País rico, país pobre

Fragmento

Sólo le pido a Dios que el dolor no me sea indiferente.

LEÓN GIECO

A Dzidza, compañera en el más pleno sentido de la palabra, a quien nada humano le es ajeno.

A Eduardo, Marcos, Máximo, Micaela y Benjamín, que son nuestro orgullo y alegría. Y a la nueva generación, que nos hace tan felices: Bautista, Abril, Salvador y los mellizos que están viniendo, para quienes soñamos un país más justo e integrado.

A Atilio Rosso, fundador del movimiento “Los Sin Techo” de Santa Fe, que nos acaba de dejar luego de enriquecernos con su ejemplo y pensamiento; a monseñor Pedro Olmedo, obispo de Humahuaca, modelo de vida; a Juan Carr, predicador y constructor de optimismo.

Y a tantos ejemplos de compromiso vital con el otro, que demuestran cada día que la lucha vale la pena.

Agradecimientos

A Amartya Sen, que me enseñó a mirar la economía poniendo al hombre en el centro del pensamiento y la acción. A mis compañeros de ruta, con quienes venimos hace tiempo trabajando por una mejor política social: Leo Dipietro, Gabriela Agosto, Viviana Fridman, Irene Novacovsky, Roberto Candiano, Sari Caputo, Silvia Gascón, Miguel Paradela, Guille Mayer, Juan Peña, Inés Sanguinetti, Valeria Isla, Claudia Sobrón y tantos otros que me han inspirado y acompañado.

A los autores que me han iluminado con sus trabajos, a quienes he citado intensamente porque representan la vanguardia del pensamiento social en nuestro país; en especial a Ernesto Kritz, Juan José Llach, Hugo Míguez, Alieto Guadagni, Leonardo Gasparini, Guillermo Cruces, Agustín Salvia y el equipo del Observatorio de la Deuda Social de la UCA; Rafael Rofman, Luis Beccaria, Sebastián Galiani, Ernesto Shargrodsky, Rubén Lo Vuolo y el equipo del Observatorio de la Maternidad.

Cuando este libro se hallaba en proceso de edición, tuvieron lugar los infaustos hechos que a lo largo de dos meses (y con incierto pronóstico) colocaron a la violencia social en la mirada y los sentimientos de los argentinos.

La muerte de dos aborígenes que reclamaban por tierras en Formosa; el asesinato de Mariano Ferreyra, quien pedía ser formalizado en el Ferrocarril; y finalmente las tres muertes entre los ocupantes del parque Indoamericano constituyen una verdadera cadena de sangre. Pero además de estos trágicos hechos, la sociedad se encontró —de un momento a otro— con una erupción de pobreza que le produjo sentimientos múltiples.

Por un lado, la sorpresa frente a lo que no veía o no quería ver. Un discurso gubernamental triunfalista había pretendido instalar la idea del fin de la pobreza; pero esa pobreza se presentó con todo su dramatismo, combinada con otras cuestiones —como la droga— que pusieron en evidencia la profundidad de la tragedia social. Por otra parte, la fuerza del reclamo social por tierras y viviendas generó rechazos ante lo que muchos consideraron imposiciones inaceptables de los inmigrantes y aun de los nacionales que exigían la ayuda pública para solucionar sus carencias. Una sociedad en la que la clase media no tiene acceso al crédito hipotecario se resiste a aceptar que aquellos a los que muchos consideran beneficiarios indebidos de los recursos sociales pudiesen lograr por la fuerza un bien tan importante.

Finalmente —dato no menos significativo—, la crisis mostró la dificultad para combinar los variados discursos y argumentos que son necesarios para sostener el equilibrio de la gobernabilidad. Mantenimiento del orden, vigencia de los derechos, imperio de la ley y el diálogo fueron cruzados y cuestionados desde diversos ángulos por unos y otros, siempre al impulso de sus intereses particulares, pero sobre todo bajo la presión de una realidad de pobreza y exclusión.

Aparecieron así los dos países, que son el eje sobre el que se ha escrito este libro. Las dos Argentinas, separadas de mil maneras; una que no quiere ver a la otra, a la que además teme porque siente que avanza sobre sus derechos básicos. Y esa otra Argentina que rompe su silencio e impone una imagen, para muchos oculta hasta ayer tras paredones.

Por sobre todo, apareció otra dimensión habitualmente negada: la de la complejidad de la pobreza, que no se soluciona con cajas de comida ni con programas de transferencia de dinero, sino que exige un trabajo largo, sostenido y en múltiples frentes para resolver un conjunto de carencias que llevan muchos años de acumulación.

