencia,

los más altos dones del hombre,

te habrás entregado al diablo

y deberás perecer”.

Por supuesto, esta posición adoptará además la forma de la piedad, ¡pues de qué recurso no echaría mano para justificarse! Con la devoción y la Biblia creen tener la máxima justificación para despreciar el orden ético y la objetividad de las leyes. Pues la piedad reduce, en efecto, a una simple intuición del sentimiento lo que en el mundo se presenta como un mundo orgánico de verdades diferenciadas. Pero si es verdadera piedad, abandonará la forma de esta región apenas salga de su interior y penetre en la claridad del despliegue y del reino revelado de la idea. De aquel interior servicio divino conservará la adoración por una verdad y una ley existentes en sí y por sí, elevadas por encima de la forma subjetiva del sentimiento.

Se puede notar la particular forma de mala conciencia que se manifiesta en la elocuencia con que se pavonea esta superficialidad: cuanto menos espiritual es, más habla del espíritu, cuanto más muerto e insípido es su discurso, más usa las palabras vida y vivificar, cuanto mayor egoísmo y vacía altanería muestra, más que nunca tendrá en la boca la palabra pueblo. Pero el signo característico que lleva en la frente es el odio a la ley. Que el derecho y la eticidad y el mundo real del derecho y de lo ético sean captados en pensamientos, y por medio de ellos se den la forma de la racionalidad, es decir, de la universalidad y la determinación, en una palabra, la ley, es lo que con razón considera su mayor enemigo este sentimiento que se reserva lo arbitrario, esta conciencia que hace consistir el derecho en la convicción subjetiva. Sentirá que la forma del derecho como un deber, como una ley, es una letra muerta y fría, una cadena; no se reconocerá en ella, no será libre, porque la ley es la razón de la cosa y no permite al sentimiento abrigarse en su particularidad. La ley es por ello, como se señalará más adelante en este libro, el Shiboleth6 con el que se distinguen los falsos hermanos y amigos del llamado pueblo.

Dado que esta tergiversación arbitraria se ha apoderado del nombre de filosofía y ha llegado a convencer a un gran público de que semejante actividad es filosofía, casi ha llegado a ser un deshonor hablar de modo filosófico de la naturaleza del estado. No hay pues que disgustarse si los juristas muestran impaciencia apenas oyen hablar de una ciencia filosófica del estado. Menos aún debe causar admiración que los gobiernos hayan dirigido finalmente su atención a este filosofar, pues la filosofía no se ejerce entre nosotros como entre los griegos, como un arte privado, sino que tiene una existencia que afecta lo público, especialmente o incluso exclusivamente al servicio del estado. Cuando los gobiernos han demostrado su confianza a los eruditos dedicados a esta materia y les han delegado por entero la responsabilidad del desarrollo y del contenido de la filosofía —aunque en algunos casos, si se quiere, esto no haya sido tanto consecuencia de la confianza como de la indiferencia respecto de la ciencia misma, y se hayan mantenido las cátedras sólo por tradición (como se ha hecho, según tengo noticia, en Francia con la cátedra de metafísica)—, esos gobiernos han sido con frecuencia mal recompensados, o si en cambio se quiere ver en ello la obra de la indiferencia, habría que considerar como su penitencia el resultado en que ha desembocado: la decadencia de todo conocimiento fundamental. En un primer momento esta superficialidad parecería ser perfectamente compatible por lo menos con el orden exterior y la tranquilidad, ya que no llega a afectar ni en realidad a tener la menor idea de la sustancia de las cosas. No habría, pues, al menos desde un punto de vista policial, nada en contra de ella, si el estado no contuviera en sí la necesidad de un conocimiento y de una cultura más profundos y no exigiera de la ciencia su satisfacción. Este modo de pensar respecto de lo ético, del derecho y del deber lleva, sin embargo, por su propia naturaleza a aquellos principios que en esta esfera constituyen la bajeza misma, a los principios de los sofistas, que conocemos con claridad por Platón —de acuerdo con los cuales el derecho es trasladado a los fines y opiniones subjetivos, al sentimiento subjetivo y a la convicción particular—, principios que tienen como consecuencia la destrucción tanto de la eticidad interior y de la conciencia jurídica, del amor y del derecho entre las personas privadas, como del orden público y de las leyes del estado. La significación que estos fenómenos han de tener para los gobiernos no debe ser desestimada a causa de las pretensiones de aquellos que se apoyan en la misma confianza que les ha sido concedida, o en la autoridad de un cargo, para exigir del estado que, incluso en su propio perjuicio, deje hacer y deje pasar lo que corrompe la fuente sustancial de los hechos, los principios universales. La expresión “a quien Dios da un cargo también le da el entendimiento necesario” es una vieja broma que en nuestro tiempo ya nadie tomará en serio.

Dada la importancia del modo como se realice la tarea filosófica, que las circunstancias han hecho que fuera nuevamente apreciada por los gobiernos, no se puede negar la necesidad de apoyo y protección que desde muchos lados distintos parece tener la filosofía. En efecto, en muchas producciones de la ciencia positiva, así como en textos de edificación religiosa y en otras literaturas indeterminadas, se observa no sólo el ya comentado desprecio por la filosofía, que se expresa en que quienes inmediatamente demuestran estar retrasados en el desarrollo del pensamiento y para los cuales la filosofía es algo totalmente extraño la consideran sin embargo como algo acabado, sino incluso que se dirigen expresamente contra la filosofía y declaran que su contenido —el conocimiento conceptual de Dios y de la naturaleza física y espiritual, el conocimiento de la verdad— es una presunción insensata y pecaminosa. Allí se ve cómo una y otra vez, interminablemente, la razón es acusada, rebajada y condenada, o por lo menos se deja traslucir cuán incómodas resultan para una gran parte de la actividad que debería ser científica las inevitables pretensiones del concepto. Ante semejantes fenómenos se podría casi admitir que en este aspecto la tradición ya no es respetable ni suficiente para asegurar tolerancia y existencia pública al estudio de la filosofía.*

Las arrogantes declaraciones contra la filosofía tan corrientes en nuestro tiempo ofrecen el extraño espectáculo de tener, por un lado, su justificación en la superficialidad a que ha sido degradada esta ciencia, y basarse, sin embargo, por otro lado, en el mismo elemento contra el cual se vuelven con tanta ingratitud. Pues esta autodenominada filosofía, al calificar el conocimiento de la verdad como un intento insensato, ha nivelado todo pensamiento y todo objeto, del mismo modo que el despotismo de los emperadores de Roma igualó la nobleza y los esclavos, la virtud y el vicio, el honor y el deshonor, el conocimiento y la ignorancia. De esta manera el concepto de lo verdadero o la ley de lo ético no son más que opiniones y convicciones subjetivas, y los principios más criminales son colocados, en cuanto convicciones, en el mismo plano que aquellas leyes. Cualquier objeto particular e insignificante y cualquier materia sin importanc

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