Los acontecimientos de Soldati consolidan entonces el sentido con el que hemos escrito este libro. Y nos llevan a reafirmar los ejes éticos y de acción que lo inspiraron.

CAPÍTULO 1

Por qué este libro

Todo ver es, pues, un mirar; todo oír, un escuchar

y, en general, toda nuestra facultad de conocer es

un foco luminoso, una linterna que alguien, puesto tras ella,

dirige a uno y otro cuadrante del universo, repartiendo sobre

la inmensa y pasiva faz del cosmos aquí la luz y allá la sombra.

FERNANDO SAVATER

Mi vida como militante político, funcionario y ciudadano comprometido con su comunidad ha estado muy relacionada con las cuestiones sociales.

He tenido importantes responsabilidades públicas en este campo. Creé una fundación llamada Observatorio Social,1 que se dedica a ayudar a administrar programas sociales en el sector público y en las organizaciones comunitarias de la Argentina y América Latina. Presido hace años la Asociación Argentina de Políticas Sociales, un ámbito plural de reflexión.

He escrito infinidad de artículos académicos y periodísticos, y dado conferencias sobre problemas sociales en todo el mundo.

Con mi esposa, que ha desarrollado un trabajo muy importante en estos temas, mantenemos una tarea y una relación permanente con quienes consideramos nuestros mejores amigos: personas con responsabilidades, compromisos y vocación que trabajan en los ámbitos más necesitados y excluidos de la comunidad.

En otras palabras, por mi preocupación cotidiana, con éxitos y fracasos a lo largo de estos años, nada de lo que trabajo en este libro me es ajeno. No tengo una perspectiva lejana, académica o no comprometida.

Con ese conocimiento he ido comprobando, cada vez con mayor preocupación, cómo en nuestro país la pobreza y sus efectos se van cronificando, sin que los ciclos de alto crecimiento o los esfuerzos aislados logren revertir, en sus causas más profundas, un grave deterioro estructural.

Pero además de sus terribles efectos sobre individuos, familias y comunidades, este proceso ha consolidado heridas graves en la convivencia, mediante la construcción de muros afectivos que se van erigiendo entre “nuestro país”, el de quienes podemos imaginar y construir un proyecto de vida, y el “otro país”, el de aquellos que, por causas que no pueden manejar, quedan afuera de la dinámica social del trabajo y el progreso.

Se trata de una fractura social mucho más grave de lo que muestran expresiones superficiales, como los conflictos por el uso del espacio público o las protestas políticas recurrentes, y un proceso que se vuelve una cuestión central para el funcionamiento de nuestra democracia. Poco a poco aparecen modos de relación política en los que el conflicto y la exclusión del otro se instalan para quedarse: la cronificación de la pobreza amenaza también con cronificar la desunión social.

Frente a esta situación, dirigentes, comunicadores y líderes sociales toman diversos caminos. Muchas personas e instituciones comprometidas y militantes proponen reformas de diversa densidad para solucionar el problema en sus raíces. Otros, más cómodos, optan por seguir las reglas de la demagogia, sumarse a la corriente, y compartir la irritación generalizada por los temas que más indignan a la gente: la violencia cotidiana, los planes sociales. Éstos echan culpas a diestra y siniestra, aumentando la apuesta por más represión o segregación.

Es tan fuerte el impacto de este modo de abordar el tema en la opinión pública, que se hace difícil mencionar las palabras “compasión”, “comprensión” o “escucha”, ante el temor a ser borrado de la escena pública.

En muchas partes del mundo, el camino de ignorar, excluir o reprimir, sustentado en recetas mágicas, sirve para ganar aplausos y reconocimiento social. Es fácil y aceptado pero también vacío e ineficiente. Vacío porque lleva a perder la perspectiva analítica sin la cual no hay acción posible: se tapa la realidad y sus causas. Ineficiente porque la historia demuestra que no ha habido experiencia en la que los conflictos sociales se hayan terminado por medio de la negación, la mano dura o la represión.

No es cierto que Nueva York haya cambiado por la mano dura de Giuliani ni que Singapur sea el paraíso del orden por la aplicación brutal de la ley. Nada ha sido tan simple. Ninguna realidad social tan compleja se explica sin incorporar variables como el crecimiento económico, las instituciones, la educación e incluso las políticas familiares.

Este libro quiere contribuir a desarrollar un camino para comprender en profundidad lo que les pasa a los otros, e intenta que los lectores puedan conectarse positivamente con una realidad que les es lejana, indeseada y hasta agresiva.

Es obvio que este camino no es el más fácil.

Mi propia experiencia reciente no ayuda en ese sentido.

Fui asaltado tres veces en dos años, en dos oportunidades con real peligro de vida, y siempre tuve la percepción de que me había salvado por un pelo. Fueron jóvenes morochos, en dos de los casos drogados, y el último episodio ocurrió una semana después de haberme mudado a un country en el que supuestamente estaba protegido de quienes viven más allá de los alambres que nos circundan.

Nuestra familia, al igual que muchos de los lectores, podría tener razones para no sentir afecto por el mundo de afuera del country en el que vive, para juntar bronca en lugar de sentir preocupación, para pedir mano dura antes que discursear sobre políticas sociales, para protestar más que para hacer. Tal vez mi carrera política habría sido más fácil si me hubiese sumado a la corriente del “sentido común”.

¿Entonces por qué he escrito este libro?

Una primera razón pertenece al campo de los sentimientos humanos más básicos, seamos o no religiosos. Se trata de nuestra obligación de amor o compasión con nuestros hermanos más débiles. Pero sé positivamente que esta causa tiene muy poca adhesión. Muchas veces el amor por el prójimo se detiene cuando sentimos que nos puede agredir.

Hay otro motivo que podríamos llamar “autoprotección”. Se trata del convencimiento de que no hay alambres que nos puedan separar de una realidad cada vez más inequitativa y, por lo tanto, con más posibilidades de generar una violencia que tarde o temprano nos ha de tocar. O sea, parto de suponer que si tengo éxito en ayudar a cambiar la realidad, conseguiré que se reduzca la violencia que nos afecta a todos.

Pero hay otra razón más general, y tiene que ver con mi vocación política: la preocupación sobre los peligros que implica el deterioro social en el funcionamiento de una buena democracia.

Las experiencias que muestra la historia nos dicen que los crecientes niveles de división e inequidad social son el camino seguro hacia las rupturas políticas y, obviamente, también hacia más violencia. Que de nada sirve esconder la realidad debajo de la alfombra, con la fantasía de que los procesos sociales pueden dilatarse indefinidamente o se pueden resolver con represión o “derrame”. Que lo que no se soluciona, empeora y acelera. Y ya veremos en las cifras de este libro cómo este pronóstico se va cumpliendo…

Nada de esto puede hacerse sólo desde la omnipotencia habitual del discurso político. Como intentaré mostrar a lo largo de este libro, cambiar situaciones tan complejas y cronificadas exige procesos largos, en los que además de voluntad se requieren capacidades técnicas, a nivel macro en las grandes decisiones y a nivel micro en las actividades en el territorio, con la gente concreta y, obviamente, el consenso social que sustente semejantes esfuerzos.

Ya que hablamos de política, estos procesos demandan liderazgos con una mirada estratégica, que incorporen las múltiples dimensiones del problema: compasión, que no es misericordia sino la vocación para ponerse en lugar del otro, en sus necesidades y posibilidades; capacidad para entender todas las variables en juego; talento para acordar y convencer; idoneidad para ejecutar; convicción para corregir.

No es una tarea imposible. Hay que empezar… y comprender lo que pasa.

Cómo empezó este libro

Todas estas preocupaciones generales empezaron a tomar la forma de un libro cuando a principios del año 2008 el Banco Mundial me solicitó que, junto con otros autores, comentase una encuesta acerca de la percepción que la comunidad tiene sobre los programas sociales y sus beneficiarios. La Encuesta sobre Percepción de Planes Sociales (EPPS) dio lugar al libro Las políticas sociales hacia el Bicentenario.2 Esta información corroboró mis inquietudes acerca de la consolidación de las barreras que existen en la Argentina entre “nuestro país”, el de los incluidos, y “el otro país”, el de los excluidos.

Ya en trabajos académicos anteriores,3 había comenzado a elaborar conceptos y observaciones referidos a las dificultades de integración social en la Argentina, expresadas, entre otras evidencias, en que una parte importante de “nuestro país”, integrado por aquellos con posibilidades materiales para imaginar y construir un proyecto de vida, siente que no tiene ni quiere tener relación alguna con el “otro país”, formado por diez millones de hermanos nuestros con serias dificultades para participar de la dinámica propia de una sociedad de progreso.

En ese entonces decía que lo que nos sucede está causado por una larga historia de fracasos económicos y políticos que se asocian al efecto desigualador de la globalización,4 y eso provoca que a esos “otros” se les haga cada vez más difícil integrarse con sus limitados recursos en una dinámica de competencia y productividad que los supera.

Se van quedando irremisiblemente fuera del mercado de trabajo, degradan sus condiciones de vida y son rechazados por una sociedad que les atribuye la responsabilidad de su pobreza y los siente como una amenaza. Es por esa razón que no podemos sumar la solución de la pobreza a nuestras prioridades ni encontrar respuestas estables y eficientes a lo que se va convirtiendo en un drama cada vez más grave.

Cuando analicé la encuesta, me di cuenta de que mis percepciones tenían una sólida base en las respuestas de la gente; y conforme avanzaba en otras evidencias, era cada vez más claro que una parte importante de la sociedad no consideraba a esos “otros” siquiera sujetos de derechos. Hasta, metafóricamente, preferiría que no existiesen, pues:

  • Piensa que no comparten sus valores.
  • Presume, teme, tiene evidencia de que pueden agredirla de cualquier forma. Los siente como una fuente de amenaza cotidiana.
  • Le recuerda situaciones como la pobreza, con las que no quiere involucrarse.

Pero a medida que buscamos más información, aparecen también otras evidencias que muestran crecientes niveles de fragmentación en el interior de los sectores sociales más pobres, generadas por diversas características como la nacionalidad, la ubicación social o geográfica, que se expresan en calificaciones de “villeros, bolitas” u otros adjetivos negativos.

Con todas estas demostraciones, me pareció plausible pensar que la fragmentación afectiva y política que caracteriza hoy a la Argentina ha reducido el sentido de “nosotros”,5 esencial para el funcionamiento de cualquier sociedad, y que por ello corremos el peligro de convertirnos en una suerte de archipiélago, sólo sostenido por lazos formales que se van debilitando al ritmo de las acusaciones cruzadas, la búsqueda obsesiva de culpables y los episodios cotidianos de violencia criminal o conflicto político, en los que “los otros” aparecen como actores inevitables.

No se trata sólo de rechazar a esos “otros” en el sentido de tenerlos lejos físicamente, sino que pareciera que no queremos mirarlos ni escucharlos, mucho menos verlos, ni comprender sus circunstancias, razones, deseos, historia. No queremos saber por qué o cómo esa persona está allí.

O sea que no se trata sólo del gesto físico de correr la mirada de lo que no nos gusta, sino también de evitar que sean parte de nuestro círculo de intereses. O sea, los ignoramos. Como decimos los argentinos, “no quiero saber nada”. Aunque esté delante de mí todos los días.

D’Elía redobló su amenaza al Gobierno

“Están volcando los planes a sostener a los punteros”, dijo; dudas de piqueteros opositores

Comentarios de los lectores de lanacion.com

  • En Mar del Plata, a una cuadra de mi casa se encuentran desarrollando labores los obreros de las Cooperativas del “Plan Argentina No Trabaja” Ya que están desde el 14 de Diciembre hasta el día de hoy, desde las 08:00 hasta las 13 horas 14 VAGOS (entre ellos 2 mujeres) QUE LO UNICO QUE HACEN ES TOMAR MATE Y COMER FACTURAS, por la suma módica de $1.300 pesos mensuales que TODOS PAGAMOS. Pero de Trabajar… MINGA.
  • Estamos presos!!!! Presos por las masas que imponen la ley de la selva y presos por los políticos, oficialistas y opositores, que gobiernan para ellos y para un pueblo imaginario. No hay salida para todo. Lástima no haber nacido 10 años antes y haberla hecho bien en el 1 a 1 para ser vecino de Susana en Miami
  • Hasta cuando vamos a seguir con los PLANES DESCANSAR???? La caja no da más Krish, no te enterastes????? Basta de apropiarte del dinero de todo los argentinos para construir tu ideal de monarKia, perdón: RepubliKa
  • Me gustaría conocer que es lo que producen y comercializan estas cooperativas.
  • Lo más triste es que nosotros le pagamos esos malditos planestrabajar que lo unico que generan es MAS vagos y MAS resentidos. Vamos bien ee, igualitos a uruguay, brasil, chile…vamos Argentinaa, somos los más vivos de todos, sin laburar vamos a llegar al primer mundo!! viva crisitna!!… por dios, es ironia si alguien no se dio cuenta
  • COMPRENSE EL CLARIN Y HAGAN LA COLA DESDE LAS 3 DE LA MAÑANA EN UNA OBRA PARA QUE LES DEN LABURO COMO HACEN EL 99% DE LOS ARGENTINOS QUE SON REHENES D VUESTROS CORTES, DE VUESTROS PALOS, DE VUESTRAS PATETICAS MASCARAS, DE VUESTROS SUBSIDIOS QUE PAGAMOS TODOS.

Son éstas algunas de las razones por las que he escrito este libro: como parte de una búsqueda personal hacia el interior de lo que le pasa a mi sociedad, esta sociedad en la que vivo y han de vivir mis hijos y nietos. Creo, con razones muy fundadas, que si no logramos revertir esta tendencia asentada hacia la división social, la calidad de la vida cotidiana y de la política se han de deteriorar de manera irreversible.

Para eso, el camino que he elegido es el de brindar a los lectores información acerca de las condiciones y restricciones en las que se vive en el “otro país”. De ese modo, es posible ayudar a romper las barreras que nos impiden conectarnos con quienes, por su situación de exclusión, deberían ser sujetos de nuestra previsión.6 Es una preocupación ética y también pragmática, se trata de asegurar el funcionamiento armónico de toda la sociedad. Tal como me dijo un sacerdote villero: “Yo creo que hay que trabajar por estos chicos porque son Hijos de Dios; pero otros que no los consideran sus hermanos, al menos deberían ocuparse de ellos para que algún día no los asalten”.

Mirar y ver al otro

Evitar mirar a quien nos desagrada no es un problema sólo de los argentinos aquí y ahora. Es una reacción común del hombre frente a lo que le genera sentimientos negativos.

Fernando Savater, con su agudeza habitual, dice que uno de los pecados capitales de la modernidad es precisamente el no mirar. En el delicioso Los siete pecados capitales7 nos introduce en el tema por medio de esta cita: “El escritor francés Albert Camus retrató en uno de sus cuentos a un mendigo que, mientras todos pasaban a su lado sin reparar en su desgracia, decía ‘la gente no es mala, lo que sucede es que no ve’. Me parece que la mayoría de los males de nuestra época tiene que ver con esa frase: ‘La gente no ve’. Éste es un pecado de nuestra modernidad, porque hoy tenemos instrumentos para informarnos de todo lo que pasa en los confines del mundo, y sin embargo ‘no vemos’. Éste es el precio que se paga por algunas ventajas que tenemos unos frente a otros. Ese ‘no ver’, me parece un pecado esencial de la modernidad”.8

Obviamente, no sólo preocupa “no ver”, que es un gesto de ignorancia hacia el otro. En realidad, lo importante es que el pecado de no ver lleva al no hacer, o al hacer mal. Si el otro no me interesa y no lo reconozco como persona, tampoco será relevante para mi propio desarrollo personal o para el de la comunidad en la que estamos formalmente juntos.

Es lo que nuestros chicos expresan, no sin un dejo de crueldad, con la frase “no existís”.

No te miro, no te veo, por lo tanto no existís, y si no existís, no estarás en mis planes ni en mis acciones.

“Ver” o “no ver” pasa a ser condición para la construcción de una conciencia que, como escribiera el poeta y político checo Václav Havel, “precede al ser”. Esta frase magnífica remarca la importancia de saber, creer y sentir para incitar y orientar la acción.

La conciencia se va construyendo a medida que miramos algo y lo incorporamos a las cosas que nos importan. O sea que, además de mirar, podemos ver. Como dice el psicoanalista argentino Luis Chiozza: “Para ver, no basta con mirar; sólo podemos ver cuando tenemos una idea de lo que busca la mirada. El dedo índice se llama de ese modo porque cumple la importantísima función de indicar o señalar, pero es inútil señalar cuando no se comparte una idea acerca de aquello que se procura ver. Lo que carece de significado es imperceptible. No sólo se trata entonces de ver para creer, también es cierto que no puede verse lo que no pertenece al conjunto de lo que creemos”.9

En síntesis, quisiera compartir algo con los lectores: estoy convencido de que no hay transformación social profunda si la sociedad no construye el conjunto de sus relaciones sobre la base del compromiso. Éste se da por el afecto, la compasión, la comprensión y la decisión de aceptar como sujeto de derechos, como ciudadano o simplemente como ser humano a quien hoy es “otro”, y de tal manera convertirlo con acciones concretas en parte de “nosotros”.

Y la verdad es que, como intentaremos demostrarlo en este libro, en la Argentina están sucediendo muchas cosas que no miramos ni, mucho menos, vemos.

La encuesta y los “otros”

Hablamos de ver y mirar, veamos ahora qué es lo que los argentinos pensamos de los “otros”. Lo haremos mediante la encuesta que dio origen a este libro, que a partir de ahora llamaré EPPS (Encuesta de Percepción sobre Programas Sociales).

Se trata de un trabajo que analiza las percepciones de 2.500 argentinos sobre el programa Jefes y Jefas de Hogar Desocupados, que es el plan de transferencia de ingresos más importante de la historia argentina. La percepción de la gente sobre este programa ilustra también la opinión de los argentinos sobre las políticas sociales públicas, sobre lo social en general y, por supuesto, sobre los “otros”.

Además, las conclusiones de esta encuesta nos brindan pistas para seguir avanzando sobre el tema de la inclusión, los derechos subjetivos, las condiciones efectivas para su ejercicio y aun el impacto que todo eso tiene sobre algunos aspectos centrales de la calidad de la democracia.

Resumiendo los resultados de la encuesta, podemos decir que conviven en ella dos tipos de opiniones principales.

La primera se relaciona con los planes sociales en general. Allí se encuentran opiniones que podríamos denominar “solidarias”, ya que un 61% de los encuestados afirma que “siempre tiene que haber planes porque siempre va a haber gente que los necesite”. Un 89% se preocupa porque “mucha gente que necesita ayuda económica no tiene acceso a los planes”. Además un 88% considera que el monto del beneficio “no alcanza para llegar a fin de mes”. Con respecto a la necesidad de los programas, el 41% piensa que, si estos planes no existieran, la pobreza sería mayor, y el 38% cree que el desempleo sería peor.

Pero apenas la pregunta roza cuestiones que tienen que ver con los atributos de las personas beneficiadas o se acercan a aspectos políticos, la opinión se vuelve dura e intransigente, hasta llegar al prejuicio y a la estigmatización:

  • Un 88% se manifestó de acuerdo con que los planes siempre son usados para beneficios políticos.
  • Un 82% declara que los beneficiarios “mienten para conseguir un plan”.
  • El 84% piensa que ellos “podrían encontrar un trabajo si quisieran”.

Entre la postura más sensible de las opiniones “solidarias” y la que sospecha sobre el comportamiento de los “otros”, prevalece la segunda. La actitud negativa llega a justificar, para el 44% de los encuestados que nunca tuvieron un plan, la opción de eliminarlos completamente; mientras que un 60% afirma que “los planes sociales se deben dar de manera estricta aun cuando así quede afuera gente que los necesita”.

Y a pesar de ponderar la importancia de los planes, el 79% de los encuestados se manifestó en contra de la posibilidad de financiar una mejora en sus prestaciones con un aumento de impuestos. También, el 87% de los entrevistados manifestó que para mantener un plan los beneficiarios tenían que hacer alguna actividad a cambio “como trabajar o hacer controles de salud a los hijos”.

Cuando analizamos las respuestas según los encuestados, que se pueden calificar como pobres o no pobres, aparecen nuevas dimensiones que vale la pena resaltar.

Las opiniones que acentúan los comportamientos socialmente negativos de los “otros” son mayoritarias no sólo entre los sectores medios y altos sino también dentro de los sectores pobres, aun cuando ellos sean a su vez estigmatizados por los no pobres.

Así, por ejemplo, hay una alta coincidencia entre pobres y no pobres en las respuestas a cuestiones como la mentira para conseguir un plan o el uso de los planes como herramienta eleccionaria10 y el hecho de que muchos de los que reciben planes podrían encontrar un trabajo si realmente lo quisieran.

Pero resulta que cuando entramos un poco más en la búsqueda y tratamos de verificar si las opiniones prejuiciosas tienen correspondencia con la realidad de las actitudes y preferencias de los más pobres, la misma encuesta nos muestra cuán equivocada es la mirada general.

En efecto, puestos ante opciones concretas,11 los encuestados beneficiarios de programas de transferencia de ingresos no piensan como el resto de la sociedad supone que lo hacen: frente a la pregunta sobre si preferirían programas sociales con menos dinero y más capacitación o con más dinero y menos capacitación, la respuesta mayoritaria de los más pobres es la primera opción (menos dinero y más capacitación). Esto demuestra su vocación por construir un proyecto de vida basado en valorar el esfuerzo y el largo plazo antes que el corto plazo.

En relación con la importancia y la necesidad de trabajar como parte de los requisitos para obtener los planes, la respuesta de los más pobres es mayoritariamente positiva. Nadie acepta la holgazanería como un valor.

Con esta información en la mano, podemos, poco a poco, empezar a preguntarnos el porqué.

¿Por qué se ha instalado esta sensación y estas opiniones en la sociedad y qué significan?

Es obvio que detrás de ellas hay procesos sociales complejos entre los cuales prima, no sin razón, una percepción sobre la política social como uso ineficiente de recursos públicos, mezclada con reiterados y, afortunadamente, fracasados intentos de torcer la voluntad popular con la utilización de estas herramientas,12 y el clima de crispación que genera la reiterada ocupación del espacio público por parte de organizaciones sociales, con la consecuente violación de los derechos de los demás ciudadanos.

Pero también es importante tener en cuenta que los sectores medios, aunque se han recuperado rápidamente de la crisis de 2001-2002, tienen memoria de la degradación social que sufrieron durante los ochenta y noventa (la aparición de los “nuevos pobres”), y viven con mucha intensidad los miedos de la última crisis.

En efecto, como veremos en detalle en los capítulos siguientes, aun cuando en el tercer trimestre del año 2005 prácticamente no quedaban pobres entre los sectores medios que se habían derrumbado como consecuencia de la crisis, resulta difícil para millones de personas olvidar que en mayo de 2003, el 99% de quienes están en el 3º decil, el 91% del 4º y el 31% del 5º, se habían convertido inesperadamente en pobres por ingresos, y muchos de ellos estuvieron a punto de caer en la indigencia.13

Por todo esto, no es extraño que esta población, que tiene tan cerca los miedos y rencores de una depresión brutal y el pavor ante otra posible crisis, muestre tanto rechazo a que se transfieran recursos que, según ella, no benefician a toda la comunidad sino sólo a una parte. Un sector que, suponen, no ha hecho nada por merecerlo, que está absolutamente fuera de las obligaciones duras de la vida cotidiana, tales como el pago de impuestos que se perciben como asfixiantes y que no tienen contrapartida en la calidad de los servicios del Estado.

Pero este tipo de opiniones y sensaciones no se da únicamente en nuestro país. El politólogo Zygmunt Bauman14 muestra cómo en Europa ocurre algo similar. Junto con el rechazo a la inmigración y el miedo a la crisis, va creciendo la idea de que aquel que no puede responder a la pregunta sobre “quién es usted”, con el nombre de la empresa en la que trabajaba y con el cargo que ocupa, “no debería tener derecho a utilizar los recursos que yo genero con mi trabajo, porque no puede aportar riqueza, dadas sus limitadas capacidades15 y sus conductas desviadas”. O sea que, al igual que aquí, aparece la idea de que quienes no trabajan en el mercado formal, por la razón que sea, no tienen derecho a recibir un aporte del Estado.

A estos prejuicios sobre los comportamientos laborales de los más pobres podemos sumarles otros que los caracterizan como personas ajenas a los valores culturales aceptados.

Así, por ejemplo, en ocasión del lanzamiento de la nueva tarjeta social del plan Más Vida en la provincia de Buenos Aires, algunos medios remarcaron que ésta no podría utilizarse para comprar bebidas alcohólicas. Este comentario responde a un típico y poco fundamentado componente de la sabiduría convencional sobre el supuesto comportamiento vicioso de los pobres, a quienes muchos les adjudican todas las perversiones imaginables, incluso preferir el consumo de bebidas alcohólicas antes que el alimento de sus hijos.16

Pero no se trata sólo de un tema de los argentinos de aquí y ahora… Veamos lo que ha sucedido en otros lugares.

La “subclase”

Así como mencioné el caso europeo, en que se ve el rechazo que se ha instalado hacia los inmigrantes y hacia aquellos que no pueden mostrar una identidad laboral bien clara, la historia social universal está llena de este tipo de opiniones excluyentes.

Por eso vale la pena dedicar algunos párrafos a uno de los antecedentes más conocidos en este tema: la noción de subclase (underclass), que apareció en los estudios sobre pobreza urbana en los Estados Unidos a finales de los años sesenta. Este concepto cultural y moral marcó la discusión sobre política social durante treinta años en ese país,17 y de varias maneras se mantiene presente aún hoy.

El corazón de este enfoque consiste en afirmar que existe un sector social diferente, denominado “subclase”. Los individuos que la forman no participan de los valores culturales aceptados, no asumen el progreso y el esfuerzo como una virtud para el avance personal y comunitario, y por eso son responsables de su propia pobreza. Ellos son amenazadores para el resto, y sólo merecerán integrarse a la “normalidad” en la medida en que puedan demostrar su voluntad de adaptación.18

Quienes integraban mayoritariamente esta subclase eran los no blancos, no protestantes, no anglosajones, sin educación ni capacidades para formar parte de las rutinas culturales aceptadas, y no lograban salir de su pobreza a pesar de la igualdad de oportunidades que brindaba la sociedad estadounidense. O sea, se distinguía entre quienes “no quieren” y quienes “no pueden”.

Este concepto tuvo gran influencia sobre los principios de la política social norteamericana. Las autoridades de aquel momento llegaron a definir que la posibilidad de recibir apoyo público se decidía por la demostración del solicitante de una genuina vocación individual de transformación cultural hacia los valores “positivos”.

Así, la política social de los Estados Unidos, que había llegado a pensar seriamente en 196919 en un ingreso mínimo de inclusión para los pobres con el modelo de negative income tax (impuesto negativo sobre el ingreso), cayó luego bajo ese fuerte y exitoso ataque conservador, al afirmar que “algunas personas son mejores que otras y merecen más recompensas del resto de la sociedad, de las cuales el dinero es sólo una parte”.20

Este concepto planteaba así la necesidad de dividir a los pobres entre aquellos que merecen y aquellos que no merecen el apoyo social.21

De ese modo se llegó a afirmar, por ejemplo, que las políticas universales habían fracasado en los Estados Unidos porque no tomaron en cuenta que:22

  • “El desempleo negro aumentó durante el período porque los jóvenes negros abandonaron voluntariamente la escuela.
  • Los hogares negros con jefatura femenina aumentaron porque los varones y mujeres jóvenes encontraron pocas razones para casarse.”23

Así, las razones de la exclusión de la población negra estaban en estas conductas “moralmente desviadas”.

En el mismo sentido, Lawrence Mead, quien abogaba por esta nueva propuesta, afirmó que “la falta de rendición de cuentas (accountability) de los programas sociales federales está entre las razones por las que el desempleo, el delito, la destrucción de las familias y otros problemas, son mucho más frecuentes entre los que reciben los beneficios de los programas sociales que en el resto de la sociedad […]. Por eso […] la solución es una política social con más autoridad, que haga cumplir las obligaciones sociales”.24

Las políticas sociales fueron tildadas de excesivamente permisivas y pasaron a convertirse en causas o cómplices, no sólo de las “conductas individuales desviadas” sino de los daños que el delito habría de causar al resto de la sociedad.

De allí a la estigmatización de los pobres hubo un paso, que se concretó prontamente mediante el masivo encarcelamiento de jóvenes negros, un tema que sigue siendo una mancha social de aquel país. Estos muchachos eran considerados el elemento más peligroso de la “subclase” y eran producto de los defectos de las políticas sociales.

Más allá de los errores analíticos acerca de las verdaderas razones de la marginación de la población negra,25 lo interesante para nosotros es que tales argumentos llegaron a convertirse en parte de la sabiduría convencional de los políticos y votantes estadounidenses. Con esta idea, la política social pasó a tener rasgos francamente reaccionarios, dejó de lado el concepto de “derechos”, introdujo masivos condicionamientos y puso límite de tiempo a las ayudas, en función de que los beneficiarios demostrasen su buena conducta.26

Con estas bases, durante la presidencia de Reagan se avanzó en la idea de workfare, es decir, la conjunción entre trabajo (work) y bienes tar (welfare). La expresión, de aroma entre punitivo y educativo, significaba que los beneficiarios de programas sociales sólo podían “ganar sus beneficios a través de trabajo y el buen comportamiento”.27 Los pobres debían pagar por su pobreza.

El crecimiento de este nuevo planteo fue impactante. A mediados de los ochenta, dos de cada tres de los estados norteamericanos habían modificado sus programas sociales según la nueva modalidad, y varios habían agregado nuevos condicionantes, como la obligación de cuidar a sus hijos por parte de las madres pobres. También habían incluido penas insólitas, como perder cualquier beneficio si se tenían hijos extramatrimoniales. Toda la familia podía perder cualquier beneficio si sólo uno de los miembros violase las condicionalidades.

De tal modo, la relación con los pobres pasó a construirse sobre preconceptos. Ya no se trataba de mirar o no mirar, sino de prejuzgar. En una suerte de lombrosianismo28 social, los que pertenecían a la periferia del mundo aceptado estaban condenados de antemano.

Condenados a la desconfianza de ser los únicos autores de cualquier delito, condenados a ser responsables de su propia pobreza porque no hacían lo suficiente para salir de ella, condenados a la sospecha sobre el mal uso de los recursos sociales. La muj

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